Indice.
Prólogo.
Introducción.
La burguesía
en la España
medieval.
La alianza
Corona-Nobleza.
Las
Comunidades de Castilla: la alternativa revolucionaria.
Las ciudades
modernas: las clases medias urbanas.
La burguesía
mercantil: los Consulados del Mar.
El ascenso a
la nobleza: la hidalguización y la amortización de las tierras.
La
decadencia de España en el siglo XVI.
El
ahondamiento de la decadencia en el siglo XVII.
Los arbitristas y mercantilistas.
Los primeros
signos de recuperación: 1680.
El despegue
de la burguesía en el siglo XVIII.
Las tierras
amortizadas en el siglo XVIII.
El
reformismo agrario de los ilustrados.
La
legislación borbónica: la alternativa reformista.
El final del
Antiguo Régimen: Carlos IV y Godoy.
La burguesía
agraria balear al final del Antiguo Régimen.
Conclusiones.
Bibliografía.
PRÓLOGO.
Este ensayo
aborda una multitud de problemas historiográficos: el porqué la burguesía
española fracasó como proyecto durante la Edad Moderna , los
problemas ideológicos del estamento burgués, su composición y sus variaciones
por regiones, la posibilidad de la existencia de una burguesía agraria, la
relación de los avatares de la burguesía con los del Estado.
La primera
duda es la elección entre las dos líneas que generalmente se emplean.
La primera,
según un orden rigurosamente cronológico, mostraría la evolución de la
burguesía a lo largo de la
Edad Media , lo que tendría la ventaja de mostrar la claridad
del devenir histórico y tendría el inconveniente de no aislar los grandes temas
y dejar arrumbados a muchos, y viceversa.
La segunda,
según una división por temas, siempre insuficientes, estudiaría los problemas y
fenómenos políticos, sociales, económicos y urbanos en los que la burguesía
participó (y sufrió), aún sin renunciar a una exposición dialéctica de cada uno.
Esta segunda es la que he escogido, buscando más la ventaja de mostrar estos
temas bajo la percepción ensayística antes que con una voluntad tratadística
que escapa a cualquier posibilidad razonable dada la magnitud de la tarea.
Otro
problema ha sido la selección de la inmensa bibliografía publicada sobre el
tema, pues junto a los estudios más especializados (Molas sería el más
significado de los autores modernos), nos encontramos con un multitud de
historiadores que han analizado la evolución de la España de los siglos XVI-XVIII
y necesariamente han desarrollado ideas propias y muchas veces opuestas sobre
estos temas. Por ejemplo, mientras la mayoría defienden que el siglo XVII fue
de una decadencia brutal otros comienzan a señalar que tal vez sólo hubo un
estancamiento (Le Flem). Las consecuencias de ambas tesis son evidentes para
conocer la situación de la burguesía. Y esto se reproduce para casi todos los
otros temas. La solución ha sido mostrar las tesis más conocidas y arriesgar
una toma de posición personal, a veces apasionada, pues la distancia perfecta y
pura, desapasionada y helada, es harto difícil.
INTRODUCCIÓN.
La aparición
y la consolidación de la burguesía occidental y por ende de la española se
fecha generalmente como un largo proceso entre los siglos XII al XVIII, de
fechas muy distintas según los países y regiones, con una burguesía cuyo origen
claramente mercantil no empaña su progresiva diversificación. Y este carácter “de
vivir del comercio” perdura durante todo el Antiguo Régimen hasta que se dará
el paso a una burguesía predominantemente industrial durante los siglos XIX y
XX.
Aquella
burguesía estamental adoptaría un carácter subalterno dentro de la jerarquía
social tradicional, en una alianza tácita y mimetizaría los valores culturales
y sociales de la nobleza [Molas, 1985: 17]. Esta ideología de cariz estamental,
muy estudiada, debatida hasta el encono, plantea una problemática
historiográfica de primer orden, pues el empirismo de muchos historiadores hace
que sus estudios locales y puntuales en una época les sirvan para audaces
generalizaciones que esconden las inmensas lagunas que sufrimos aún para el
real conocimiento de nuestro pasado. Nunca mejor dicho que un solo estudio, un
solo dato nuevo, puede significar el arrumbamiento de bibliotecas enteras,
condenadas a reescribirse junto a las tesis que las llenaron.
El concepto
de burgués evolucionaría lentamente desde la definición medieval de rango
puramente jurídico de “habitante de las ciudades”, una definición nacida en
Francia, hasta la renacentista de no privilegiado urbano (por encima del nivel
del artesano), que vive de las rentas rurales y de la Deuda Pública, del
comercio y de las finanzas, de los cargos públicos y las profesiones liberales.
La palabra burgués sería adaptada a los demás países europeos, pero habría que
ser prudentes en el empleo del vocablo [Lapeyre, 1969: 167], pues en España el
término más usado en la época era el de estado llano.
Y aún esa definición
de la burguesía está en crisis, para reivindicar la realidad de una burguesía
rural, de pequeños y medianos propietarios, que sería la fuente de las futuras
generaciones de burgueses urbanos. Un defensor acérrimo del concepto de
burguesía agraria, Domínguez Ortiz [1983: 569], reconoce que el término “choca
con el concepto habitual de la burguesía”, pero es que este “en realidad se
trata de un concepto muy vago y discutido”. Muchos estudios [Molas, Soboul,
Vicens Vives] han probado que estos campesinos acomodados fueron la mayoría de
los que darían el salto en la Edad Contemporánea al mundo de la industria y las
finanzas, y no los burgueses urbanos, demasiado acomodados en la rutina y en
sus intereses creados. El último gran estudio sobre el tema de la tierra en la
sociedad castellana del siglo XVI, de Vassberg [1984], demuestra con certeza la
existencia de esta burguesía agraria de los llamados “poderosos”, formada por
labradores ricos y una burguesía urbana con propiedades crecientes, imbricada
en el sistema tradicional de propiedad rural, sacando partido de todas sus
oportunidades, antes de la gran crisis de fin de siglo.
En menor
grado, los artesanos también intervinieron en la constitución de esa burguesía
industrial. Poseedores de conocimientos, a menudo de pequeños capitales (sobre
todo en la menestralía), su aporte será importante en muchos núcleos
industriales de Occidente.
LA BURGUESÍA
EN LA ESPAÑA MEDIEVAL.
Europa hacia 1360.
El
desarrollo de la burguesía en España se aparta mucho de los modelos de la
Europa occidental. De hecho, es muy difícil incluirla en muchos de sus grandes
rasgos, tanto por sus peculiaridades históricas como por las acusadas
diferencias regionales. Vicens Vives explica acertadamente esta evolución tan
distinta como una consecuencia de las peculiaridades de la época medieval en
España: la reconquista a los musulmanes, la repoblación de los nuevos
territorios y la división de los Estados ibéricos. De Norte a Sur, de Este a
Oeste, España se constituyó como un conjunto heterogéneo de Españas.
Así, en la Corona de Aragón y sobre
todo en Cataluña surgió tempranamente una potente burguesía ya en el siglo XII,
basada en el auge mercantil y la audaz expansión político-militar en el ámbito
del Mediterráneo que tuvo su cénit en 1250-1350 [Giunta, 1989]. Los grandes
logros en construcciones (y en general en el arte románico y gótico), son aún
una prueba fehaciente de la existencia de unas clases sociales (aristocracia y
burguesía) con recursos y voluntad manifiestos, seguras de pertenecer a un
ambicioso proyecto político, económico y social. Se desarrollaron por fin
populosas ciudades como el gran centro de Barcelona, uno de los más vigorosos
del Mediterráneo y los secundarios de las ciudades de Valencia y Palma de
Mallorca, al principio eslabones de la anterior pero que alcanzarían un
desarrollo propio, llegando Valencia a ostentar la hegemonía urbana en la
Corona de Aragón a finales de la
Baja Edad Media. Pero desde mediados del siglo XIV su
debilidad demográfica ancestral (acrecentada por los estragos de la Peste
Negra), la falta de fuentes de riqueza competitivas en el mercado internacional
y las revueltas y guerras civiles darían la preeminencia en la Península al reino de
Castilla sobre el de Aragón.
Sarasa
rastrea los conflictos de clase del territorio aragonés en los siglos XIII-XV
[1981] y nos presenta un cuadro en el que es evidente la disociación de
intereses entre Aragón y Cataluña. Vilar ha estudiado con extensión el tema de
la cronología del declive catalán durante la Baja Edad Media [1964: 252-331].
Vicens Vives, comentado por Maravall [1972: 290-291] nos explica que la
revolución catalana del siglo XV fue un levantamiento de la masa popular contra
el pactismo: «La revolució catalana del segle XV fou el resultat de l'escomesa
del sindicalisme menestral i pagés contra el pactisme nobiliari i patrici.» La
realeza apoyó al pueblo bajo y a la mediana burguesía (partido de la Busca ) contra la nobleza y
alta burguesía (partido de la
Biga ). Por eso, la revuelta de ésta contra el rey es a la vez
un movimiento contra el partido popular: «La segona fase de la revolució
catalana dle segle XV comença amb un atac a fons de l aminoría dirigent feudal
i burgesa contra les masses de menestrals i pagesos». La victoria de la alianza
de la oligarquía noble y burguesa fue el fin de la burguesía,
contradictoriamente, pues se quedó felizmente estancada y tardaría mucho tiempo
en resurgir, en un proceso que han estudiado entre otros Vilar [1977, I],
García Cárcel [1985: 263-269], Amelang [1986] y al que nos referiremos más
abajo cuando estudiemos la recuperación de 1680.
A fines del siglo
XV parecía que la crisis se superaba: recuperación demográfica, paz interior,
una administración relativamente honesta y eficaz, acuerdos sociales de largo
alcance, reanudación del comercio mediterráneo oriental (la expedición de Juan
de Sarriera a Alejandría en 1495 después de medio siglo de interrupción del
tráfico), aumento de la producción y de la exportación textil. Pero el área
oriental de la Península se sumergió indefectiblemente en la depresión del área
mediterránea a partir del 1500, por la desviación de las grandes rutas del
comercio y el surgimiento de la potencia otomana. Es ahora cuando nos
encontramos ante un patriciado urbano de carácter rentista, que invierte sus
excedentes en propiedades rústicas que conferían rentabilidad, seguridad y
prestigio (como señala Braudel y repiten otros autores, practica la “traición
de la burguesía”). Los burgueses catalanes se dedicaron en este cambio de
coyuntura a comprar rentas, cargos públicos, títulos y señoríos, de forma que
el comercio era considerado una etapa transitoria hacia la nobleza, la renta y
la propiedad. La compra de tierras era el primer signo evidente de una fortuna
y las crisis económicas agudizaban ese proceso de deserción de los negocios. No
existían grandes dinastías mercantiles que superaran las tres generaciones.
Pero a la vez que las familias que habían constituido la gran clase social de
la burguesía catalana se incorporaban a la nobleza surgían los gérmenes de un
lejano futuro mucho más espléndido para Cataluña. Nos referimos a la clase
media campesina que surgió desde la Sentencia de Guadalupe (1486), que declaró
personalmente libres a los pageses, con sujeción a pagar una renta a los
dueños directos de las tierras. Esta reforma daría una estabilidad a largo
plazo a una base social que estaría en el origen unos siglos después de la
burguesía comercial e industrial catalana.
Mientras,
Portugal tuvo un desarrollo autónomo, que desembocaría en un callejón sin salida
cuando su desarrollo y comercio ultramarinos fueron monopolizados por la
monarquía y la nobleza, en vez de por una burguesía urbana que se conformó con “nobiliarizarse”
en un proceso muy semejante al castellano.
Castilla
había permanecido durante la
Baja Edad Media al margen de la primera revolución comercial
y urbana de Europa, apartada de las principales rutas mediterráneas y también
del Mar del Norte, con pocas ciudades verdaderamente populosas. Sus minorías
comerciales y financieras eran a menudo de raíces judías y por lo tanto
inestables al sufrir odios inveterados por parte de la mayoría cristiana, con
mayor argumento por ser los más dedicados al arrendamiento de los impuestos
[Ladero Quesada, 1982: 143-167]. Y, para remate, los sectores de capitalismo
más avanzado estaban muy dominados por la burguesía extranjera, especialmente
la genovesa. Más que nada, esta debilidad en la vertebración clasista cuando se
acabó la Edad Media
supuso un factor esencial para que Castilla no pudiera aprovechar plenamente aquella
primera revolución capitalista del siglo XV.
Sin embargo
la hegemonía castellana en el territorio peninsular era indiscutible, pues sextuplicaba
o incluso septuplicaba hacia 1500 la población de las Coronas de Aragón o de
Portugal. Esta hegemonía se asentaba no sólo en su población y en su territorio
sino en su superior dinamismo político, económico y cultural [Hillgarth, 1978,
II: 19].
El campo era
el principal sector económico castellano con enorme diferencia, pero la tensión
entre agricultura y ganadería comenzaba a favorecer a ésta, por los mayores
réditos de la lana para la nobleza que poseía los rebaños y las dehesas y para
los mercaderes que la exportaban. Hubo muchas excepciones regionales y locales
pero en general faltó en él la amplia clase media agraria que hubiera podido
lanzar una burguesía urbana como sí la hubo en varias regiones del Norte de
Europa. Donde existió una clase media de campesinos, como en la mitad superior
de la Península, se dio el fenómeno de una burguesía comercial e industrial
incipiente en las ciudades (sobre todo en Castilla la Vieja ), mas los factores
negativos que veremos frustraron ese proceso. En el sur el latifundismo
imposibilitó la aparición de aquella clase media campesina y ello tuvo
consecuencias gravísimas a largo plazo. Claudio Sánchez Albornoz explicaba el
origen de los enormes latifundios como resultado de la Reconquista [En
torno al feudalismo, 1946], sin acertar a precisar que esta
forma de propiedad ya había sido la dominante en tiempos de los romanos y
visigodos, aunque nunca fue ni sería la única. Y es que el latifundio se
prestaba muy bien al tipo de explotación que podía realizarse en las amplias y
secas llanuras del Centro y del Sur de España. ¿Hasta qué punto fueron causas
políticas o naturales las que indujeron el negativo proceso del latifundismo?
Posiblemente sea efecto conjunto de los dos fenómenos. Del ritmo de la
Reconquista devino en todo caso, como decíamos, la división de la Península en dos zonas,
aproximadamente al Norte y al Sur, con numerosas excepciones. Al Norte un
predominio de la pequeña propiedad, al Sur del latifundio, que se perpetuaría
durante siglos.
En el
momento decisivo de la unión de las Coronas de Castilla y Aragón y antes de
recibir la avalancha de la riqueza americana y los efectos de la ola de
prosperidad europea que había comenzado ya antes [Helleiner, en VV.AA., 1967:
28-39] y que se afianzó con el factor anterior, el desequilibrio de la sociedad
castellana se plasmó en la intolerancia religiosa y en la consiguiente expulsión
de los 150.000 a
200.000 judíos del país en 1492 (lo que se repitió en la represión y futura
expulsión de los moriscos), arruinando una buena posibilidad para construir una
potente clase social dedicada a la industria y los negocios. Comentaremos aún
más el tema cuando estudiemos el problema de los conversos pero adelantemos
ahora que para Lapeyre [1969: 29] la expulsión de los judíos era un elemento
imprescindible para constituir el ideal común de España, construido sobre la
terminación de la reconquista contra los musulmanes y la eliminación de las
disidencias religiosas. Sin este ideal común España no hubiera sumado sus
fuerzas ni se hubiera convertido en una gran potencia. Para Lozoya [1977, III:
103] la expulsión tuvo desventajas económicas pero “tuvo también enormes
ventajas. Contribuyó a la depuración de la raza (sic) y, con la unidad
religiosa, dio a España la cohesión y la fuerza necesarias para afrontar las
grandes empresas que la Providencia le reservaba”. Este mismo autor considerará
que los moriscos constituyen el principal problema de la España del siglo XVI [op.
cit.: 95] y no el fisco o las guerras exteriores (una prueba de cómo los
historiadores pueden ser subjetivos hasta sorprender). En cambio, Hillgarth
[1978, III: 291], siguiendo la posición crítica de Ballesteros, Sánchez
Albornoz, Vicens Vives, Hamilton, Kamen, Vilar y la inmensa mayoría de los
autores considerará esta expulsión como el mayor de los varios errores de los
Reyes Católicos.
El segundo
grave error sería legar a sus herederos una España que realmente no estaba
unida, sino unida por las coronas que ceñían sus monarcas. El tercero colocar a
España en el concierto europeo de grandes potencias sin reconocer que su base
económica y social no estaba preparada para tal reto. Y este último error se
perpetuaría en sus herederos, poseídos por un norte esencial: su política
dinástica imperial. Era el sueño del imperio que afloró en las conciencias de
tantos españoles del siglo XVI y se mantendría en los espíritus más obtusos del
XVII. El propio Nebrija, el humanista, llegaría a escribir: “aunque el título
del Imperio esté en Germania, la realidad de él está en poder de los reyes
españoles, que, dueños de gran parte de Italia y de las islas del Mediterráneo,
llevan la guerra a África y envían su flota, siguiendo el curso de los astros,
hasta las islas de los Indios y el Nuevo Mundo” [Kamen, 1983: 29].
LA ALIANZA
CORONA-NOBLEZA.
En
consecuencia los Reyes Católicos se apoyaron en la nobleza para sus planes de reforma
del Estado y de unión de las Coronas, tanto porque veían en ella la clase más
afín como por la debilidad de la burguesía, que no era el apoyo necesario que
sí fue para la formación de los estados absolutistas de Francia e Inglaterra
[Hale, 1971: 59-97].
Cuando llegó
el momento de buscar los soportes político-sociales para la pugna por la
hegemonía europea la monarquía española encontró más provechoso perpetuar una
estructura social de raíz medieval antes que una moderna, aunque nunca fue
consciente de ello. Esta fue una diferencia fundamental con respecto a la
Europa Moderna más desarrollada. Las recuperaciones de bienes ocupados por la
nobleza en el reinado anterior se compensaron con la consolidación de otras
ocupaciones y, en general, el poder económico-social de la nobleza fue
fortalecido a cambio de su anuencia al absolutismo político. Anderson nos
muestra en su obra comparativa sobre los absolutismos europeos [1974: 55-80]
cómo fue posible la creación de un Estado absoluto de tanto poder exterior
sobre una base interior aparentemente tan débil. Fueron causas externas, en
gran parte, las que lo posibilitaron y exigieron, y esas mismas causas tenían
en su seno la semilla de la destrucción.
Mientras que
España formaba un Estado absolutista sobre los mimbres de la nobleza y el clero,
sus competidores no desdeñaron forjar (al menos parcialmente) una alianza con
la burguesía, ya entonces más numerosa y asentada en la Europa nórdica, para
equilibrar los otros poderes sociales. Los frutos se verían con el tiempo,
cuando las sociedades más evolucionadas del Norte demostraron su mejor
competitividad económica y en consecuencia política-militar.
Vries [1982,
60-62] analiza acertadamente el proceso: “La producción de lanas desde tiempo
atrás era un pilar fundamental de la economía castellana y era la principal
exportación española. Estaba desde mucho antes en manos de la nobleza
castellana, o más exactamente de esas más o menos 25 familias, los Grandes,
propietarios de ingentes territorios. Entre la Corona y los Grandes se
forjó gradualmente desde el siglo XIII una alianza política sobre la base de la
garantía de extensos privilegios a los intereses en la cría de ovejas de los
aristócratas a cambio de los derechos reales a gravar las exportaciones de la
lana. La nobleza disfrutaba de un monopolio privilegiado sobre la cría de
ovejas, la Mesta ,
que periódicamente era reforzado por el proteccionismo de la corona. Muchos de
estos privilegios perjudicaban al cultivo de la tierra, siendo el más
destructivo la prohibición de cercar las tierras de cultivo, para no perjudicar
los privilegios de pasto y las rutas migratorias de los rebaños de la Mesta. La corona, a
cambio, disfrutaba de una fuente de impuestos beneficiosa y fácil de explotar.”
Al mismo
tiempo esta desastrosa política que primaba la ganadería sobre la agricultura
se acompañaba de medidas legislativas incoherentes para un verdadero desarrollo
económico, de modo que algunos han podido defender la tesis de que hubo una
política de capitalismo de Estado [Suárez, 1985: 239-241]. Fueron realmente
beneficiosas algunas disposiciones [Carande, 1989: 13-47], la primera la
reforma monetaria según los patrones aragoneses, lo que facilitaría el cambio
de moneda y asentaría el prestigio de la española durante todo el siglo XVI,
así como la prohibición de sacar oro y plata del país (lo que los mismos reyes
incumplieron, al amparo de poseer el monopolio sobre los metales preciosos).
También el fomento de la marina mercante con la prohibición (1501 para
Castilla, a imitación de la de 1451 para Cataluña) de cargar mercancías en
buques extranjeros mientras hubiera de españoles, que era un antecedente del
Acta de Navegación de Cromwell. Y el proteccionismo comercial, con la exigencia
(reforzada desde 1491) de sacar del país tantas mercancías como se entrasen y
con el aumento de las tasas aduaneros.
En cambio,
dañinas a largo plazo eran las medidas para favorecer a la Mesta [Klein, 1936], como la Real Cédula de 1480,
por la que se ordenaba la devolución de los acotamientos (cerramientos) de
tierras por los agricultores hechas en el reinado anterior; la Ordenanza de 1489,
ampliando las cañadas y prohibiendo las acotaciones cerca de ellas con lo que
los ganados podían entrar en los campos de cultivo; el Edicto de 1491, que
prohibía los acotamientos en el reino de Granada; las disposiciones de los años
1491 y siguientes, autorizando a los pastores a ramonear (cortar los árboles
más pequeños, con la consecuencia de una desforestación a largo plazo) y la Ley de arriendo del suelo de
1501, que entregaba a los pastores un derecho de usufructo forzoso del suelo,
pagando un pequeño canon invariable en el tiempo. Los agricultores y concejos
perdieron el dominio útil de numerosas tierras de gran fertilidad. Vicens Vives
[1959: 276] escribirá: “Grandes extensiones de Andalucía y Extremadura quedaron
así vinculadas a la Mesta
y a los intereses de sus dirigentes. Para la agricultura, el resultado no podía
ser más desfavorable”. Y ello conllevaba graves consecuencias para la clase
media de campesinos, su preterición frente a la aristocracia terrateniente.
