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lunes, 4 de mayo de 2015

HE UD 15. Economía y sociedad en España en siglo XIX. Dosier: La desamortización.

DOSIER: LA DESAMORTIZACIÓN.
INDICE
Introducción.
Historiografía.
La amortización en el Antiguo Régimen.
El reformismo agrario de los ilustrados y la legislación desamortizadora de Carlos III.
Godoy y la crisis fiscal.
La crisis de 1808: España entra en el siglo XIX.
La Restauración absolutista.
El Trienio Liberal.
La transición fernandina y cristina.
La desamortización de Mendizábal.
La transición moderada.
La desamortización de Madoz.
Los momentos finales.
La desamortización del subsuelo.
Consecuencias económicas.
Consecuencias sociales.
Consecuencias políticas.
Consecuencias urbanas.
El Derecho en el presente.
Conclusión.
Líneas de investigación futura.
Apéndice: Glosario y Documentación.
Bibliografía.

INTRODUCCIÓN.
La desamortización, al poner en circulación los bienes eclesiásticos y municipales, y junto al fenómeno paralelo de la desvinculación, fue la mayor transferencia de propiedad agraria en la Historia de España desde los tiempos de la Reconquista y un elemento esencial para comprender su Historia Contemporánea. Sus planteamientos doctrinales y legislativos, las luchas políticas entre sus defensores y detractores, sus profundas consecuencias en todos los órdenes (político, económico, social, cultural, urbano, ecológico, etc.), marcaron la vida española durante la mayor parte del siglo XIX de un modo que ahora, perdida la memoria histórica de los hechos, nos puede parecer extraño. Fue un cambio radical en la conciencia y en la realidad de toda la sociedad. El Antiguo Régimen murió, y nació la sociedad moderna, con múltiples carencias, con supervivencias de aquel régimen a veces camufladas hasta hacerse irreconocibles y otras veces manifiestas a todas luces (el latifundio y el caciquismo), pero con todo España entró en la vertiginosa ola de la Historia Contemporánea, para lo bueno y lo malo.

HISTORIOGRAFÍA.
Los estudios sobre el tema han adolecido de poca interdisciplinariedad: juristas, economistas e historiadores han desarrollado líneas de investigación demasiado unívocas, integrando los conocimientos diversos con grandes (y a veces clamorosas) lagunas. Muchos historiadores aún plantean sus análisis desde posiciones políticas de evidente partidismo, con apriorismos poco científicos, seguramente inevitables en tema tan apasionante. Prácticamente casi todos los autores tienen una opinión decidida al respecto, basada generalmente en otros autores de común ideología, sin pararse a considerar la base documental o estadística de sus análisis.
Así, podemos ver incluso en las últimas obras generales sobre el periodo que hay diferencias abismales en la evaluación de casi todos los puntos importantes de la desamortización. Para unos fue una revolución esencial y para otros fue un simple añadido a la desaparición de los diezmos y la desvinculación señorial. Ni siquiera se ponen de acuerdo sobre las estimaciones de ventas de cada periodo, ni sobre cuál fue la más importante de las desamortizaciones. Algunos autores ni siquiera consideran que deban tratar la primera (la de Godoy) y otros dan por terminado el fenómeno hacia 1860, sin dar para ello ninguna razón. Hay especialistas que ignoran o pasan por alto determinadas disposiciones legislativas (caso del mismo Tomás y Valiente) y otros que cometen grandes errores en la lectura de las monografías regionales (caso de Rueda respecto a las de Mallorca). Las mismas monografías regionales adolecen de una falta evidente de lecturas globales, por lo que sus análisis no encajan en absoluto en una perspectiva a nivel nacional. Las referencias bibliográficas son poco cuidadosas, de modo que los errores en la datación y paginación son comunes y reiterados, incluso en las mejores obras sobre el tema y llegan hasta el exceso cuando se trata de monografías regionales, en las que cualquier referencia puede considerarse sospechosa puesto que el abuso sin comprobación de las fuentes indirectas es indiscriminado y patente a todas luces.
Unos acometen trabajos locales y otros los provinciales, sin ponerse de acuerdo previamente sobre los baremos con los que contabilizar los datos por lo que éstos apenas sirven para hacer comparaciones globales. Unos acometen el estudio por temas como las clases sociales que compraron bienes o el aumento de producción agrícola, y otros, en cambio, por la evolución histórica, entrelazando los temas con ésta. Tanta es la variedad y tanta la bibliografía ya escrita que la sistematización es harto ardua y todo puede volverse a investigar desde el principio.
El mejor trabajo que conocemos sobre la historiografía, tanto por su extensión como por su planificación y exactitud (aunque le faltan centenares de referencias su objetivo no es el de ser un catálogo completo sino el de dar una visión abierta sin grandes lagunas), es el publicado por el especialista Germán Rueda [1986: 29-84], con la colaboración de J. R. Díez Espinosa y P. García Colmenares (mencionar la colaboración en este libro del profesor Castrillejo, comentada en muchas referencias y críticas, no es más que otro error de un ignoto crítico, al que muchos aparentan haber leído directa o indirectamente) por lo que huelga repetir sus páginas. Pero no está de más señalar que la omnisciencia sobre un tema de tan enorme extensión es tarea imposible y ello exige revisar las monografías regionales (como las de Baleares).
He escogido a varios autores representativos para exponer las principales líneas de análisis del tema, pues iluminan varias tendencias de la historiografía contemporánea:
Pascual Madoz (el reformista de 1855) puede considerarse como el primer historiador de la desamortización, aunque las más de las monografías no le consideran como tal, no tanto porque lo estudiase como tema sino porque en su Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar (16 tomos, 1845-1850), suministró por el método de acumulación numerosísimos datos sobre las desamortizaciones de la primera mitad del siglo, que luego han resultado la base estadística y económica para la mayoría de los estudios sobre el tema. Evidentemente sus planteamientos son rigurosamente progresistas, aunque no pudo aplicarlos plenamente ni siquiera a su propia legislación de 1855. Su posición ilustra una línea de investigación: la de la acumulación estadística de datos, aunque con merma de la sistematización y de una visión general.
En una posición totalmente contraria en metodología e ideología podemos señalar la de Antequera, que con su La desamortización eclesiástica considerada en sus distintos aspectos y relaciones (1885), intentó dar un planteamiento no estadístico sino de profundización temática, pero desde una ideología reaccionaria y proeclesial.
Luis Sánchez Agesta [1974: 171-176] es paradigmático de cómo los estudiosos que se agrupan en el nombre genérico de liberal-conservadores de la España Contemporánea consideraban la desamortización. Para él sería la desamortización un elemento fundamental en el ascenso de las clases medias y el nuevo equilibrio social que asentaría el régimen representativo del siglo XIX. Su planteamiento es asaz apriorístico, basado no tanto en un estudio profundo del tema como en la necesidad de encontrar una respuesta comprensible y lógica a la cuestión del porqué de repente la burguesía alcanzó el poder político y económico. ¿Y qué mejor y más sencilla respuesta que la desamortización?
Francisco Tomás y Valiente en libros propios [1971] o de equipo [destaca la Historia de España de Menéndez Pidal, 1981, tomo XXXIV: 145-180], estudia los fundamentos políticos de la legislación desamortizadora, desde las “alegaciones fiscales” del siglo XVIII al Consejo de Hacienda por Francisco Carrasco y por Campomanes hasta los debates parlamentarios de cuando se aprobaron las leyes del siglo XIX.
Sus ideas se resumen en la confianza en la posibilidad de conocer in profundis la desamortización con el estudio de las leyes, “a reserva de que los historiadores de la economía maticen y completen después las conclusiones derivadas del análisis de los textos jurídicos” [1971: 9]. Pero este estudio legislativo debe hacerse dentro de su marco político, que registró cambios radicales a lo largo del siglo. Asimismo matiza que no pretende estudiar la legislación desvinculadora (un error en el que cayeron otros estudiosos, Vicens Vives entre ellos, confundiendo dos fenómenos distintos).
Puede criticarse a Tomás y Valiente por su planteamiento demasiado político-jurídico, pero lo cierto es que él no pretende ir más allá de una aproximación desde tal vertiente y deja a otros estudiosos el seguir otras líneas de investigación, lo que invalida tal crítica.
Más criticable es su posición a priori, con un planteamiento de recusar apasionadamente toda disposición legislativa o toda tesis doctrinal que no coincida con sus propias tesis (éstas en la línea de Olavide y Flórez Estrada) de que hubiera sido preferible un reparto en censos enfitéuticos o de otra especie que posibilitase el acceso del campesinado pobre a la propiedad. La tesis de Tomás y Valiente es que la desamortización fue la gran oportunidad perdida de la sociedad y la economía españolas del siglo XIX (lo que compartimos en parte). La burguesía se arrojó sobre los bienes amortizados y no dejó nada para un reparto más equilibrado, que hubiera evitado futuras guerras civiles. “En suma: que la desamortización municipal quizá no debió hacerse y que la de bienes eclesiásticos y otras manos muertas no debió hacerse como se hizo” [1971: 157]. Y es cierto que así fue, pero también lo es que no había ciertamente otra alternativa, dada la relación de fuerzas políticas y sociales de la época.
Un error importante es considerar sistemáticamente que fueron fracasos sin paliativos las sucesivas desamortizaciones, comenzando ya por las de Godoy, de las Cortes de Cádiz y del Trienio Liberal, con pruebas tan endebles como que entre 1808 y 1827 la deuda aumentó de 7.000 millones de reales hasta 19.000 millones, porque no valora a cuánto más hubiera ascendido si no se hubieran enajenado bienes entre ambas fechas. Es el error (tantas veces visto) de no estudiar la cuantificación de todas las variables y pretender confirmar el fracaso de los ingresos sin conocer a cuánto ascendieron ni siquiera por aproximación.
Otro error es considerar que la burguesía era la única clase social tenedora de la deuda pública del Antiguo Régimen [1971: 46-47], por ser la única que tendría dinero líquido para comprar los vales. Este aserto no tiene una probada base documental y hay que recalcar que muchos nobles, e incluso clérigos, tenían también vales reales y los utilizaron para comprar bienes, a su nombre o a través de testaferros. A no ser que se pretenda que cualquiera con dinero para invertir sea considerado perteneciente a la burguesía...
F. Simón Segura considera la desamortización como “el gran fenómeno del siglo XIX”. El autor ha sido tratado por los últimos investigadores como un autor de referencia pero ya superado. Es una apreciación posiblemente injusta, porque aporta numerosos datos globales que el actual estado de la cuestión no permite impugnar todavía y porque nuestra opinión es que mantiene todo su vigor su hipótesis de que fue esencial (“la primera”) la motivación de crear o potenciar una clase burguesa de propietarios que apoyase el régimen liberal, aunque no desconoce las motivaciones fiscales (ciertamente angustiosas) y de fomento económico.
Resulta que muchos investigadores (incluso el mismo Rueda o Tomás y Valiente) tienden demasiado a creer que lo que dicen públicamente en sus discursos los políticos de la época es la legítima verdad e ignoran o marginan sus motivaciones ocultas. En nuestro parecer Simón Segura no es tan crédulo y comprende que lo primero fue la búsqueda de apoyos políticos entre los nuevos compradores.
Y añado una idea. ¿Es posible creer que los legisladores de la desamortización, sobre todo los de las últimas, que ya tenían la experiencia de las anteriores, desconocieran que sus métodos no aliviaban realmente las finanzas públicas? Tortella ha demostrado que los gastos de mantener al clero en el periodo 1850-1890 fueron mayores que los ingresos por las ventas de bienes eclesiásticos y lo mismo puede extenderse a las subvenciones que debieron concederse a los municipios. Y esto era ya evidente para muchos de los más enconados portavoces de la época, como Flórez o Borrego. Los partidarios de la desamortización lo sabían perfectamente aunque no pudieran manifestarlo a las claras, pero aun así preferían crear una clientela política amén de beneficiarse ellos mismos y a sus apoyos cercanos. Y además, en todo caso, estaban plenamente convencidos de que España saldría de su retraso económico con el desarrollo de una burguesía propietaria. Más arriba apuntaré la inequívoca relación de este proceso de consolidación de apoyos políticos con el naciente caciquismo, por encima de algunas manifestaciones de la época de que los nuevos propietarios se pasaron en seguida al bando de la reacción (mi tesis es que los mismos reaccionarios compraron bienes desamortizados y acto seguido volvieron a su campo político).
Para reforzar esta interpretación puede seguirse el comentario de Carr [1966: 179]: “Se ha sostenido que esta legislación se inspiraba en la interesada apetencia de tierras de la clase media. Sin embargo, las leyes fueron obra de un partido radical cuya intención era crear una amplia base para una guerra revolucionaria. Esto se desprende claramente del debate acerca de los señoríos: cuando los conservadores sostenían que la antigua legislación de 1820 no era práctica y ello era cierto en sentido legal un diputado radical objetó que el “pueblo” tiene (sic) que recibir algo antes de poder crear “nuevos intereses”. Lo que deseaban los radicales, con su conocimiento de la gran Revolución, era un campesinado revolucionario, una burguesía rural de izquierda, una “familia numerosa de propietarios campesinos cuya prosperidad y cuya existencia dependan sobre todo del triunfo definitivo de las instituciones actuales”.
Posiblemente Carr ha creído demasiado en la importancia real de los discursos, pero ha reflejado con acierto una de las ideas fundamentales que latían en los protagonistas del proceso, aunque éste se quedase en el limbo.
Vivens Vives ha propuesto una tesis muy sólida, alejada de extremismos y tesis apriorísticas, con la que coincido en lo fundamental [1958: 31-32]:
“Generalmente, se cree que el hecho capital en la economía agraria del diecinueve es el traspaso de la propiedad de manos de la Iglesia a los burgueses. Realmente, tiene mucha importancia, como puede comprobarse en cualquier archivo municipal. Pero es todavía mayor, según autorizada opinión de Salvador Millet y Bel [...], la importancia de la desvinculación de los patrimonios civiles, puesto que permitió la movilización de la riqueza rústica, petrificada desde hacia siglos. El sensacional aumento de transacciones demuestra el alcance social y económico de este fenómeno. Como que, además, las propiedades civiles se pagaron a buen precio no como las procedentes de la desamortización eclesiástica, algunas de las cuales fueron malvendidas, los compradores tuvieron interés en introducir en ellas positivas mejoras para hacerlas rendir al máximo.
La transferencia revolucionaria de la propiedad eclesiástica tuvo en Cataluña las mismas características que en el resto de España, si bien nos faltan estudios para puntualizarlas científicamente. En lugar de beneficiar a los campesinos pobres en quienes había pensado el legislador, aprovecháronse de aquélla los aristócratas con posibilidades monetarias (que eran bastantes), los burgueses de las ciudades industriales y los terratenientes más acaudalados de las comarcas. Sus ganancias fueron considerables, porque con una mínima inversión se alcanzaban, al cabo de pocos años, rendimientos muy elevados. En cambio, el labriego se vio sometido a condiciones más duras que antes, pues los nuevos dueños querían adinerar las propiedades conseguidas en las subastas oficiales. En los lugares de Cataluña donde los campesinos no se vieron defendidos por el censo enfitéutico o, por el contrario, de rabassa morta, incubóse un agrio resentimiento que, a la larga, provocó la gran agitación carlista de los años 1835 a 1855, y especialmente [...] la guerra de los Matiners.”
Con más extensión [1959: 567-583] Vicens Vives volverá una y otra vez (en sucesivas ediciones revisadas) sobre este tema fundamental, incorporando ideas y datos nuevos, aunque con errores metodológicos (situar la desvinculación civil como una desamortización civil) o en datos concretos (entre otros, muy explicables en todo caso por el inmenso mare mágnum de datos que el tema requiere, su afirmación de que el pago a la Iglesia de los intereses retenidos de la Deuda se rehabilitó en 1948, cuando fue en 1959]. Aun así, su visión coherente y bien fundada ha influido en la mayoría de los sucesivos investigadores del tema.
Una posición marxista muy difundida es la de Pierre Vilar [resumen en 1947: 98]:
“En apariencia, la desamortización de manos muertas fue uno de los grandes fenómenos del siglo; las ventas de bienes eclesiásticos, los rescates de censos y rentas, etc. representaron, entre 1821 y 1867, 2.700 millones de pesetas. Pero la discontinuidad de la política (leyes de 1821, 1835, 1854, suspendidas respectivamente en 1823, 1845, 1856), la pobreza de los campesinos y las costumbres españolas hicieron que la operación no diese por resultado ni la constitución de grandes dominios bien explotados, de tipo inglés o prusiano, ni de una clase labradora satisfecha de tipo francés. Los especuladores de la desamortización añadieron otros latifundios a los latifundios de nobleza. La estructura agraria permaneció inmutable”.
Por último, la tesis de Miguel Artola, el más paciente y prolífico de los estudiosos del fenómeno desde la perspectiva histórica del análisis de los hechos políticos y desde la perspectiva hacendística. La desamortización fue para él un fenómeno importante pero no de rango superior a otros como la reforma de la Hacienda, la desvinculación o el conflicto ideológico sobre la Constitución, una tesis que le separa claramente de Simón Segura.
De Miguel Artola cabe remarcar que sus estudios son fundamentales para todo el reinado fernandino, a lo largo de sus vicisitudes, pero le falta, sin embargo, una edición de conjunto sobre el tema, que debe rastrearse en demasiadas obras, ya desde la que hizo para la Historia de España de Menéndez Pidal en 1968 [tomo XXVI, pp. 485-509, 537, 552, 596, 741-767, 831, 895-903].