Igualmente
se mantuvieron la mayor parte de las aduanas interiores que rompían el mercado
único impidiendo que pueblos distantes unas horas de viaje pudieran comerciar
libremente. Asimismo las alcabalas que gravaban inmisericordemente todo trato
comercial. Las Ordenanzas de Sevilla (1511), que refundían más de 120 leyes
sobre el oficio textil, fomentaron a los gremios y frenaron la aparición de una
industria pañera competitiva que estuviera en manos de una burguesía industrial.
Y menudea la aplicación (desde 1502 hasta hacerse permanentes con Carlos I en
1539) las tasas sobre el precio de granos, que a la postre impedirían la venta
libre y rentable, apartaban al campesinado del cultivo de los cereales y
ahondaban las crisis agrarias; así, el comercio de granos, una de las
actividades más rentables para la burguesía europea para acumular los
necesarios capitales aunque tenía un componente especulativo e inmisericorde
evidente, quedó vedado para el libre mercado; las tasas y tantas trabas
reducían sus posibilidades de negocio hasta la nimiedad. Sólo en las peores
cosechas la especulación podía abrirse paso, generalmente soslayando las leyes,
cuando más que una fuente de acumulación de capitales era ya una fuente de más
miseria para la población.
La vía de
escape era el abandono de las tierras, vendiéndolas o donándolas a la nobleza y
la Iglesia. La nobleza acreció su influencia hasta su cénit. Posiblemente nunca
antes ni después tuvo tanto poder económico-social relativo y por ello no acabó
de digerir la pérdida de poder político que consideraba directamente
relacionado con aquél. Cuando murió la reina Isabel y llegó a España el nuevo
rey consorte, Felipe el Hermoso, la aristocracia cerró filas a su favor, con la
esperanza de volver a los “buenos tiempos” de Enrique IV. Sólo una muerte
temprana del nuevo rey evitó que el Estado se convirtiera en un régimen
aristocrático y no en una autocracia absolutista.
LAS
COMUNIDADES DE CASTILLA: LA ALTERNATIVA REVOLUCIONARIA.
A principios
del reinado de Carlos I y en la tensión entre los factores negativos y los positivos
antes señalados, y gracias al nuevo impulso económico de la expansión americana
y la ola de prosperidad europea, la burguesía y, por extensión, las clases
sociales urbanas, habían conseguido un nivel de desarrollo sin parangón en la
historia española. Estas clases urbanas, y en especial el patriciado que era
quien hacía su política, necesitaban un Gobierno cercano, defensor de sus
intereses, sobre todo los impositivos. Principalmente reclamaban una menor
presión fiscal y una mejor administración, “el buen Gobierno”. Eran algunas de
las demandas clásicas de todas las revoluciones burguesas. Y en 1520 la
situación era explosiva. El mejor estudio sobre sus causas y consecuencias, la
composición sociológica y su ideología es el de Joseph Pérez [1970], del que
nos interesa particularmente lo que supuso para la burguesía [op. cit,
451-508].
La
revolución de las Comunidades de Castilla de 1520 fue para esas clases urbanas
una oportunidad histórica, según las tesis que ya sostuvieron Larraz, Reglá y
Soldevila; un intento de configurar una estructura política y económico-social
favorable a sus intereses, aunque también secundariamente se mezclaron algunos
grupos rurales, clericales y de otro signo ideológico o interés material. Pero
la desunión y los radicalismos, la falta de un programa reformista moderado y
moderno [tesis de González Alonso, 1981: 7-56] que aunase en su torno los
suficientes apoyos, llevaría al movimiento a enfrentarse con la aristocracia
dominante en el Sur y a perder el apoyo de los grandes mercaderes del Norte.
Aislada, la revuelta debía sucumbir. Villalar fue sólo un encuentro menor (ni
una baja en el ejército real); la batalla estaba perdida de antemano. La
derrota de esta revolución marcó el sesgo futuro de los acontecimientos, porque
si por una parte su derrota era inevitable por la debilidad de aquellas clases
urbanas en medio de una España predominantemente rural y nobiliaria, por otro
lado su derrota significó la consolidación de la alianza Corona-Nobleza que
antes referíamos, que se perpetuó hasta la quiebra del Antiguo Régimen. Desde
este momento la aristocracia comprendió que incluso una monarquía fuerte y
absolutista era preferible a un Estado de modelo burgués.
Así, el
modelo de Estado y Sociedad en España se consolidara como antagónico a los intereses
urbanos, constantemente preteridos a los de la nobleza, la Iglesia y una monarquía
con vocación universal. Fue la primera gran oportunidad perdida por el país
para seguir el camino de las sociedades burguesas del Norte de Europa. Dentro
de Castilla los futuros movimientos burgueses de cambio serían sólo
reformistas, de un cariz ideológico lleno de utopismo (como lo sería el
arbitrismo), mientras que en la periferia (sobre todo en Cataluña), adquirirían
un carácter foral y nacional, una voluntad de ser independientes y autónomos
frente a un poder central demasiado absolutista, corrupto, conservador y “feudalizante”
para llevar adelante el programa reformista de “buen gobierno” que necesitaban
las clases urbanas de la periferia.
Este
planteamiento lógicamente no cuenta con unánime aceptación. Zagorin [1982:
301-325] considera la revolución de los Comuneros de 1520 como “la mayor
rebelión urbana de la Edad Moderna europea”. Para Menéndez Pelayo y Gregorio
Marañón el último hito de la
Edad Media , un intento de reivindicar los privilegios
medievales del patriciado urbano, una tesis que comparte Chaunu. En cambio,
Menéndez Pidal reivindica su carácter “republicano” y su “profundo deseo de
innovación en las instituciones políticas del país” y Maravall la define como “la
primera revolución de carácter moderno en España y probablemente en Europa, una
tesis compartida por J. Pérez y Gutiérrez Nieto. Elliott escribirá [1965:
158-159], desde una posición muy crítica, a caballo entre las otras dos: “La
revuelta de los Comuneros... fue una empresa confusa que carecía de cohesión y
un propósito bien definido, pero que al propio tiempo expresaba hondas quejas y
un ardiente sentimiento de indignación nacional”. Era una revuelta “tradicionalista”,
poseída de una línea contra y no a favor de un objetivo. Y este carácter
negativo, poco o nada social por su excesiva moderación en esta vertiente,
demasiado político y poco constitucional a la vez para ser suficiente,
necesariamente debía llevarla a la derrota.
En cambio,
para las Germanías de Valencia y Mallorca la tesis más aceptada [Domínguez
Ortiz, 1983: 201] es que fue “un movimiento popular cuyo significado no fue
político sino social; expresión del descontento del proletariado y aun de las
clases medias urbanas contra la nobleza”. Y si fueron derrotadas no fue por su
debilidad interna como por su aislamiento en el seno de una España dominada por
la monarquía absoluta. Era una máquina revolucionaria y sangrienta, muy alejada
de la moderación de los comuneros y en estas condiciones la burguesía abandonó
el movimiento muy pronto, pudiendo capear así mejor las consecuencias de la
posterior e implacable represión. Un estudio más pormenorizado sobre las
Germanías coincide con estas ideas [Duran, 1982].
Joseph Pérez
[Tuñón, 1982, V: 181-182] resume muy bien su opinión (con la que coincido),
remarcando en la monarquía de los Habsburgo “la fuerza social que representa la
aristocracia terrateniente, que ha salvado la corona en ambos casos. En la
sociedad española del quinientos, los elementos burgueses estarán siempre
marginados; nunca podrán contrarrestar la enorme influencia y el prestigio del
estamento nobiliario”.
LAS CIUDADES
MODERNAS: LAS CLASES MEDIAS URBANAS.
El matrimonio de Isabel y Fernando.
A finales de
la Edad Media
y comienzos de la Moderna ,
en la encrucijada histórica decisiva que se dio en el reinado de Isabel y
Fernando se asentaron las bases del futuro social y económico del país. El
fenómeno del urbanismo acelerado es uno de los principales rasgos de esta nueva
época.
Las ciudades
de España hacia 1500 podían compararse aceptablemente con las de Europa: Burgos
(10.000 habitantes), Valladolid (40.000), Segovia (30.000), Toledo (30.000),
Madrid (10.000), Sevilla (50.000), Granada (50.000), Valencia (60.000),
Barcelona (25.000) y otras, mantenían una población urbana pujante
demográficamente, pese a que fuese periódicamente purgada por las catástrofes
de las epidemias. Herederas de la gran tradición urbana del Islam y en general
del área mediterránea (el ejemplo paradigmático es Italia), podía parecer al
observador de la época que las metrópolis urbanas de mayor futuro del
continente estaban en el Sur. Los viajeros europeos por España dejaban
frecuentes pruebas en la época de su asombro ante nuestras populosas ciudades. “Nunca
he visto una ciudad mayor y con más gente” era una manifestación exagerada tal
vez, pero común y repetida.
En este
ambiente urbano fue donde florecieron y se sofocaron las oportunidades de desarrollo
burgués. Las clases sociales dominantes de la pirámide social urbana
[Bennassar, 1982: 184-194] eran las capas más altas de la nobleza y el clero,
con sus privilegios y también su división interna de acuerdo a su bienestar
material; las clases medias, constituidas por las capas media y baja de las
anteriores, junto a profesionales, arrendadores de impuestos, cambistas,
comerciantes, maestros artesanos, cargos municipales (alcaldes, fieles,
veedores), etc. y, por último, las clases bajas, formadas por artesanos, campesinos
(con o sin propiedades a su nombre) que trabajaban en la comarca, marginados,
etc.
En las
ciudades y los pueblos nos encontramos pues con dos castas nobiliarias,
caballeros e hidalgos, que pueden incluirse entre las capas burguesas, mientras
que los Grandes y los Títulos se mantienen por encima de la melée.
Los
caballeros eran el eje de la clase media urbana, con rentas suficientes para
vivir “sin trabajar”, provenientes de sus propiedades rurales, los cargos
municipales y los juros y censos, pero con las crisis muchos de ellos cayeron
al estado de simples hidalgos, demostrándose así que sólo una economía nacional
saneada podía mantener tan numerosas clases pasivas. Los hidalgos constituían
la nobleza más pequeña y más numerosa, con el privilegio entre otros de no
poder ser encarcelado por deudas (lo que era apetecido por muchos burgueses),
demasiadas veces sin fortuna, nadando en la miseria cuando las crisis eran
peores, siempre defensores de su superioridad y de su aislamiento, salvo en el
País Vasco, donde la hidalguía era universal y por tanto no había distinciones.
Tan importante era la ostentación de la hidalguía cuando no había medios
económicos que Felipe II tendría que prohibir mediante una pragmática el abuso
de pomposos títulos en la correspondencia [Lapeyre, 1969: 172], pues había
hidalgos sin bien alguno que se pasaban páginas enteras relatando sus títulos
como encabezamiento.
Estas capas
urbanas privilegiadas no renunciaron siempre a participar en las actividades mercantiles
más beneficiosas (el comercio de Indias sobre todo), pero veremos cómo entre la
presión ideológica y la nefasta política económica acabaron renunciando a
ellas, para caer en la inacción y el aislamiento.
La burguesía
de las ciudades españolas del momento, admirablemente estudiada por Domínguez
Ortiz [1973: 174-191] se centraba en dos estratos: uno superior de
profesionales y comerciantes enriquecidos y otro inferior, con todas las
características de la clase media urbana. Los más ricos alcanzaron un poder
político relevante en sus municipios, ingresando al patriciado mediante las alianzas
matrimoniales o la compra de cargos. Vivían de profesiones liberales, como
profesores, médicos (estos llegaron a ser una plaga social por su número e
ineficacia), letrados [sobre su adscripción ideológica a la burguesía o a la
pequeña nobleza ver Pelorson en Tuñón, V, 1982: 314-317], burócratas al
servicio de la administración pública o de los particulares, con un prestigio
que les permitía ascender a la cúpula del poder municipal muy pronto,
considerados de facto como unos privilegiados dentro de la clase media, sin
descuidar a parte del mismo sacerdocio (muchos clérigos amasaron fortunas con
el comercio y la usura, llegando a prestar para grandes empresas) y los laicos
que se dedicaban a actividades religiosas especialmente lucrativas
(administradores, sacristanes, etc.). Pero la mayoría vivían de una multitud de
otras ocupaciones más o menos prestigiosas: del arriendo de los impuestos
(alcabala, portazgos, barcajes, etc.), del cambio de moneda, de la usura (todo
usurero era considerado judío, cuando no era así siempre); comerciantes o
mercaderes del gran tráfico, sobre todo los mercaderes de lanas, los navieros
andaluces y cantábricos, los primeros comerciantes con América; tenderos (los
famosos obligados del comercio de carne y aceite a menudo ascendieron en
la escala social), maestros artesanos (para una muestra de su infinidad de
oficios ver el padrón de 1561 en Sevilla, estudiado por Jean Sentaurens y
citado por Le Flem [Tuñón, V, 1980: 61]), artistas, cargos municipales (no sólo
los dueños de éstos), industriales incipientes (sobre todo del sector pañero
castellano) con base en el trabajo doméstico, cambistas y financieros
establecidos en ferias como la de Medina del Campo y otras bastante
consolidadas, que a menudo se convierten en verdaderos banqueros (cuya historia
ha sido espléndidamente estudiada por Felipe Ruiz Martín). Y un sinfín de otras
ocupaciones.
Los judíos
(o más bien los conversos desde 1492) que vivían en las ciudades se dedicaban masivamente
a estos oficios de las clases medias y triunfaban a menudo, amasando grandes
fortunas o, al menos, gozando de un nivel de vida manifiestamente superior al
de sus vecinos. Este éxito sería motivo de un odio permanente a esta minoría y
por extensión una causa de sospechas a cualquier burgués que destacara, que
inmediatamente aparecía como presunto converso. Y es que la distinción era
realmente difícil. Domínguez Ortiz [1973: 175] nos presenta un ejemplo de esta
mezcla de religiones, actividades y también de la poca perdurabilidad de las
generaciones de comerciantes: “Juan de Herrera, mercader toledano del siglo
XVI, compró una regiduría de su ciudad natal; como era frecuente en aquella
época, tuvo muchos hijos; el mayor continuó con el negocio paterno; el más
pequeño compró el cargo de tesorero de rentas reales, otro ingresó en el
sacerdocio. Tres hijas entraron en conventos, otras se casaron con miembros de
familias conversas, pero una casó con un hidalgo y tuvo un hijo (nieto de Juan
de Herrera) que consiguió un hábito de Santiago” (extraído de L. Martz: A
merchant family of Toledo). Estas aportaciones de conversos al clero y a la
pequeña nobleza no eran sólo prueba de una voluntad de ascenso, sino que
demostraban estar imbuidos de una ideología a menudo más cerrada y fanática que
los cristianos viejos. No en vano la mística Santa Teresa de Jesús pertenecía a
estas generaciones de conversos.
Ser
comerciante o cambista era sinónimo de criptojudío para el vulgo y la nobleza.
Joseph Pérez [Tuñón, 1982, V: 158 y 160] plantea incluso la credibilidad de una
brillante y conocida tesis: “Conversos y judíos, en la España del siglo XV,
constituyen una especie de clase media, una burguesía en vías de formación. De
ahí las polémicas en torno a las verdaderas causas que explican la creación del
Santo Oficio: ¿Se trataba solamente de mantener la pureza de la fe o, por las
confiscaciones de bienes, la infamia que recaía sobre los procesados y su
familia, de eliminar a grupos sociales que hubieran podido presentar un peligro
o una amenaza para los otros grupos o intereses creados?”... Como dice F.
Márquez, «conscientemente o no, la Inquisición tomaba posiciones contra la burguesía
ciudadana. Una burguesía pujante, enriquecida, culta... y conversa».
Otra tesis
sería que en el fondo no era más que una aplicación española de la Contrarreforma
ideológica que la Iglesia Católica abanderó contra el protestantismo a lo largo
de toda Europa [Elton, 1963: 205-248] [Elliott, 1968: 144-158]. La burguesía
quedaría expuesta durante tres siglos a esta sospecha e incluso Mendizábal, en
un fecha tan tardía como 1837, aún sería víctima de este prejuicio xenófobo,
pues aún sin ser judío se le tildó de tal, ya que, ¿cómo explicar si no su
rápido enriquecimiento en Inglaterra? Implicaciones religiosas de sentido
excluyente que denotan una de las diferencias fundamentales de España con
respecto a Inglaterra y Holanda en la Edad Moderna , con un impacto cierto sobre el
desarrollo económico, amén de que el protestantismo sostuvo una ideología
individualista mucho más acorde con el pensamiento empresarial, la vieja tesis
weberiana que nunca ha sido completamente deshecha, tal como subraya
Christopher Hill [1967: 37-48].
En cuanto a
los moriscos, Domínguez Ortiz y Vincent [1978: 109-128] remarcan que no pertenecían
a la sociedad estamental que los circundaba. Eran como un coto cerrado, tanto
para entrar como para salir, sin clero ni nobleza, en unas condiciones de
opresión sin parangón en la sociedad española. No había burguesía ciertamente
en esta minoría, a lo más tenderos.
Los
extranjeros, franceses, genoveses e italianos en general, portugueses,
flamencos, etc., constituían una parte significativa de este revolutum,
de este verdadero caos social. Para Frax y Matilla [Artola, Enciclopedia...
1988: 226-246] el gran comercio estuvo casi por completo en sus manos desde la
crisis del siglo XVII. Por su desarraigo tendían a volver a su país de origen
cuando acumulaban una riqueza suficiente y en contados casos se establecieron
permanentemente en el país. Muchos de los López y Díaz de hoy descienden de
tantos portugueses de origen judío que buscaron el olvido de este origen en
nuestro país.
Por último,
las clases bajas, formadas por artesanos que pugnaban generalmente en vano por
ascender dentro de los gremios a la condición de maestros, por campesinos (con
o sin propiedades a su nombre) que trabajaban en la comarca y a veces en el
mismo interior de las murallas, minorías (como los gitanos), por huestes de
marginados que vivían de empleos ocasionales, el robo, la picaresca, el juego y
sus dos actividades principales, la prostitución y la mendicidad. La primera,
reflejada con tanta precisión por Néstor Luján [1988: 114-136], daba ocasión
incluso para un tipo especial de burgués bien acomodado, el dueño del lupanar,
a menudo persona de calidad. Y la segunda actividad, la de mendigo, era
omnipresente. Los mendigos fueron una constante en las ciudades españolas que
todos los viajeros comentaban con sorpresa, hasta bien entrado el siglo XIX.
Ogg [1965: 241] escribirá que incluso hacia 1800 “España siguió siendo el único
país europeo donde la respetabilidad todavía no era una virtud ni la pobreza un
pecado”.
LA BURGUESÍA
MERCANTIL: LOS CONSULADOS DEL MAR.
Smith ha
estudiado la historia de los Consulados de Mar en España desde 1250 hasta 1700.
Estos eran los gremios de los grandes mercaderes españoles y perduraron hasta
el mismo siglo XIX, mostrando en su evolución el transcurrir de los grupos más
activos de la burguesía. La estructura de cada organismo era simple y eficaz:
un gremio que defendía los intereses corporativos y que tenía potestades de
tribunal comercial y marítimo.
El mayor problema
[Domínguez Ortiz, 1973: 140] era su debilidad social, por su abundante procedencia
genovesa, conversa y, excepcionalmente del país, como fue el caso de la cornisa
cantábrica. La entrada en este grupo de pequeños comerciantes (tenderos) o de
campesinos atrevidos no alteró la percepción social del grupo como un reducto
de los sectores marginados de la sociedad por su raza, nación o religión. Si se
dedicaban al gran comercio era en muchos casos porque el pequeño, el propio de
tenderos, estaba mal considerado, aunque muchos se dedicaron subrepticiamente a
las dos actividades y casi todos habían comenzado con el comercio al por menor.
Y veían que acrecer su riqueza era un paso previo e imprescindible para salir
de su marginación. Cuando lo conseguían daban el siguiente paso, la
aristocratización, comprando o falseando hidalguías.
Smith [1940:
65-90] nos muestra cómo los miembros del gremio mercantil en los puertos de
Barcelona, Valencia y Palma de Mallorca (también conocido como Collegi de la Mercaderia y
estudiado por Piña Homs [1985]) eran comerciantes dedicados al tráfico marítimo
de largas distancias, un negocio de importación y exportación centrado sobre
todo en el área mediterránea, que entraría en profunda decadencia a medida que
se entraba en el siglo XVI, por muchos motivos: depresión en los territorios de
la Corona de
Aragón, apartamiento de las nuevas rutas atlánticas, ruptura del comercio de
especias y con Berbería, la amenaza pirática, las consecuencias de las Germanías
de Valencia y Mallorca que arruinaron al campesinado y la menestralía,
cargándolos con más deudas, que impedirían el resurgir de una burguesía
negociante. Todo esto, para concluir en la formación de una economía dual, una
rural de subsistencia y cerrada al intercambio, mientras que la urbana dependía
de unas clases rentistas que, a principios del siglo XVII, sufrirían en Aragón
y Valencia la expulsión de los moriscos (pese a que al principio no se notase,
por ejemplo, en el movimiento del puerto de Valencia). Pero en medio de tanta
crisis, fácilmente cuantificable, los Consulados consiguieron defender sus
privilegios de clase, con impuestos aduaneros que mantuvieron un mínimo que
permitiría el resurgir del siglo XVIII en Cataluña.
Cabe añadir
que si los súbditos de la
Corona de Aragón no participaron con mayor frecuencia en el
comercio americano, no fue porque los Consulados fueran ineficaces o porque sus
demandas tuvieran oposición en Castilla. Al contrario, fue porque no hubo tal
demanda de participación. El agotamiento de la burguesía de estas regiones no
les permitía sino mantener la actividad mediterránea, lo que sólo cambiaría en
el siglo XVIII.
Los
agremiados en los Consulados de Burgos (desde 1494) y Bilbao [Smith, 1940:
91-120] eran mercaderes y navieros de Vizcaya, especializados en el comercio de
lana con Inglaterra y Flandes, estrechamente aliados con los intereses de la Mesta. Eran hostiles a
la industria textil nacional, porque ésta solicitaba en las Cortes que se
redujera o prohibiera la exportación de su mejor materia prima, la lana merina.
Sus intereses eran exportar la lana en bruto e importar tejidos de lujo. Su
prosperidad era legendaria. Eran los Maluenda, Polanco, Tamaron, Aguero,
Moneda, Gómez de Morales...
La burguesía
mercantil se oponía así a la industrial, cuando el proceso hubiera podido ser el
de aprovechar el capital acumulado y la experiencia artesanal de las ciudades castellanas
para desarrollar una industria textil que hubiera podido triunfar de la
competencia. Pero faltó la voluntad de la burguesía y la de los monarcas, para
los que la Mesta
era una fuente más inmediata y fácil de recursos financieros. Asimismo no se
puede aminorar el problema de la minoría conversa [Domínguez Ortiz, 1973], pues
muchos de los mercaderes de Burgos tenían procedencia judía y consideraban más
prestigiosa (y menos sospechosa) la tarea del gran comercio que la de la
industria, amén de que a las pocas generaciones se dedicaban a obtener tierras
e hidalguías, el eterno proceso. También faltó el espíritu de riesgo: eran más
rentables a corto plazo el comercio y las finanzas que las dudosas inversiones
industriales. Y a ellos se añadió decisivamente la ruptura de la línea marítima
Bilbao-Flandes cuando estalló en 1566 el conflicto flamenco [Bennassar, en
Leon, 1977, I: 551]. Simón Ruiz escribe a su factor en Amberes en 1571: “El
comercio de Burgos está completamente extenuado y, con la confirmación de las
noticias de Inglaterra, aún será peor”. Y así fue. En suma la decadencia de los
Consulados fue imparable hasta bien entrado el siglo XVII, cuando la paz de
Westfalia restableció un cierto nivel de intercambio comercial y nunca pasó ya
de modestos niveles el comercio burgalés pues la lana siguió otros caminos.
Cuando en 1680 el reformismo da una leve oportunidad a la ciudad y se le pide
que cree una compañía de comercio que restaure la gran época del siglo XVI
vemos como la respuesta es entusiasta pero las fuerzas flaquean y el proyecto
no prospera [Molas, 1985: 247-260] hasta 1766, para languidecer luego.
Los
comerciantes de Sevilla [Smith, 1940: 121-146], los famosos Cargadores, monopolizaban
(oficialmente al menos) el comercio con las Indias y desarrollaron su actividad
a la sombra de la Casa
de Contratación. Su defensa de sus intereses fue muy eficaz, sobre todo en la
pugna por evitar que otros puertos pudiesen comerciar libremente con América.
Las razones eran de control fiscal y de mejor defensa, pero las decisivas
fueron las de los intereses creados.
Así la
libertad de comercio con América, que se había concedido en 1529 para otros
ocho puertos (aunque el viaje de regreso debía pasar por Sevilla), fue revocada
en 1573. Y en 1667 consiguió que Málaga no obtuviera ese derecho. Pero el
empeoramiento de la navegación fluvial llevó a que Cádiz triunfara al final,
debido a su mejor posición geográfica y constituyéndose en un atractivo y
próspero núcleo de la burguesía ascendente.
Esta
historia refleja como la burguesía mercantil no escapó al juego interno de los
privilegios. Sus pugnas internas, no ya el viejo enfrentamiento de mercaderes
contra industriales, sino incluso entre comerciantes, la debilitaban y sólo en
1779 se consiguió la plena libertad de comercio con América de los principales
puertos españoles, lo que originaría una fortísima expansión que pudo haber
sido muy anterior si se hubiera acertado antes en la política económica o si la
burguesía lo hubiera exigido con mayor decisión.
Sevilla
vivió durante dos siglos un proceso de acumulación de capitales sin igual en
España, una larga fiebre del oro y la plata, pero no se originó aquí una
burguesía con largo aliento. Al final quedaba una ciudad anclada en el pasado,
empobrecida, sin actividades industriales y financieras de un alto nivel. Y
ello fue por el problema de siempre: la burguesía, a las pocas generaciones,
compraba tierras en la campiña sevillana y se apartaba del comercio. Ello fue
más intenso que nunca a mediados del siglo XVII, coincidiendo con la peor
crisis del comercio americano.
EL ASCENSO A
LA NOBLEZA :
LA HIDALGUIZACIÓN Y LA AMORTIZACIÓN DE LAS TIERRAS.
Ya hemos
visto como la nobleza se nutría constantemente de las filas de la burguesía, en
un fenómeno de movilidad social bien estudiado por muchos autores. Las leyes de
Córdoba (no por azar de 1492) regularon las pruebas para acceder a la hidalguía
y las siguieron las leyes de Toro (1505), que regularon los mayorazgos y
reforzaron la posición social de la nobleza al prohibir la enajenación de sus
bienes patrimoniales y al mismo tiempo favorecieron el acceso de la burguesía a
la condición nobiliaria pues les daba el camino para fundar patrimonios
privilegiados (condición primera para ser nobles) y les daba un escape cuando
llegaban las crisis económicas. Como los Fugger en Alemania los burgueses
españoles se retiraban a las inversiones en tierras y a la fundación de
mayorazgos sobre estas fincas cuando la situación económica empeoraba. No
buscaron en los siglos XVI y XVII una igualación con la nobleza por el ascenso
de todo el grupo social sino que buscaron soluciones individuales, desde la
aceptación del dogma de la desigualdad. Los privilegios eran aceptados como
naturales por la sociedad y haría falta que llegase el Siglo de las Luces para
variar esta tácita aceptación.
La constante
estamentalización de la burguesía según patrones culturales aristocráticos
[Molas, 1985: 129-149] tenía unas bases ideológicas e históricas demasiado
profundas y fue una rémora constante sobre las espaldas de la burguesía, atada
a principios que no eran verdaderamente los suyos. La defensa intelectual de la
propiedad privada libremente enajenable tardó mucho en darse, pues la burguesía
pensaba inconscientemente que su estado actual era una simple estación de paso
para acceder a la ansiada nobleza.
En el campo
castellano los nobles fortalecieron su poder señorial, con base en sus castillos,
desde los cuales dominaban los nombramientos de autoridades municipales y
cobraban las rentas estatales sobre los territorios. Nunca fue el dominio
feudal que se ha creído ver por tantos historiadores. Los señoríos eran sólo y
básicamente dominios de fortalezas, rentas y jurisdicciones, pero por debajo de
esta estructura aparecía “una pequeña y media propiedad muy extendida; de una
vigorosa burguesía rural que suministrará más tarde al teatro clásico el modelo
del labrador rico” [Domínguez Ortiz, 1973: 17]. Optimista afirmación si se
generaliza a todo el país pero que es representativa de la situación en
bastantes regiones y pueblos.
Muchos de
estos “ricos pueblerinos” alcanzaban la condición de hidalgos para liberarse de
las cargas fiscales y convirtiendo en mayorazgos sus tierras, en una constante
corriente de movilidad social. Primero de propietario a hidalgo, luego al
mayorazgo mediante la licencia real, para pasar finalmente a la compra del
derecho a ser “señor de vasallos”, algo bastante común debido a la imperiosa
necesidad de fondos de los Austrias. Finalmente se llegó a tal situación de
universalización de la hidalguía que ya no era un signo inequívoco de
distinción, como ocurre en el presente, cuando consideramos sólo como nobles a
los que tienen un título de conde para arriba.
LA
DECADENCIA DE ESPAÑA EN EL SIGLO XVI.
El imperio hispano-portugués a finales del siglo XVI. El coloreado es mucho más amplio que las zonas realmente dominadas, sobre todo en África, pero sí representa las reclamadas en soberanía,
El problema
de la decadencia interesa aquí por el motivo de que si no existió con la fuerza
que los autores tradicionales han comentado entonces la burguesía debió
sostenerse bastante mejor de lo hasta hoy supuesto. Comentaremos en especial
los temas de la potencia o debilidad de la burguesía urbana y rural en
Castilla; del atraso cultural, técnico y científico; de las tres causas de la
decadencia que se han invocado con mayor consenso (deteniéndonos en sus efectos
sobre la burguesía), la presión fiscal para pagar la política dinástica, la
inflación por la arribada de los metales preciosos y la despoblación por la
emigración americana. Y, por último, las posibilidades de reforma del sistema
por la propia monarquía y las Cortes.
En el siglo
XVI, como decíamos, hubo varias ocasiones en que pareció que despegaba una
clase burguesa castellana. Los mercaderes y banqueros Rodrigo Dueñas, Simón
Ruiz y los Espinosa fueron paradigmáticos. Simón Ruiz, el ejemplo mejor
estudiado gracias a Lapeyre [1953] y a Felipe Ruiz Martín [1990], se dedicaba
desde su plaza en Medina del Campo a comerciar con Florencia, Francia, Portugal
y Flandes, a prestar dinero a la monarquía desde 1566, pero incapaz de llenar
el hueco de los banqueros genoveses tenderá a encerrarse en su papel de gran
capitalista no reñido con la
Iglesia , para acceder a una posición social más elevada, con
un orgullo más propio de un aristócrata que de un burgués europeo. Se nos
muestra insolidario con los otros hombres de negocios de su ciudad, un tipo de
burgués de corte medieval al fin, aunque gozará de las oportunidades del siglo.
Esta endeblez de los valores burgueses en su mentalidad social será un factor
no desdeñable en el fracaso de la gran burguesía castellana.
Esta
burguesía, amparada por el papel central de Castilla en el inmenso imperio de
Carlos I y Felipe II, la actividad de las ferias castellanas, la producción de
lana e hierro, la artesanía textil y del cuero en las ciudades del interior y
por el tráfico atlántico con sede en Sevilla y los puertos del Norte de la
Península. España estaba en el centro de la economía-mundo de Braudel y Sevilla
era su capital no oficial.
El reinado
de Carlos I y la primera mitad del de Felipe II fueron expansivos. De 1530 a 1570 el auge
económico y demográfico parece indudable, como coinciden en destacar Carande [1949],
Maravall [1972: 116], Nadal [1984] y otros. Chaunu [1973] ha demostrado cómo
España penetró a principios del siglo XVI en los circuitos de las grandes
plazas cambistas y se convirtió en parte del eje principal de la economía
europea, no por la fuerza de su producción, sino precisamente por la debilidad
de ésta. Chaunu afirmará [1973: 36]: “El oro de América después de la lana, la
plata después del oro, y la menor densidad de población, explican la gran
originalidad de la España
de Carlos V. Asocia una moneda fuerte, un cambio favorable y una economía
débil. Es el polo motor de la
Europa cara”. La historiografía posterior no ha impugnado las
tesis de Chaunu y así Wallerstein [1974, I: 234] citará como indiscutible a
Chaunu cuando escribía sobre el papel de esta España imperial: «toda la vida
europea y la vida del mundo entero, en la medida en que existía un mundo podría
decirse que dependían [de este tráfico]. Sevilla y sus cuentas podrían darnos
el ritmo del mundo».
Vilar [1969:
101 y ss.] nos muestra a una economía europea dependiente para mantener su
prosperidad del oro americano y africano, particularmente en la década
1520-1530, antes de la entrada masiva de la plata, lo que ocasionaría la
llamada “revolución de los precios” [Hamilton, 1934]. Y en ningún lugar fue tan
importante su impacto como en la
Península.
Domínguez Ortiz
[1983: 205] afirma que hubo una incipiente burguesía industrial: “Sólo en
ciertos sectores restringidos puede hablarse de establecimientos industriales,
casi siempre en el ámbito textil, donde se impuso la capacidad económica de los
mercaderes-fabricantes, que redujeron a dependencia a maestros agremiados y
combinaron su producción con la de centros textiles rurales, como sucedió en el
binomio Córdoba-Los Pedroches, estudiado por Fortea; o se limitaron al área
urbana; caso de las industrias sederas de Granada y Toledo. El ejemplo más
típico de ciudad industrial con empresas de tipo precapitalista y proletariado
urbano fue Segovia, cuyos paños alcanzaron gran renombre”.
Bennassar
[Leon, I: 532] ha estudiado el caso de Segovia dentro de la expansión de la
industria pañera española, en auge en Zaragoza, Cataluña y sobre todo en las
ciudades castellanas, como Cuenca y Segovia, beneficiadas en parte de la
proximidad de los centros productores de lana aunque siempre se quejarían de
que los mercaderes sacaban la lana de mejor calidad. Ciertamente faltó aquí una
política proteccionista de mayor ambición y la mejor prueba es que cuando hacia
1560 disminuyen las exportaciones de lana al Norte (Bennassar se equivoca al
achacarlo a la guerra, puesto que ésta comenzó en 1566; las razones fueron más
bien una puntual crisis económica en el Norte de Europa y la mayor demanda
española de lana) en Segovia aumenta la producción de paños de calidad y se
multiplica la burguesía industrial. Si hacia 1520-25 la producción la
controlaban treinta o cuarenta capitalistas, hacia 1561 ya había 105 pañeros y
mercaderes-pañeros compartiendo este dominio. Millares de operarios trabajaban
en los talleres y en sus casas. “Hacia 1570, Segovia no carece de lana, sino de
mano de obra, hasta tal punto que está dispuesta a recibir moriscos deportados
de Granada”. Ese era el camino acertado para el futuro, la expansión
capitalista sin consideraciones religiosas, según un modelo de búsqueda del
trabajo y del beneficio. Había una burguesía industrial y comercial al mismo
tiempo, que no renunciaba a sus negocios para aristocratizarse. No fueron
motivos intrínsecos de moral o incapacidad los que arruinaron en el siglo XVII
esta industria sino la desgracia de tener que pagar la política imperial. La
burguesía fue aplastada y ahogada por el mismo Estado que tenía que haberla
promovido.
También la
industria sedera de Granada era un centro de primer orden en Europa, aunque el
conflicto con los moriscos de 1569-70 dio un duro golpe a la ciudad, sustituida
en parte por Valencia y Sevilla [op. cit.: 533-534].
La burguesía
agraria se benefició de esta época única de oportunidades sólo durante unos decenios.
“La tierra cuya posesión asentaba una fortuna y elevaba una posición social era
considerada asimismo como un instrumento de provecho”, según Jean Jacquart.
Bennassar [Leon, I: 499-500], nos muestra “las especulaciones agrícolas del
peletero de Valladolid, Pedro Gutiérrez, cuya mentalidad capitalista era
evidente. Concedía préstamos a los campesinos en apuros contra compromisos de
entrega de cosechas, parciales o totales, a precios regularmente inferiores,
con mucha diferencia, a los del campo: los cereales —en los malos años— y el vino blanco eran
sus especulaciones preferidas”. Era un proceso enormemente interesante para el
futuro si otra hubiese sido la situación. Como expone Salomon [1964: 147-170],
la nobleza, el clero y la burguesía, estaban cambiando su relación con el
campo, desde una posición de tenedores de la propiedad hacia una relación
mercantil de tipo “burgués”. Viñedos y olivares aumentan su superficie porque
su vino y aceite cuentan mucho más en el mercado que los cereales sujetos a
tasas, pero vemos como estas tasas no impedían la especulación cuando llegaban
los peores años. Si lo hacían el resto de los años y ello impedía
paradójicamente que el cultivo del principal alimento del pueblo fuera
fomentado. Concepción de Castro [1987] ha estudiado el abastecimiento de las ciudades
castellanas y en concreto Madrid, comparándola con los modelos de Inglaterra y
Francia, siguiendo los avatares de las tasas desde 1502 (cuya normativa será
con algún cambio la que se aplique durante los Austrias) hasta su anulación con
la política reformista de los Borbones en 1765.
En suma, la
explotación del campesinado y la mejora de los cultivos podían haber ido al unísono
para mejorar la rentabilidad de todo el sector productivo, mas este impulso
perdió fuerza por tantos factores acumulados que jugaban en contra hasta quedar
sólo lo primero: la explotación de la población rural, una elección mucho más
barata que la inversión productiva.
Al mismo
tiempo, la cultura técnica y científica sufrió de retrasos y trabas. Era una
cuestión fundamental para el progreso material, pues las actitudes y las
aspiraciones de las clases medias dependían de su apertura a la libertad de
pensamiento. Como tantas veces se ha dicho, libertad de pensamiento (y de
invención) y libertad de empresa deben ir juntas para sacar su máximo provecho.
Ya en la época era admitido por los mejores pensadores, como el utopista
italiano del XVII Campanella [Stradling, 1981: 88] que afirmaría que el futuro
estaba en la ciencia y en la tecnología, y cuanto más fomentará España el
desarrollo en estas áreas, tanto más sería posible realizar su destino
universal. En especial, era partidario de la fundación de escuelas náuticas,
«pues el dueño del mar siempre será dueño de la tierra», en el último capítulo
de su Della Monarchia di Spagna. Ciertamente Felipe II haría de la
mejora de la educación de los pilotos de navegación una de sus prioridades en
la enseñanza oficial [Goodman, 1988: 94-106] y comprendería la necesidad de
atraer a técnicos para la construcción de naves, fortalezas, cañones, etc. Pero
esto no podía suplir la libertad de pensamiento y no tuvieron la debida
continuidad estas medidas. Estas ideas de Campanella (cuyo restante y muy
interesante pensamiento sobre España ha sido estudiado por Díez del Corral,
1975: 307-356] las compartieron muchos en su tiempo, pero si el erasmismo y el
espíritu renacentista se difundieron con los Reyes Católicos, Cisneros y Carlos
I [Bataillon, 1937], en cambio en el reinado de Felipe II el país se “cerró” a
la cultura europea con la Contrarreforma, hasta el punto de que perdería el
tren de los adelantos técnicos que impulsarían la economía europea. López
Piñero [1979: 67-81] nos muestra cómo los tres estamentos de la sociedad
participaron en el cultivo de la ciencia, pero que “sus principales protagonistas
fueron los estratos medios urbanos, es decir, la parte del estado llano a la
que corresponde el calificativo de burguesía en sentido más o menos amplio. Las
características peculiares y la trayectoria que dicha burguesía urbana tuvo en
España fueron, por ello, un factor de decisiva importancia en su configuración
y en su posterior evolución”. Y en otro libro [Tuñón, V, 1982: 355-423]
extiende la misma explicación a los siglos XVI y XVII.
Vemos, en
todo este claroscuro, como en definitiva una combinación de problemas estructurales
e ideológicos fueron los que agostaron las enormes oportunidades de la economía
española en la Edad
Moderna. Había casi todos los elementos para un desarrollo
extraordinario, pero fueron desaprovechados.
¿Cuándo se
produjo el cambio de signo? La historiografía se ha dividido al respecto.
Kamen, en una posición maximalista y aislada, comparando la situación de España
con la del resto de Europa arguye que no hubo tal decadencia porque el nivel de
partida era tan bajo que nunca se levantó ni cayó [1984: 148]. Muchos más
reconocen que junto a una situación de relativa bonanza se iban acumulando los
problemas hasta alcanzar la gravedad en la segunda mitad del reinado de Felipe
II pero retrasan el inicio de la verdadera decadencia económica al reinado de
Felipe III. Así piensan Hamilton, Vilar y Elliott. Y concuerda con ellos un
especialista como Stradling [1981: 17]. Davis la sitúa hacia 1598-1611, cuando
las pérdidas demográficas hicieron subir los índices de salarios y volvieron no
competitiva a la industria española [1973: 158-172]. Kellenbenz [1976], Cipolla
[1973] y otros resaltan la evidencia de que, en todo caso, la crisis fue
general en casi toda Europa, con contadas excepciones. Para un mejor
conocimiento especializado del tema de la crisis europea puede consultarse a
Lublinskaya [1979] y Kriedte [1980], éste último con una impresionante
bibliografía.
La primera
bancarrota, en 1557, fue un duro golpe pero la economía del país lo soportó bastante
bien y pronto reanudó la expansión, pero era sobre unas bases muy débiles en el
fondo, más sobre la especulación y la demanda americana que sobre las
inversiones productivas y la demanda interior. No nos asombre esta capacidad de
recuperación pues quien primero propuso la bancarrota había sido un gran
mercader burgalés, Fernando López del Campo [Carande, 1949: 325]. Los
burgueses, aún viendo que padecerían con una suspensión de pagos, comprendían
que era preciso dar una solución inmediata, razonable y efectiva para el
inmenso montante de la deuda porque de lo contrario el final podía ser mucho
peor. Por las mismas fechas, en el vital y optimista 1558, el arbitrista Luis
Ortiz [Carande, 1949: 212-214] presenta su famoso Memorial para que no salga
dinero del reino, pidiendo que se restrinjan las exportaciones de materias
primas, para fomentar la propia industria. Exportar paños y no lanas era el
mejor remedio sin duda. Pero la política dinástica iba en sentido contrario y
no se aprovechó el respiro de 1557 para moderar los gastos y los compromisos.
Las
presiones de los financieros genoveses y alemanes fueron imbatibles cuando surgieron
los conflictos a la vez en el Mediterráneo y en Flandes. Así, en 1566 la
libertad de hacer asientos en el exterior, en principio favorable para la
libertad empresarial de los poderosos mercaderes pero ruinosa en un contexto de
reglamentación tan omnipresente, contribuyó al hundimiento de los productores
españoles, pues los banqueros extranjeros ya no tuvieron necesidad de exportar
nuestros productos para obtener numerario y pagar los asientos en el exterior.
Esta medida mostraba cuál era la verdadera prioridad de la política filipina:
el poder de su dinastía.