LA AMORTIZACIÓN EN EL ANTIGUO RÉGIMEN.
Claudio Sánchez Albornoz explicaba el origen de los enormes latifundios como resultado de la Reconquista [En torno al feudalismo, 1946], sin acertar a precisar que esta forma de propiedad ya había sido la dominante en tiempos de los romanos y visigodos, aunque nunca fue ni sería la única. Y es que el latifundio se prestaba muy bien al tipo de explotación que podía realizarse en las amplias y secas llanuras del Centro y del Sur de España. De la Reconquista devino en todo caso la división de la Península en dos zonas, aproximadamente al Norte y al Sur, con numerosas excepciones. Al Norte un predominio de la pequeña propiedad, al Sur del latifundio.
Al finalizar el Antiguo Régimen, aproximadamente entre el 80% y el 90% de la tierra era propiedad de las manos muertas (un 80 % para Madoz, según datos no corroborados plenamente). Unos 4 millones de hectáreas (has) pertenecían a bienes propios (de propiedad de los municipios), 10 millones al menos a los bienes comunales (de uso por los vecinos, pero sin título individual de propiedad) y unos 12 millones a bienes eclesiásticos. Otros 20 millones de has estaban amortizados en manos de mayorazgos y señoríos nobiliarios. En 1811 se estimaba [Moreno Alonso, 1989: 26] que de un total de 55 millones de aranzadas cultivadas, se encontraban en manos vivas 17.599.900; en manos muertas, 9.093.400; y, finalmente, en poder de los señores, un total de 28.306.700. Domínguez Ortiz [1973: 337-358] insiste tanto en la inmensa cuantía de sus bienes como en el desequilibrio interno, con enormes variaciones en el nivel de riqueza del clero de una región o de otra. La concentración de propiedades era especialmente intensa en León, Andalucía, Castilla la Nueva y Extremadura.
Además, la Iglesia percibía en sus propiedades diezmos, primicias y otros derechos señoriales. Los diezmos eran particularmente gravosos porque se cargaban sobre el producto bruto, con lo que en muchas tierras se quedaban hasta con la mitad del producto neto. Además desincentivaban las mejoras porque éstas requerían capital y le diezmo se constituía como un impuesto más gravoso cuanto mayor fuera el capital utilizado, de modo que podía ser más beneficioso no invertir nada para aligerar así la carga del diezmo.
El catastro de Ensenada (bastante fiable sobre la realidad de 1750-53, comentado por Vilar [1982: 63-92]) calculaba que la Iglesia poseía 1/7 de las tierras cultivables y producía 1/4 de la riqueza nacional. En suma, unos recursos que le permitían sostener una clase social numerosa e influyente de sacerdotes, frailes y monjas, así como unas actividades educativas, sanitarias y de beneficencia.
En cuanto a los bienes propios y comunales constituían la principal (y a veces casi única) fuente de recursos de miles de municipios y de sus vecinos, de modo que los bosques, dehesas, prados, viñedos, etc., eran vitales para su autonomía económica y política. Era, pues, una situación de claroscuro: por una parte cubría necesidades sociales y financieras, asegurando el bienestar de amplias capas de la población, más por otra parte impedía el proceso de revolución agrícola que se estaba dando en el norte de Europa, que se basaba en la propiedad individual y en la circulación de esta propiedad, en la inversión y en el espíritu de riesgo de los propietarios.
Por último, los bienes de las “manos muertas” eran una enorme fuente de recursos que estaban sometidos a una escasa presión fiscal debido a los privilegios jurídico-fiscales del Antiguo Régimen.
La situación ya fue criticada por los arbitristas y economistas de los siglos XVI a XVIII (González de Cellórigo, Diego José Dormer, Caja de Leruela, Álvarez Ossorio), responsabilizándola en sus memoriales del retraso de la agricultura española. Pero sus soluciones no muy eficaces ni científicas en realidad chocaron siempre contra unas fuerzas sociales predominantes: la aristocracia y el clero.

EL REFORMISMO AGRARIO DE LOS ILUSTRADOS Y LA LEGISLACIÓN DESAMORTIZADORA DE CARLOS III.
Las críticas se generalizaron en el siglo XVIII, cuando el crecimiento demográfico y el aumento de los precios agrícolas (y en general de las rentas procedentes de la tierra) por encima del índice general de precios hicieron más evidente la necesidad de una reforma agraria que permitiese el acceso a la propiedad de la tierra a los campesinos y diese oportunidad a la burguesía de invertir en la agricultura.
G. Anes [1981: 43-70] ha estudiado las fluctuaciones de los precios del trigo, de la cebada y del aceite en el periodo 1788-1808 y ha llegado a las conclusiones de que los precios llegaron a apreciarse hasta un 400 % en las épocas de sequía, sobre todo en las áreas interiores adonde no podían llegar los suministros marítimos. La sequía y no la inflación por la emisión de los vales reales desde 1780 sería así el principal factor explicativo de estas puntas de aumento de precios. Y añado dos consideraciones: que los beneficios de la especulación de alimentos atraerían la atención de la burguesía hacia la propiedad agraria y que aquella misma especulación facilitó una acumulación de capital idéntica a la que supuso en Cataluña la especulación con los alimentos durante las dos rebeliones catalanas contra el poder central, la de 1640 y la de 1700. La burguesía periférica se benefició así de la guerra y de las crisis de miseria, en un proceso irreversible y natural de selección.
Es importante destacar que la aparición de la burguesía como una clase social emergente explica el porqué de la intensificación del debate sobre la tierra. Sin el apoyo de ésta jamás se hubieran atrevido los ilustrados a desencadenar su ofensiva ideológica. Ya desde principios de siglo y a lo largo de éste, escritores tan emblemáticos como Mayans, Feijóo, Patiño, Flórez, Burriel y los economistas Ustáriz, Bernardo de Ulloa, Miguel de Zavala [Grice-Hutchinson, 1978: 219-230] iniciaron su ofensiva contra los males de la sociedad española y, lógicamente, centraron muchas de sus críticas en la mala explotación de la tierra, el principal recurso económico y donde laboraba la inmensa mayoría de la población española. Sus aportaciones son puntuales y a veces anecdóticas pero abren ya el camino para los planteamientos más rigurosos de la segunda mitad del siglo. Destaca entre esas aportaciones que en el Concordato de 1737 ya se estableciera que los nuevos bienes de las manos muertas debieran pagar tributos como los del régimen común. Pero esta medida no se realizó hasta el final del siglo por la cerrada oposición práctica de la Iglesia. En suma lo más destacable no fueron los logros prácticos sino la creación de un movimiento ideológico que asentaría las futuras conquistas.
Este movimiento intelectual se centraría particularmente en el grupo de los economistas ilustrados asturianos [Anes Álvarez, 1988: 58-73], con figuras tan destacadas como Navia-Osorio, Campomanes, Jovellanos y Flórez Estrada, que son el fruto lógico de una sociedad asturiana particularmente equilibrada para la época [G. Anes, 1988], entre el campesinado, el artesanado y los señoríos, con moderadas tensiones por las rentas agrarias y los foros, con una larga y pausada onda expansiva en la población y la economía, aunque llegaría a 1800 con una saturación demográfica y una patente falta de capitales. Pero extender su modelo a toda España era imposible.
Para el estudio de los antecedentes españoles del despotismo ilustrado interesa leer a A. Maestre [1976] y J.A. Maravall [1991], tanto para comprender las propuestas como las causas de su fracaso final, cuando la crisis de la Revolución Francesa apagó la luz del Despotismo Ilustrado. Mas no olvidemos que la caída de Jovellanos fue paralela a las persecuciones muy anteriores de las que habían sido víctimas Mayans y Burriel. Es lo mismo que decir que incluso sin la toma de la Bastilla hubiera corrido Jovellanos seguramente una suerte similar, porque la sociedad estamental española era aún muy homogénea e inquisitorial contra los heterodoxos que la picoteaban.
El “Expediente de Ley Agraria” (redactado en 1766-84) fue el ámbito donde se manifestó más claramente el espíritu reformista de los ministros ilustrados, que se apoyó en la amplia red de las Sociedades Económicas de Amigos del País [Carande, 1989: 107-136], pero que chocó con insuperables dificultades internas y sobre todo externas para su realización, por el miedo de los estamentos a perder su posición de privilegio. Estudios muy interesantes, desde planteamientos proclives a los reformistas, son los de G. Anes [1981: 11-42, 95-138], Sarrailh [1954: 562-572] y particularmente los de A. Domínguez Ortiz [1976: 402-453] y también los de éste sobre las clases privilegiadas del Régimen y su pensamiento [1973]. En suma, conocer este espíritu ilustrado es esencial para comprender el origen de las ideas de los reformistas liberales del siglo XIX.
Las diversas propuestas de reforma agraria pueden clasificarse en:
La colectivista del publicista Rafael Floranes, que no tocaba los bienes municipales sino que, al contrario, los acrecía con los eclesiásticos, aunque reformando su gestión y gravándolos con impuestos.
La individualista de Jovellanos (recogida en su Informe sobre la Ley Agraria de 1793 para la Sociedad Económica Matritense), inspirada en la teoría económica de la fisiocracia y recogida por el liberalismo en el siguiente siglo. Se debían privatizar en plena propiedad tanto los baldíos como las “tierras concejiles”, cercar las tierras, limitar los derechos de la Mesta, sugiere la prohibición de nuevas amortizaciones, y otras medidas para buscar el “interés individual”. La tesis central era que el excesivo proteccionismo suponía al final una traba al desarrollo económico [Jovellanos, 1793: 191]. Su texto fue canónico para los reformadores de la propiedad agraria durante el siglo XIX, que lo citaron como autoridad indiscutida ya en las Cortes de Cádiz, sin percatarse de su sentido utópico e irrealizable que tanto debía a los arbitristas del pasado, como era manifiesto en el ilusorio proyecto de enseñanza técnica de los campesinos mediante una que debían difundir los clérigos. Para un estudio más detallado se puede consultar a G. Anes [1981: 95-138, para el Informe, y 199-214, para la Cartilla rural].
Las intermedias de Olavide, Floridablanca y Campomanes.
El Código de agricultura de Olavide sólo pretendía, según Tomás y Valiente [1971: 16-20], desamortizar los bienes baldíos, excluyendo los de propios, para una finalidad productiva más que social: buscaba el reparto a precio de los lotes entre los vecinos que quisieran y pudiesen producir (con alternativas como la de que los propietarios ricos instalaran a braceros, o dando las tierras con la forma de censos pagando 1/8 de los frutos), y constituyendo con los ingresos una Caja Provincial. Contra la tesis de Tomás y Valiente se puede aducir que Olavide quería iniciar el proceso con los baldíos para conocer los problemas y resultados, para pasar luego a las otras formas de amortización, lo que casaría mejor con su espíritu radicalmente reformista.
Floridablanca (Instrucción reservada) estaba quejoso de que los bienes amortizados no tributasen y de que estuviesen descuidados e improductivos en su mayoría y su solución era impedir que se amortizasen más bienes y proceder a moderadas medidas de reparto de los baldíos y propios. Por su posición de poder consiguió realizar gran parte de sus ideas.
Campomanes, con sus obras sobre la Ley Agraria (de la que fue principal impulsor) y con su Tratado de regalía de amortización (1765), una obra que figuraría en el siglo XIX entre los libros prohibidos por la Inquisición y de los más denostados por Menéndez Pelayo [1882: II, 433]. Su política agraria era: aumento de la superficie cultivable, fomento de la pequeña propiedad mediante el reparto de bienes baldíos y comunales, desvinculación de los mayorazgos y bienes eclesiásticos (aunque respetándoles a sus dueños la propiedad), arrendamientos a largo término (censos enfitéuticos), etc. De hecho, sus opiniones influyeron decisivamente sobre los reformistas más inteligentes del siglo XIX (como Florez Estrada).
Las escasas medidas reformadoras del despotismo ilustrado borbónico se ajustaron al criterio individualista: división de tierras de aprovechamiento común en parcelas a repartir entre los campesinos. Pero todas esas medidas tendrían escaso alcance práctico porque obedecieron más a impulsos que a un programa político de alto alcance que contara con apoyos políticos capaces de superar las grandes resistencias y además no beneficiaron a la generalidad del campesinado pues la mayoría de las tierras fueron compradas por terratenientes.
Y más aun, no tocaron los bienes eclesiásticos, más allá de alguna puya teórica (Jovellanos) o de los informes para limitar las nuevas amortizaciones eclesiásticas, presentados por Francisco Carrasco y por Campomanes, o de las críticas de Olavide y Floridablanca, recogidos por Tomás y Valiente [1971: 23-30], intentos que chocaron con una más viva e inmediata oposición. Mientras que se creía poder disponer por vía legislativa de los bienes municipales y comunales, en cambio, para los eclesiásticos se consideraba imprescindible la negociación con la Santa Sede. Esta tesis “ilustrada” sería la misma que la de los “moderados” a lo largo del siglo XIX.
En suma, Tomás y Valiente [1971: 14] ha criticado con acierto a los ilustrados por su talante más teórico que práctico, olvidando que no había en aquel momento un consenso social para una reforma profunda. Lo cierto es que las críticas y propuestas de los ilustrados fueron el necesario caldo de cultivo para las reformas de los decenios siguientes, así como que sus primeras disposiciones legislativas, tan moderadas, fueron el banco de pruebas para las que vendrían a continuación.

LOS INICIOS DE LA LEGISLACIÓN REFORMISTA.
Si en 1737-1738 se decretó el reparto de las tierras baldías, ya en 1747 se anularon tales medidas y se devolvieron a los concejos las tierras ya vendidas. La monarquía se ganaba así el favor del campesinado [Sarrailh, 1954: 569].
El 16 de marzo de 1751 comienza la intervención en los bienes de propios, con la creación de la Superintendencia General de Pósitos, que indirectamente afectaban a aquellos bienes al ser los que suministraban gran parte de los fondos de los pósitos. Era una medida de fomento que alcanzó resultados inmediatos: se pasó de 3.371 pósitos municipales en 1751 a 5.225 en 1773, y se sanearon muchos de ellos al sustraerlos a las prácticas más abusivas de las oligarquías locales. Pero la mala gestión del Consejo de Castilla y a fines de siglo el déficit fiscal llevó a la intervención de los caudales de dinero y los depósitos de granos de los pósitos, que perdieron así gran parte de su eficacia, para entrar en rápida decadencia (en 1850 su número había bajado a 3.410 su importancia mucho más).
Se hubiera necesitado un eficiente Pósito en cada municipio para atender a los necesarios créditos de cultivo (y no sólo los de siembra), pero estaban dominados por los agricultores acomodados, los cargos municipales y las clases privilegiadas, más interesados todos en dificultar el acceso a la propiedad de los pobres que de facilitarla. Hubiera hecho falta un cambio político y un control mucho más eficaz para cambiar el destino de los fondos de los pósitos. Para un mejor conocimiento del tema de los pósitos en la España del siglo XVIII puede consultarse a G. Anes [1981: 71-94], que considera que los pósitos sólo fueron utilizados por la sociedad estamental para protegerse de las graves crisis de abastecimientos, privándolas de un sentido más ambicioso.
En 1760 se crea la Contaduría General de Propios y Arbitrios, bajo la competencia del Consejo de Castilla, para fiscalizar la administración de tales bienes, evitar que se usufructuasen por los terratenientes locales y para bajar los impuestos municipales. Tal medida podría interpretarse como contradictoria con la desamortización, pero equivalía a un intento de mejorar su gestión y ponía, en todo caso, a los propios bajo el control de la Administración real, el primer paso para nuevas y más audaces medidas.
En 1766 Carlos III (por influencia de Aranda y Campomanes) dispuso que se repartieran en arrendamiento entre los campesinos más necesitados de Extremadura “todas las tierras labrantías propias de los pueblos y las baldías y concejiles”, medida que se hizo extensiva en los dos años siguientes a Andalucía, La Mancha y el resto del país. Si el pensamiento ilustrado había preparado el terreno, el acicate fue el hambre y los disturbios de 1766 (el motín de Esquilache fue sólo el más destacado). La motivación social era esencial y este reparto a los braceros, que además dejaba en manos de las haciendas municipales las rentas de los arriendos, hubiese sido un camino adecuado para una positiva reforma agraria, mas la ausencia de créditos a los nuevos labradores para que invirtiesen en estas tierras abocó la reforma al fracaso, además de que no se cumplió completamente más que en unos pocos sitios por la oposición pasiva de los municipios y el intento de las clases privilegiadas de beneficiarse clandestinamente [Artola, 1878: 130-131], por lo que en la provisión de 25 de mayo de 1770 se dio marcha atrás, reconociendo los intereses más materiales, asimismo y fue el segundo factor negativo, los arrendatarios pobres perdían casi siempre su lote al cabo de un año, al no poder cultivar debidamente la tierra y entonces aparecían los especuladores para quedarse con la tierra. En definitiva, resultó la reforma en un distanciamiento aún mayor entre el proletariado rural y los terratenientes [Sánchez Salazar, 1982: 189-258].
En 1793 se acordó la distribución de 5 has de tierra comunal por yunta. Esta reforma, cuando Floridablanca estaba a punto de abandonar el poder, ha sido poco estudiada (de hecho Tomás y Valiente parece ignorarla), a pesar de que constituyó el último intento de una reforma igualitaria, pronto desvanecido entre las tribulaciones del final del siglo.
Miguel Artola [1982: XI y ss.] y Julián Marías [1963], por su parte, han incidido sobre este “progresivo abandono del esfuerzo ilustrado”, patente desde antes de la muerte del rey Carlos III y agravado en la década siguiente.
Para Rodríguez Labandeira [1982: 180-181], con evidente coincidencia con nuestras propias opiniones: “La política económica de los Borbones en el siglo XVIII, sobre todo, al calor de una época de paz que coincide con el reinado de Carlos III, si bien favoreció un crecimiento lineal de la economía, no fue capaz de provocar una transformación del sistema, porque mantuvo en vigor las suficientes trabas como para impedirle dar el salto y desarrollarse”. “... históricamente no se puede hacer la revolución industrial, sin antes hacer la revolución liberal. Para acceder a un capitalismo autogenerado las economías del Antiguo Régimen no tienen más vía que la de este doble proceso revolucionario”.
Carr [1966: 52-54] ha señalado que a fines del siglo XVIII el régimen antiguo de propiedad estaba en crisis, tanto en el terreno de las ideas, como por las necesidades de la Hacienda. Era sólo cuestión de tiempo que comenzara la desvinculación y la desamortización, al socaire de los tiempos renovadores que recorrían Europa. Y la puntilla llegó con las crisis bélicas.
Llega a considerar con cierta exageración a la reforma agraria de Carlos III como “el ensayo de reforma agraria más notable hasta los días de la II República” [1966: 77].