Felipe II
aspiraba a dominar Europa no tanto para colocarla bajo su directa soberanía
(que en parte así fue, pues siempre pensó que el Imperio le correspondía a él y
no a la rama vienesa), como para asegurar un absoluto diktat sobre la
política y la religión en sus dominios y un equilibrio en el que la hegemonía
de su Corona fuese indiscutida. Para obtenerlo necesitaba el predominio militar
y ya lo tenía pero para mantenerlo y ejercerlo cuando y donde lo considerase
oportuno necesitaba aumentar los ingresos del Estado, obtener un predominio
financiero sobre los restantes estados absolutos del continente. Lo logró
ciertamente, a un costo brutal. “España debía sacrificarse por los ideales
político-religiosos del Imperio” [Domínguez Ortiz, 1983: 181]. En Flandes fue
donde ese esfuerzo fue más costoso e inútil. Uno de los mejores estudiosos
sobre el tema, Parker [1972: 165-199] nos muestra una situación sin solución:
ideológicamente no se podía admitir la paz, militarmente era imposible. Ni
siquiera se atrevieron los españoles a una guerra total, inundando los Países
Bajos, porque sus principios morales e intereses lo impedían. La solución
hubiese pasado por una concentración total de los esfuerzos bélicos en Flandes
pero ya entonces había demasiados compromisos en otros lados y se recurrió a la
lenta guerra de desgaste.
Para
sufragarla se establecieron o se incrementaron impuestos ruinosos sobre las
clases productivas y sobre el consumo del campesinado y el estado llano de las
ciudades. Pero lo cierto que era “España mucho más débil de lo que Felipe había
creído” [Elliott, 1968: 19-21]. Thompson nos ha expuesto el enorme esfuerzo de
pagar la guerra de Flandes, presentándonos una Administración con aciertos
extraordinarios, como lamentando que un país con tan extraordinario potencial
militar, administrativo y económico dilapidará su potencial en asuntos tan
ajenos a sus verdaderos intereses [1976: 85-125].
Cuando los
compromisos exteriores del imperialismo filipino en el Mediterráneo y en
Flandes crecieron hasta anegar de deudas la Hacienda se llegó al verdadero momento decisivo.
Hacia 1575, con la segunda bancarrota pública, es cuando la mayoría de los
estudiosos señalan el decisivo cambio de tendencia, que registró aún muchos
altibajos, como el gravísimo golpe de 1794 o la espantosa peste de fin de
siglo, pero también momentos que invitaban al optimismo. Braudel [1979, III:
15] cita a Alonso Morgado, que en 1587, afirmaba «que con los tesoros
importados en la ciudad, ¡se podrían cubrir todas sus rutas con pavimentos de
oro y plata!». La década final del siglo XVI fue la de más elevado comercio con
América, con enormes entradas de plata, que ayudaron a un frenético esfuerzo en
Europa, en todos los frentes. Aún en el periodo 1575-78 Noël Salomon [1964: 40]
basándose en las Relaciones Topográficas de Felipe II, concluye que de
370 pueblos de Castilla la Nueva ,
sobre los que hay indicaciones, 234 aumentaban de población, 37 no crecían y 99
bajaban. Aumentaba la población en los pueblos de tamaño mediano, al emigrar a
ellos los campesinos, mientras que comenzaban a despoblarse las pequeñas aldeas
y las autoridades municipales mencionaban como causas del crecimiento las
mejoras de la sanidad, que no hubiera pestes, el aumento de matrimonios y las
roturaciones. Según las mismas Relaciones [Salomon, 1964: 68-69] la
ganadería estaría en declive desde Carlos I debido al aumento de la
agricultura, aunque puede ponerse en duda la fiabilidad de estos datos pues las
autoridades consultadas podían estar interesadas en fallar a la verdad. Brumont
[1984] estudia el campo de Castilla la
Vieja y en especial la comarca de La Bureba, en medio de la
ruta Duero-Ebro y cercana a Burgos, un microcosmos de la evolución del campo en
este periodo y concluye que había un claroscuro repleto de potencialidades que
no se realizaron y de amenazas que se cumplieron.
Pronto se
notarían las consecuencias de tantos problemas estructurales y estos datos
positivos son el canto del cisne. Braudel recoge la imagen de un pueblo que
clama por el fin de la guerra, ante una monarquía que “se dedica a un constante
saqueo de las fortunas de las ciudades, de los grandes, de la Iglesia , sin retroceder
ante ninguna exacción que considerara provechosa” [1949, I: 708].
Kamen, en su
admirable estudio sobre el Siglo de Hierro nos muestra a una burguesía española
de carácter rentista y hacendado que se había apartado de los negocios para
vivir de la Deuda
Pública : “Tal vez el ejemplo más notable de esto, aunque no
necesariamente el único de su clase, sea el de la ciudad de Valladolid, donde a
finales del siglo XVI 232 ciudadanos cobraban más dinero del gobierno en forma
de juros de lo que la ciudad entera pagaba en impuestos, de manera que en la
práctica el Estado estaba subvencionando a la ciudad [1971: 209].
Era más
interesante para la burguesía invertir sus capitales en la deuda pública
(juros) y privada (censos), a tipos de interés del 7 %, que en las actividades
productivas tan gravadas de impuestos, de resultado dudoso si dependían de los
conflictos exteriores (como el comercio marítimo). Faltaba el suficiente
capital como para lanzar grandes empresas industriales de magnitud competitiva
en Europa pero no para las pequeñas cuantías de estos censos y juros. Los
censos al principio beneficiaron a la agricultura porque dio a los campesinos
unos modestos capitales para invertir, pero con el aumento de los impuestos y
las crisis agrarias también ésto dejó de ser así. Los censos se hacían al final
para pagar los impuestos y al final sólo quedaba la obligada enajenación de las
tierras cuando ya no se podían pagar las rentas. Y para la burguesía, el cambio
desde una mentalidad de riesgo y activa a una mentalidad rentista y pasiva.
El mismo
Kamen, en una obra posterior [1984: 148], cita la opinión del arbitrista
Cellorigo en 1600 sobre los censos: “peste que ha puesto estos reinos en suma
miseria, por haberse inclinado todos, o la mayor parte, a vivir de ellos, y de
los intereses que causa el dinero”... “Los censos son la peste y la perdición
de España. Y es que el mercader por el dulzor del seguro provecho de los censos
deja sus tratos, el oficial desprecia su oficio, el labrador deja su labranza,
el pastor su ganado, el noble vende sus tierras, por trocar ciento que le
valían por quinientos del juro... Con los censos casas muy floridas se han
perdido, y otras de gente baja se han levantado de sus oficios, tratos y
labranzas a la ociosidad, y ha venido el reino a dar en una república ociosa y
viciosa”.
Lapeyre
[1969: 172] cita al licenciado Albornoz: “Los comerciantes «rabian y mueren por
la caballería»”. Ya mucho antes, el sobrino de Simón Ruiz, el opulento
negociante de Medina del Campo, el joven Pero Ruiz Envito, “no quiere ser
mercader, sino caballero” y encontrará una muerte en 1581, en consonancia con
sus aspiraciones, al ser batido en un duelo.
La compra de
cargos públicos y la pretensión de ascender en la Administración como
un refugio para los malos tiempos era un deseo insuperable, como podemos
advertir en artículos de Domínguez Ortiz [1985: 146-183], en la mejor obra
sobre el tema de los consejeros de Castilla, de Janine Fayard [1979], que nos
presenta a una casta de enorme poder e influencia, o en la de González Alonso
[1981] sobre las Administración castellana del Antiguo Régimen, con especial
atención al control de los oficiales reales.
Desde este
momento de desideratum la economía interior estaba irreversiblemente dañada
en la base de su estructura productiva, en su espíritu de trabajo, y la onda
expansiva de la que se habían beneficiado tanto las ciudades castellanas se
convirtió en onda depresiva. Al final del reinado de Felipe II España estaba al
borde de una crisis. Las cosechas fueron malas, murieron 600.000 personas por
una peste galopante (1597-1601), las ciudades y pueblos se quejaban de vivir en
la absoluta miseria, los negocios quebraban en masa [Lynch, 1991: 408-411]. Las
gentes pensaban que la riqueza se encontraba en el dinero y en los intereses,
olvidando el trabajo. ¿Trabajar para que el Estado se llevase la ganancia en
impuestos? La respuesta era la huida del campo de los campesinos y por contra
la adquisición de tierras por los burgueses, que se quedaban a vivir en las
ciudades. El implacable Martín González de Cellorigo escribirá en el infausto
1600 que España había sido reducida a un estado en que los hombres vivían “fuera
del orden natural”.
Parker
[1978: 215-216] nos resume a su vez el impacto de esta política en la economía:
“El coste total de la Armada Invencible había sido aproximadamente de diez
millones de ducados. A esto se añadía, además, el coste de la guerra en los
Países Bajos (más de dos millones al año) y los subsidios a los dirigentes
católicos franceses (se enviaron desde España tres millones de ducados entre
1585 y 1590). Incluso con el aumento de los ingresos procedentes de las Indias,
el coste de la política imperialista comenzaba a ser demasiado oneroso para
Castilla. En 1589 las cortes accedieron a votar un nuevo impuesto conocido como
los millones, por valor de ocho millones de ducados, aunque la
recaudación se extendió durante casi una década y aun entonces la suma completa
no era igual al coste de la
Armada. Castilla , sin embargo, no podía ofrecer más. Antes
incluso de la imposición de los millones, el agricultor medio de Castilla
estaba ya obligado a entregar la mitad de sus ingresos en impuestos, diezmos y
tributos señoriales. La tributación había aumentado mucho más rápido que los
precios durante el reinado de Felipe II, especialmente después de 1575: los
impuestos aumentaron poco al parecer durante el reinado de Carlos V; pero entre
1556 y 1570 subieron alrededor del 50 por 100 y entre 1570 y el final del siglo
crecieron un 90 por 100 más.”
Y aún así,
triplicando los ingresos, tampoco se consiguió evitar que la deuda se
cuadruplicara. Domínguez Ortiz [1960: 5] nos muestra la situación contable de la Hacienda , en base a una
Relación de octubre de 1598, al comienzo del reinado de Felipe III. Este
heredaba unos ingresos anuales de 9.731.404 ducados, con una afectación al pago
de juros de 4.634.293, quedando libres poco más de cinco millones anuales. “Esta
cantidad hubiera sido quizá suficiente de no mediar la guerra de Flandes, que
absorbió en los doce primeros años del reinado (se refiere a Felipe III)
37.488.565 ducados, más 4.500.000 por los intereses de las letras y asientos”.
Los inmensos gastos militares de los compromisos que se pasaban los reyes de
padres a hijos hubieran agotado a países mucho más prósperos que España.
Morineau
[Leon, 1978, II: 152-156], resume acertadamente también esta situación imposible:
sólo había una disyuntiva: que los reyes abandonasen las guerras dinásticas o
que los pueblos se sublevasen para no pagar (sólo lo hicieron en la periferia y
tarde).
El pacifismo
del reinado de Felipe III era la respuesta a las demandas de toda la nación, que
apagaron por cierto tiempo al partido imperialista que deseaba continuar el
esfuerzo bélico. Ya en las Cortes de 1593 un diputado, Pedro Tello, había
solicitado a Felipe II que pusiera fin como pudiera a las guerras y se dedicara
a mejorar sus reinos propios, sobre todo en América [Lynch, 1991: 411]. Las
paces se comenzaron a hacer ya en 1598 (la de Vervins con Francia) y Flandes se
dio a la infanta Isabel; con Felipe III se hizo la paz con Inglaterra y la Tregua de los 20 Años con
los Países Bajos. Pero los gastos de defensa no bajaron mucho y el ahorro se
gastó con creces en la corrupción y el lujo de la Corte , antes de incrementarse
otra vez en los últimos años de Felipe III y en el reinado de Felipe IV, cuando
el partido militarista volvió al poder.
Todo
evidencia que España no cayó en la decadencia por un destino adverso, sino por
una política desastrosa. Como en el presente comenta con acierto Paul Kennedy,
el sino de los Estados imperialistas es sucumbir cuando sus gastos militares
son desproporcionados a sus economías. Sólo podemos especular con lo que
hubiera ocurrido si el empeño de la
España moderna se hubiera dedicado a la mejora de las
comunicaciones, a la erradicación de la piratería, al fomento de la producción
nacional...
Se acababa
así por desperdiciar el verdadero alud de los metales preciosos de América que
lubricaba la economía de Europa y que sabiamente invertido hubiera sido sin
duda la gran oportunidad económica de la Historia de España. Al fin devino
incluso en regalo envenenado porque forjó un sueño de nuevo rico con pies de
barro. No en vano muchos arribistas especularon, ya en el siglo XVII, que
hubiera sido mejor no contar con tales tesoros, no tanto por la inflación como
porque no hubieran alimentado ruinosas fantasías imperialistas y en cambio el
país podría haber desarrollado las fuentes internas de riqueza. Sancho de
Moncada [Gunder Frank, 1978 : 41] escribirá: “La pobreza de España ha resultado
del descubrimiento de las Indias Occidentales”.
Esto nos
lleva a plantearnos la segunda causa aducida por los historiadores para la decadencia
del país: la inflación ocasionada por los metales preciosos de América. Un
autor reciente, Dülmen [1982: 20-21], recuerda que Bodin, ya en el siglo XVI,
apuntaba como la causa de la inflación la entrada de los metales preciosos
americanos (un fenómeno muy bien estudiado por Carande y Hamilton) y que
contradictoriamente la crisis que se inicio en los albores del siglo XVII
devino por la escasez del numerario. Y era que la economía europea occidental
tenía una balanza de pagos negativa, compraba al exterior más que lo que
vendía. Y ninguna más que la española. El lujo mataba la economía española. El
mismo autor [1982: 22] refiere cómo el duque de Alba legó a sus herederos en
1582 la fabulosa cifra de 600 docenas de platos y 800 fuentes de plata. El
metal se atesoraba o se gastaba en lujos, no se dedicaba al comercio o el
crédito. Todos los pobres intentaban conservar algunas monedas, joyas u
orfebrería de plata para resguardarse del futuro. La seguridad y el prestigio
eran los acicates de los hombres. Este esquema de valores, como tantas veces se
apunta, era completamente contrario al espíritu burgués de la austeridad y del
trabajo, del ahorro pero invertido con riesgo y valor.
Y una
tercera causa, la despoblación por la aventura americana, que para muchos
autores iba de la mano de la anterior. Las críticas a la emigración de españoles
al Nuevo Mundo tenían sin duda su fundamento. Los especialistas más afamados
[Chaunu, Nadal] estiman que entre 100.000 y 200.000 individuos (mucho más
fiable la segunda cantidad) se marcharon a América en el siglo XVI, sobre todo
en la segunda mitad del siglo. Y eran los más atrevidos y audaces; sin duda
muchos de ellos podían haber engrosado las filas de la burguesía más
emprendedora. Más debemos desconfiar de exagerar esta interpretación negativa,
pues olvida que un número aún mayor de franceses e italianos inmigró en España
(compensando con creces aquella pérdida), que la mayoría de los que fueron allí
eran hidalgos que no eran productivos en nuestro país y en cambio allí fueron
extremadamente rentables para la economía nacional (en parte porque se liberaban
de los prejuicios ideológicos) y que los capitales que muchos repatriaron a su
vuelta a casa, sabiamente invertidos, podrían haber sido muy útiles para el
desarrollo de España si otra hubiera sido la sociedad. La mejor prueba de ello
la encontramos en la Gran
Bretaña del XIX, con una enorme emigración y al mismo tiempo
un fuerte crecimiento demográfico y económico. El problema de España no era
tanto la emigración a América como la realidad de un Estado y una sociedad que
no estaban preparados para aprovechar las nuevas riquezas.
Con todo esto, una reforma profunda del
sistema no era imposible. La monarquía tenía el poder suficiente para imponer
una política muy distinta y si no lo hizo no fue porque no tuviera propuestas
de reforma (las había e incluso demasiadas) sino por su aberrante (visto desde
nuestra época) política dinástica. Lo prueba que en estos dos siglos, cuando la
situación económica era peor, los reyes consiguieron de Roma permiso “para
vender pueblos pertenecientes a las Ordenes Militares, a las mitras episcopales
y a los ricos monasterios benedictinos” [Domínguez Ortiz, 1973: 205],
indemnizándoles con juros, cuyo importe se calculó capitalizando lo que los
pueblos pagaban en concepto de derechos señoriales. Como la indemnización fue
muy reducida al ser estos derechos mínimos y por la depreciación de la moneda
el clero perdió mucho con esta desamortización de los Habsburgo, pero los
beneficiados fueron esos hidalgos que provenían de la burguesía de los negocios
y de la burocracia y que aspiraban al comprar los pueblos a convertirse en “señores
de vasallos”, a escalar el siguiente escalón del poder social. Y estos
compradores extendieron su acción a la compra de los propios pueblos de
realengo, los de dominio real. Sólo Felipe IV creó 169 señoríos de este modo,
afectando a 200.000 personas [art. de Domínguez Ortiz, 1985: 55-96], y esto
sucedía con un rey mucho más débil que Felipe II. Nuevamente la aristocracia,
la ancestral y aún más la nueva, fue la gran beneficiada del cambio de titularidad
de estos señoríos. Si se hubiese deseado, pues, la monarquía hubiera podido
parar, o hacer retroceder incluso, el proceso de amortización pero sus
intereses eran manifiestamente los contrarios. El ejemplo de la Inglaterra de 1536-38,
con una fecunda desamortización de las tierras y bienes de los conventos y
monasterios, que conllevó una inmediata revolución social, daba un modelo de
éxito económico y social pero contraproducente para la monarquía. Los
consejeros de los monarcas españoles eran lo bastante avisados para vincular la
caída del poder del clero inglés en el reinado de Enrique VIII con la
decapitación de Carlos I un siglo después.
Esto nos
lleva a otra cuestión. ¿Pudieron las Cortes ser el eficaz órgano de presión que
cambiase la política económica, como sí lo fue en Inglaterra? La respuesta es
materia de discusión. Si seguimos los debates de las Cortes encontramos muchas
quejas y propuestas, todas en un sentido que no podía por menos de influir en
el ánimo de los gobernantes. Estos eran muy conscientes de que abocaban al país
a la ruina, pero la suma de intereses antes mentados impedía que hiciesen más
que prometer enmendarse. Para conseguir un impuesto se prometía no acuñar
moneda de vellón de baja ley pero se defraudaba acto seguido la promesa. Y las
Cortes no se plantaban, no presionaban con votaciones. Eran las representantes
del Tercer Estado, de las ciudades, del país y sin embargo no hicieron nada
sino transigir. Era que no eran verdaderamente representativas de los intereses
de la burguesía, sino de las oligarquías urbanas, del patriciado. En el siglo
XVII su desprestigio ya era total y casi nadie protestó cuando dejaron de
convocarse desde 1665, en el reinado de Carlos II.
EL
AHONDAMIENTO DE LA
DECADENCIA EN EL SIGLO XVII.
En el siglo
XVII de los Austrias “menores” los enormes gastos financieros de las empresas
militares para mantener la hegemonía española en Europa se cubrieron una y otra
vez con el eterno expediente a los banqueros extranjeros y con una presión
agobiante sobre las actividades productivas castellanas mientras que la
insuficiencia de estas para cubrir la demanda colonial conllevó el recurso a
las masivas importaciones de productos extranjeros. El régimen de los validos
[Maravall, 1979; Tomás y Valiente, 1982; Benigno, 1992] hunde poco a poco el
prestigio y el rigor de la monarquía absoluta hispánica. La élite aristocrática
y una burocracia que medra a su amparo manipularán el poder estatal para su beneficio
o para conseguir ideales inalcanzables.
Casi todas
las regiones sufrieron al mismo tiempo de este declive. Para Cataluña contamos
con el brillante estudio de Elliott sobre la rebelión de los catalanes [1963],
que nos muestra un país atrasado, empobrecido, volcado al bandolerismo como
medio de supervivencia y decidido a no dejarse arrastrar al abismo junto a
Castilla, valiéndose para ello de sus derechos forales. El reino de Valencia
sufre una dura y larga decadencia demográfica y económica por la expulsión de
los moriscos en 1609 y las siguientes crisis [Casey, 1979 y en Elliott y otros,
1982: 224-247].
Los intentos
de reformas, juzgadas necesarias por casi todos, se estrellaban ante las urgencias
del momento, que postergaban hasta el olvido cualquier decisión con intención a
largo plazo. Los arbitristas y economistas escribían sus obras, la Junta de Reformación de
Olivares se reunía, las Cortes se quejaban, pero casi nada se hacía (o se hacía
mal). Olivares era un verdadero reformador, al menos para Elliott, y sus
textos, entre los que sobresale el de la Unión de Armas [ed. de Olivares, por Elliott y De
la Peña , 1978:
184-197] nos lo presentan como profundamente consciente de las debilidades de
la constitución política de los reinos y de que sólo la unidad podía dar a
España el triunfo en el inevitable choque por la hegemonía europea. ¿Pero qué
pago pensaba dar a los pueblos por los inmensos sacrificios que exigía? Sólo la
“reputación de conservar los reinos de Su Majestad”.
Elliott
[1986: 168-176] nos lo muestra preocupado por fomentar la industria y el comercio
pero incapaz de llevar adelante sus proyectos. El orden de sus prioridades no
era el más rentable para la burguesía, por descontado, aunque sus intenciones
fuesen las mejores. Era un régimen el de los validos hecho para perpetuar el
poder de los Grandes [Benigno, 1992: 56 y ss.] y las víctimas eran las otras
clases sociales, apartadas de cualquier esperanza de acceder al poder aunque
fuese a través de la burocracia. El siglo XVII fue el de la aristocracia,
pugnando por sobrevivir en medio de la crisis (la controvertida tesis de
Bennassar), en una verdadera “reacción nobiliaria”, con la recuperación del
poder político, que le permitió superar los graves problemas políticos,
económicos y sociales del periodo 1550-1640 hasta emerger con un poder intacto
a fines de siglo, como sostiene Charles Jago [en Elliott y otros, 1982:
248-286] con el simple medio de aplastar a las clases que estaban abajo con tal
de mantenerse ella misma a flote.