GODOY Y LA CRISIS FISCAL
Las guerras con Francia (1793-1795), Portugal (1801-1803) e Inglaterra (1797-1801 y 1804-1808) y la falta de un sistema retributivo en Castilla semejante al del catastro catalán, mucho más justo y eficaz, llevaron la Deuda pública hasta la exacerbación y el colapso financiero del régimen. Artola [1982: 321-459], siguiendo las teorías de Hamilton [1947], ha estudiado minuciosamente la quiebra de la Hacienda del Antiguo Régimen, razonándola según una directa relación de los empréstitos de Hacienda con las crisis bélicas, comenzando con la guerra de Independencia de los Estados Unidos. No está de más señalar que la misma guerra fue la que provocó el colapso financiero del régimen borbónico en Francia. La diferencia estribaba en que la Deuda Pública francesa era muy superior a la española y su hundimiento se adelantó por ello.
De acuerdo con Fontana [1983: 13-21 y 53-82], puede cuestionarse incluso si el sistema hubiera aguantado mucho más allá de 1808 aunque no se hubiese producido la invasión napoleónica, pues es en ese año la deuda pública ascendía ya a 7.000 millones de reales (fuente: Canga Argüelles). Los intereses se comían la totalidad de los ingresos de la Corona [Artola, 1982: 329]. Muchos contemporáneos ya estimaban que el derrumbe de los ejércitos españoles estaba directamente relacionado con la intrínseca debilidad del régimen, que provocaba que los presupuestos entre 1793 y 1806 se nutriesen en un tercio de las emisiones de Deuda [Fontana, 1978: 71]. El Estado no tenía un ejército y una marina a la altura del reto, ni una administración que pudiera sobrevivir a la invasión.
En este contexto de apremiantes necesidades financieras es como deben verse las desamortizaciones del periodo 1794-1808, abriendo una pauta que se repetiría a lo largo del siglo XIX, cuando siempre primaría la urgencia de conseguir fondos sobre cualquier consideración social de más largo alcance. En contra de esta interpretación se hallan las tesis más conservadoras de Antequera o de Menéndez Pelayo [1882: II, 465], que consideraban, como en el resto de las desamortizaciones que el motivo fundamental era la incapacidad en unos casos y, sobre todo, una concepción jansenista o regalista de las relaciones Estado-Iglesia, que estos autores rechazaban porque llevaría a la Patria hacia el ateísmo, la desvertebración social y la ruptura. Una interpretación que no hará falta repetir pero que está latente en muchos de los prohombres conservadores y en sus decisiones políticas.
Tomás y Valiente (1971: 38 y ss.] estudia la relación de disposiciones legislativas que se siguieron en el periodo, ya desde 1794, para gravar los bienes municipales y eclesiásticos con impuestos destinados a pagar los intereses de la deuda. Se abría paso así una doctrina político-jurídica de intervencionismo, que fundamentaría los pasos siguientes. Pero era preciso un salto cualitativo y la crisis llevó pronto a él.
En los meses de febrero a septiembre de 1798 una serie de normas constituyen la llamada desamortización de Godoy. Primero (21 de febrero) las ventas de las fincas urbanas de los municipios. Segundo (26 de febrero) la creación de una Caja de Amortización de la deuda, engrosada con los fondos de las ventas de los bienes. Y por último (25 de septiembre) tres reales órdenes sumamente importantes, pues suponen el principio de la desamortización decimonónica, basada en la apropiación por el Estado de bienes inmuebles vinculados a “manos muertas”, su venta pública en subasta, la asignación del importe a la amortización de la deuda y la compensación a los “desposeídos” con un interés anual. En estas reales órdenes se intervenían los bienes de los seis Colegios Mayores, de los jesuitas expulsados (que no recibieron interés alguno) y, sobre todas, la que dispuso la venta de bienes de hospitales, hospicios, casas de misericordia, cofradías, memorias, casas pías y patronatos de legos. En su consideración se especifica que para neutralizar el déficit de la Hacienda Pública, pero lo cierto es que, a pesar de que las ventas siguieron un buen ritmo, los resultados finales fueron muy magros porque las necesidades bélicas siguieron creciendo y comiéndose los ingresos.
En 1805 la Santa Sede concedió permiso para desamortizar bienes eclesiásticos por valor de hasta 6’4 millones de reales de renta (una medida que no recoge Tomás y Valiente).
Igualmente, ante los crecientes apuros de la Hacienda española y ante el temor a que la monarquía se desmoronase, la Santa Sede autorizó por un breve de 12 de diciembre de 1806 (aplicado en España el 21 de febrero de 1807), la venta del “séptimo eclesiástico”, o sea, la facultad de enajenar: “la séptima parte de los predios pertenecientes a las iglesias, monasterios, conventos, comunidades, fundaciones y otras cualesquiera personas eclesiásticas, incluso los bienes de las cuatro Órdenes Militares y la de San Juan de Jerusalén”. A cambio se compensaba con una renta del 3 por ciento. Una importantísima medida desde el punto de vista político y jurídico puesto que la Iglesia venía a reconocer la posibilidad de dedicar sus bienes a satisfacer las necesidades del Estado, aunque fuese al principio bajo la figura jurídica de una “gracia concedida”. Pero la complejidad jurídica del procedimiento de tal enajenación era extraordinaria: inventario, deslindamiento, tasación, etc., con el resultado de que apenas se habían vendido algunos bienes cuando Fernando VII suspendió la medida en sus primeras semanas de gobierno en 1808.
Para la mayoría de los estudiosos todas las anteriores medidas tuvieron escaso alcance práctico, pero parece más razonable señalar que faltan estudios locales y regionales sobre su incidencia. Así, parece confirmado que el arrendamiento y venta de bienes de propios y baldíos fue muy importante en regiones del Sur, como Extremadura (donde en plena guerra se seguían vendiendo bienes, pero a un octavo de su valor) y Andalucía.
El primer autor moderno que ha hecho una estimación de las ventas ha sido Herr [1974: 49], elevando su valor a unos 1.600 millones de reales. Pero sus defensores han tendido a ignorar que ya Canga Argüelles en 1811 hacía una estimación semejante: 1.653 millones, por lo que Herr simplemente ha convalidado un dato ya conocido. Si esta cantidad fuera cierta la desamortización de Godoy afectó a la mitad de los bienes de la desamortización de Mendizábal por lo que habría que revalorizar su importancia.
En todo caso, apenas beneficiaron al campesinado, pues muchas de las tierras desamortizadas fueron adquiridas por grandes terratenientes. Otra consideración positiva es que supusieron un corte ideológico profundo en las conciencias de los gobernantes y del pueblo, preparando a la sociedad para los más drásticos cambios de las décadas siguientes.
Hacia 1808 España estaba ante una disyuntiva fundamental en casi todos sus sectores económicos y ello afectaba a la sociedad y al régimen institucional.

LA CRISIS DE 1808: ESPAÑA ENTRA EN EL SIGLO.
La guerra de Independencia fue un impacto brutal sobre el Antiguo Régimen. De hecho supuso el anuncio de su fin: crisis demográfica, social y económica; pérdida de las colonias más ricas; descenso de España al rango de segunda potencia, etc.
En el informe de Canga Argüelles presentado a las Cortes en 1820 se puede seguir estadísticamente el descenso de la producción debido a la guerra y a las dificultades de la reconstrucción. La destrucción de 1/3 del ganado ovino, un descenso de 1/10 en la producción de cereales, de 3/4 de vino y de 1/2 de aceite, entre 1799 y 1818, mientras la población seguía creciendo. Tal vez los datos sean exagerados pero revelan la sensación de miseria que debían tener en la época.
Moreno Alonso [1989: 23] señala que en 1808 el país presentaba los mismos problemas estructurales que 50 años antes y que una generación de intelectuales reformistas que pretendían poner el país en la modernidad halló su punto culminante en ese año. La generación de 1808 estaba formada por todos los ilustrados que habían soñado con una España integrada en Europa en todos los órdenes, era una voluntad histórica común para transformar un presente profundamente criticado, pero la revolución española de 1808 marcó un destino muy diferente a sus proyectos [1989: 106]. La Guerra de Independencia les llevó al campo de los afrancesados o a luchar contra su modelo a imitar, en un desgarramiento interior. Pronto aquello devino en verdadera guerra civil entre grupos no homogéneos de reformistas (los que creían que había que escoger un régimen constitucional aunque fuera con José I y la anarquía social) y reaccionarios (magníficamente estudiados por Javier Herrero [1971]) y anarquistas (estos sin saber que lo eran).
Los liberales que se quedaron con los patriotas lograron ganar la mayoría en las Cortes de Cádiz pero sus leyes resbalaron sobre una realidad social mucho más sutil y conservadora. Muchos liberales debieron emigrar en 1814 y/o en 1823 y su programa reformista sólo comenzaría a aplicarse con permanencia a partir de 1833. Mientras, comenzaba a verse que en 1808 la sociedad se había rebelado contra todos sus gobernantes y que se había alterado perdurablemente todo el esquema de valores del Antiguo Régimen. Para Valencia hay un estudio particularmente interesante de Ardit [1977: 120-218], que remarca el proceso revolucionario interno, de ardiente cariz social, que la guerra contra los franceses ayudó a enmascarar y que sólo ahora sale a la luz después de un largo silencio historiográfico. P. Vilar [1982: 189-210] ha dado excelentes apuntes para esta revolución social en toda España. Luego vendría otra vez el absolutismo fernandino, pero la variación de los espíritus era ya demasiado profunda como para mantener indefinidamente el pasado.
Esta dramática situación, al exigir del país un pleno (pero no logrado) funcionamiento de su potencial económico para financiar los inmensos gastos y para aumentar la producción, posibilitó el planteamiento teórico y legislativo de una verdadera reforma de la propiedad de la tierra.
Esta reforma fue iniciada lógicamente en la amplia zona controlada por José I que, el 9 de junio de 1809, luego de suprimir las órdenes monásticas mendicantes, las de clérigos regulares y las órdenes militares, convirtió en bienes nacionales sus propiedades y ordenó su venta en pública subasta. Medidas que tuvieron muy poco efecto pues los posibles compradores no se arriesgaron a comprar bienes de los que se les podía pedir cuentas si los franceses perdían la guerra. De hecho, parece que ni los mismos “afrancesados” pusieron capitales en tal empeño, a pesar de alguna suposición no comprobada [Tortella, 1981: 32], sino que a lo más recibieron las tierras como un premio a su fidelidad. A lo más sirvieron para afrentar aún más al estamento eclesiástico, para derribar conventos en las ciudades en las parciales reformas urbanísticas que emprendió Jose I y, desgraciadamente, para legitimar jurídicamente el expolio de los bienes y obras de arte de la Iglesia por parte de los generales franceses. Otra consecuencia imprevista fue el abandono en la práctica de muchos lugares habitados por religiosos (monasterios, conventos), que nunca volvieron a poblarse y quedaron así disponibles para las futuras medidas de desamortización. Al final de la guerra la mayor parte de los bienes inmuebles volvieron a sus antiguos poseedores.
En el lado “patriótico” la situación queda reflejada en unos documentos muy poco estudiados [Artola, 1976: tomo II, 129 y ss.], las respuestas a la consulta hecha por la Comisión de Cortes en 1809, que vinieron a ser el canto del cisne del régimen anterior. En medio de la guerra de Independencia los diferentes estamentos e instituciones, y muchos particulares, esbozaron sus ideas para una solución constitucional, legislativa, económica y financiera a los males del país.
Entre los eclesiásticos, el obispo de Albarracín abominaba de las desamortizaciones eclesiásticas anteriores y, consciente de que alguna reforma debía hacerse, pedía que se fuera en todo caso contra los mayorazgos y no contra los bienes de la Iglesia; el obispo de Cartagena dice que la desamortización eclesiástica se valora en 1.000 millones de reales pero que no ha servido para nada; los obispos de Calahorra y Cuenca pedían que se rebajaran los excesivos impuestos sobre el clero (que lo estaban arruinando ciertamente, como demuestra Fontana) y que en todo caso se regulen de un modo más eficaz, refundidos en un solo impuesto (que ahorraría la infinita burocracia); el de Menorca se revela como un ilustrado al pedir el libre comercio interior y de exportación, al quedar como impuestos sólo los de aduanas, de lujo y una contribución personal a pagar proporcionalmente a los bienes raíces (incluso con un baremo progresivo) y reducir el número de conventos y clérigos a los de verdadera vocación; el de Urgel se atrevía aun más, al pedir un programa desamortizador muy radical (que afecta a pósitos, baldíos, propios, mayorazgos), pero que, naturalmente, salvaba a los eclesiásticos, insistiendo en los mismos puntos que el obispo de Menorca. El cura Miguel Agustín (de un pequeño pueblo de Badajoz), presentaba un programa legislativo enormemente ambicioso [371-388], en la línea del mejor despotismo ilustrado, en contra de los mayorazgos y baldíos, en pro de la reforma de las haciendas municipales, etc.
Entre los informadores a título personal el conservador Lázaro de Dou ya adelantaba su posición contraria a la desamortización eclesiástica [402], pero aceptaba la de los baldíos y comunes [412], al igual que López Jurado [638], mientras que Pedro Alcántara se mostraba a favor de la eclesiástica y la civil, con una apasionada defensa de la propiedad privada [451] y Fernando Andrés de Benito exigía una reforma que quitase privilegios y exenciones [491].
Como vemos las posiciones doctrinales y las posiciones políticas y de intereses estaban claramente definidas antes de que se reuniesen las Cortes de Cádiz. Las desamortizaciones de Godoy y las propuestas de los ilustrados habían fertilizado el campo de batalla del siglo XIX.
Poco después (marzo de 1811) las Cortes de Cádiz trataron a su vez la cuestión de las “manos muertas”. Para Sánchez Agesta: “Frecuentemente se olvida que es en estos Decretos, antes que en la Constitución, donde hay que buscar la verdadera revolución de Cádiz” [1974: 25, n.4]. El problema a resolver era nuevamente el de los gastos de guerra. Para Carr [1966: 108] los liberales de Cádiz no se preocuparon de una redistribución de la propiedad de la tierra sino del establecimiento de derechos de propiedad claros y absolutos.
Los más conservadores: los representantes de la Iglesia y de la nobleza que se habían refugiado en Cádiz defendieron la declaración de bancarrota (Lázaro Dou), lo que hubiera extinguido la deuda pública y aliviado la presión para la desamortización y la desvinculación, que ya comprendían que les acechaban a cada grupo. En todo caso, como ha puntualizado Sánchez Agesta [1974: 34-35], no discutieron la necesidad de reformar el antiguo régimen sino las concretas medidas de reforma. Buscaban un pactismo entre las Cortes, la Corona y la Iglesia, en un antecedente del liberalismo moderado.
Pero la burguesía era mayoritaria en Cádiz, una importante plaza mercantil, y no podía admitir la extinción sin más de la deuda, y además veía en la crisis una oportunidad única para alterar definitivamente el régimen de propiedad de acuerdo a su ideología, así que consiguió aprobar una legislación muy progresista para la época, comenzada con un decreto de 22 de marzo de 1811 sobre la enajenación de algunos realengos y la Ley de abolición de los derechos jurisdiccionales (6 de agosto de 1811). En las discusiones se enfrentaron los partidarios de las soluciones colectivista e individualista, triunfando parcialmente esta última. El 17 de junio de 1812 las Cortes legalizaron la incorporación al Estado de los bienes de las órdenes religiosas que habían sido extinguidas o reformadas por los franceses. Era ésta una medida enormemente valiente, pero de dificultades prácticas insalvables.
El debate sobre la desamortización de los bienes municipales fue muy profundo entre los partidarios (liderados por el ministro de Hacienda, Canga Argüelles y con el soporte de liberales como Álvarez Guerra, Flórez Estrada y Martínez Marina) y los detractores (Huerta, Terrero, cardenal Inguanzo, éste feroz detractor de Campomanes) que vaticinaban el desmoronamiento de las haciendas locales y la escasa competitividad de un reparto entre los campesinos pobres debido a su falta de capital de inversión [Tomás y Valiente, 1971: 55-62].
Pero ganaron los partidarios de la desamortización, aunque no prevalecieran las tesis extremadamente radicales del ministro Álvarez Guerra (proyecto de noviembre de 1812). El 4 de enero de 1813 se dispuso la parcelación de los terrenos de propios y baldíos, la mitad de los cuales sería puesta a la venta, mientras la mitad restante se repartiría entre los soldados y los vecinos que careciesen de tierra, todo ello en régimen de plena propiedad. Poco después (8 de junio de 1813), para corregir los problemas de aplicación de la anterior medida, se dispuso la obligación de cerramiento de las fincas, queriendo imitar así las enclosure inglesas que habían limitado los abusos de la ganadería e impulsado la capitalización del campo. Una medida que defendió Flórez Estrada.
Y en el decreto de 13 de septiembre de 1813 (basado en la Memoria de Canga Argüelles) se relacionaba la extinción de la deuda con la desamortización que se haría al fin de la guerra, utilizándose la deuda como medio de pago de 2/3 del remate de los bienes (una posibilidad que tomarían en sus leyes la mayor parte de los legisladores posteriores).
Respecto a la desamortización eclesiástica hubo unas tímidas medidas: la abolición de la Inquisición llevó a asignar sus bienes a la Nación (22 de febrero de 1813), y el 13 de septiembre, junto a lo ya antedicho se incluyeron entre los bienes nacionales los de las Ordenes Militares de Santiago, Alcántara, Calatrava y Montesa, así como los de la Orden de San Juan de Jerusalén.