Felipe IV,
el rey que más encarna los retos y las desgracias del siglo, será del mismo parecer
que Olivares y de ello vendrá una obsesión, ya en 1636: “nuestros enemigos se
han empeñado en la destrucción total de toda mi monarquía” [citado por
Stradling, 1988: 280]. Y para defenderla casi destruyó la monarquía y a sus
gentes.
Un autor tan
ecuánime como Lynch será implacable en su crítica a Felipe IV [1993, XI: 155]: “La
filosofía política que determinaba su sus decisiones no se alteró por efecto de
los acontecimientos de 1640-1659. Su concepción de la monarquía no era la de
una monarquía nacional que trascendiera los intereses dinásticos. Aunque
afirmaba amar a sus súbditos y deseaba aliviar sus penurias, se veía por encima
de todo como representante de la dinastía de los Habsburgo, cuyas posesiones
tenía que preservar. Estas posesiones eran para él una propiedad vinvulada a
perpetuidad y no estaba dispuesto a afrontar la responsabilidad de enajenar o
perder una parte de su sagrada herencia. En ningún momento se le ocurrió
preguntarse si la perpetuación de la presencia española en los Países Bajos o
en Portugal reportaba beneficio alguno a sus súbditos españoles. El único
criterio que guiaba su actuación eran sus derechos legales”. Contra la crítica
de Lynch, sólo cabe una pequeña disculpa para el monarca: él se consideraba
español, portugués, italiano y flamenco a la vez. Incluso aprendió los diversos
idiomas de sus reinos y perder un territorio era perder una parte de su patria
irrenunciable. Era lo mismo que Carlos I le decía a Felipe II sobre la misión
sagrada de recuperar su amada “patria borgoñesa”, la que nunca había pisado
siquiera. Este espíritu “universal” de los Habsburgo fue la perdición del país.
En una
situación de vida o muerte no cabía más que luchar por la victoria o sucumbir.
No venció y ciertamente la derrota llevó a la monarquía al mismísimo borde de
la extinción y si no lo pasó fue porque el peligro de la destrucción total era
ficticio. Lo único que esperaba Europa era equilibrar los poderes. En cambio,
el rey de España ansiaba la hegemonía completa.
Mi opinión
es que el Gobierno jamás afrontó la única posibilidad de transformar realmente
la economía castellana. Nos referimos a los bienes de las “manos muertas”, que
impedían la aparición de la clase media campesina y del mercado interior que
pudiese financiar los gastos exteriores. Los bienes amortizados eran una enorme
fuente de recursos, apenas sometidos a la Hacienda. La
monarquía era plenamente consciente de que este era un impedimento fundamental
para allegar los recursos financieros para sostener su política dinástica, mas
no se atrevió jamás a afrontar el fondo de la cuestión, sino tan solo a
presionar fiscalmente a la
Iglesia , siguiendo los pasos ya trazados por Felipe II. El
adalid de esta intervención había sido precisamente el rey “Cristianísimo”
aprovechando para ello las guerras que emprendía por motivos religiosos, y sus
sucesores heredaron sus soluciones.
Ya cuando
murió Felipe II los más avisados ya veían que el destino venía adverso. Eso
explica la proliferación de libros sobre los problemas del país y sus
soluciones. Había una conciencia de decadencia [Elliott, 1986: 108-113]. “Entre
1598 y 1620 —entre la «grandeza» y la
«decadencia»— hay que situar la
crisis decisiva dl poderío español, y, con mayor seguridad todavía, la primera
gran crisis de duda de los españoles. Y no hay que olvidar que las dos
partes del Quijote son de 1605 y 1615” [Vilar, 1964: 332-346] [y en su
contexto europeo, Vilar, 1983: 87-105]. La aparición de los arbitristas es
reconocida por Elliott y Maravall [éste, sobre todo, en sus excelentes estudios
de 1979 y 1982] como la respuesta de la sociedad ante una crisis profunda y
universal y su representatividad de la opinión pública es indudable desde los
estudios de J. A. Maravall sobre la mentalidad social en el Estado moderno
[1972]. Se sucedieron de este modo las críticas de los escritores políticos
como Juan de Mariana (la moralidad como primera reforma), el gran escritor
Francisco de Quevedo, Diego Saavedra Fajardo, Juan de Santamaría, y por
arbitristas y economistas de los siglos XVI y XVII como los mercantilistas
Pedro de Burgos, Rodrigo de Luján, Luis de Molina, Luis Ortiz, Sancho de
Moncada y Martínez de la Mata ,
y los expertos de la Escuela
de Salamanca [Grice-Hutchinson, 1978: 107-161], González de Cellorigo, Lope de
Deza, Diego José Dormer, Caja de Leruela, Fernández de Navarrete, Pedro de
Valencia y los no adscritos a una escuela concreta como Tomás de Mercado, Álvarez
Ossorio y tantos otros menos conocidos [Vilar, 1964: 135-162], pertenecientes
en su mayoría al clero más sensibilizado y preocupado por los problemas
económicos así como a los miembros de la burocracia mejor formados
intelectualmente. En general responsabilizaban de los problemas del país a la
amortización, las salidas de los metales preciosos, los gastos ingentes de las
guerras exteriores, la falta de un espíritu de trabajo (considerado por todos
ellos como la verdadera fuente de riqueza), la falta de una industria
competitiva con Europa. Intuían la necesidad de ligar las importaciones de
metales preciosos de las colonias a las exportaciones a estas mismas, pues el
oro y la plata no eran más que un medio de pago y la circulación del dinero un
instrumento para agilizar y fomentar la economía del país. Sus memoriales son
fundamentales para conocer el retraso de la agricultura y en general de la
economía española. Pero sus soluciones -que en muchos casos no hubieran sido
muy eficaces por no ser realistas ni científicas en realidad- chocaron siempre
contra unas fuerzas sociales predominantes: la aristocracia y el clero. Con
ellos comenzó la historiografía sobre la decadencia española.
La tesis de
Trevor Davies [1969: 118] es de una decadencia profunda por causas económicas,
políticas y militares, incidiendo en las malas condiciones personales de los
monarcas para encabezar un Estado autócrata y en la absurda política fiscal.
Pero en aquel tiempo pareció a los contemporáneos que España podía lograr
mantener indefinidamente su posición. Corvisier remarca que “los contemporáneos
percibirán este declinar tardíamente” [1977: 192]. Para los españoles sólo se
trataba de reformar los abusos y tener un buen gobierno y entonces el país no
tendría rival. Y los extranjeros pensaban lo mismo, hasta bien entrado el siglo
[Elliott, 1980: 173-174], como lo reflejan varias voces. Sir Walter Raleigh, el
pirata cortesano, escribía a principios de siglo: “El rey español ha vejado a
todos los príncipes de Europa y ha pasado, en pocos años, de ser un pobre rey
de Castilla, a ser el más poderoso monarca de esta parte del mundo”. Se refería
ciertamente al reinado anterior y hubiera podido anteceder aún más su memoria
pero reflejaba la opinión de las clases altas europeas (que se notaba asimismo
en su interés por la moda y la literatura españolas). Por contra, en el verano
de 1641 el embajador inglés en Madrid escribía: “Me inclino a pensar que la
grandeza de esta monarquía está próxima a su fin...” [art. de Elliott, 1970
:123]. Aún más, después de Rocroi, la paz de Westfalia y las revueltas de la
periferia, en 1650 el viajero inglés Edward Hyde escribía también desde Madrid:
“Los españoles son un pueblo miserable, desgraciado, orgulloso e insensible...
solamente un milagro puede salvar la corona” [Stradling, : 276]. Y sin embargo,
incluso en 1652, cuando los síntomas de decadencia tenían que haber sido claros
para todos, otro viajero inglés, Owen Feltham, escribía: “El rey de España
posee ahora un imperio tan vasto que en sus dominios nunca se pone el sol”
[Elliott, 1980: 174]. Ciertamente, y sorprende que Elliott no lo relacione en
su obra, éste era el annus mirabilis de 1652, cuando España se apoderó
de Barcelona, Casale y Dunkerke y parecía que estaba a punto de vencer por
completo a Francia, en una esperanza infundada más por la entrada en guerra de
Inglaterra en 1656 que por otra cosa. Demasiados enemigos para un país cansado.
Visto retrospectivamente sorprende que una España tan débil en su centro
pudiera sobrevivir como gran potencia europea hasta el siglo XVIII. Fueron
cincuenta años de presencia continua en el centro de Europa y en Italia y es
evidente que el problema de esta presencia fue el principal de la política
europea entre 1648 y 1714 [Stoye, 1969: 113].
Y por ello
hay autores que, incluso en la actualidad, tienden a razonar que España no hubiera
podido mantener casi intacto su imperio durante todo el siglo XVII a no ser que
la decadencia económica y social no hubiera sido tan grande como la generalidad
de la historiografía sostiene. Tienden a ver el problema desde una óptica de
dominio político-militar. Así, Le Flem [Tuñón, 1980: 11-133], para todo lo demás
tan ponderado, ha defendido que más que una decadencia cabe hablar de un
estancamiento demográfico y económico, sin sacar las obvias conclusiones de las
estadísticas cada vez más depuradas y de los testimonios de los contemporáneos
de los hechos. Llegará incluso a concluir, pese al descenso de la cabaña en un
tercio, que no hubo decadencia de la
Mesta en el siglo XVII sino una reestructuración beneficiosa
para los mayores ganaderos, exportadores de lana [op. cit.: 102]. Otro autor,
por lo demás eminente, Thompson, considera que “la incapacidad de Madrid para
explotar al máximo los recursos de la monarquía” fue la causa principal de la
decadencia. Es lo mismo que decir que lo primordial no era el abatimiento de la
economía y la sociedad sino la debilidad de la monarquía absoluta para aunar un
supremo esfuerzo. Incluso la penuria podría ser interpretada como “una ayuda
para el esfuerzo bélico español, al menos a corto y medio plazo”, pues
alimentaba de nuevos reclutas al ejército [Stradling, 1981: 89-90]. Ciertamente
la decadencia y su punto crítico de 1640 siempre dará para nuevas aportaciones
historiográficas, para interesantes revisiones [Elliott y otros, 1992].
Si no puede hablarse de una decadencia
igualmente intensa o profunda en todo el siglo y en todas las regiones y
provincias, sí que cabe hablar de que el conjunto de la monarquía hispánica
sufrió un progresivo cataclismo hasta por lo menos 1680. Recogiendo esta
percepción tan ajustada a la realidad de los datos casi todos los autores,
Elliott, Vicens Vives, Reglá, Lozoya [1977, IV: 423]... han señalado esta época
con los más siniestros colores y un resumen generalizado “la crisis total y
definitiva”, sobre todo para los años de la mitad del siglo. Domínguez Ortiz
[1960, 13], escribirá sobre el reinado de Felipe IV: “Desde 1640 hasta fines
del reinado, todo se precipita y desploma; el caos hacendístico va de par con
el desastre político y se vive al día, recurriendo a los más ruinosos arbitrios
hasta dejar a la nación desorganizada y empobrecida”.
La
burguesía, aparte de los males generales antes comentados, pues la fiscalidad
caía casi íntegramente sobre ella y el campesinado, sufrió especialmente de las
bancarrotas que se sucedían (1607, 1627, 1647, 1656 en el reinado de Felipe III
y Felipe IV, con periodicidad de cada 20 años) y de las devaluaciones brutales
de la moneda de vellón, con una ley de metal cada vez inferior, en una
verdadera estafa a los intereses económicos del país, pues el comercio quedaba
virtualmente suspendido (nadie quería cobrar en una moneda inútil). Las
consecuencias fueron nefastas sobre la poca burguesía comercial e industrial
que sobrevivía a duras penas. Parecía a los burgueses que resistían que lo
único que importaba al Estado era mantener el imperio en Europa, recuperar Nápoles,
Cataluña, Portugal y todo lo perdido hasta el último palmo. Mucho se recuperó a
fin de cuentas mas el precio fue la asfixia de la economía nacional, el
desfondamiento demográfico, la polarización social entre una minoría
privilegiada (y aun así angustiada por las deudas y el temor a arruinarse) y
una inmensa mayoría de miserables cuya única obsesión era sobrevivir, aunque
fuera metiéndose en un convento. Los pueblos se arruinaban y despoblaban, sobre
todo bajo la acuciante carga de los censos [art. de Domínguez Ortiz, 1985:
30-54] [Kamen, 1983: 362-363]. Masas de campesinos desheredados, sin pan que
ponerse en la boca, afluían a las ciudades para vivir de la picaresca o de la
limosna y allí las epidemias los diezmaban sin misericordia, haciendo nuevo
sitio a los que venían a continuación a sustituirlos en la noria macabra de la
muerte.
Lógicamente,
en medio de la depresión del presente y el miedo a un futuro peor, los grandes
comerciantes castellanos preferían invertir sus bienes en censos y juros cuando
no en emparentar con las casas nobiliarias o en acceder a la superior categoría
de hidalgos, abandonando las empresas económicas de mayor riesgo. La burguesía
de Salamanca compró entre 1664 y 1686 más de un tercio de las tierras del
municipio de Aldeanueva de Figueroa [Kamen, 1971: 211]. Infinidad de pueblos
eran incapaces de pagar las cargas de los censos con los que se habían endeudado
a favor de la burguesía y tuvieron que ceder en propiedad sus tierras comunes.
Incluso los comerciantes andaluces, insistiendo en lo que comentábamos sobre
los Consulados, aquellos que siempre estuvieron presentes en los puertos
atlánticos (aun en los peores momentos del siglo), preferían ahora actuar como
intermediarios de los grandes comerciantes europeos o como testaferros de los
nobles castellanos, sin tomar grandes riesgos y buscaban cubrirse de las
quiebras comprando hidalguías que les evitarían ir a prisión.
Rudé [1972:
108] nos muestra cómo esta obsesión por abandonar las actividades productivas
ni siquiera era sólo español sino generalizado por Europa, incluso en el siglo
XVIII; citando a Tocqueville, se compraban los cargos públicos y las tierras
para abandonar los negocios, tan pronto como se tenía un modesto capital. Las
ciudades que anteriormente habían estado a la cabeza del comercio de lanas y
textiles, se veían ahora pobladas de cortesanos, clérigos, altos funcionarios y
personajes [sic] judiciales. Tal como decía un ministro hablando del Valladolid
de 1688: «Parece como si en esta ciudad sólo hubiera consumidores». Pero sería
injusto culpar a los individuos por esta retirada. El culpable era realmente el
Estado que les forzaba a ello.
La mayoría
de las ciudades decayeron en todos los sentidos, tanto en demografía como en las
actividades económicas principalmente. Las ciudades, empobrecidas y
hambrientas, eran diezmadas por las epidemias. Como ejemplo, la peste de 1649,
en sólo tres meses, mató a 60.000 personas en Sevilla. Burgos se hundió desde
la guerra con Flandes e Inglaterra. Medina del Campo y Medina de Ríoseco
agonizaron junto a sus ferias. Segovia se desplomó en el siglo XVII junto a su
industria textil. Otras ciudades se mantuvieron, a base de sustituir su base
artesanal y comercial por una base rentista, sólo de explotación de las áreas
rurales. Sólo creció la capital, Madrid, que incluso se convirtió en una
capital de importancia europea, con una pequeña clase comerciante que se
dedicaba a vender objetos de lujo a las clases improductivas [Braudel, 1979:
39].
La misma
débil clase media del campo, la burguesía agraria, de Castilla se ahogaba bajo
las cargas fiscales que caían sobre los pueblos, que apelaban a recursos como
comprar licencias reales para roturar las mejores tierras de los Propios y
Comunes, sin conseguir otra cosa con los productos de esas roturaciones que
pagar más impuestos. En estas condiciones parecía a que no se podría jamás
salir de la debacle.
Y sin
embargo los más fuertes salían adelante a costa de los más débiles en un
durísimo proceso de selección darwiniana. Los supervivientes compraban las
tierras de los que abandonaban hasta que en la siguiente crisis los más débiles
de los compradores caían a su vez. Un círculo vicioso y brutal, despiadado, que
rompió muchos de los vínculos de solidaridad en el campo. No en vano es en el
siglo XVII cuando la palabra cacique, importada de América, adopta
paulatinamente su significado en la España rural.
Vries [1982,
220-221] resume estos trágicos tiempos: “En ninguna parte fue más desastrosamente
completo el agotamiento de la burguesía como en España. En una sociedad donde
el prestigio de la nobleza difícilmente precisaba de apoyo, el Estado, por
medio de la política de impuestos, hacía del status de noble una virtual
necesidad. El hidalgo estaba exento de impuestos y el título de hidalguía podía
ser comprado (su venta llegó a ser una importante fuente de ingresos públicos).
Conforme la economía iba entrando en decadencia y subían los impuestos se
produjo una verdadera huida hacia la nobleza y la iglesia (alrededor de un 5 %
de la población era noble en 1787; se ha estimado que un 8 % de la población
masculina adulta pertenecía al clero durante el reinado de Felipe IV)”. Debido
a que todo el que poseía capital compraba el título de hidalguía, bonos del
Tesoro [sic] y cargos públicos, la consiguiente debilidad del comercio y de la
industria hizo que la debilidad económica de la nación fuera difícil de
remontar durante largo tiempo”.
Salvo
desaciertos en la forzada traducción Vries nos ofrece la perspectiva que la
sociedad española del Siglo de Oro merece a los historiadores. Un absoluto
agotamiento, que el mantenimiento de un imperio desproporcionado a sus
recursos, no hacía sino agravar. Y en ese momento vino la desaparición de la Casa de Austria y la
entronización de los Borbones. Era un hálito de esperanza. Kamen [1983: 432]
ilustra ese estado de ánimo: “en un famoso incidente de 1700, un grande de
España abrazó al embajador de Viena en Madrid: «prolongando maliciosamente su
saludo y volviéndose a abrazar le dijo: Sire, es un placer, y un gran honor
para toda mi vida, Sire, despedirme de la ilustrísima Casa de Austria». Se
esperaba que los Borbones aportaran los horizontes que los Austrias no habían
logrado alcanzar.” Desde luego la situación con la que se enfrentaban no era
para ser muy optimistas. España era una potencia enferma y dormida y se
aplicaron a curarla y despertarla, con un éxito mediano. Los Borbones conseguirían
en todo caso cierta unidad de la nación y de eficacia administrativa, lo mínimo
que se les podía pedir [Ogg, 1965: 52] y así prolongar la vida del Antiguo
Régimen durante un siglo más.
Joseph Pérez
[Tuñón, 1982, V: 138] aporta otra opinión sobre este periodo que acababa: “Grandeza
del Estado, decadencia del pueblo... Mejor dicho: grandeza del Estado
castellano, decadencia de la nación española. Así plantearía yo el problema:
los Reyes Católicos iniciaron con su casamiento la creación de la nación
española y la labor se interrumpió con ellos. Carlos V y Felipe II, preocupados
por los problemas internacionales, descuidaron la política interior;
aprovecharon la riqueza, la pujanza de Castilla, como instrumento al servicio
de una causa que consideraban superior, pero no intentaron fundir los pueblos
de la Península
para formar una nación unida, coherente, solidaria. Las glorias, como las
armas, fueron castellanas, pero la decadencia fue de toda España. Este sería, a
mi modo de ver, el significado general del período que va desde 1474 hasta 1700”.
La burguesía seguiría las vicisitudes de esta historia, quedándose con todo lo
malo y poco de lo bueno.
Los
arbitristas y mercantilistas.
Los
arbitristas y mercantilistas españoles tienen sus raíces ideológicas en el
catolicismo, siempre contrario al espíritu empresarial. Domingo de Soto, en Sobre
la justicia y el derecho (1553-1554) escribe: «sería mucho más
prudente (...) que la Autoridad por medio de la ley, siempre que ello fuese
posible (...) fijase el precio de todas las mercancías». En 1619 Sancho de
Moncada propuso que la
Inquisición castigara la exportación ilegal de capitales.
LOS PRIMEROS SIGNOS DE RECUPERACION: 1680.
Las bases de
la recuperación pueden rastrearse hacia 1680, a la mitad del reinado de Carlos II,
cuando la periferia española comenzó a salir del agujero depresivo del siglo
XVII, después de la dura pero necesaria estabilización de la moneda al retirar
la moneda de vellón desvalorizada. La burguesía fue el grupo social más
beneficiado por este leve y localizado cambio de signo. Kamen [1980] ha
conseguido reivindicar el reinado de Carlos II como un periodo de renovación, de
lenta salida de la crisis o por lo menos de asentamiento de las bases de la
favorable evolución durante el siglo XVIII, aunque no es posible olvidar que
los padecimientos fueron innumerables aún.
Comenzaba la
planificación de un verdadero programa reformista, como lo hizo Feliu de la Penya , con su Fénix de
Catalunya, como representante de una corriente foralista que consideraría a
Carlos II como el mejor rey de la
Historia de España por su misma debilidad, mientras que
otros, como Arias y sobre todo el valido Oropesa, el más caracterizado como
honesto e inteligente con diferencia del siglo, seguían un modelo centralista
de reformas según el ejemplo del exitoso colbertismo, que se consideraba
por la burguesía como la verdadera causa de que Francia alcanzase la hegemonía
europea [Barudio, 1981: 101] y que sería un ejemplo a lo largo del siglo XVIII
para los déspotas ilustrados. En Cataluña se fomentaron las industrias textiles
y se reactivó el comercio, con una burguesía que vuelve a pisar con fuerza.
Vilar, en su Cataluña en la españa moderna [1977], nos traza un cuadro
impresionante de este resurgimiento catalán, rompiendo con tantos prejuicios
historiográficos. Martínez Shaw [1981: 82-94], aprovechando el camino abierto
por Vilar, se refiere a un verdadero eje Barcelona-Cádiz, precedente del
activísimo comercio directo del siglo XVIII, prescindiendo incluso del
monopolio andaluz. Amelang [1986] en su estudio sobre la política municipal
barcelonesa entre 1490 y 1714 nos muestra cómo, a pesar de los conflictos y las
crisis, se había constituido la nueva clase dirigente catalana, el prestigioso
patriciado urbano, mediante la fusión de la burguesía municipal rentista con la
aristocracia feudal, hasta constituir un grupo social nuevo y pujante, abierto
a constantes aportaciones de quienes tuvieran el mérito de la riqueza, con una
coherente conciencia de clase, preocupado por mantener su status pero también
por abrirse a actividades productivas y rentables. Era ya una burguesía con
futuro.