LA RESTAURACIÓN ABSOLUTISTA.
Las medidas quedaron muy pronto en suspenso al advenimiento de Fernando VII, por el famoso decreto de 4 de mayo de 1814, sin haberse puesto en práctica en su mayoría. La crisis fiscal fue de inmediato un punto central para la política del sexenio. Según algunos índices los ingresos no alcanzaban ni a la mitad de la media anterior a la guerra de la Independencia [Fontana, 1978: 70], más el mismo autor se contradice páginas después [p. 73], reduciendo ese desfase a un quinto. Otras fuentes permiten estimar que la recaudación bajó de los 1.200 millones de reales de 1808 a unos 700 millones, mientras que los gastos seguían siendo igual de altos. Había un déficit estructural de más de 1.000 millones al año y además la guerra de Independencia había añadido 4.000 millones a la Deuda. Aun aceptando que las fuentes hacen problemático señalar la auténtica dimensión de la penuria financiera del Estado, todo indica que fue tremenda y que fue un factor esencial en la pérdida de la posición internacional de España. El país estaba arruinado hasta la raíz, como nunca antes y el pesimismo impregnó a toda la sociedad.
Aun así, para el mismo Fontana [1978: 16], en su estudio fundamental para el periodo, no fue la Hacienda la que determinó la política a seguir, sino que fueron las relaciones entre los grupos políticos dominantes las que determinaron la política hacendística, aun teniendo en cuenta los forzosos límites del fisco. Pero cabe señalar que en 1818 el mismo rey dispuso la enajenación de los realengos para aplicar el importe de su venta a la amortización de la Deuda, en un momento en que las apremiantes necesidades del ejército español que luchaba en América no dejaban otra opción. Es sintomático que sólo se atreviese a enajenar sus propios bienes, sin tocar los de los estamentos, a pesar de que la situación era punto menos que desesperada. También se dispuso la venta de algunos baldíos, en comunidades despobladas por la guerra, más con ánimo de repoblación que de recaudación. Y, merece destacarse [Artola, 1978: 189 y ss.] también se extinguieron los señoríos jurisdiccionales, lo único en lo que la obra reformista de las Cortes de Cádiz no cayó en saco roto con la restauración absolutista. Una medida que prepararía en lo local las reformas posteriores.
Mayor importancia tuvieron, sin duda, las cargas impositivas, en forma de donativos y contribuciones obligatorias, que se aplicaron a las comunidades religiosas, que en medio de una crisis económica general se vieron obligadas a enajenar voluntariamente o a hipotecar sus fincas. Fontana [1978] ha estudiado el tema en profundidad, demostrando que hacia 1820 había conventos (como el de Socorro en Ciudadela) en estado de virtual bancarrota porque habían perdido la mayoría de sus ingresos provenientes de fincas rústicas para poder pagar los impuestos. En esta situación hubiera sido cuestión de tiempo que la Iglesia perdiera sus posesiones, sin necesidad de desamortizar de golpe y en masa.
Pero el proceso parecía eternizarse por lo que el parón en los cambios estructurales no podía durar (como señala con acierto Fontana): la evolución económica y social había llevado al sistema a soportar una presión que debía hacer estallar el tapón tarde o temprano. Es la tesis marxista: el desarrollo económico exige cambios en la estructura social y en las relaciones de producción. Y el motor del cambio fue sobre todo el hacendístico: la tesis que dominaba entre las clases dominantes era que la crisis de la Hacienda española había impedido la recuperación militar de las colonias americanas y su pérdida estaba arruinando a la nación. En todo caso los crecientes gastos militares y los restantes del Estado necesitaban un radical aumento de la riqueza nacional y ésta sólo era posible alcanzarla con un cambio radical de la estructura de la propiedad (léase relaciones de producción). Esta seguridad ideológica era común en toda Europa, incluso entre las propias clases privilegiadas, que sólo discrepaban en el modo y el cuándo de la reforma. Y en España era aún más necesaria la reforma pues la crisis económica, reflejada en una larga deflación en el periodo 1812-1821, era más profunda que en el resto de Europa. Como el régimen absolutista fernandino no podía reformarse a sí mismo (la opción británica), sólo quedaba la vía revolucionaria (la opción francesa). La espada de esa necesidad se llamó Riego y la trompeta sonó en 1820, como decía la literatura popular de la época, pero lo cierto es que no fue sino uno más de muchos intentos: Mina (1814), Porlier (1815), la Conspiración del triángulo (1816), Lacy (1817), Vidal (1819) y que si analizamos la rebelión de Riego nos sorprenderá conocer que él mismo se creía ya fracasado y su partida se había disuelto cuando de repente las guarniciones de otras ciudades (que no conocían sino vagamente lo que ocurría) se fueron sumando, en un momento en que el mismo rey ya se había convencido que no había otra solución que aceptar el programa constitucional para salir del atolladero. La tesis de Fontana es muy coherente: fue el propio sistema del Antiguo Régimen el que se hundió a sí mismo.

EL TRIENIO LIBERAL.
Los liberales volvieron al poder (marzo de 1820 a noviembre de 1823) y pusieron de nuevo de nuevo en vigor las anteriores medidas de las Cortes, durante el Trienio liberal. Las disputas en las Cortes fueron una reedición de las sostenidas en las de Cádiz y liberales como Canga Argüelles y los jóvenes Mendizábal y Flórez Estrada tuvieron una oportunidad para poner en práctica sus ideas.
Canga Argüelles, el viejo liberal, que había sido funcionario en la Caja de Amortización desde 1798 y gran conocedor y divulgador reformista del tema de la Hacienda Pública, volvió al ministerio de Hacienda poco después de salir de su prisión en Mallorca. En julio de 1820 presentó su Memoria sobre el crédito público: las finanzas públicas estaban arruinadas (los gastos doblaban a los ingresos) y el remedio era la venta del séptimo eclesiástico junto a nuevos empréstitos e impuestos. Pero el rey frustraría este proyecto, al rechazar la firma del decreto y forzándole a dimitir (noviembre de 1820).
Mientras tanto, consiguió aprobar varias disposiciones, como el poco después de que se aprobaran el decreto de 9 de agosto de 1820 sobre la inmediata venta en subasta de los bienes nacionales afectos a la extinción de la deuda pública.
La ley de desvinculación se basó en el Decreto de 27 de septiembre de 1820 (convertido en Ley de 11 de octubre del mismo año) declaraba “suprimidos todos los mayorazgos, fideicomisos, patronatos y cualesquiera otra especie de bienes raíces, muebles, semovientes, censos, juros, foros, o de cualquier otra naturaleza, los cuales se declaran desde ahora a la clase de absolutamente libres”. Y prohibía que las “manos muertas” pudiesen adquirir nuevos bienes de la misma condición (se cumplía la antigua pretensión de los ilustrados Jovellanos, Floridablanca y Campomanes). Pero su aplicación quedó en entredicho por la doble negativa del rey a firmar el Decreto, pues adivinaba que la desaparición de los señoríos podía llevar a las masas campesinas al lado del bando liberal. Y como los liberales no se atrevieron a presionar en exceso la medida quedó en papel muerto en la realidad hasta la década de los 30, con unas pocas excepciones, con más razón puesto que en 1823 sería suspendida la reforma cuando apenas comenzaba a aplicarse.
A la anterior medida le siguió la ley de 25 de octubre de 1820 por la que se incorporaban al Estado los bienes de todos los monasterios y conventos disueltos por las Cortes por el decreto de 1 de octubre anterior. Además, el decreto de 29 de junio de 1821 reducía el diezmo eclesiástico a la mitad, pero no para beneficiar a los labradores sino para que la mitad fuera ahora directamente a las arcas vacía del Estado mediante una contribución nueva. Los propagandistas católicos estallaron en cólera y desde este mismo momento comenzaron a levantarse partidas realistas para luchar contra los liberales.
En marzo de 1821 se habían suprimido 280 monasterios y un año después el número de los suprimidos pasaba ya de la mitad de las dos mil casas religiosas que había en España. El estudio más minucioso sobre las estadísticas de este periodo corresponde a Artola [1978: 230 y ss.].
Los resultados de todo este proceso pueden considerarse importantes respecto a la extensión desamortizada pero muy magros respecto a la recaudación pues se vendieron con muy baja cotización [Tomás y Valiente, 1971: 69], comenzando ya las críticas por los perniciosos efectos del aumento de los arriendos para las rentas de los labradores.
La historiografía coincide en que en esta época el aumento de la extensión roturada fue la vía para un aumento de la producción, apoyada por la política proteccionista que prohibía la importación de trigo y harina que comenzó en 1820 y que sólo fue suspendida durante un año (1825) por una mala cosecha [Leon, 1980: 557]. A partir de entonces el país fue prácticamente autosuficiente en la producción de alimentos, hasta las sequías de mediados de siglo (1857 y 1866). En cuanto a los viñedos, comenzaron ahora su expansión (o recuperación), aprovechando que los nuevos propietarios estimaban más rentable este cultivo que el del trigo y que los indianos que volvieron a España invirtieron muchos de sus capitales en este sector.
Durante este periodo existió una considerable agitación popular en favor de la desamortización, sobre todo en Andalucía, realizándose numerosas ocupaciones de tierra, al amparo del real decreto de 29 de junio de 1822 que convertía en propiedad particular los baldíos y realengos, adjudicando la mitad a compradores libres para pago de la Deuda y repartiendo la otra mitad entre veteranos de guerra y vecinos miserables. Dentro de esta agitación campesina existían numerosas contradicciones, como su movilización por fuerzas sociales políticamente inmovilistas.
J. Torras ha estudiado los levantamientos realistas en Cataluña durante 1822 [1976: 32-146] y ha llegado a la conclusión de que eran ambivalentes pues junto a esta manipulación inmovilista había una profunda carga subversiva. Al igual que muchos clérigos e incluso políticos moderados batallaron por una reforma agraria que defendiese los intereses del proletariado rural (mediante el reparto en enfiteusis), así también muchos campesinos fueron muy pronto conscientes de que la liquidación del Antiguo Régimen y su sustitución por unas formas políticas y socio-económicas de cariz liberal suponían en la realidad una profunda regresión de sus condiciones de vida, pues la rebaja de los diezmos en especie se sustituía con unos impuestos en dinero que no podían pagar debido a la estrechez de los mercados rurales y a la deflación de los precios agrícolas. Por esto es por lo que se aliaron desde muy pronto con las fuerzas conservadoras, con el bloque “feudal”, como lo llama Torras [1976: 31-31].
Las consecuencias iban a ser perdurables: los conservadores contaron siempre en el siglo XIX con el apoyo o al menos la neutralidad de las masas rurales, profundamente descontentas con los gobiernos liberales.
Respecto a los futuros demócratas ya aparecen algunas de sus figuras (que han sido reivindicadas como propias por toda la izquierda). Antonio Elorza ha estudiado la participación del primer fourierista español conocido, el gaditano Joaquín Abreu, en las discusiones de las Cortes de 1823 sobre la desamortización de los bienes comunes, que seguía la línea de Rafael Floranes en el siglo XVIII. El socialismo español (en su vertiente utópica) comenzaba a actuar en política.
Un ejemplo de la situación de la nobleza es el estudiado por García Sanz [1983], un noble castellano en la crisis del Antiguo Régimen, Don Luis Domingo de Contreras y Escobar, V Marqués de Lozoya (1779-1838), que nos enseña sus tribulaciones en Segovia para sobrevivir a las crecientes cargas fiscales, a las exacciones bélicas, a la competencia de otros productores, de modo que si entre 1805 y 1819 aún mantuvo la creencia de que el Antiguo Régimen podía perdurar, a partir de 1820 es ya consciente de que el régimen de privilegios ya no tiene futuro, lo que se refleja en la ruina de la explotación ganadera trashumante (por la caída del precio internacional de la lana española), el endeudamiento y la renuncia a la actividad pública. En los años 1820-1823 se aprovecha de la legislación liberal para vender tierras del mayorazgo y comprar otras desamortizadas, en un intento de superar la crisis económica. Y es el absolutismo, que anula la legislación anterior y le impide vender tierras para tener liquidez y afrontar las deudas, un factor añadido en su hundimiento. En 1832 llega al extremo de vender en subasta el título de marqués de Fresneda (que compra un comerciante de Ubeda). En el periodo 1834-38 el marqués es un hombre que sabe que el antiguo absolutismo no curará su mala situación económica, sino al contrario. De hecho, en 1835 recupera una tierra comprada en 1822 y que había tenido que devolver sin indemnización [1983: 279]. Este ejemplo, multiplicado en tantos nobles castellanos, explica porque el liberalismo no tuvo la enemistad acérrima de la nobleza y la postura favorable de ésta a la desamortización, entendida como un recurso casi milagroso para sobrevivir a la crisis.
El Trienio Liberal terminó en una sangrienta lucha civil, sobre todo en Cataluña. Bandas de realistas, apoyadas por el clero, se rebelaron contra los liberales y la represión alcanzó hasta el mismo Raimundo Strauch, absolutista apasionado, que se había refugiado en Mallorca en la guerra de Independencia, donde había realizado una tarea ideológicamente muy eficaz, y que fue asesinado en 1823 cuando era obispo de Vich (desde 1817).
Las controversias de la historiografía sobre la desamortización en este periodo van desde la hipervaloración (Fontana) hasta la ignorancia (Tortella ni la menciona), pasando por estudios bastante concienzaudos (Artola, Tomás y Valiente).

LA TRANSICIÓN FERNANDINA Y CRISTINA.
Nuevamente perdieron vigencia las medias desamortizadoras durante la nueva etapa absolutista de Fernando VII (1823-1833), en medio de una durísima represión. Particular importancia tuvo el que los compradores de bienes desamortizados tuvieran que devolver estas propiedades sin recibir una compensación porque ello supuso situarlos en la desafección o la tibieza respecto al régimen absolutista, puesto que si querían recuperar las tierras que habían comprado debían confiar en el liberalismo. Igualmente la nobleza había comprobado que la desvinculación de los mayorazgos y la conversión de sus señoríos jurisdiccionales en patrimoniales eran medidas que podían ser usadas en su propio interés y que ambas medidas quedaran suspendidas les desazonó. Razonamos que esta indeseada experiencia influyó sobre los futuros gobiernos conservadores, que ya no se atrevieron a deshacer las compraventas de sus antecesores, para no perder su propia base de apoyo.
El ministerio de Hacienda de López Ballesteros (1823-1832) tuvo que afrontar también las dos tareas sempiternas: el elevado déficit estructural del Presupuesto y la enorme Deuda Pública interior y exterior. Era un reformista moderado [Carande, 1989: 137-148] rodeado de lobos reaccionarios y sus medidas se quedaron siempre cortas: reorganización administrativa (bastante acertada), aumento de los impuestos de consumo, Caja de Amortización de la Deuda Pública, proteccionismo aduanero para la agricultura, creación del Banco de San Fernando y, finalmente, empréstitos extranjeros, muchos de ellos concedidos por emigrados liberales, en un avance de lo que iba a venir; mas sus condiciones eran duras: reconocimiento de las deudas del Trienio y garantías de pago, condiciones que abocaban necesariamente a futuras desamortizaciones. En todo caso fue el ministro más duradero de Fernando VII y su política no fue negativa sino contemporizadora, a la espera de las más radicales medidas que los más avisados ya preveían cercanas.
La confrontación entre liberales y conservadores adquirió en el decenio un carácter feroz, con numerosos intentos revolucionarios y reaccionarios, que situaron al rey Fernando (casi en el lecho de muerte) en el campo liberal, que era el único sostén viable para su hija Isabel y la regente María Cristina. Mientras, los absolutistas se pasaron en bloque al partido del príncipe Carlos, que recogió numerosos apoyos entre el clero y los campesinos perjudicados por los nuevos propietarios burgueses. Junto a los problemas de siempre, la quiebra fiscal y el estancamiento económico, había surgido en el Trienio Liberal un gravísimo problema: la legalidad y eficacia de las ocupaciones espontáneas de tierras, que sólo sería afrontado a la muerte de Fernando VII. Para legalizar estas ocupaciones los gobiernos liberales reconocieron la propiedad de las tierras adquiridas al amparo del decreto de 1813 y del similar de 1822, a cambio del pago de un canon perpetuo (real orden de 6 de marzo de 1834), y conservaron las tierras a quienes las habían mejorado, pagando también un canon (real orden de 18 de mayo de 1837). Empero, la cuestión de la legalización de tierras subsistió hasta más allá de 1860, con numerosos pleitos irresueltos.
Klein [1936: 352-354] nos muestra como la Mesta o, lo que es lo mismo, la organización del sector ganadero trashumante, entró en crisis desde mediados del siglo XVIII, aunque con momentos espléndidos. Las causas han sido ya largamente explicadas, pero lo más importante es la coincidencia de todos los estudiosos de que el momento central de la decadencia es 1820, cuando la competencia internacional de lanas de mayor calidad arruinó a los explotadores laneros españoles cuando precisamente la roturación de tierras había disminuido la oferta de éstas y hecho aumentar correlativamente el precio de arriendo de las dehesas [Llopis, 1982: 1-102]. De ahí a 1836, cuando la Mesta perdió su nombre (y poco más le quedaba ya), fue sólo un camino de decadencia.

LA DESAMORTIZACIÓN DE MENDIZABAL.
Este periodo comenzó con la nueva supresión de la Inquisición (15 de julio de 1834), de la Compañía de Jesús (4 de julio de 1835), y la disolución en julio de 1835 de los conventos y monasterios que no tuviesen un mínimo de 12 profesos, asignando sus bienes al pago de la Deuda. Por tanto no fue Mendizábal el que inició el proceso sino más bien quien le dio el decisivo empuje y su coherencia plena.
Le siguió, ya con Mendizábal en el poder, el decreto del 11 de octubre de 1835 de extinción de todas las órdenes religiosas, excepto las dedicadas a la enseñanza de niños pobres y al cuidado de los hospitales. Siguió, entre otras medidas menores, que tendían a refundir y aclarar (o a suprimir obstáculos concretos), con la ley de 30 de agosto de 1836 que restablecía la ley de 1820 sobre la desvinculación civil. Surge aquí el problema de que los investigadores privilegian una u otra de las medidas legislativas, sin ponerse de acuerdo en la que se empleó, con la consecuencia de que se dan muchas fechas distintas para el comienzo de la desamortización de Mendizábal (para Tortella la fecha es el 19 de febrero de 1836 y para cada autor parece haber una distinta).
La desamortización eclesiástica recibió un decisivo impulso con la ley de Bienes Nacionales decretada por el Gobierno progresista de Calatrava (en el que Mendizábal era ahora ministro de Hacienda) el 29 de julio de 1837, que extendía las anteriores medidas a los conventos y monasterios de religiosas. Su aplicación fue prácticamente nula por su rápida derogación y los problemas burocráticos en las provincias.
Había comenzado su estudio un año antes, cuando Mendizábal era presidente del Gobierno, y se avenía con su programa de cuatro puntos para superar la crisis: 1) Restablecer la confianza de los liberales, reformando el Estatuto Real, 2) Dar un impulso decisivo a la guerra carlista para terminarla ante de seis meses, 3) Aliviar la Hacienda con la desamortización eclesiástica y el recurso al crédito exterior, 4) Reforma, como paso final, de la misma Hacienda.
La desamortización eclesiástica tenía (para Tomás y Valiente y la última historiografía) la primordial finalidad pecuniaria de reforzar la Deuda pública y conseguir dinero para la Hacienda, arruinada por los gastos de la guerra carlista, y una motivación política que fue evidente para todos en la época, la de reclutar entre los compradores la base política que asegurase el trono de Isabel II frente al carlismo (para F. Simón Segura éste sería el motivo primordial, mientras que el social y económico sería importante pero secundario). Las críticas actuales desde posiciones más progresistas resaltan que no consiguió plenamente ninguno de sus objetivos, en particular el primero porque la guerra no terminó a los 6 meses sino mucho más tarde, y en cuanto al segundo los sectores sociales que se beneficiaron ya eran “cristinos”. Tomás y Valiente es particularmente duro en su juicio condenatorio [1971: 74]. Pero cabe preguntarse si tenía Mendizábal otra opción a mano en medio de tal crisis, preocupado por los continuos cambios de Gobierno y la guerra carlista. No la tenía.
Para detener este programa, los influyentes sectores políticos católicos, con fuerte implantación en el partido moderado, lanzaron una durísima campaña de desprestigio contra Mendizábal, con razones que no eludían el racismo, pues se le llamaba el “judío hacendista”, aunque es evidente que su cambio de nombre de Méndez a Mendizábal se debió a un ardid para escapar de la persecución de los franceses, ni la antimasonería, aunque sí es cierto que fue miembro destacado de la logia masónica de Cádiz, el “Taller Sublime”. Otros le atacaban con mayor eficacia popular por dictador, inútil en el cumplimiento de su programa y consentidor de la corrupción, una crítica que le hizo con fingida moderación Sebastián de Miñano [Examen crítico de las revoluciones de España, “Dictadura de Mendizábal”, cifr. C. Sánchez Albornoz, pp. 428-431]. Y estos últimos argumentos, los que enarbolaba el partido moderado, dieron al traste definitivamente con su Gobierno y Ministerio, de modo que se debieron esperar varios años, hasta que esta norma fue refundida con las anteriores por la Ley de 2 de septiembre de 1841, en el Gobierno de Espartero. Esta ley (en la doctrina e incluso en la redacción plenamente coincidente con la de Mendizábal) fue la que realmente se aplicó, con éxito fulgurante en cuanto a las ventas (3.447 millones de reales entre 1836 y 1844), beneficiadas por un momento expansivo de la economía, sobre todo (en nuestra opinión) a partir de 1840, cuando la victoria de los liberales sobre los carlistas alejó el peligro de que los compradores tuvieran que devolver sus adquisiciones sin compensación.
La ley declaraba propiedad nacional los bienes raíces, rentas, derechos y acciones de las comunidades religiosas y disponía su venta en subasta. El clero regular recibiría, en compensación, la renta que obtenía de sus antiguas propiedades. Se admitieron dos tipos de compradores en las subastas: aquellos que abonasen el importe en efectivo y los que lo pagaran en títulos de la Deuda pública. Los primeros disponían de 16 años para hacer efectiva la totalidad del importe, pagando un 5 % de interés; los segundos debían hacerlo efectivo en 8 años, con un interés del 10 %. Unos y otros debían pagar 1/5 del importe inmediatamente después del acuerdo.
Pero ya quedó escrito que la Ley realmente aplicada fue la de Espartero y ésta establecía como norma general una variación fundamental en la forma de pago: el pago de hasta un 10 % en metálico y del resto en títulos de la Deuda. La posibilidad de pagar con títulos de Deuda, aceptados por su valor nominal, a pesar de que su valor efectivo en el mercado era sólo del 10 % del nominal (como se señala sin mucha precisión), benefició exclusivamente a comerciantes, industriales y hacendados, pues sólo las clases altas disponían en aquel momento de títulos de la Deuda. De hecho a menudo se prefería pagar con títulos incluso cuando se tenía dinero para pagar en efectivo, haciendo compras de Deuda en el mercado financiero [Tomás y Valiente, 1971: 83]. Las ventas se llevaron a buen ritmo, pues los escrúpulos de conciencia no impidieron a burgueses y aristócratas participar en el beneficioso negocio.
En oposición a los planteamientos de Mendizábal destacó (junto a Borrego, Pidal, Tejado y otros), desde una posición más progresista, Flórez Estrada, que había estudiado a los clásicos de la economía política (Smith, Ricardo, Say, Mill) y publicado su Curso de Economía Política (1828). Vuelto de su exilio londinense en 1834, fue elegido diputado y pretendió una reforma agraria más modernizadora, más ambiciosa a largo plazo, que asegurara el acceso a la propiedad al campesinado, mediante el arrendamiento de las tierras con un censo enfitéutico a 50 años, revertiendo las rentas sobre el Estado [cifr. Tomás y Valiente, 1971: 87-96]. Si hubiera contado con el apoyo de un fuerte grupo político y social y con una burocracia eficiente para realizar este programa en la práctica posiblemente hubiera sido una reforma mucho más positiva. Para Flórez y para muchos autores posteriores se despreciaba así la ocasión de una mejor distribución de la propiedad, mientras el Estado tampoco obtenía los beneficios económicos esperados y los campesinos verían aumentar su renta efectivamente pagada.
Andrés Borrego hace críticas mucho más políticas que económicas [cit. Sánchez Agesta, 1974: 174-176]: “los multiplicados casos en que se adquirían fincas, no sólo de balde, sino que fueron pagadas con los mismos inmediatos productos de las cosechas, que en frecuentes casos quedaban a beneficio de los compradores. Capital de provincias hubo donde, por manejo de los muñidores que capitaneaban las turbas, no sólo fueron escandalosamente bajas las tasaciones de fincas de gran valor, toda vez que ahuyentados de las subastas los licitadores por temor a la brutal clientela a la devoción de los competidores privilegiados, eran adjudicados a éstos las fincas por un insignificante aumento sobre el valor de las amañadas tasaciones. Y no se limitaron a esto los fraudes y el peculado. Entre atrevidos especuladores y las oficinas de bienes nacionales hubo inteligencias que permitían ocultar o falsificar los títulos de las fincas y de sus linderos...”. Sin duda puyazos que reflejaban la verdad sobre muchas ventas en lugares donde la corrupción era ley universal, lo que es aceptado por la gran mayoría de los estudiosos del tema.
Pero estas críticas no inciden en algunos puntos de equilibrio, como la posibilidad de un inmediato aumento del valor efectivo de la Deuda (¿fue mucho más demandada o, mejor dicho, colocada desde entonces?), o de su mantenimiento en un momento en que el déficit crecía vertiginosamente y la inacción hubiera llevado al desplome el valor de la Deuda, ni con que la compra era por subasta y que por ello hubo fuertes aumentos del precio de remate en muchos lugares. Así, en 1845 se había vendido ya el 57,9 % de los bienes subastados, porcentaje que en algunas provincias se elevaba al 80 y 90 %, con posturas de remate superiores al 300 % del precio inicial, lo que prueba la gran demanda de tierras existente.
Para Carr [1966: 179] finalmente, la desamortización palidece frente a la desvinculación: “La mayor transferencia de propiedad fundiaria desde la época de la reconquista se basó en leyes y decretos que pusieron en el mercado las tierras eclesiásticas y -lo que cuantitativamente es lo más importante de todo- en la ley de agosto de 1836 que restableció la legislación de 1820 contra la vinculación civil. Fue la abolición de la vinculación lo que hizo posible una redistribución dramática de la propiedad fundiaria de la nobleza”.

LA TRANSICIÓN MODERADA.
Las ventas se redujeron durante la Década moderada (1843-1854), época durante la cual los liberales moderados buscaron apaciguar los ánimos de los conservadores católicos, (enfurecidos tanto por las ventas como por el incumplimiento de la obligación de pagar los haberes del clero), su apoyo natural contra los progresistas más radicales y así se dictaron medidas restrictivas como la suspensión de ventas de bienes del clero junto a la asignación íntegra del producto de dichos bienes al mantenimiento del clero secular y de las religiosas (26 de julio de 1844), otras restrictivas sobre la venta de Bienes Nacionales (9 de abril de 1845) en medio de la devolución al clero secular de los bienes no enajenados y la suspensión de ventas de conventos (3 y 11 de abril de 1845) y se regularizó la situación de los bienes eclesiásticos aún por desamortizar en el importantísimo Concordato de 16 de marzo de 1851 (promulgado en España el 17 de octubre del mismo año), que establecía entre otros puntos la interrupción de las ventas que no fuesen las decididas por la propia Iglesia (que debían invertirse en títulos de la Deuda para procurarle unos ingresos estables), el derecho de la Iglesia a comprar bienes (pero sin carácter inalienable), le concedía una presencia casi monopolística en la enseñanza (lo que supuso una vía legal para liberar a muchos conventos de las futuras desamortizaciones) y obligaba al Estado a abonar los haberes del clero, cumpliendo así una condición de la desamortización anterior. A cambio la Iglesia sólo se comprometía a no impugnar las ventas anteriores, lo que para Tomás y Valiente fue un claro triunfo de la diplomacia vaticana [1971: 105]. Salvo breves periodos revolucionarios el Concordato asentó las futuras relaciones entre Estado e Iglesia.
Para Carr [1966: 176] la alianza de los moderados con la Iglesia se debió a los temores de aquéllos por la propiedad en general y a su deseo de distanciarse de los excesos del radicalismo urbano para poder afianzar un tipo de liberalismo socialmente respetable. Pero les era imposible revocar los “excesos y expoliaciones” de los radicales, pues al fin y al cabo eran liberales y tales medidas les beneficiaban objetivamente. Fue así que a lo más se comprometieron a suspender las ventas.
Otro hito importantísimo para explicar esta suavización de la presión fue el de la reforma hacendística, en mayo de 1845, por el ministro reformista Alejandro Mon. Fueron medidas muy duras en su momento: consolidación de la deuda al 3 %, la creación de impuestos como la “contribución de inmuebles, cultivo y ganadería”, la de “industria y comercio”, las patentes de actividades, las tres categorías de tributación según el volumen de negocio, el impuesto sobre transmisión de inmuebles y la refundición de los impuestos indirectos en el de “derechos de consumos y puertas”. Al mismo tiempo, Mon estabilizó las plantillas de funcionarios, rompiendo con la práctica de los cambios masivos que sucedía con cada variación de Gobierno. Esta verdadera revolución fiscal y burocrática permitió al Estado frenar su agobio financiero (lo que reducía la urgencia de más desamortizaciones) y asentar las bases del desarrollo económico posterior sobre bases más sanas.