La Junta
Aragonesa de Comercio es de 1684. Valencia se convertía en puerto franco en
1679 y al final del siglo su región había conseguido al fin superar la crisis
que comenzó con la expulsión de los moriscos en 1609 (un tema muy bien
estudiado por James Casey [1979: 4 y ss; y en Elliott y otros, 1982: 224-247]).
Un aristócrata moderno, Goyeneche, desarrollaría en los inicios sus vastas
empresas industriales [Anes, 1975: 201-202], beneficiado por las leyes de 1682
y 1692 que proclamaban la compatibilidad de la nobleza con las actividades
industriales y comerciales [Lynch, XI: 366]. La orla cantábrica, beneficiada
con la introducción del cultivo del maíz y con una demografía expansiva, era
una fuente de emigración a las otras regiones y su burguesía, en especial la
asturiana, tendría un papel de liderazgo en la lucha ideológica del siglo
XVIII. Galicia vivía una época de densidad demográfica ciertamente difícil de
superar con los medios del momento y todos los estudios [Villares, 1982]
señalan la complejidad de su estructura social y de su peculiar sistema de
propiedad agraria, que perviviría sin cambios significativos hasta el mismo
siglo XIX. En Mallorca los estudios de Josep Juan Vidal sobre los manifests
i scrutinis muestran que la recuperación incluso pudo llegar antes, hacia
1665, debido entre otras causas a la relativa paz y a las menores levas de
soldados.
Un texto
poco conocido de Maurice Garden [en Leon, 1978, III: 206-207] iluminará las
grandes diferencias regionales a lo largo de esta época de la periferia y la
continuidad de los cambios en el siglo XVIII, sirviendo de base para el
siguiente capítulo:
“¿Se le
pueden atribuir al siglo XVIII mutaciones decisivas? Parecería que las
transformaciones más características son con frecuencia más antiguas, como el
reemplazo progresivo del trigo por la cebada, que se pone el frente en el
arzobispado de Murcia; y del trigo por el centeno en Castilla; así como la
aparición del maíz: la mayoría de estas evoluciones datan del siglo XVII. A
pesar de matices regionales, la evolución de conjunto sería más o menos la
siguiente: impulso demográfico y búsqueda de nuevas tierras, entre 1670 y 1730
según los lugares, con récords de producción que a menudo se sitúan en el eje
de los siglos XVII y XVIII. En Murcia, los récords de producción según las series
de diezmos se sitúan en 1698, y el siglo siguiente es más bien estable, con una
profunda depresión entre 1750 y 1770, seguida con una reactivación cuyas cimas
seculares se sitúan en 1792 para la cebada, y 1797 para el trigo, récords
absolutos. Al contrario, geográficamente, en Galicia y el País Vasco, los
progresos del siglo XVII se prolongan más tiempo, con cimas desfasadas en el
tiempo, según la importancia de los nuevos cultivos, el maíz esencialmente: la
fase de ascenso prosigue casi sin interrupción de 1645 a 1740, pero en el
obispado de Santiago de Compostela, o en el de Orense, en el interior de las
tierras, la curva se desvía de 1720
a 1760, mientras que el obispado de Mondoñedo, en la
costa cantábrica, se ve cómo culmina su producción únicamente en 1782. En este
último, el maíz se ha convertido en rey, ocupando el 60 % de las tierras
labradas, y la patata se hace común en este final de siglo. Los índices de
producción muestran crecimientos variables, pero con frecuencia, cuando el
trigo parece estancarse, algunos cultivos de sustitución experimentan una
progresión espectacular, la viña aquí, el maíz allá, y esto en casi toda la
península. En la propia región de Granada, entre 1780 y 1810, la producción de
maíz sobrepasa a la del trigo y la cebada acumulada”.
Todos estos
datos y su interpretación son revisables pero muestran una economía viva, con
signos positivos en la periferia (también la periferia castellana) desde 1680,
como sostienen hoy casi todos los autores. Y matizan la idea de que hacia 1750
todo el país salió del estancamiento. Más bien podría hablarse de que
precisamente entonces la periferia se estancó durante un par de decenios, en
una especie de crisis necesaria para digerir su anterior crecimiento, antes de
reemprender con nuevos bríos su ascenso, mientras que el centro de la península
sí salió hacia 1750 de la crisis (sobre todo gracias a las roturaciones y a los
viñedos) y recuperó parte de su retraso en estos años centrales del siglo.
EL DESPEGUE
DE LA BURGUESÍA EN EL SIGLO XVIII.
Europa en el siglo XVIII.
Como hemos
visto, pues, en la periferia se daba ya antes de comenzar el nuevo siglo un
fenómeno de franca recuperación de la economía, con una participación activa de
la burguesía. Y esa expansión, con algunos descansos, se mantuvo hasta el siglo
XIX, cuando la rotunda crisis de 1808 vino a replantearlo todo sobre bases
nuevas.
En penoso
contraste, hacia 1700 la situación de la economía y de la población de Castilla
era penosísima, por culpa de las guerras, las pestes, el hambre y la miseria
del pueblo bajo. El centro del país acababa de vivir una década trágica [Lynch,
XI: 345-354] pero también asomaban los gérmenes positivos de la estabilidad de
la moneda. La burguesía castellana era débil, sin cohesión de grupo ni
conciencia de tal, sin organismos de presión (aparte de los Consulados del Mar
de la periferia), y como clase social apenas duraba en los negocios una o dos
generaciones, puesto que procuraba a los pocos dineros que podía recoger que
sus descendientes accedieran a la hidalguía. Y sin embargo se puso de parte de
la dinastía de los Borbones en la guerra de Sucesión, pues esperaba que el
reformismo borbónico cortara los privilegios excesivos [Anes, 1975: 344]. Y lo
cierto es que esa burguesía, aliada con el campesinado y la pequeña nobleza y
clero, consiguió reunir la fuerza suficiente para sostener a Felipe V durante
la guerra de Sucesión. La
España campesina y burguesa tenía aún una reserva de poder,
como los ministros franceses que llegaron a Madrid pudieron comprobar.
Wallerstein [1980, II: 263] cita a Romero de Solís: “el triunfo de los Borbones
en la guerra de Sucesión española «fue el triunfo de las clases medias y de la
baja nobleza contra la Iglesia y la aristocracia señorial»“. Pese a lo que hay
de exageración a tal tesis (el bajo clero castellano apoyó masivamente a Felipe
V), el tiempo convalidó esta apreciación por sus efectos en la hegemonía social
española.
La gran
innovación de los Borbones para Fernández Albaladejo [1992: 353 y ss.] puede
haber sido un cambio ideológico en la concepción política del Imperio español:
el interés de los reyes dejaría de ser la monarquía universal de los Habsburgo
para centrarse en el reino de España. Las ambiciones de Isabel de Farnesio en
Italia no serían ni la sombra de los sueños del pasado. Este cambio en los
objetivos era un beneficio indudable para un país empobrecido y harto de
aventuras excesivas. De este modo el primer reformismo borbónico puso al
fomento de la industria y al comercio en el centro de su política económica
[Herr, 1960: 101; Lynch, 1989, XII: 106-112]. Había que desarrollar las fuentes
de riqueza si se quería mantener a España en el concierto de las grandes
potencias.
Así, el
siglo XVIII dio a la burguesía castellana una oportunidad de rehacer su
posición, con frecuentes altibajos sin duda, pero con un progreso indudable a
largo plazo. El proteccionismo, el comercio indiano y el fomento de las
manufacturas reales permitieron que la hundida industria textil de Segovia,
Guadalajara, Béjar, Palencia y de muchas ciudades castellanas recuperase parte
de su posición de antaño, doblando su producción algunas. Los diversos grupos
sociales de la burguesía recuperaron una situación estable, con unas cargas
fiscales mucho más moderadas en proporción a la riqueza real que las que tuvo
que soportar en el siglo anterior, gracias a que la política exterior fue
también menos belicosa y más racional y comedida. No hubo guerras en las
fronteras peninsulares y eso era ya un gran avance y en cuanto a las de Italia
fueron mucho menos gravosas que las de antaño. Las reformas de la
Administración, más eficaz y honesta, bastaban casi para corregir los peores
males del pasado. El comercio con América se benefició de las reformas en la
marina de 1713-1720, aunque siempre chocó con una fuerte competencia europea y
la oposición de los intereses criollos [Walker, 1979]. Incluso la ganadería
trashumante se benefició y con ella los exportadores de lana, con un largo
periodo entre 1700 y 1770 en que la exportación lanera creció. “Sin duda el
siglo XVIII es el siglo de apogeo de la Mesta, y con él, de sus críticos más
acerbos” [E. Fernández de Pinedo, en Tuñón, 1980, VII: 40].
Como
decíamos, desde 1750 aproximadamente, la recuperación demográfica y la prosperidad
económica se extendieron con mayor fuerza por Europa. En España, desde 1770, en
la periferia este crecimiento fue otra vez mucho más acusado que en el centro.
Los capitales se invertían en las ciudades portuarias, con oportunidades mucho
más rentables. A finales del siglo XVIII los poderosos núcleos burgueses de Cádiz,
Sevilla y Madrid estaban en trance de convertirse en ciudades burguesas,
dejando atrás los tiempos en que la aristocracia lo era todo. Hombres de su
tiempo como Sebastián Martínez (el comerciante ilustrado que protegió a Goya)
se beneficiaron de la apertura económica que inspiró el equipo de Carlos III y
eran admirados por sus contemporáneos.
Pero este
desarrollo que, ahora sí, parecía paralelo al de la burguesía europea se
ahogaría, como veremos, en parte por la pérdida de las colonias americanas y la
tremenda crisis interior de 1808 y porque llegó demasiado tarde y demasiado
débil. Si no fue mayor este desarrollo se debió a que las reformas del
Despotismo Ilustrado fueron demasiado lentas, aunque se mantuvieron en el
tiempo y sobre todo porque no tocaron la estructura de los problemas, que eran
la amortización de las tierras agrícolas, en definitiva la supervivencia de las
estructuras del Antiguo Régimen.
Para conocer
la estratificación y la ideología de los grupos ciudadanos en esta época de
España interesa leer las aportaciones de Pere Molas [1985], que presenta la
burguesía española como insertada en la sociedad estamental y vinculada al
sistema de valores de los grupos nobiliarios. Los grupos más importantes de la
población urbana en esta España moderna son los de antes: la oligarquía
nobiliaria, la burguesía mercantil y el artesanado. Esta clasificación no
esconde las diversidades de riqueza dentro de cada grupo, que se refleja en su
división en finas capas, con clara conciencia cada una de su status y las capas
que se tocan con las adyacentes de cada grupo dan pie al fenómeno del cambio de
status, pues siguen siendo unos grupos con una cierta movilidad de arriba a
abajo, alimentando y renovando constantemente las filas de las clases
privilegiadas, ahora sólo con honores jurídicos.
Numerosos
historiadores, Domínguez Ortiz y tantos otros, desde perspectivas políticas y especialidades
científicas muy distintas, comparten la tesis de que durante el siglo XVIII la
burguesía afianzó su presencia hasta conseguir hacia su final una posición de
incontestable dominio económico. Para Murillo [1972] la clase media se amplía
en este periodo al aumentar el número de abogados, funcionarios, eclesiásticos,
profesores, escritores y comerciantes y también por la mayor especialización de
sus actividades.
Casi todos
los historiadores políticos y constitucionalistas (el paradigma es Sánchez
Agesta [1974: 26-27]), consideran que la pujante burguesía española es
precisamente durante el siglo XVIII construye su ideología crítica respecto a
la nobleza, la Iglesia y sus privilegios, de modo que este avance ideológico es
una herencia fundamental que explica la revolución liberal del siglo XIX.
En la misma
línea, Tomás y Valiente [1971: 46-47] defiende la tesis de una burguesía ya
plenamente dominante en lo económico a fines del siglo XVIII con la prueba de
que era la única que tenía la liquidez dineraria para comprar los vales reales
y que estaría interesada en que el Estado pagase los intereses y que los
amortizase en su momento, siguiendo las tesis de Vicens Vives y otros
historiadores que no encuentran otra explicación al fermento revolucionario de
las Cortes de Cádiz. “La burguesía se fue enriqueciendo notablemente durante la
segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo, como es bien conocido, en las
ciudades mercantiles y marítimas de la periferia. En las últimas décadas tiene
poder económico, pero le falta el poder político, todavía detentado por los
estamentos privilegiados de una sociedad encuadrada aún dentro de los módulos del
Antiguo Régimen. Cuando éste caiga, la burguesía se hará con el poder político”.
Esta
burguesía emergente necesitaba tierras, exigía tierras, para sí misma y para el
campesinado. Sobre todo necesitaban los comerciantes tierras para sí mismos
para diversificar sus inversiones y necesitaban los industriales que los
campesinos tuvieran tierras para que así las rentas de éstos aumentasen y
pudiesen comprar sus productos. Nadie desdeñaba la posibilidad de convertirse
en terrateniente y así de progresar en la escala social y acceder al estamento
de la nobleza, porque era un título honorífico que suponía la consagración de
que se tenía un verdadero poder económico. Pero era algo nuevo que muy pocos
deseasen abandonar sus negocios. Se percibía que el futuro de sus familias sólo
podía asegurarse si se mantenían las lucrativas actividades comerciales e
industriales y que el seguro de las propiedades rurales era un elemento de
seguridad y prestigio, no de progresivo enriquecimiento. Para demostrarlo a la
vista de todos había demasiados nobles arruinados que buscaban emparentar con
la burguesía. La tierra sería ahora un complemento apetecible, pero no el eje
de las verdaderas fortunas. Pero, en todo caso, había un gravísimo obstáculo a
superar antes de que los nuevos burgueses adquiriesen las tierras: la escasez
de éstas por el fenómeno de las manos muertas.
LAS TIERRAS
AMORTIZADAS EN EL SIGLO XVIII.
Durante el
siglo XVIII la estructura de la propiedad amortizada no varió sensiblemente.
Miles de pueblos abandonados jalonaban los caminos cuando los viajeros
extranjeros pasaban sin ver un solo ser viviente en un día entero. Y sin
embargo sus propietarios no hacían nada para poblarlos porque los preferían
vacíos y disponibles para la ganadería lanar. Y esto incluso cuando la cabaña
lanar se había despoblado.
Casi todo el
daño de la amortización estaba ya hecho, por lo que las estadísticas sobre la
situación hacia el 1800 son aceptables para el 1700, pero nunca serán
plenamente fiables, moviéndonos en un cierto margen de error. Al finalizar el
Antiguo Régimen aproximadamente entre el 80% y el 90% de la tierra era
propiedad de las manos muertas (un 80 % para Madoz, según datos no corroborados
plenamente). Unos 4 millones de hectáreas pertenecían a bienes de Propios (de propiedad
de los municipios), 10 millones al menos a los bienes comunales (de uso por los
vecinos, pero sin título individual de propiedad) y unos 12 millones a bienes
eclesiásticos. Otros 20 millones de hectáreas estaban amortizados en manos de
mayorazgos [para este tema el mejor trabajo es el de Clavero, 1974] y señoríos
territoriales de ls aristocracia. Puede hablarse así de un verdadero monopolio
legal sobre la tierra [E. Fernández de Pinedo, en Tuñón, 1980, VII: 55-59].
Otras fuentes de la época [Moreno Alonso, 1989: 26] estiman hacia 1811 que de
un total de 55 millones de aranzadas cultivadas, se encontraban en manos vivas
17.599.900; en manos muertas, 9.093.400; y, finalmente, en poder de los
señores, un total de 28.306.700.
Finalmente un autor tan mesurado como
Domínguez Ortiz [1973: 337-358] insiste tanto en la inmensa cuantía de sus
bienes como en el desequilibrio interno, con enormes variaciones en el nivel de
riqueza del clero de una región o de otra, incidiendo en que la concentración
de propiedades era especialmente intensa en León, Andalucía, Castilla la Nueva y Extremadura. Además,
la Iglesia
percibía en sus propiedades diezmos, primicias y muchos derechos propiamente
señoriales. Los diezmos eran particularmente gravosos porque se cargaban sobre
el producto bruto, con lo que en muchas tierras se quedaban hasta con la mitad
del producto neto. Además desincentivaban las mejoras porque éstas requerían
capital y el diezmo se constituía como un impuesto más gravoso cuanto mayor
fuera el capital utilizado, de modo que podía ser más beneficioso no invertir
nada para aligerar así la carga del diezmo. Era un freno radical a las
inversiones productivas que necesitaban los campesinos para elevar su
competitividad. El catastro de Ensenada (bastante fiable sobre la realidad de
1750-53, y comentado por Vilar [1982: 63-92]) calculaba que la Iglesia poseía
1/7 de las tierras cultivables y producía 1/4 de la riqueza nacional. No porque
sus tierras fueran mejor cultivadas sino porque eran las más fértiles. Ello
sumaba unos recursos que le permitían sostener una clase social numerosa e
influyente de sacerdotes, frailes y monjas, así como unas actividades no
lucrativas de carácter social que el Estado embrionario de la época no podía
sufragar, tales como las educativas, sanitarias y de beneficiencia.
En cuanto a
los bienes Propios y Comunes constituían la principal (y a veces casi única) fuente
de recursos de miles de municipios y de sus vecinos, de modo que estos bosques,
dehesas y prados, pero también trigales y viñedos dados en arriendo, eran
vitales para su autonomía económica y política. De su importancia en plena Edad
Moderna hay una indicación en Salomon [1964: 119-147]. Era, pues, una situación
de claroscuro la de los bienes amortizados: por una parte cubrían grandes
necesidades financieras y sociales asegurando el bienestar de amplias capas de
la población, más por otra parte impedía el proceso de revolución agrícola que
se estaba dando en el norte de Europa, que se basaba en la propiedad individual
y en la circulación de esta propiedad, en la inversión y en el espíritu de
asunción de riesgo por parte de los propietarios.
EL
REFORMISMO AGRARIO DE LOS ILUSTRADOS.
Las críticas
a la amortización de la tierra se generalizaron en el siglo XVIII, cuando el crecimiento
demográfico y el aumento de los precios agrícolas (y en general de las rentas
procedentes de la tierra) por encima del índice general de precios hicieron más
evidente la necesidad de una reforma agraria que permitiese el acceso a la
propiedad de la tierra a los campesinos y diese oportunidad a la burguesía de
invertir en la agricultura. Gonzalo Anes [1981: 43-70] ha estudiado las
fluctuaciones de los precios del trigo, de la cebada y del aceite en el periodo
1788-1808 y ha concluido que los precios llegaron a apreciarse hasta un 400 %
en las épocas de sequía, sobre todo en las áreas interiores adonde no podían
llegar los suministros marítimos. La sequía y no la inflación por la emisión de
los vales reales desde 1780 sería así el principal factor explicativo de estas
puntas de aumento de precios. Y añado dos consideraciones: que los beneficios
de la especulación de alimentos atraerían la atención de la burguesía hacia la
propiedad agraria y que aquella misma especulación facilitó una acumulación de
capital idéntica a la que supuso en Cataluña la especulación con los alimentos
durante las dos rebeliones catalanas contra el poder central, la de 1640 y la
de 1700. La burguesía periférica se benefició así de la guerra y de las crisis
de miseria, en un proceso irreversible y natural de selección.
La
burguesía, de cuyo seno surgieron la mayoría de los tratadistas del periodo,
estaba impedida de facto para comprar las tierras más apetecibles, no
así las marginales (que casi siempre estuvieron disponibles salvo las de Propios
y Comunes). Eran esas tierras de regadío de las riberas de los ríos y las
dedicadas a los trigales, olivares y viñedos más productivos las que la
burguesía deseaba y su acceso estaba vedado por la amortización. En los
contemporáneos la conciencia del problema se extendió hasta llegar a la
conclusión lógica: esta institución debía desaparecer necesariamente, tanto por
lo que se refería a la vinculación en los mayorazgos de la aristocracia como a
la amortización en manos eclesiásticas y de los municipios (y sus vecinos).
Pero en este
periodo la correlación de fuerzas sociales no permitía más que atacar a la
última de aquellas formas de propiedad, la de los bienes de Propios y Comunes,
amén de liberalizar un poco las restantes. ¿Cómo avanzar sin romper con el
pacto tácito con la monarquía, la nobleza y el clero? Esta duda mermaría
cualquier posibilidad de reforma profunda de la estructura del régimen.
Es
importante destacar que la aparición de la burguesía como una clase social emergente
explica el porqué de la intensificación del debate sobre la tierra. Sin el
apoyo de ésta clase social jamás se hubieran atrevido los ilustrados a
desencadenar su ofensiva ideológica. Ya desde principios de siglo y a lo largo
de éste, escritores tan emblemáticos como Mayans, Feijóo (su Teatro Crítico
Universal es una obra imprescindible), Patiño, Flórez, Burriel, Macanaz y
los economistas [Grice-Hutchinson, 1978: 219-230] Ustáriz, Bernardo de Ulloa,
Miguel de Zavala (con su excelente Representación para el más seguro aumento
del real erario) iniciaron su ofensiva contra los males de la sociedad
española y, lógicamente, centraron muchas de sus críticas en la mala
explotación de la tierra, el principal recurso económico y donde laboraba la
inmensa mayoría de la población española. Sus aportaciones son puntuales y a
veces anecdóticas pero abren ya el camino para los planteamientos más rigurosos
de la segunda mitad del siglo. Destaca entre esas aportaciones que en el
Concordato de 1737 ya se estableciera que los nuevos bienes de las manos
muertas debieran pagar tributos como los del régimen común. Pero esta medida no
se realizó hasta el final del siglo por la cerrada oposición práctica de la Iglesia. En suma, lo
más destacable no fueron tanto los logros prácticos como la creación de un
movimiento ideológico progresista que favorecería las futuras reformas.