LA DESAMORTIZACIÓN DE MADOZ.
Al volver al poder los liberales progresistas en el Bienio 1854-1856 y en medio de una brutal crisis fiscal (no tanto por los ingresos sino por la angustiosa carga de la Deuda), se reanudó con fuerza inusitada el proceso, rompiendo de inmediato con Roma en el tema de la desamortización de los bienes de la Iglesia, pero no en el resto del Concordato (en un alarde de pragmatismo político de ambas partes).
Bajo el ministerio de Madoz (el corto periodo de enero a junio de 1855) se dictó una Ley Desamortizadora General (1 de mayo de 1855), que afectaba a los del clero secular y también a los bienes municipales y comunes, salvo los de aprovechamiento común, así como “cualesquiera otros pertenecientes a manos muertas, ya estén o no mandados vender por leyes anteriores”. Esto le dio un régimen general del que había carecido la anterior legislación desamortizadora.
Los debates [Tomás y Valiente, 1971: 124-150], sobre todo en las Cortes, fueron de altísima calidad intelectual entre los qu estaban a favor (Collantes, Ordax, Chao, Escosura, el mismo Madoz) y los contrarios, que podían ser moderados como Moyano, desde posiciones iusprivatistas, y Borrego, una vez más, como en 1837, desde posiciones economicistas más radicales en la defensa del campesinado, como también algunos progresistas como Bueno, que veían los efectos perniciosos de la reforma y que estaban dispuestos a pactar con los moderados respecto a los bienes municipales (para prohibir su enajenación). Más el acuerdo fue imposible, porque los moderados (Borrego) querían el reparto en censos enfitéuticos y no se alcanzó una fórmula de compromiso.
Pero hay que señalar que los debates no fueron particularmente intensos respecto a los de la desamortización de Mendizábal porque había una especie de consenso en que la revolución progresista necesitaba resolver con urgencia el problema de la desamortización. Incluso los moderados estaban en el fondo a su favor (y se beneficiaron de ella), pero temían los excesos en que podía caer la ofensiva sobre las formas tradicionales de propiedad porque un día podía llegar a atacar la misma propiedad de la burguesía. De hecho Moyano buscaba un equilibrio de los intereses de las clases sociales que ahuyentara el peligro de una revolución. Pero su moderación fue rebasada por los progresistas y se dio el contrasentido de que estos consiguieron una reforma mucho más injusta para con los intereses del campesinado.
El importe de la venta de estos bienes, excepto 1/5, debía emplearse en la compra de inscripciones de la Deuda pública, al objeto de que los municipios tuviesen asegurada una fuente estable de ingresos. Pese a esta prevención la ley está comprobado que arruinó muchas economías municipales, debido a la especulación de que fueron objeto los títulos de la Deuda, reduciendo su valor y sus rendimientos. También arruinó a muchos campesinos, al privarles de los bienes municipales y comunales, en ocasiones la única tierra de la que disponían. Y es que resultaba casi imposible para el campesinado pobre resistir al poder de las oligarquías municipales, que recalificaron los mejores terrenos comunes de aprovechamiento común para calificarlos como de aprovechamiento privado, burlando el espíritu de la ley. Todos estos males habían sido previstos por el mismo Madoz ya en 1847, pero las exigencias financieras le llevaron, una vez en el poder, a vulnerar sus propias ideas.
Es difícil establecer el valor de las transferencias de la propiedad agraria municipal, aunque en conjunto debió de ser menor que el alcanzado por la venta de los bienes del clero secular. Según estimaciones del Ministerio de Hacienda, hasta 1856 el valor de las ventas provenientes de la desamortización civil alcanzaba los 519 millones de reales, mientras que para la desamortización eclesiástica alcanzaba 1406 millones de reales. Sin embargo, entre 1855 y 1869 las ventas de los bienes de propios representaron un valor superior al de las ventas de los bienes del clero. Todas estas estimaciones, muy discutidas, deben tener en cuenta la poca certeza de las estadísticas (ofrecemos en el apéndice documental una selección de las diferentes estimaciones).
¿A dónde llegó esta venta? Parece evidente que se limitó a las mejores tierras, que se habían escapado masivamente a las anteriores desamortizaciones civiles, que habían durado demasiado poco tiempo como para poder poner a la venta las tierras más disputadas (o mejor defendidas por los municipios). Hacia 1860 se estimaba que los montes públicos se extendían sobre unos 10 millones de has., mientras que en fecha tan tardía como 1970 la Dirección General de Montes, Caza y Pesca Fluvial estimaba que las entidades locales ocupaban aún 8.055.000 has (aunque no se puede identificar plenamente monte municipal con monte en común), aunque algún autor los reduce a 2,5 millones de has (Miguel Artola, aunque sin citar la fuente). Si tomamos la primera y más fiable estimación vemos una diferencia, pues, de unos dos millones de has, lo que hace suponer que tampoco fue una revolución en la estructura de la propiedad agraria la desamortización de los baldíos. La burguesía ya había invertido en las mejores tierras y estaba encontrando en la especulación, la industria y el comercio unas actividades más rentables. Muchos pueblos pudieron conservar así sus montes, sobre todo en el norte del país, para el uso para pastos del ganado, la recogida de leña, etc.
Escosura [cit. Sánchez Agesta, 1974: 176] en el “Diario de sesiones” de 26 de marzo de 1855 atribuía a la desamortización la transformación radical de la sociedad española y de su gobierno. “Mientras ha habido en España una monarquía absoluta ha debido haber un clero propietario, una aristocracia con mayorazgos; ha sido conveniente, ha sido bueno; desde el momento en que vamos a tener una monarquía constitucional, liberalísima, es preciso que no haya en España más que ciudadanos y propietarios, cuya fortuna, cuya independencia se cifren exclusivamente en su trabajo, para que no encuentren obstáculo para llegar por todos los caminos a lo más alto de la sociedad, como a lo más alto del gobierno”.

LOS MOMENTOS FINALES.
La Ley desamortizadora general fue suspendida de inmediato (14 de septiembre de 1856) por los moderados cuando volvieron al poder, pero ya era tarde para parar un proceso irrefrenable, con demasiados interesados en que continuase el juego, incluso en las filas de los propios moderados.
La desamortización civil continuó con la Ley de 2 de octubre de 1858, que volvía a poner en vigor la Ley desamortizadora general a los efectos de los bienes municipales. Y el 24 de agosto de 1860 se puso fin a las prórrogas concedidas para legalizar las ocupaciones del suelo de los propios y comunes (el viejo problema de las ocupaciones de tierras del último año del Trienio Liberal).
El nuevo estado de cosas originado por la continuación de la venta de los bienes de la Iglesia hizo necesario llegar a un acuerdo con Roma, concertado el 4 de abril de 1860 por los moderados (propiamente la Unión Liberal liderada por O’Donnell). En virtud del mismo la Iglesia aceptaba la permuta de los bienes aún no enajenados por títulos de la Deuda al 3 % (una deuda que no se pagaría hasta ¡1959!), y la desamortización, que había sido suspendida entre 1856 y 1860, prosiguió, primero a un paso muy fuerte a principios de la década de los 60, con un momento de reactivación en 1868 y luego cada vez más cansino hasta comienzos del siglo XX, cuando la propiedad de las “manos muertas” hacía ya mucho que había dejado de lastrar el desarrollo económico.
Es preciso hacer una breve referencia a la famosa Cuestión del “Rasgo”. Se trataba de la proyectada cesión a estado por parte de la Corona de ciertas joyas y bienes del Patrimonio Real, con la intención de ayudar a la Hacienda (que tenía ese año un déficit de 600 millones de pesetas) y a cambio de reservarse una parte de su valor (un 25 %). Castelar publicó el artículo El rasgo en su periódico “La Democracia”, en el que clamaba que esos bienes pertenecían a la Nación y que, en consecuencia, la reina carecía de prerrogativas legales para reservarse ni siquiera una parte de su valor. Cuando Narváez destituyó a Castelar de su cátedra, dimitió el rector de la Universidad Central, Juan Manuel Montalbán, y los estudiantes de Madrid se manifestaron en la Puerta del Sol y la dura represión devino en la sangrienta Noche de San Daniel, el 10 de abril de 1865, en la que murieron 9 estudiantes y más de 100 fueron heridos, lo que escandalizó a la opinión pública y obligó a Narváez a dimitir del Gobierno, lo que se unió pronto a una intentona de Prim en Valencia para acabar de preparar el desmoronamiento del sistema político de la monarquía isabelina, que se hizo esperar aún tres años. Sirva esto para significar la importancia que tenía el tema de la desamortización para la política de los años 60 y cómo obligó a los partidos a tomar posturas decisivas.

LA DESAMORTIZACIÓN DEL SUBSUELO.
La mayor parte de los estudiosos han ignorado un aspecto esencial de la desamortización, la del subsuelo, que al final del siglo puso a la minería española en el primer lugar de Europa en explotación de metales (plomo, cobre, mercurio, hierro, sobre todo).
Jordi Nadal [1975: 87-121] ha estudiado la desamortización de las minas del Estado, comenzada en 1817 y 1820 con leyes que permitían a los particulares beneficiarse con las minas, y proseguida con las leyes mineras de 21 de abril de 1849 y 11 de julio de 1859, que convirtieron las minas del monarca en bienes nacionales, aunque aún con pocos resultados prácticos.
La innovación decisiva estuvo en las “Bases generales para la nueva legislación minera”, de 29 de diciembre de 1868, a cuyo amparo los capitales privados, tanto nacionales como extranjeros, alcanzaron las máximas facilidades para las concesiones de exploración y explotación, de carácter perpetuo a cambio del pago de un canon. Su motivación había sido la recaudatoria, por los mismos motivos que la de la tierra [op. cit.: 91]. Esto explica que se concediera en 1873 un yacimiento emblemático, el de cobre de Riotinto en Huelva, cuyas inversiones de capital tuvieron una utilidad asombrosa: beneficios del 70 % anual durante 30 años. Un mal negocio para el país, tan malo como el entregar el mercurio de Almadén a la banca Rotschild en 1870 por el motivo de siempre: la virtual quiebra de Hacienda.
Los resultados fueron impresionantes: una masiva inversión de capital (al principio casi todo extranjero) [92], la creación de numerosas compañías mineras, la ocupación de decenas de miles de mineros, la variación de la balanza comercial española (que después de decenios volvía a ser positiva).
Pero no todo fueron parabienes: el predominio de capital extranjero en los mejores criaderos llevó al exterior los beneficios y los metales con lo que se perdió una fuente de acumulación de capital así como la posibilidad de desarrollar una industria metalúrgica avanzada. Cuando se agotaron las mejores vetas de metales España se quedó con unas actividades extractivas decrecientemente rentables y que cada año ocuparían menos trabajadores y darían menos divisas.