Era un
planteamiento común en toda Europa, con unas causas también comunes. Hobsbawm
[1964: 42-43] lo resume así: “El siglo XVIII no supuso, desde luego, un
estancamiento agrícola. Por el contrario, una gran era de expansión
demográfica, de aumento de urbanización, comercio y manufactura, impulsó y
hasta exigió el desarrollo agrario. La segunda mitad del siglo vio el principio
del tremendo, y desde entonces ininterrumpido, aumento de población,
característico del mundo moderno: entre 1755 y 1784, por ejemplo, la población
rural del Brabante (Bélgica) aumentó en un 44 por 100. Pero lo que originó
numerosas campañas para el progreso agrícola, lo que multiplicó las sociedades
de labradores, los informes gubernamentales y las publicaciones
propagandísticas desde Rusia hasta España, fue más que sus progresos, la
cantidad de obstáculos que dificultaban el avance agrario”.
Maestre
[1976] y J. A. Maravall [1991] han estudiado los antecedentes españoles del
despotismo ilustrado, para comprender tanto la índole de las propuestas como
las causas de su fracaso final, cuando la crisis de la Revolución Francesa
apagó la luz del Despotismo Ilustrado. La caída de Jovellanos fue en ello muy
semejante a las persecuciones muy anteriores de las que habían sido víctimas
Mayans y Burriel. El Siglo de las Luces tenía sus particulares oscuridades.
Este
movimiento intelectual que pugnaba por superar los obstáculos se centraría
particularmente en el grupo de los economistas ilustrados asturianos [Anes Álvarez,
1988: 58-73], con figuras tan destacadas como Navia-Osorio, Campomanes,
Jovellanos y Flórez Estrada, que son el fruto lógico de una sociedad asturiana
particularmente equilibrada para la época [Gonzalo Anes, 1988], entre el
campesinado, el artesanado y los señoríos, con moderadas tensiones por las
rentas agrarias y los foros, con una larga y pausada onda expansiva en la
población y la economía, aunque llegaría a 1800 con una saturación demográfica
y una patente falta de capitales. Pero extender su modelo a toda Castilla era
imposible.
El “Expediente
de Ley Agraria” (redactado en 1766-84) [Anes, 1975: 400-408] fue el ámbito
donde se manifestó más claramente el espíritu reformista de los ministros
ilustrados, que se apoyó en la amplia red de las Sociedades Económicas de
Amigos del País [Carande, 1989: 107-136], pero que chocó con insuperables
dificultades internas y sobre todo externas para su realización, por el miedo
de los estamentos a perder su posición de privilegio. Opiniones muy
interesantes al respecto, desde planteamientos proclives a los reformistas, son
los de Gonzalo Anes [1981: 11-42, 95-138], Lynch [1989, XII: 187-192], Sarrailh
[1954: 562-572] y particularmente las de Domínguez Ortiz [1976: 402-453] y en
concreto sobre las clases privilegiadas del Régimen y su pensamiento [1973]. En
suma, conocer este espíritu ilustrado es esencial para comprender el origen de
las ideas de los reformistas liberales del siglo XIX.
Las diversas
propuestas de reforma agraria de los ilustrados pueden clasificarse en:
La
colectivista del publicista Rafael Floranes, que no tocaba los bienes
municipales sino que, al contrario, los acrecía con los eclesiásticos, aunque
reformando su gestión y gravándolos con impuestos.
La individualista
de Jovellanos, recogida en su Informe sobre la Ley Agraria de
1793 para la
Sociedad Económica Matritense [Anes, 1975: 405], inspirada en
la teoría económica de la fisiocracia y recogida por el liberalismo en el
siguiente siglo. Se debían privatizar en plena propiedad tanto los baldíos como
las “tierras concejiles”, cercar las tierras, limitar los derechos de la Mesta , sugiere la
prohibición de nuevas amortizaciones, y otras medidas para buscar el “interés
individual”. La tesis central era que el excesivo proteccionismo suponía al
final una traba al desarrollo económico [Jovellanos, 1793: 191]. Su texto fue
considerado como canónico por los reformadores de la propiedad agraria durante
el siglo XIX, que lo citaron como autoridad indiscutida ya en las Cortes de
Cádiz, sin percatarse de su sentido utópico e irrealizable que tanto debía a
los arbitristas del pasado, como era manifiesto en el ilusorio proyecto de
enseñanza técnica de los campesinos mediante una que debían difundir los
clérigos. Para un estudio más detallado se puede consultar a Gonzalo Anes
[1981: 95-138, para el Informe, y 199-214, para el proyecto de enseñanza
mediante la Cartilla rural].
Las
intermedias de Olavide, Floridablanca y Campomanes.
El Código
de agricultura de Olavide sólo pretendía, según Tomás y Valiente [1971:
16-20], desamortizar los bienes baldíos, excluyendo los de Propios, para una
finalidad productiva más que social: buscaba el reparto a precio alzado de los
lotes entre los vecinos que quisiesen y pudiesen producir (con alternativas
como la de que los propietarios ricos instalaran a braceros, o dando las
tierras con la forma de censos pagando 1/8 de los frutos), y constituyendo con
los ingresos una Caja Provincial. Contra la tesis de Tomás y Valiente se puede
aducir que Olavide quería iniciar el proceso con los baldíos para conocer los
problemas y resultados, para pasar luego a las otras formas de amortización, lo
que casaría mejor con su espíritu radicalmente reformista.
Floridablanca
(Instrucción reservada) estaba quejoso de que los bienes amortizados no
tributasen y de que estuviesen descuidados e improductivos en su mayoría y su
solución era impedir que se amortizasen más bienes y proceder a moderadas
medidas de reparto de los baldíos y Propios. Por su posición de poder consiguió
realizar gran parte de sus ideas.
Campomanes,
con sus obras sobre la Ley
Agraria (de la que fue principal impulsor) y con su Tratado
de regalía de amortización (1765), una obra que figuraría en el siglo XIX
entre los libros prohibidos por la Inquisición y de los más denostados por Menéndez
Pelayo [1882: II, 433]. Su política agraria era: aumento de la superficie
cultivable, fomento de la pequeña propiedad mediante el reparto de bienes
baldíos y comunales, desvinculación de los mayorazgos y bienes eclesiásticos
(aunque respetándoles a sus dueños la propiedad), arrendamientos a largo
término (censos enfitéuticos), etc. De hecho, sus opiniones influyeron
decisivamente sobre los reformistas más inteligentes del siglo XIX (como Florez
Estrada).
Las escasas
medidas reformadoras del despotismo ilustrado borbónico se ajustaron al fin al
criterio individualista: división de tierras de aprovechamiento común en
parcelas a repartir entre los campesinos. Pero todas esas medidas tendrían
escaso alcance práctico porque obedecieron más a impulsos y necesidades del
momento que a un programa político de largo alcance que contara con apoyos
políticos capaces de superar las grandes resistencias y además no beneficiaron
a la generalidad del campesinado pues la mayoría de las tierras fueron
compradas por terratenientes, por los llamados “poderosos”. La burguesía
comprendió pronto la oportunidad que se le brindaba.
Y más aun,
no tocaron los bienes eclesiásticos, más allá de alguna puya teórica
(Jovellanos) o de los informes para limitar las nuevas amortizaciones
eclesiásticas, presentados por Francisco Carrasco y por Campomanes, o de las
críticas de Olavide y Floridablanca, recogidos por Tomás y Valiente [1971:
23-30], intentos que chocaron con una más viva e inmediata oposición. Mientras
que se creía poder disponer por vía legislativa de los bienes municipales y
comunales, en cambio, para los eclesiásticos se consideraba imprescindible la
negociación con la Santa
Sede. Esta tesis “ilustrada” sería la misma que la de los “moderados”
a lo largo del siglo XIX.
En suma,
Tomás y Valiente [1971: 14] ha criticado con acierto a los ilustrados por su talante
más teórico que práctico, aunque olvidando en el calor de la diatriba que no
había en aquel momento un consenso social para una reforma profunda. Lo cierto
es que las críticas y propuestas de los ilustrados fueron el necesario caldo de
cultivo para las reformas de los decenios siguientes, así como que sus primeras
disposiciones legislativas, tan moderadas, fueron el banco de pruebas para las
que vendrían a continuación.
LA
LEGISLACIÓN BORBÓNICA: LA ALTERNATIVA REFORMISTA.
El reinado
de Carlos III es considerado con razón como el momento más acertado del
reformismo español, patente desde principios del siglo XVIII y que venía a profundizar
en la corriente de renovación que había nacido hacia 1680. Desde el Despotismo
Ilustrado se trenzaron unas acertadas medidas a corto plazo que aseguraron unas
décadas más de supervivencia al Antiguo Régimen, aunque la intención del
monarca parece que no fue potenciar a la burguesía y la producción sino en
cuanto a que ello podía suponer una mejora de la Hacienda Pública
y del poder real. El regalismo y la supremacía absoluta de la monarquía fueron
el norte de la política y así puede comprenderse que España participara en
guerras tan poco fructuosas como las de los Siete Años y de la Independencia de los
Estados Unidos. Lo primordial, como en tiempos de los Austrias, eran los
intereses dinásticos de la Corona.
En todo
caso, ya en su época de rey en Nápoles (1734-1759) la política de su ministro
Tanucci había favorecido a la burguesía porque era la mejor fuente fiscal del
Estado y ya en España (1759-88) siguió esta orientación, emprendida tímidamente
en el reinado de sus predecesores Felipe V y Fernando VI. Se sucedieron las
disposiciones de reforma tributaria y agraria, en perjuicio de los intereses de
la oligarquía nobiliaria y del clero. Había que cuidar la “gallina de los
huevos de oro”. Todos los súbditos del reino, nobles, eclesiásticos o burgueses
debían estar sometidos a los impuestos, de modo que los privilegios fueran
puramente honoríficos [Domínguez Ortiz, 1988: 121]. La expulsión de los
jesuitas en 1767 y la limitación de la Inquisición iniciaron la política anticlerical
que se concretaría en el siglo XIX con la desamortización eclesiástica. España
y su Imperio vivía al mismo tiempo una coyuntura claramente alcista, al paso de
toda Europa desde 1750, reflejada en el crecimiento de los precios agrícolas,
la potenciación de la industria textil y el comercio ultramarino, mientras que
la población aumentaba vigorosamente: si el censo de 1768 daba 9.301.728
habitantes, el de 1787 daba 10.286.000, un millón más en sólo veinte años y
este ritmo seguiría en los siguientes años, incluso con el incompetente Carlos
IV y su desafortunada gestión.
Las reformas
que más nos interesan aquí son las que se refieren a la creación de una
burguesía agraria, con el acceso a la propiedad de los campesinos.
En el campo
legislativo las primeras medidas reformistas en la estructura de la propiedad rural
se habían producido en los años finales del reinado de Felipe V, cuando en
1737-38 se decretó el reparto de las tierras baldías, pero ya en 1747 se
anularon tales medidas y se devolvieron a los concejos las tierras ya vendidas.
La monarquía se ganaba así por unos años el favor del pequeño campesinado
[Sarrailh, 1954: 569], que se había quejado de las pésimas consecuencias que
tenía aquella medida para las haciendas municipales.
En el
reinado de Fernando VI, caracterizado por el pacifismo y la elección de
excelentes ministros reformistas, se da el 16 de marzo de 1751 la intervención
en los bienes de los Pósitos, con la creación de la Superintendencia General de
Pósitos. Era una medida de fomento que alcanzó resultados inmediatos: se pasó
de 3.371 pósitos municipales en 1751
a 5.225 en 1773, y se sanearon muchos de ellos al
sustraerlos a las prácticas más abusivas de las oligarquías locales. Pero la
mala gestión del Consejo de Castilla y a fines de siglo el déficit fiscal llevó
a la intervención de los caudales de dinero y los depósitos de granos de los
pósitos, que perdieron así gran parte de su eficacia, para entrar en rápida
decadencia (en 1850 su número había bajado a 3.410 y su importancia aun mucho
más). Se hubiera necesitado un eficiente Pósito en cada municipio para atender
a los necesarios créditos de cultivo (y no sólo los de siembra), pero estaban
dominados por los agricultores acomodados, los cargos municipales y las clases
privilegiadas, más interesados todos en dificultar el acceso a la propiedad de
los pobres que de facilitarla. Hacía falta un cambio político y un control
mucho más eficaz para cambiar el destino de los fondos de los pósitos. Para un
mejor conocimiento del tema de los pósitos en la España del siglo XVIII
puede consultarse a Concepción de Castro [1987: 95-113] y a G. Anes [1981:
71-94], que considera que los pósitos sólo fueron utilizados por la sociedad
estamental para protegerse de las graves crisis de abastecimientos, privándolas
de una utilidad más ambiciosa.
En 1760, ya
con Carlos III en el trono, y siguiendo la mentada política reformista ya
ensayada en Nápoles, se crea la Contaduría General de Propios y Arbitrios, bajo
la competencia del Consejo de Castilla, para fiscalizar la administración de
tales bienes, evitar que se usufructuasen por los terratenientes locales y para
bajar los impuestos municipales. Tal medida podría interpretarse como
contradictoria con el fin último de la desamortización, pero era un intento de
mejorar la gestión de los municipios y ponía, en todo caso, a los Propios bajo
el control de la Administración real, el primer paso para nuevas y más audaces
medidas.
En 1766
Carlos III (por influencia de Aranda y Campomanes) se inicia la más decidida política
hasta la fecha para la reforma agraria [Anes, 1975: 408-414]. Desde este año se
suceden las medidas para favorecer la división de los latifundios y regular los
arrendamientos rústicos, recortar los privilegios de la Mesta para potenciar a la
agricultura, fomentar las colonizaciones como la de Sierra Morena, aunque nunca
lograron colmar los vacíos rurales (en el censo de 1797 había aún 932
localidades rurales desiertas, especialmente en La Mancha ).
En ese mismo
año de 1766 se dispuso que se repartieran en arrendamiento entre los campesinos
más necesitados de Extremadura “todas las tierras labrantías propias de los
pueblos y las baldías y concejiles”, medida que se hizo extensiva en los dos
años siguientes a Andalucía, La
Mancha y el resto del país. Si el pensamiento ilustrado había
preparado el terreno, los acicates concretos fueron el hambre y los disturbios
de 1766 (el motín de Esquilache fue sólo el más destacado de una serie de
revueltas por el hambre, que Vilar nos ilumina en su sentido social [1982:
93-140]). La motivación social de la reforma era esencial en este momento y el
reparto a los braceros, que además dejaba en manos de las haciendas municipales
las rentas de los arriendos, hubiese sido un camino adecuado para una positiva
reforma agraria, mas la ausencia de créditos a los nuevos labradores para que
invirtiesen en estas tierras abocó la reforma al fracaso, además de que no se
cumplió completamente más que en unos pocos sitios por la oposición pasiva de
los municipios y el intento de las clases privilegiadas de beneficiarse
clandestinamente [Artola, 1878: 130-131], por lo que en la provisión de 25 de
mayo de 1770 se dio marcha atrás, reconociendo y respetando los intereses.
Asimismo y fue el segundo factor negativo, los arrendatarios pobres perdían
casi siempre su lote al cabo de un año, al no poder cultivar debidamente la
tierra y entonces aparecían los especuladores para quedarse con la tierra. En
definitiva, resultó la reforma en un distanciamiento aún mayor entre el
proletariado rural y los terratenientes [Sánchez Salazar, 1982: 189-258]. Pero
a cambio, los burgueses residentes en las ciudades del Sur accedieron a esas
propiedades. La burguesía alcanzó ahora a comprender que sus intereses de clase
estaban en oposición con los del campesinado pobre y que más le valía aliarse
con el poder establecido y llegar a un pacto tácito con las clases
privilegiadas. Este pacto, según muchos autores, se perpetuaría durante el
siglo XIX, más nuestra opinión es que sólo unas capas concretas de la nobleza y
la burguesía actuaron al unísono. Fueron las más conscientes de que venían
nuevos tiempos, de que las actividades económicas del pasado (y las formas
jurídicas que las protegían y regulaban) estaban condenadas a desaparecer y así
se creó un conglomerado propietarios de nuevo cuño (o reconvertidos al
capitalismo agrario) de tres grupos sociales: aristócratas ilustrados (que no
rechazaron dedicarse al comercio incluso); de burgueses que habían acumulado
capitales en el comercio, la industria y las finanzas, y de campesinos
acomodados que se habían beneficiado de los arrendamientos con bajas rentas de
las fincas de la Iglesia
y de la nobleza absentista. Era esta unión de grupos sociales la transposición
al campo del patriciado urbano barcelonés que estudió Amelang.
Como vemos,
fueron reformas agrarias que se quedaron a medio camino, que tendieron a suturar
las heridas del sistema antes que a cambiarlo. Y al final del reinado el
impulso se había perdido. Miguel Artola [1982: XI y ss.] y Julián Marías [1963]
han incidido sobre este “progresivo abandono del esfuerzo ilustrado”, patente
desde antes de la muerte del rey Carlos III y agravado en la década siguiente.
Para Rodríguez Labandeira [1982: 180-181], coincidiendo con nuestras propias
opiniones: “La política económica de los Borbones en el siglo XVIII, sobre
todo, al calor de una época de paz que coincide con el reinado de Carlos III,
si bien favoreció un crecimiento lineal de la economía, no fue capaz de
provocar una transformación del sistema, porque mantuvo en vigor las
suficientes trabas como para impedirle dar el salto y desarrollarse”. “...
históricamente no se puede hacer la revolución industrial, sin antes
hacer la revolución liberal. Para acceder a un capitalismo
autogenerado las economías del Antiguo Régimen no tienen más vía que la de
este doble proceso revolucionario”.
Carr [1966:
52-54] ha señalado que a fines del siglo XVIII el régimen antiguo de propiedad
estaba en crisis, tanto en el terreno de las ideas, como por las necesidades de
la Hacienda. Era
sólo cuestión de tiempo que comenzara la desvinculación y la desamortización,
al socaire de los tiempos renovadores que recorrían Europa. Y la puntilla llegó
con las crisis bélicas.
Carr llega a
considerar con cierta exageración a la reforma agraria de Carlos III como “el
ensayo de reforma agraria más notable hasta los días de la II República” [1966:
77], pero al principio del siglo XIX sólo unas pocas regiones (Cataluña sobre
todo) tenían una clase media agraria dominante. De esa burguesía agraria (y no
de la burguesía mercantil) saldrían precisamente las sucesivas oleadas de
burgueses industriales que hicieron la fortuna de la Cataluña contemporánea y
esta constatación nos hace lamentar con mayor razón que el modelo catalán no
pudiera extenderse al resto del país.
Más éxito a
corto plazo tuvieron las medidas que suprimieron las aduanas interiores y
liberaron el comercio de granos, junto a las inversiones en la mejora de los
caminos y puertos, antes preteridas durante siglos, por lo que supusieron de
creación de un mercado único en España, por primera vez desde la unión de las
Coronas con los Reyes Católicos.
Las reformas
hacendísticas mejoraron sin duda las recaudaciones y acercaron el sistema
financiero al modelo de los países europeos de capitalismo más avanzado. La
creación del Banco de San Carlos (1782) y de los vales reales, la primera
moneda en papel de curso obligatorio, eran pasos necesarios para consolidar una
burguesía financiera.
La creación
de las Juntas de Comercio y de las Sociedades Económicas de Amigos del País
extendieron el espíritu de los nuevos tiempos y establecieron una mínima
organización de los grupos de presión a favor de las reformas económicas. Si
las manufacturas reales fracasaron casi en su totalidad, más pronto o más
tarde, las fábricas textiles catalanas y el resto de manufacturas industriales
de capital privado se beneficiaron de variadas medidas de fomento y se
expandieron triunfalmente [Anes, 1975: 203-217]. En cuanto al fomento de la
ciencia y de la investigación se percibe la influencia que tiene para el
desarrollo económico de una gran potencia [ver para la Inglaterra del XVII a
Merton, 1970] y se toma el modelo francés, más cercano, como un medio de
desarrollo material del país, creándose los mecanismos institucionales más
relevantes de la ciencia española, consiguiendo resultados más que estimables
[Sellés y otros, 1987]. Se fomentan, según el mismo modelo de los países
nórdicos, más compañías privilegiadas de comercio, como la Compañía General y
de Comercio de los Cinco Gremios Mayores de Madrid (1763), o se fusionan, como
la Guipuzcoana y la de Filipinas (1785), al tiempo que se apoyan las
instituciones privadas de crédito [E. Fernández de Pinedo, en Tuñón, 1980, VII:
145-159]. Una burguesía industrial, comercial y financiera con negocios de dimensión
a escala europea surgía de este clima.
La medida
más célebre fue la libertad de comercio con América, establecida en 1778,
largamente reivindicada por los catalanes y cantábricos durante el siglo XVIII
en consonancia con su creciente conciencia de poder. Rompió el monopolio
andaluz y espoleó aún más la prosperidad de toda la periferia española. Esta
liberalización del comercio indiano no perjudicó a ninguna región, ni siquiera
la andaluza, de lo que muy pronto se sorprendieron los comerciantes e intereses
gaditanos y esta fue la mejor prueba de que la libertad de comercio e industria
(y lógicamente de enajenación de la propiedad rústica) era a la postre la mejor
vía para el desarrollo económico.
Una parte
importante de la burguesía al final del Antiguo Régimen en España estaba compuesta
al igual que un siglo antes por profesiones liberales, muchos con títulos
universitarios: teólogos, pero sobre todo juristas y médicos. Los letrados eran
omnipresentes en la burocracia, que continuaba su hipertrofia ya iniciada en el
siglo XVII, en una verdadera “empleomanía”. Macanaz escribe en 1740: «Hay cien
empleados donde bastarían cuarenta... si trabajaran bien, y a los demás podría
dedicárseles a otro trabajo provechoso». Mayans escribe en 1753 que estos funcionarios
eran una multitud de zánganos [Trevor Davies, 1969: 106]. Los médicos abundaban
por doquier, ciudad o campo, de modo que el censo de 1797 nos da 4.346 médicos
y 9.272 cirujanos y suponía una de las figuras clave de la vida social del
Antiguo Régimen [Domínguez Ortiz, 1973: 2149-257].