CONSECUENCIAS ECONOMICAS.
La tesis principal de la historiografía es que la desamortización favoreció el crecimiento económico, al desatascar al sector agrario, aunque su aplicación tuvo los suficientes claroscuros como para no permitir un despegue tan rápido como el que gozaron las economías del resto de Europa (salvo la de Portugal).
Albert Carreras [1985: 17-51] ha podido precisar con una documentación exhaustiva que España entró en una moderada senda de crecimiento en 1850 y que éste duró hasta 1910, para entrar en una fase de estancamiento entre 1910 y 1958.
Para G. Tortella [1981: 11-167] este retraso relativo es evidente, tanto en la población como en la economía, aunque fue un proceso común a toda la Europa mediterránea, incapaz de competir con la Europa del Norte debido a las mejores condiciones naturales y climáticas de ésta.
La expansión de la producción agrícola se logró más con el aumento de la extensión roturada que con la intensificación del cultivo, con inversiones en regadío y nuevas técnicas. Se aprovecharon así tierras de muy bajo rendimiento que eran realmente deleznables.
Por ello Malefakis [1982] ha podido decir con fundamento que muchas tierras eran económicamente ruinosas y que el beneficio en ellas pasaba precisamente porque quedaran sin cultivo, lo que al menos permitía que fueran aprovechadas para pastos. Asimismo, al impedir la roturación su uso para el ganado se rompía la relación agricultura-ganadería, con sus efectos de rentas paralelas, abonado con el estiércol, etc.
Parece confirmarse que la burguesía de varias regiones con poca tradición industrial, hasta la década de los 60 al menos, prefirió invertir en las compra de tierras antes que en empresas comerciales e industriales, al menos en Valencia [Giralt, 1968: 387-388]. Ello detrajo una importantísima masa de capital y supuso una traba muy importante para una revolución industrial en estado incipiente, como destacan J. Nadal [1983] y otros historiadores de la economía. Sólo a partir de 1875, aproximadamente, los recursos económicos de la burguesía se destinaron decididamente a otras empresas, comenzando entonces el despegue de los otros sectores.
Incluso en esos momentos finales del siglo la compra de tierras adquirió una connotación claramente especulativa, de inversión financiera más que para la inversión permanente en tierras, como prueban las sociedades anónimas que se crearon al efecto [Quirós Linares, 1964: 396 y ss.], en una línea de capitalismo maduro del que sería un ejemplo paradigmático la actividad del financiero mallorquín Juan March ya en el siglo XX, cuando compraba latifundios para su parcelación y venta con pingües beneficios.
Contra esta interpretación están las tesis de Fradera [1987] y Carreras [1990] sobre la industrialización en Cataluña, que confirman la vieja tesis de que la desamortización y los capitales invertidos en ella supusieron un empuje (no decisivo, pero conveniente) para el desarrollo comercial e industrial de Cataluña.
La especulación urbana con los bienes desamortizados favoreció la acumulación de capital luego invertido en otros sectores más avanzados, mientras que los capitales que se invirtieron en tal especulación no fueron nunca un freno para una actividad económica basada en el comercio americano y la industria textil. Al final la tesis es que donde había una poderosa burguesía comercial e industrial la desamortización pudo ser dirigida beneficiosamente para sus intereses y que, en cambio, donde aquélla era débil resultó un parón para su cambio de actividad a otros sectores con más futuro.
Para las últimas investigaciones, como las de Garrabou [AAVV, 1985], no puede hablarse de una “culpa” genérica de la agricultura en el atraso económico español, pues ésta cumplió con un moderado y sostenido incremento de la producción. Más bien sería la industria y las ciudades las que no cumplieron con su papel de atracción de las masas rurales, por lo que el campo debió mantener hasta bien entrado el siglo XX a una población creciente (un papel que cumplió bastante bien). Cuando la industria despegó ya en la primera mitad del XX y atrajo una fuerte emigración de mano de obra rural fue cuando el campo realizó un proceso de adaptación y aumentó su producción a base de una mejora real de su productividad y no de un aumento de las superficies marginales cultivadas.
N. Sánchez-Albornoz [1968] ha estudiado las crisis de producción agraria de 1857 y 1868 y ha establecido que los cambios en la propiedad rural no supusieron una reforma positiva a corto plazo.
España tenía dos sectores económicos claramente diferenciados.
Uno de economía de subsistencia, básicamente rural e interior, junto a una artesanía y un comercio anticuados para el autoconsumo o como máximo para el consumo interno.
Otro de economía de incipiente capitalismo, localizada fundamentalmente en la periferia, con la industria textil catalana, la minería, los ferrocarriles, el comercio marítimo y unos bancos embrionarios.
Estos dos sectores estaban profundamente separados, sin interconexión real. El primero tenía un proletariado rural de bajísimo nivel de demanda, empobrecido y miserable, sobre todo desde la desamortización, que en lugar de dar pie para un reparto de la propiedad que creara una clase media rural, supuso una reducción del nivel de vida en el campo. La miseria rural se agravó porque el retraso económico se compensó con una reducción del consumo campesino [1968: 19] y no con inversiones productivas. “No hubo inversión o tecnificación significativa”. Cita Sánchez Albornoz al viajero francés Moreau de Jonnes que estimaba en 1834 que, “en el lapso de tres décadas, España había incrementado en un 75 por ciento el área sembrada y más que duplicado la producción de granos”. (Una opinión no asentada en datos estadísticos propios sino en una estimación de Mariño más que dudosa, según Rueda y Carr). Este aumento no se había producido solamente sobre las muy modestas superficies desamortizadas antes de 1834, sino sobre todo en las propiedades de la aristocracia y de los municipios. Cabe aducir que se produjo así un hambre de tierras, viendo las clases dominantes que el único modo de aumentar la extensión cultivada era la desamortización que les procurase más territorio. “Aquella generación aceleró la desamortización con la esperanza de romper el estrangulamiento de la agricultura” [1968: 20].
La expansión de la producción, para muchos autores evidente ya en el principio del periodo 1800-1850, como Larranz o Artola, para otros historiadores se remonta al periodo 1838-30 [Vergés, Vicens Vives, 1958: 27], a pesar de que hubo entre 1808 y 1843 una fase cíclica deflacionaria en los precios agrícolas, y que continuaría con altibajos hasta bien entrado el siglo XX, se debió más al aumento de la demanda por el fuerte crecimiento demográfico y en concreto por el aumento de la extensión roturada, a veces en tierras muy fértiles, pero sobre todo de tierras marginales decrecientemente rentables que cuando advenía una sequía o un año excesivamente lluvioso conllevaban una crisis de subsistencias al ser tierras generalmente de secano, cultivadas en barbecho [Grupo de Estudios de Historia Rural, 1985: 51-70].
Nunca se reproducirían las hambrunas de siglos anteriores, debido a las mejores comunicaciones (los ferrocarriles, los barcos a vapor) que facilitaban el transporte interior y exterior de granos, pero las crisis de 1857 y 1868 son claras pruebas de que la reforma agraria había fracasado: España seguiría siendo importadora nata de cereales y la agricultura española debió protegerse con altos aranceles, en estrecha alianza con la burguesía catalana que se aseguraba a cambio el mercado castellano para su producción textil.
Finalmente, hay que apuntar que los latifundios, al menos en Andalucía, se convirtieron en unidades productivas integradas en la comercialización capitalista, como demuestran Artola, Bernal y Contreras [1978: 89-98], predominando los que tuvieron su origen en la desamortización civil, pues las fincas de la Iglesia eran mucho más pequeñas de media y generalmente no permitían una concentración parcelaria. Asimismo la burguesía concentró en las décadas siguientes muchas propiedades pequeñas y medianas que no podían competir con la agricultura capitalista. Este proceso se evidencia en la gran movilidad de la titularidad de la propiedad (aunque también se debió a la desvinculación civil de los mayorazgos y a la masiva utilización de testaferros que se ha documentado y que con el tiempo devolvieron los títulos a sus verdaderos propietarios), que dura hasta el presente siglo.
La tesis de que el latifundio se extendió ha sido muy discutida. La mayoría de los autores está de acuerdo con esta expansión, pero la tesis más correcta en nuestra opinión es que la desamortización mantuvo la misma estructura de propiedad antecedente. Donde la tierra estaba en manos de unos pocos latifundistas estos fueron los que compraron las fincas, mientras que en los pueblos con pequeños y medianos propietarios éstos fueron los que compraron. Y en medio se deslizaron muchos burgueses, que en las décadas siguientes vendieron sus tierras o constituyeron unidades productivas. En todo caso [Tortella, 1981: 35], nos faltan estadísticas fiables para concluir en un sentido y otro y es un tema abierto a la investigación.
CONSECUENCIAS SOCIALES.
La desvertebración social de la España decimonónica ha sido muy estudiada, tanto en la Filosofía (La España invertebrada de Ortega) como en la Historia. Artola ha señalado que en las investigaciones históricas “ningún tema como éste ha dado tanto predominio al estudio de las relaciones sociales sobre el propiamente económico” y la opinión de que la desamortización favoreció la división social coincide con las tesis de Flórez Estrada, Borrego, Simón Segura, Tomás y Valiente, Artola y la inmensa mayoría de los investigadores.
Por una parte se opina que se aprovecharon del proceso una burguesía y una aristocracia terratenientes, ancladas en el latifundismo y con un alto absentismo de sus propiedades (pues generalmente residían en las grandes ciudades, como muchos estudios han podido probar), a las que consideraban como una fuente de rentas a través de censos y foros, con bajas inversiones amén de un factor de prestigio social, que sería sin duda un componente ideológico de innegable importancia.
Sobre la alianza de burguesía y nobleza en un pacto tácito se ha escrito mucho, hasta llegar a ser un axioma aceptado por la casi unanimidad de los investigadores, pero se deben hacer aún muchos estudios sobre el tema en nuestra opinión. Más bien parece que las clases dominantes en la España rural al final del Antiguo Régimen, un nobleza decadente y una burguesía emergente, conformaron un conjunto heterogéneo, muy dividido según las regiones, estructurado en capas según su poder económico y político reales, más que por su status jurídico y social de privilegios. Este conjunto dominante es el que impulsó la desamortización, la desvinculación y los procesos de reforma del campo y de la sociedad, como única forma de adaptarse a los tiempos modernos.
Para el historiador de la economía Gabriel Tortella [1981, 37], que se opone en lo fundamental a las tesis de Herr: “Quizá fuera la nobleza terrateniente la que más se beneficiara de la desamortización: a cambio de unos derechos señoriales que a menudo eran puramente simbólicos, ganó la plena propiedad de tierras que frecuentemente no le pertenecían sensu stricto. Y tuvo, además, ocasión de redondear en buenas condiciones sus propiedades (en la medida en que fue así se acentuaría el latifundismo; pero en la medida en que la Iglesia fue desposeída, se mitigaría).
“Las víctimas de la desamortización fueron la Iglesia, los municipios, y los campesinos pobres y proletarios agrícolas. Los primeros, por razones obvias. Los segundos, porque muchos de ellos habían venido beneficiándose de la propiedad eclesiástica o comunal (ya fuera en forma de caridad, de aprovechamiento de pastos y montes, de buenos términos de arrendamiento, etc.). En ellos se ha visto el origen social de las rebeliones campesinas de signo carlista o anarquista que se repiten a lo largo del siglo, hipótesis muy verosímil.”
En muchas regiones vemos un proletariado rural que vivía en condiciones miserables y que sólo a cuentagotas alcanzaba a salir del campo para encontrar trabajo en la emigración a América, a Madrid o a las ciudades industriales catalanas. Al respecto es ilustrativo el estudio de J. Porres sobre Toledo [1966: 411-424] que señala la fuerte emigración de jornaleros y pequeños propietarios, así como la proletarización de muchas de las monjas exclaustradas (uno de los grupos humanos que más padeció con la desamortización). Sorprende la poca entidad de los movimientos revolucionarios campesinos en la España decimonónica, que contrasta con las revoluciones campesinas del resto de la Europa subdesarrollada [Landsberger, 1974].
En medio se hallaba en las regiones del norte e incluso en comarcas del centro y sur, una capa social (de difícil cuantificación) de pequeños y medianos propietarios agrícolas que accedieron por aquel entonces al dominio de sus tierras o que no perdieron las tierras de aprovechamiento común.
Las diferencias regionales son enormes, explicables por sus situaciones de partida tan distintas:
- Un estudio referente a la provincia de Sevilla [Alfonso Lazo, 1967], muestra que entre 1835 y 1845 el 50,3 % del total de los compradores de las tierras de la Iglesia adquirieron solamente el 2,9 % de la tierra desamortizada, mientras un 4,3 % de compradores adquiría el 41,4 %.
- En Cataluña el proceso fue muy positivo porque la reforma agraria fue paulatina, alrededor de dos figuras jurídicas muy convenientes, el censo y la rabassa morta, con las que los pequeños terratenientes pudieron prosperar [Vicens Vives, 1958: 27], trenzando las bases para un desarrollo económico razonablemente equilibrado.
- En Navarra, como ejemplo característico del Norte, se beneficiaron de la resistencia pasiva de las instituciones forales, que mantuvieron la mayoría de las tierras comunales que complementaban y permitían la competitividad de sus explotaciones privadas y, en caso de venta forzosa, se aplicaron a los mismos vecinos; una resistencia muy bien estudiada por Gómez Chaparro [1967: 53-92, 93 y ss., 169-171], Mutiloa [1972: 474] y, con menor precisión, por Mina Apat [1981: 47-55], incidiendo la última en que esta defensa de los campesinos fue coetánea con la protección de los intereses de la oligarquía. Carr [1966: 269] cita un discurso de A. Mori en 1932: “No hay pueblo navarro donde todos los vecinos no posean una parte de las antiguas tierras comunales”.
- En Galicia [J.A. Durán, 1977: 11-25] la miseria rural era manifiesta, porque las tierras que poseían directamente los campesinos (verdaderos pegujaleros, entre el 25 y 33 % del total) sufrían de una subdivisión de la propiedad verdaderamente asombrosa: unos 15 millones de fincas rústicas, casi todas minúsculas, mientras que el resto estaba cargado con foros que eran la mayor fuente de ingresos de los hidalgos que eran propietarios absentistas que residían en las ciudades, que mantendrían con éxito hasta el primer tercio del siglo XX [Villares, 1982: 203 y 356]. La desamortización benefició a la burguesía comercial y no a la clase de los hidalgos, empobrecidos por el descenso de los beneficios agrarios. La explotación de las masas rurales se hacía así por la vía de la renta y la sustitución de los diezmos por los impuestos estatales y las rentas para la burguesía no supuso una variación importante en las condiciones de vida (perdurablemente miserables). Pero la apertura del proceso desamortizador abrió una vía para el progreso de una minoría de campesinos emprendedores [Carr, 1966: 270 y ss.] y finalmente, al romper la figura jurídica del mayorazgo, facilitaron que, al final del siglo XIX y más en los años 1900-30, los campesinos compraran las menudas tierras y las rentas forales que las gravaban, capitalizándolas. Fue un proceso demasiado largo y costoso pero que tuvo su inequívoco origen en la desamortización y la desvinculación.
En definitiva, en España parece que la tendencia general en las décadas siguientes fue que los campesinos que cultivaban en tierras marginales productos en directa competencia con las grandes explotaciones agrarias se fueron hundiendo, sobre todo cuando llegaron las sequías cíclicas o cuando carecían de ingresos complementarios de las tierras comunales. Este hecho comprobado, reflejado en ventas constantes y abandonos de tierras por sus cultivadores, permite poner en duda los resultados de una desamortización más progresista como la propugnada por Flórez Estrada. ¿Estaba en condiciones la atrasada economía española de solucionar los problemas crediticios, de técnicas de producción, de distribución y comercialización, que conllevaba una reforma más equilibrada y que impulsara sólo la pequeña y mediana propiedad? ¿O más bien hubiera atado a varias generaciones de campesinos a una actividad económica no competitiva e incluso ruinosa?
Nuestra opinión es que hubiera hecho falta una reforma muy anterior, ya en el siglo XVIII, antes de la Revolución Industrial, que hubiera coadyuvado a ésta, en una simbiosis semejante a la de Inglaterra, que hubiera aprovechado la parcial coincidencia de factores (colonias, marina, etc.) para el desarrollo, factores que confluían necesariamente a tal fin, tal como advierten Hamilton [1948], Hobsbawm [1971] y el resto de estudiosos sobre la Revolución Industrial, como Landes, Mathias, Mori, Nadak, Saul, [VV.AA., 1986], y la Escuela anglosajona [Cipolla, 1973]. Sobre por qué no se aprovechó tal oportunidad este no es el lugar para referirnos a ello. Y en todo caso, de no haber ésta con anterioridad, hubieran sido precisas reformas muy profundas en el sistema político y económico de la monarquía decimonónica, inviables en el contexto de fuerzas políticas y sociales dominantes.
La revolución económica era imposible sin hacer paralelamente la política. Basta ver como en plena I República, con un presidente como el demócrata Pi y Margall, tan convencido de un modelo de desamortización como el propugnado por Flórez Estrada, ni siquiera entonces se pudo actuar en ese sentido. Ciertamente la Historia no se rige por el voluntarismo y la teorización.
En lo positivo podemos poner que el mismo crecimiento de la burguesía que posibilitó fue también un factor de cohesión interna, estableciendo una estructura social más moderna sobre la que se asentaría la España actual. Y en segundo lugar posibilitó un régimen demográfico más moderno, al facilitar una mejora de la producción de alimentos y el sostenimiento de una mayor población. Los estudios sobre población del siglo XIX coinciden en un crecimiento lento pero sostenido de los habitantes, debido sobre todo al descenso de la mortalidad, por la disminución de las hambrunas y de las epidemias que las acompañaban históricamente, como demuestran J. Nadal [1984: 138-193] y Pérez Moreda [1980: 375-404].

CONSECUENCIAS POLÍTICAS.
Es evidente que la desamortización alineó a las fuerzas políticas españolas en tres bandos muy contrastados: progresistas (mientras los demócratas a su izquierda, muy débiles entonces, compartieron todas sus ideas sobre este tema), moderados (incluyendo la Unión Liberal) y conservadores (incluyendo a los apostólicos).
Los dos primeros se beneficiaron de sus resultados prácticos, aunque diferían en sus programas políticos. Los progresistas querían disponer libremente y sin cortapisas de todos los bienes amortizados mientras que los moderados se contentaban ya en la década de los 40 con los bienes que habían adquirido y consideraban que la Iglesia era un aliado imprescindible en su programa de estabilidad política y social. “Religión, Monarquía y Nación” era uno de sus lemas favoritos. Y el primero necesitaba de bienes para su supervivencia. Sólo cuando las otras dos patas del conjunto estaban en peligro de caer fue cuando accedieron con desgana a intervenir los bienes eclesiásticos. En lo que tanto progresistas como moderados no difirieron en absoluto fue en la necesidad de la desamortización civil. Y finalmente, hay que añadir que a la hora de beneficiarse de los bienes eclesiásticos tanto los unos como los otros no retrocedieron en cuanto comprendieron que las enajenaciones iban a ser permanentes. Antonio Franco llegaría a decir que las 4/5 partes de los bienes fueron comprados precisamente por los políticos moderados.
Los conservadores, situados plenamente en el campo católico más reaccionario, tanto entre los carlistas como en algunos círculos de la corte isabelina, se señalaron tanto por su oposición como por su rechazo (al menos en público) a beneficiarse de la desamortización.
Otra consecuencia, poco estudiada, fue el crecimiento del caciquismo rural, con una base social y política muy consolidada desde entonces. Los trucos para quedarse a bajo precio con las mejores tierras, entre los miembros de los círculo locales, ámbitos restringidos de poder, confirmaron y cementaron a estos círculos en base a intereses materiales, por encima de diferencias ideológicas. Los grandes compradores y sus testaferros desarrollaron entonces todas las potencialidades de un sistema que ya había nacido mucho antes y lo elevaron a categoría de arte de toma y usufructo perpetuo del poder.

CONSECUENCIAS URBANAS.
Se han estudiado en las últimas décadas las importantes consecuencias de la desamortización eclesiástica para el tejido urbanístico de las ciudades y pueblos. Numerosos conventos y monumentos fueron demolidos, a veces con inusitada violencia y masivos incendios y saqueos, como el de Santo Domingo en Palma [Cantarellas, 1978] o como en la Barcelona de 1837 [Fontbona, 1985: 62-76], dando paso a plazas (la famosa Plaça Reial), parques, calles, avenidas y también a manzanas de casas para la burguesía, teatros (el infausto Liceu de Barcelona entre tantos, como el mismo Teatro Principal de Palma de Mallorca), mercados de abastos (Santa Caterina de Barcelona, en el lugar del convento de los Dominicos), almacenes o fueron destinados a cuarteles militares, sedes de centros de enseñanza o instituciones públicas (museos, hospitales, oficinas de la Administración). Ciudades enteras cambiaron radicalmente con estos eventos. Pero aún falta un estudio global que incorpore las numerosas monografías de ámbito local que han aparecido.

CONSECUENCIAS ECOLÓGICAS.
Un aspecto muy poco estudiado es el del cambio en el paisaje rural, debido a la roturación extensiva de los montes bajos, tanto de las propiedades eclesiásticas como de los propios y comunes.
La tesis más extendida es que se produjo una deforestación, seguida de erosión y desertización. La literatura regeneracionista de finales del siglo XIX (Joaquín Costa sobre todo), hará del tema de los bosques un tema central [Carr, 1966: 269]. Muchos de los yermos de Castilla y Andalucía tienen su origen, sin duda, en el proceso desamortizador, particularmente a partir del de los bienes comunes desde 1855.
La causa es que muchos o la totalidad de los vecinos de los pueblos estaban interesados en conservar las superficies de encinares, mucho más productivas para su tipo de explotación, mientras que los nuevos propietarios preferían especies de pinos de rápido crecimiento y poco cuidado, más rentables a corto plazo pero también más propicias a sufrir incendios.
Cabe recordar que aún hoy muchos de los incendios forestales (sobre todo en Galicia) tienen su origen en la protesta de las comunidades rurales contra la pérdida de sus montes y bosques, los cuales consideran históricamente suyos pese a que los títulos de propiedad sean de particulares. El incendio es (y fue, sin duda) no sólo una protesta, sino también un modo de recuperar el monte para otros usos (ganado, leña).

EL DERECHO EN EL PRESENTE.
La pervivencia en España de formas amortizadas de propiedad puede sorprender a muchos después de leído lo anterior. La Constitución de 1978, el Código Civil y las leyes y reglamentos sobre Patrimonio del Estado, Bienes de Entidades Locales, y otras disposiciones, establecen el derecho a la propiedad, pero limitado por la función social de la propiedad y el interés público.
Así el art 348 del Código Civil se refiere a la propiedad como el derecho de gozar y disponer de una cosa “sin más limitaciones que las establecidas en las leyes”.
Es preciso matizar la diferencia entre los bienes de dominio público y los bienes patrimoniales:
- Los de dominio público (art 339 del Código Civil y 2, 3 y 4 del R.B.E.L.) son bienes que satisfacen una necesidad colectiva (calles, museos, etc.) y por lo tanto no pueden considerarse afines a la antigua propiedad amortizada.
- Los bienes patrimoniales son una figura jurídica completamente distinta, ya que su razón de ser fundamental es lograr un ingreso, lo que les relaciona directamente con los antiguos bienes amortizados. La diferencia es esencial entre los estatales y los locales:
El art. 344 del Código Civil y el art. 1 de la Ley de Patrimonio del Estado establecen el concepto jurídico de los estatales. En general el Estado podrá acordar su enajenación (una innovación originada en la desamortización). A recordar que los montes de utilidad pública sólo pueden venderse mediante ley que lo apruebe. Y que las minas son inalienables, de modo que no pueden venderse ni siquiera por ley.
Los bienes patrimoniales de las Corporaciones locales constituyen dos figuras asaz conocidas. Según el art. 8 del R.B.E.L. “son bienes patrimoniales los que pertenecen a las entidades locales en régimen de Derecho privado por no estar destinados directamente al uso público o al ejercicio de las funciones municipales o provinciales”.
Los bienes patrimoniales pueden ser: “a) de propios, cuando pudieren constituir fuente de ingresos de naturaleza jurídica privada para el erario de la entidad local; y b) comunales, cuando su aprovechamiento y disfrute corresponde exclusivamente a la comunidad de vecinos”. Y estos bienes comunales son totalmente inalienables, hoy como en el pasado.
Otra excepción al derecho de enajenación es el de los organismos autónomos (regulados en la L.E.E.A.), que establece como norma general que no pueden enajenarse los inmuebles integrados en su patrimonio.
Como se ve hay tres grupos de bienes públicos total o plenamente inalienables (o llámeselos amortizados): minas del Patrimonio del Estado, bienes comunales de los municipios e inmuebles de los organismos autónomos.
Pero no acaba ahí la lista pues también hay bienes privados amortizados: son los llamados “patrimonios familiares”, según la Ley de 15 de julio de 1952, y los de las “colonias agrícolas”, de acuerdo al Reglamento de colonización y repoblación interior de 23 de octubre de 1918. Son estas unas reminiscencias del pasado que tienen cierta presencia en la economía, sobre todo en Extremadura, sobre todo desde los años 50, con un régimen franquista que los favoreció como una tercera vía de propiedad agraria.
En cuanto a las limitaciones de enajenación impuestas por la voluntad del transmitente cabe señalar que son posibles en principio, y que ello permitiría a priori volver a construir bienes en “manos muertas”. Pero en la realidad jurídica no es posible pues la jusrisprudencia (recogiendo desde tiempo inmemorial una tradición del Derecho romano y de las Partidas) ha establecido que la prohibición de disponer debe ser hecha en consideración a una persona concreta, o por causa justificada, y nunca si es eterna. Esto establece una limitación insuperable a esta vía.
El mismo Tomás y Valiente [1971: 170-172], siguiendo los estudios de L. Marín Retortillo [1970: 178-180], concluye al final de su más extensa obra que los problemas de la desamortización aún no han acabado y que muchos bienes comunes están en peligro de ser enajenados en pro de la especulación.
Por último, aunque sea al sesgo, una mención a un problema que puede surgir en cualquier momento: el debate político sobre la necesidad de privatizar las Cajas de Ahorro (por no comentar la de las empresas públicas, de una situación jurídica muy distinta), que son consideradas por muchos políticos tanto de derecha como de izquierda como rémoras al crecimiento económico, basándose en los mismos principios doctrinales que influyeron en la legislación desamortizadora. No pretendemos entrar en un tema tangencial sino apuntar simplemente que el antiguo debate, sobre si el desarrollo necesita de la plena libertad y circulación económica de los bienes y caudales, aún no está cerrado ni en la teoría ni en la práctica. Ni siquiera dos siglos después de abrirlo.

CONCLUSION.
Es evidente la desproporción entre las posibilidades que la desamortización ofrecía y los resultados conseguidos. Representaba la mejor oportunidad para una reestructuración de la propiedad de la tierra, que diera acceso a ella al campesinado. Sin embargo, contribuyó a mantener (y en la zona Sur a aumentar) el latifundismo, pues la burguesía urbana, los terratenientes y la aristocracia, aprovechándose de una forma de pago tan beneficiosa para ellos, adquirieron grandes lotes de tierras.
Tampoco solucionó los problemas financieros del Estado. Los fondos recogidos, inferiores al valor real de la masa de bienes puestos en venta, lo fueron en gran parte en títulos de Deuda, muy depreciados.
Contra lo que se esperaba, la desamortización no comportó la inmediata modernización de la agricultura. Los nuevos propietarios surgidos entonces se integraron en la antigua aristocracia terrateniente, abandonando sus propiedades a los arrendatarios y desinteresándose de invertir en ellas. Los bajos salarios, debido a la abundancia de mano de obra, aseguraron la rentabilidad de las explotaciones y permitieron momentáneamente a los productos agrícolas españoles competir con los europeos. El aumento del total de la producción, exigido por el crecimiento demográfico, se logró poniendo en cultivo tierras marginales, con el consiguiente descenso del rendimiento por unidad de cultivo. Además, la desaparición de baldíos y comunes redujo los pastos, en perjuicio de la ganadería.
En el haber, empero, la desamortización fue una reforma necesaria para que otras reformas agrarias, como la desvinculación y la abolición de los diezmos. Alcanzarán todos sus efectos, pues puso en el mercado de la tierra una oferta lo bastante amplia como para bajar el precio y posibilitar un mínimo de inversiones. Contra la tesis del “fracaso de la revolución industrial” surge la tesis del “lento pero sostenido proceso de modernización económica”, en el que la agricultura y la industria fueron a un paso a veces desacorde pero paralelo a largo plazo.

LÍNEAS DE INVESTIGACIÖN FUTURA.
- La creación de una base de datos a nivel nacional, con una planificación de la recogida de datos, con conversión homogénea de medidas de superficie, índices de valoración, baremos estadísticos, etc., para permitir una comparación de los datos, que hoy es prácticamente imposible. A la presente unos escogen estudiar los compradores según sus propias declaraciones de actividad, otros según su presencia en las listas de contribuyentes o votantes censatarios, otros de acuerdo a su población originaria, etc. Y así con casi todos los temas, en un magma amorfo que hace muy difícil la investigación para toda España.
- El estudio de la prensa, tanto en el aspecto político-ideológico, como en el de su verdadera difusión entre la burguesía. Más que la adscripción a uno u otro partido o facción debería interesarnos conocer cuál fue su verdadera importancia como aleccionador de las clases sociales: quiénes leían cada periódico y cuáles eran sus ámbitos de influencia, quiénes eran sus patrocinadores y a qué clases pertenecían, qué importancia concedían los contemporáneos a la prensa y, finalmente, cuáles fueron los círculos de relaciones que se establecieron a lo largo de toda España para el intercambio de artículos proclives a la línea editorial de los periódicos y sus relaciones con los partidos y los intereses locales que se involucraron directamente en la desamortización (comprando bienes).
- El estudio de la relación entre desamortización y caciquismo en las zonas rurales, en la hipótesis de que fueron los nuevos propietarios los que desarrollaron y se aprovecharon más del nuevo sistema electoral y de sus vicios.
- El estudio de los Pósitos municipales: fondos, inversiones, usuarios, las clases y estamentos dominantes, su decadencia. En relación al fracaso de los arrendamientos a campesinos pobres, a los que faltaron los créditos necesarios para poner en cultivo sus lotes, así como a la falta de apoyo para capitalizar los censos, la otra vía para la compra de tierras.
- El estudio de la influencia de las Sociedades Económicas de Amigos del País en el cambio ideológico respecto a la amortización de las tierras. La hipótesis es que en muchos casos supusieron eficaces grupos de presión y que sus más conspicuos miembros fueron los adalides (y los más beneficiados) por las medidas desamortizadoras, al menos hasta 1808.
- El estudio de los compradores de los vales reales desde 1780 a 1808, y asimismo de los otros títulos de Deuda Pública a partir de entonces, como grupos sociales, a fin de conocer cuáles tenían liquidez económica en aquel momento y en qué regiones y ciudades, desde la perspectiva de cuáles eran los más dinámicos y ascendentes así como serían luego los más beneficiados al canjearlos por los bienes desamortizados.
- El estudio de la desamortización de José I y sus consecuencias prácticas en el patrimonio artístico y cultural: obras de arte y suntuarias incautadas por los franceses y no devueltas al finalizar la guerra; lo mismo para los libros incunables, etc.
- Lo mismo, en el contexto del estudio más general de las consecuencias para el patrimonio artístico y cultural de la desamortización eclesiástica comenzada por Mendizábal, que tendría efectos mucho más importantes, tanto en arquitectura como en las otras artes.
- El estudio de las consecuencias urbanísticas a escala nacional comienza a ser posible, pues en las últimas décadas han aparecido numerosas monografías de ámbito local sobre la desamortización eclesiástica de inmuebles urbanos. Concretamente podría estudiarse su impacto en los ensanches urbanos, en los cambios de configuración del paisaje urbano (calles, avenidas, plazas, parques) y en la expansión del número de manzanas. Igualmente cabe estudiar la aparición de la figura del especulador urbanístico, de tanta vigencia en el siglo XX y que sin duda surgió al amparo del negocio de la desamortización.
- El estudio de la elevación del precio de mercado de la Deuda Pública española desde el momento en que se supo que podía utilizarse para pagar los bienes desamortizados. La hipótesis de trabajo es la de comprobar si hubo un aumento importante del precio, con vistas a las mejores expectativas, tanto de cobro normal como por el canje a precio nominal, teniendo en cuenta variables como las nuevas emisiones y la inseguridad política, que tenderían a equilibrar a la baja el anterior aumento. ¿Qué hubiera ocurrido sin la desamortización? ¿La bancarrota definitiva? El método sería estudiar las fuentes sobre los mercados financieros de Madrid, Barcelona, París y Londres.
- El estudio de las alzas en el precio de remate de los bienes, que supuso una fuerte corrección al alza sobre todo en las áreas urbanas (y en menor grado las rurales) en las que no se podían conculcar los procedimientos de subasta abierta. La hipótesis es que esto supuso otra fuerte corrección al alza, que compensó en parte el pago mediante deuda pública y a precio aplazado.
- El estudio de la posibilidad de compra de bienes desamortizados por sociedades y ciudadanos extranjeros, mediante el uso de testaferros nacionales, ya que aquellos tenían en su poder una importante parte de la Deuda Pública española. Una atención especial a las comarcas vinateras de exportación de Jerez y Canarias, las urbes de Madrid y Barcelona y a las zonas potencialmente mineras de Huelva, Murcia, Jaén y Vizcaya.
- La averiguación de casos de ocultación de la titularidad de fincas rústicas y urbanas de la Iglesia mediante su venta a fieles laicos, para su reintegración pasado el peligro. Deberían estudiarse las ventas e hipotecas voluntarias del clero en los periodos más conflictivos y los compradores, así como las reventas a la misma Iglesia en años posteriores, tomando como fuente los protocolos notariales. Particular interés tiene el estudio de los bienes privados de los eclesiásticos y hasta qué punto compraron bienes y dónde, así como las inversiones que se hicieron a partir de 1851 en edificios de enseñanza, bajo la sospecha de que en ese momento afloraron fincas y capitales antes ocultos o conservados a duras penas. Podemos seguir especialmente esta relación en Cataluña y Baleares.
- El estudio de los cambios en la estructura y densidad del latifundio, extendiendo al siglo XIX el método empleado por Malefakis para el primer tercio del presente siglo y buscando más monografías provinciales como las de Herr para Salamanca y Jaén.
- El estudio de los cambios en el paisaje rural y de las consecuencias ecológicas del cambio de propiedad, en particular de la deforestación de montes de propios y comunes.
- La comparación de la desamortización en España con los procesos desamortizadores desde finales del siglo XVIII en Francia [Soboul, 1980], en Italia (con el despotismo ilustrado y sobre todo desde la ocupación francesa de 1797), Portugal, Austria-Hungría (José II), etc., para establecer las semejanzas y diferencias, las influencias legislativas, las diversas clases sociales enfrentadas, las consecuencias económicas y sociales y tantos otros temas. Hay que hacer hincapié en que este estudio no ha sido abordado por los investigadores españoles y es una de las mayores y más urgentes lagunas con las que se encuentra nuestra historiografía.
- El estudio (previa localización) de todos los conflictos jurídicos que perviven en la actualidad, que tengan su origen en la desamortización, entre entidades municipales y particulares (con casos sorprendentes, que parecen eternizarse). Tal estudio permitiría establecer pautas generales sobre la resistencia de los sujetos pasivos a la expoliación, así como de los intereses y tipología de los beneficiados.
- El estudio de los bienes amortizados públicos y privados en la actualidad (ver apartado de El Derecho del presente), no tanto desde el punto de vista jurídico, que ya ha sido bien estudiado, como en el de la pervivencia social y de su utilidad económica.
- El estudio de las propiedades religiosas que fueron excepciones (no legales) en la desamortización y cuál fue el proceso de presión e intereses locales que les permitió salvarse hasta que pasaron los tiempos más duros.

GLOSARIO.
AMORTIZACIÓN.
También llamada vinculación. Proceso por el que unos bienes se retiraban de la libre disponibilidad de la propiedad privada, sujetos al dominio de las “manos muertas”.
COMUNALES.
También llamados comunes, baldíos (y a veces, impropiamente, municipales y concejiles). Los bienes comunales no tenían dueño a título individual y pertenecían a la comunidad de uno o de varios municipios, a título de aprovechamiento y uso inveterados. Su función económica era importantísima pues todos los vecinos podían usar de estos territorios, generalmente montes, bosques, prados, etc., suponiendo una fuente complementaria de recursos vitales en la economía rural. Su administración correspondía a los municipios por lo que hubo una confusión sobre su verdadera titularidad jurídica.
DESAMORTIZACIÓN.
Mediante la desamortización se separan los bienes de las manos muertas, en que no circulan, para ponerlos en otras en que circulen, haciendo que se emancipe la propiedad. La propiedad de las personas jurídicas se ve de esta manera más limitada que la de los individuos, en cuanto a su capacidad para adquirir y retener bienes.
La desamortización puede ser de varias clases:
1) Por la forma de llevarla a cabo: a) legal o jurídica, cuando deriva de un convenio entre el propietario y el Estado, b) antijurídica o ilegal, cuando el Estado despoja de la propiedad a quien la detenta, sin más.
2) Puede ser eclesiástica o civil según sea propietaria una persona de la Iglesia o de una institución civil.
3) Por la clase de bienes a la que afecta: a) fincas rústicas, b) censos y derechos reales, c) fincas urbanas.
4) Por la forma en que se realiza el pago: a) al contado o a plazos, b) en dinero o en efectos públicos, c) de mayor o de menor cuantía.
DIEZMO.
Décima parte de las cosechas agrícolas que los fieles abonaban a la iglesia de su parroquia, para el sostenimiento del culto. Se gravaba, ya desde la Edad Media, con las tercias reales (2/9 del diezmo), a favor de la Hacienda Pública, y a veces con impuestos extraordinarios para guerras y cruzadas. Criticados por los reformistas ilustrados y las Cortes de Cádiz [Canales, 1982: 103-187), reducidos temporalmente por los liberales en el periodo 1820-23 (anulando a cambio las tercias), se debió esperar a 1837 para su supresión legislativa y a 1841 en la práctica (tras un periodo de progresiva adaptación), a cambio de un impuesto de culto y clero para mantener la religión oficial y que suponía una presión fiscal muy inferior.
PROPIOS.
También llamados municipales y concejiles. Se llaman así los bienes que pertenecían en propiedad a los municipios y que estos explotaban directamente o concedían a explotadores privados bajo arriendo. Con estos productos los ayuntamientos satisfacían la mayor parte de sus necesidades financieras en una época en la que los impuestos estaban poco desarrollados.
REALENGOS.
Bienes de propiedad personal del rey, administrados por funcionarios reales. Se extinguieron en 1818 y 1822.
VALE REAL.
El primer papel moneda del Estado español, emitido desde tiempos de Carlos III (1780) como obligación del Estado, de curso forzoso, con un interés del 4 %, con el fin de pagar los ingentes gastos de las guerras. Para respaldarlo se creó el primer banco oficial, el de San Carlos (1782). En 1798 se habían emitido vales por importe de 3.115 millones de reales. Por su escasa solvencia se devaluaron muy pronto y se buscó su liquidación con los bienes de la llamada desamortización de Godoy, con escasos resultados. A pesar de que no hubo nuevas emisiones y de que se reconvirtieron en otros títulos de deuda, en 1830 aún había por un valor de 1.348 millones.

DOCUMENTACIÓN.
- Legislación desamortizadora.
- Provincias de España, densidad de población y clases agrícolas hacia 1797 [Herr, 1964: 78] y Evolución de la población de Mallorca (siglos XVII-XIX) [Fernández, 1985: 255].
- Total de montes enajenables en la desamortización de Madoz [Simón Segura, 1973: 220].
- Cuadro de las Órdenes religiosas en España hacia 1800 [Simón Segura, 1973: 90-91].
- Provincias con mayor número de conventos, relación de 1834, por Junta Eclesiástica [idem: 93].
- Parte del cuadro del estado religioso en España, publicado en 1835, por Junta Eclesiástica [idem: 94].
- Cuadro por provincias, extensión del anterior [Simón idem: 96-97].
- Bienes que poseía el clero (excepto foros), en 1835, [idem: 110].
- La evolución del clero en 1797-1864 y de los exclaustrados en 1837-1860 [Artola, Historia Alfaguara: 142-143]
- Resultados generales de la desamortización [Artola, Historia Alfaguara: 158-159].
- Mapa de España con las ventas de la desamortización de Mendizábal [calculado por Simón Segura].
- Ventas efectuadas en el periodo 1855-1856, Valor de las ventas y Bienes no vendidos [Simón Segura, 1973: 156 y ss], con mapas de la ventas de las dos fases de la desamortización de Madoz [fuentes en el mapa].

- La desamortización de bienes urbanos del clero (hasta 1845), según Madoz, análisis provincial [Rueda, 1986: 95-98].

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