Pero junto a
estos burgueses con pasión por ser rentistas y casi siempre poco productivos,
había poderosos núcleos de industriosos empresarios. Los comerciantes que
constituían la burguesía mercantil era ya un fenómeno real que comenzaba a
diversificarse. Los fabricantes catalanes de tejidos de algodón [Molas, 1985:
238-246] alcanzaron un auge formidable y su presencia en la sociedad de la
época fue un antecedente de su dominio sin rival en el siglo XIX. En los
principales focos capitalistas, muchos hombres de empresa se especializaban en
los servicios financieros (el ejemplo de Italia en el Renacimiento era
paradigmático, cuatro siglos después). La riqueza de matices de nuestra
burguesía se correspondía ya con la de los países más avanzados, aunque su
número y su importancia fueran aún mucho menores. Así, cuando en Francia,
Soboul, el historiador de la
Revolución , analiza las diversas capas de la burguesía al
final del Antiguo Régimen, su modelo se corresponde también al español:
rentistas, profesiones liberales, gran burguesía de negocios (financieros,
comerciantes, manufactureros) y pequeña burguesía de tenderos y artesanos. Lo
más importante no era, pues, su composición sino su dinamismo, su conciencia de
que las empresas de riesgo eran el motor de la riqueza a largo plazo, una ola
de optimismo había cambiado las conciencias de estos grupos y se difundía por
amplias capas de la población, que pugnaban por entrar por el mérito y el
trabajo en esta burguesía, en una clase social en la que el dinero era
suficiente distinción. Y aun así incluso esta barrera fue rota.
Molas [1985:
234-237] nos presenta el caso de los comerciantes y fabricantes (muchos eran
las dos cosas a la vez) de Valencia ennoblecidos al amparo de la real cédula de
1783, que posibilitaba el ennoblecimiento de quien pudiera demostrar la
existencia de tres generaciones familiares dedicadas al ejercicio del comercio
o de la industria. Esta norma suponía una solución parcial al cierre del camino
de las compras de tierras. Ahora no haría falta esto para ascender en la escala
de los honores aunque el prestigio fuese mayor si se unían el honor y la
tierra.
Este clima
de apertura y de movilidad social era ciertamente general en Europa. Hobsbawm
[1964: 45] sostiene que todos los gobiernos occidentales que hacia 1780
aspiraban a una política racional se dedicaban a fomentar el progreso
económico. Y como este venía sólo de la libertad de empresa necesariamente se
seguía la libertad política como conclusión. Los que avanzaron por estos dos
caminos al mismo tiempo pudieron triunfar. Los otros fracasaron.
La burguesía
vivió años de euforia y revelación. Por primera vez la burguesía aparecía como
una clase verdaderamente poderosa, capaz de construir el Estado a su
conveniencia y acceder al poder, al menos compartido con las clases
privilegiadas. Muchos medianos propietarios catalanes aprovecharon el cultivo
de viñedos y el alto precio del vino para acumular capitales e invertirlos en
el comercio y las nuevas industrias. Los maestros de los gremios artesanales
proliferaron hasta ser proporcionalmente muy superiores a los oficiales y
aprendices según el censo de 1797 [Anes, 1975: 201], con lo que significaba de
movilidad social y de base para el futuro desarrollo industrial. Durante unos
pocos años España vivió un auténtico “boom” industrial, comercial y
financiero, mientras la marina mercante crecía. El régimen señorial y el
feudalismo se desfondaban a ojos vista [Godechot y otros, 1971] por toda
Europa, y la España
borbónica seguía el mismo camino, tarde y mal, pero claramente. Los
comerciantes ingleses temieron en este periodo el “resurgimiento de una gran
potencia dormida”, pero ya era muy tarde para salvar el retraso relativo de
tantos años.
EL FINAL DEL
ANTIGUO RÉGIMEN: CARLOS IV Y GODOY.
Pensamos hoy
que si hubiera habido a finales del XVIII unas décadas de paz en Europa se
habría conseguido probablemente consolidar el desarrollo económico en España y
ponerse a la altura de las grandes potencias. Pero en la Francia de 1789 estalló
una Revolución que sonaría en toda Europa y ensordeció en España. La política
de Carlos IV y sus ministros no podría ser más desdichada para la burguesía.
Las guerras, la deuda pública, la ruptura del comercio americano, fueron las
consecuencias de una política exterior al servicio de los intereses de la
monarquía y de las verdaderas clases dominantes al final del Antiguo Régimen,
la aristocracia y el clero. En estos largos e intermitentes años de crisis, fue
cuando la burguesía tomó conciencia poco a poco de que si quería acrecentar o
incluso mantener su prosperidad entonces debía cambiar la naturaleza del
Régimen. Ese intento comenzaría con las Cortes de Cádiz. Pero esa es ya otra
historia.
Las guerras
con Francia (1793-1795), Portugal (1801-1803) e Inglaterra (1797-1801 y 1804-1808)
llevaron al país a una situación lamentable, sobre todo en la región donde
mayor era la prosperidad anteriormente. “La guerra contra el ejército francés
significó para Cataluña una época demográfica y económicamente catastrófica”
[C. Martínez Shaw, en Fernández, 1985: 129]. La guerra del Francés de 1793-94
fue una vuelta al pasado y un adelanto del penoso futuro, según Vilar [1982]. Y
la interrupción del comercio americano durante la mayor parte del periodo
siguiente no ayudó a restañar las profundas heridas.
El ingente
importe de los gastos bélicos y la falta de un sistema contributivo en Castilla
semejante al del catastro catalán, mucho más justo y eficaz, acrecentaron la Deuda pública durante la
época de gobierno de Godoy hasta el colapso financiero del régimen. Artola
[1982: 321-459], siguiendo la línea investigadora de Hamilton [1947] sobre la
relación guerra-Deuda, ha estudiado minuciosamente la quiebra de la Hacienda del Antiguo
Régimen, comenzando con la guerra de Independencia de los Estados Unidos, de
modo que los presupuestos entre 1793 y 1806 se nutrieron en un tercio de los
empréstitos públicos [Fontana, 1978: 71]. Era la misma guerra que provocó el
colapso financiero del régimen borbónico en Francia. La diferencia entre los
casos español y francés estribaba solamente en que la Deuda Pública francesa,
que había pagado conflictos bélicos de enorme envergadura, era ya muy superior
a la española y su hundimiento se adelantó por ello.
De acuerdo
con Fontana [1983: 13-21 y 53-82], puede cuestionarse incluso si el sistema
absolutista hubiera aguantado mucho más allá de 1808 aunque no se hubiese
producido la invasión napoleónica, pues es en este año la deuda pública
ascendía ya a 7.000 millones de reales, según Canga Argüelles. Los intereses se
comían la totalidad de los ingresos de la Corona [Artola, 1982: 329]. Muchos
contemporáneos estimaron con acierto que el derrumbe de los ejércitos españoles
estaba directamente relacionado con la intrínseca debilidad financiera del régimen,
por la cual no había unas fuerzas armadas a la altura del reto, ni una
administración que pudiera sobrevivir a la invasión. El impacto de la
percepción de esta debilidad en la burguesía no puede minusvalorarse, porque
tomó clara conciencia de que este Estado casi putrefacto no podía defender
eficazmente sus intereses.
En este
contexto de apremiantes necesidades financieras es como deben verse las desamortizaciones
del periodo 1794-1808, abriendo una pauta que se repetiría a lo largo del siglo
XIX, cuando siempre primaría la urgencia de conseguir fondos sobre cualquier
consideración social de más largo alcance. En contra de esta interpretación se
hallan las tesis más conservadoras de Antequera o de Menéndez Pelayo [1882: II,
465], que consideraban, como en el resto de las desamortizaciones que el motivo
fundamental era la incapacidad en unos casos y, sobre todo, una concepción
jansenista o regalista de las relaciones Estado-Iglesia, que estos autores
rechazaban porque llevaría a la
Patria hacia el ateísmo, la desvertebración social y la
ruptura. Una interpretación que estará latente en muchos de los prohombres
conservadores y en sus decisiones políticas.
Tomás y
Valiente (1971: 38 y ss.] estudia la relación de disposiciones legislativas que
desde 1794 gravaron los bienes municipales y eclesiásticos con impuestos
destinados a pagar los intereses de la deuda. Se abría paso así una doctrina
político-jurídica de intervencionismo, que fundamentaría los pasos siguientes
cuando se dio el detonante para un salto cualitativo: la crisis bélica y fiscal
de 1798.
En los meses
de febrero a septiembre de 1798 una serie de normas constituyen la llamada desamortización
de Godoy. Primero (21 de febrero) las ventas de las fincas urbanas de los
municipios. Segundo (26 de febrero) la creación de una Caja de Amortización de
la deuda, engrosada con los fondos de las ventas de los bienes. Y por último
(25 de septiembre) tres reales órdenes sumamente importantes, pues suponen el
principio de la desamortización decimonónica, basada en la apropiación por el
Estado de bienes inmuebles vinculados a “manos muertas”, su venta pública en
subasta, la asignación del importe a la amortización de la deuda y la
compensación a los “desposeídos” con un interés anual. En estas reales órdenes
se intervenían los bienes de los seis Colegios Mayores, de los jesuitas
expulsados (que no recibieron interés alguno) y, sobre todas, la que dispuso la
venta de bienes de hospitales, hospicios, casas de misericordia, cofradías,
memorias, casas pías y patronatos de legos. En su consideración se justifica en
la neutralización del déficit de la Hacienda Pública, pero lo cierto es que, a
pesar de que las ventas siguieron un buen ritmo, los resultados finales fueron
muy magros porque las necesidades bélicas siguieron creciendo y comiéndose los
ingresos. Siguió en 1805 un permiso concedido por la Santa Sede para
desamortizar bienes eclesiásticos por un valor de hasta 6'4 millones de reales
de renta.
Poco después
y ante los crecientes apuros de la
Hacienda española y por el temor a que la monarquía se
desmoronase como ya lo había hecho la francesa por causas tan similares, la
Santa Sede autorizó por un breve de 12 de diciembre de 1806 (aplicado en España
el 21 de febrero de 1807), la venta del “séptimo eclesiástico”, o sea, la
facultad de enajenar: “la séptima parte de los predios pertenecientes a las
iglesias, monasterios, conventos, comunidades, fundaciones y otras cualesquiera
personas eclesiásticas, incluso los bienes de las cuatro Órdenes Militares y la
de San Juan de Jerusalén”. A cambio se compensaba esta venta con una renta del
3 por ciento para los expropiados. Una importantísima medida desde el punto de
vista político y jurídico puesto que la Iglesia venía a reconocer la
posibilidad de dedicar sus bienes a satisfacer las necesidades del Estado,
aunque fuese al principio bajo la figura jurídica de una “gracia concedida”.
Pero la complejidad jurídica del procedimiento de tal enajenación era
extraordinaria: inventario, deslindamiento, tasación, etc., con el resultado de
que apenas se habían vendido algunos bienes cuando Fernando VII suspendió la
medida en sus primeras semanas de gobierno en 1808.
Para la
mayoría de los estudiosos todas las anteriores medidas tuvieron escaso alcance práctico,
pero parece más razonable señalar que faltan estudios locales y regionales
sobre su incidencia. Así, parece confirmado que el arrendamiento y venta de
bienes de Propios y baldíos fue muy importante en regiones del Sur, sobre todo
en Extremadura (donde en plena guerra se seguían vendiendo bienes, pero sólo a
un octavo de su valor) y Andalucía, mientras que en las demás regiones fue muy
menguada.
El primer
autor moderno que ha hecho una estimación de las ventas del periodo anterior a 1808 ha sido Herr [1974:
49], elevando su valor a unos 1.600 millones de reales. Pero sus defensores han
tendido a ignorar que ya Canga Argüelles en 1811 hacía una estimación, muy
cercana, de 1.653 millones, por lo que Herr simplemente ha convalidado un dato
ya conocido. Si esta cantidad fuera cierta la desamortización de Godoy afectó a
la mitad de los bienes de la posterior desamortización de Mendizábal por lo que
habría que revalorizar su importancia.
En todo caso
sí es cierto que no beneficiaron en demasía al campesinado, pues muchas de las
tierras desamortizadas fueron adquiridas por grandes terratenientes y la
emergente burguesía agraria de carácter absentista, residente en las ciudades y
que buscaba su seguridad en un momento en que el comercio y la industria
estaban casi colapsados. Pero sí fue más positivo que supusieran otro corte
ideológico profundo en las conciencias de los gobernantes y del pueblo,
preparando cada iniciativa y en progresiva acumulación a la sociedad para los
más drásticos y obligados cambios de las décadas siguientes.
En
definitiva, la situación antes de la guerra de la Independencia no podía ser
peor para afrontar los inmensos gastos y el corte poblacional que conllevó.
Hacia 1808 España estaba ante una disyuntiva fundamental en casi todos sus
sectores económicos y ello afectaba profundamente a la sociedad y al régimen
institucional.
Martínez
Shaw [en Fernández, 1985: 129] nos refiere las consecuencias para la burguesía catalana:
“la guerra de 1808-1814 fue la ocasión para un relevo generacional en las filas
de la burguesía. Definitivamente desaparecen del primer plano los hombres que
han dirigido la economía catalana en la segunda mitad del siglo XVIII:
desinteresados del negocio en época tan incierta y sin capacidad para
acomodarse a las nuevas exigencias de los tiempos, desvían sus inversiones a la
tierra y, amparados en un título de nobleza o en una posición social
reconocida, disfrutan de los bienes adquiridos sin correr las aventuras de la
primera hora. Su lugar es ocupado por una nueva generación que ha ascendido en
la etapa anterior, que se ha vinculado directamente con el proceso productivo,
que trae consigo nuevos modos empresariales y que sabe reconocer los signos del
cambio en ciernes. Ellos serán los protagonistas de las nueva etapa:
capitalismo industrial, mercado interior, liberalismo político, proteccionismo
económico”.
Por
extensión estas mismas palabras pueden decirse de los otros núcleos de una
burguesía atrevida y ambiciosa y nos muestran la tensión entre riesgo y
seguridad, entre mirar al mañana y al pasado de la burguesía de la Edad Moderna. El
Antiguo Régimen subsistiría aún bajo mucho disfraces [Mayer, 1981] pero ahora
las reglas del juego iban a ser muy distintas. La burguesía estaba en puertas
de vivir su gran siglo. Pero esa es otra historia.
LA BURGUESÍA
AGRARIA BALEAR AL FINAL DEL ANTIGUO RÉGIMEN.
Hacia 1799
la estructura social de la
Mallorca rural era una de las más equilibradas en la España del siglo XVIII
[Barceló, 1964: 123-138]. Los grandes terratenientes absentistas, los famosos botifarres
(8,38 %), dominaban la pirámide social, con los pequeños propietarios y
arrendatarios (25,84 %) dando la citada moderación al conjunto, y en la parte
baja de la pirámide los jornaleros (54,58 %) y los pobres (11,20 %).
De acuerdo
con estos datos Mallorca era la región con mayor porcentaje de pequeños propietarios
y arrendatarios y la segunda (tras Andalucía) en porcentaje de jornaleros. Pero
este desnudo dato esconde que los arrendatarios más favorecidos fueron los
componentes de un reducido grupo de mercaderes que casi dominaron poco a poco
durante el siglo XVIII la producción de aceite de oliva y gran parte de la de
trigo [VV.AA, 1982: 134]. Esta burguesía, siempre renovada en sus efectivos,
había comenzado sus actividades ya en la Edad Media , con la importación de trigo en las
crisis agrarias [Juan Vidal, 1976: 102] y la exportación de aceite y el resto
de los productos isleños.
Durante todo
este periodo, en la Edad
Media y en la Moderna, las islas eran deficitarias permanentes
en cereales, objeto de una especulación que beneficiaba claramente a las clases
dominantes privilegiadas [VV.AA, 1982: 131], propietarias de las grandes fincas
(possessions) que acaparaban las mejores tierras de cultivo, en un
sistema de vinculación (el hereu desde la Conquista y el mayorazgo desde
1715) común al resto de España. El grupo de esta ascendiente burguesía alteró
este sistema, al apropiarse de los beneficios del sistema productivo; podía
especular con los precios de los alimentos y acumular capitales, lo que le
permitió acceder en muchos casos a la aristocracia y conformar la parte más
activa y floreciente de la burguesía que constituiría en el transcurso del
siglo XIX la vanguardia del liberalismo isleño y la clase dominante en
definitiva al final.
Es sabido
que el ministro de Hacienda de Godoy (desde diciembre de 1798 a 1808) fue el
mallorquín Miguel Cayetano Soler, al que tocó afrontar los problemas más graves
de la Hacienda
Pública , ocasionados por las guerras exteriores y la
inadecuación del sistema fiscal a los requisitos de un Estado moderno. Promovió
en un insuficiente esfuerzo las más duras medidas desamortizadoras que se
habían conocido.
Sería
interesante estudiar la relación de este ministro reformista con la Sociedad
Económica de Amigos del País de Mallorca y hasta qué punto las ideas de reforma
agraria de ésta influyeron en sus ideas desamortizadoras. Según Moll [1973:
91-116] este programa era más bien de reformas técnicas en el cultivo, aunque
también le debió influir el Informe de Ley Agraria de Jovellanos para la Sociedad hermana de
Madrid en 1783; si no tuvo en Mallorca el poder de desarrollar su programa (ni
siquiera en la creación de un Pósito de granos o de una Compañía de Comercio)
en cambio Soler pudo realizar algunos de los puntos del programa respecto a la
movilización de la propiedad rústica, en la llamada desamortización de Godoy.
Faltan por
completo datos sobre las consecuencias de la desamortización en Baleares por
estas fechas pero todo parece indicar que las ventas directas a consecuencia de
la legislación fueron muy pocas, sobre todo por la falta de tiempo para su
aplicación antes de la crisis de 1808, pero que en cambio fueron más elevadas
las promovidas por el mismo clero (o cuando no, los cambios forzosos debidos a
la ejecución de las hipotecas), para poder pagar las muy gravosas
contribuciones especiales a las que la sometió el Estado, lo que explica gran
parte de la enemistad que el clero y los jornaleros y pequeños arrendatarios
afectados por el aumento del valor de los arriendos y el impuesto sobre el vino
manifestarían a Godoy y a su ministro en los motines de 1808.
¿Quiénes
compraron las fincas en este periodo, por ventas voluntarias o forzosas del
clero? ¿Quiénes sustituyeron a los grandes mercaderes arrendatarios, que desde
1798 aproximadamente comienzan a dedicarse a otras actividades? Todo indica
[VV.AA., 1982: 135] que fueron aquellos medianos campesinos arrendatarios,
beneficiados por la ausencia de impuestos directos sobre unas propiedades que
eran en último extremo de las clases privilegiadas y por el aumento de los
precios agrícolas (con puntas tan extremadas como las que se dieron en los
conflictos bélicos y en las frecuentes carestías, casi anuales desde 1791). En
cambio los pequeños propietarios no pudieron emerger de la constante penuria
debido a los diezmos e impuestos que les gravaban. Una situación que no
cambiaría hasta Mendizábal.
La base de
la economía eclesiástica en Baleares no fue nunca la propiedad rústica, así como
tampoco Cataluña y Baleares habían desarrollado las grandes extensiones de
bienes de Propios y Comunes que había en el resto de la Península. Estas
dos regiones constituían islotes en el mar de la amortización, aunque la
extensión de estas propiedades amortizadas no fue tan escasa como el 2 %
aproximadamente que los estudios de Ferragut y otros autores aventuran
basándose en datos parciales. Su base de rentas estuvo constituida por los
censos [VV.AA., 1982: 147], que fueron desamortizados masivamente a partir de
1837, aunque faltan estudios concretos sobre el tema.
En cuanto a
las islas menores, Ibiza estaba sumida en una miseria absoluta, amedrentada por
la piratería, dominada por unos pocos grandes señores y con un obispado muy
reciente (1783), con rentas muy bajas, inferiores a los 100.000 reales.
Mientras en Menorca había surgido, por feliz contraste, una burguesía
relativamente próspera, al amparo del dominio inglés durante buena parte del
siglo XVIII. Navieros, comerciantes, medianos propietarios rurales,
constituyeron el germen de una sociedad que en el siglo XIX sería la más
equilibrada del mundo isleño. Pero había una oposición en el seno de la isla
entre la sociedad más desarrollada de Mahón y la ancestral de Ciudadela,
anclada en el pasado y con predominio de la nobleza y el clero.
Era una
sociedad de un conservadurismo político propio de una sociedad estamental.
Miguel de los Santos Oliver [1901: 491] nos dice: “Mallorca era tenida en el
resto de España por los hombres que dirigían el movimiento reformador y por los
que procuraban detenerle, como un baluarte del Antiguo Régimen, no ya de la
España genuinamente tradicional, de la España monárquica y federativa, sino de la España decadente y
despótica del siglo XVIII”. Ello fue tanto por su aislamiento geográfico, que
la apartaba del movimiento de las ideas liberales, como por la masiva
inmigración de la nobleza (unos 30.000 individuos) y el clero (3.000
sacerdotes) que huyeron de la guerra en la Península. Miles de reaccionarios se
agolpaban por toda la ciudad y luego se extendieron por muchos pueblos, no
bastando a compensar esto la inmigración de varios miles de industriales y
comerciantes catalanes y valencianos. Las islas padecieron por la guerra a
pesar de que los inmigrados trajeron nuevas actividades, pues el aumento de
impuestos, incluso con monetización del oro y la plata de las iglesias,
supusieron una carga financiera que contribuyó a alterar a largo plazo la
estructura social, agravando un proceso que debía acabar necesariamente con la
extinción del Antiguo Régimen.
Este
anunciado fin los propios sectores privilegiados lo veían cercano. En los
informes recabados en 1809 por la Comisión de Cortes [Artola, 1976: tomo II,
129 y ss.], comprobamos que el obispo de Menorca, el españolista Juano
(expulsado en marzo de 1810 por un motín en la isla, promovido por el clero más
reaccionario de Ciudadela), se revelaba como un ilustrado al pedir el libre
comercio interior y de exportación, al quedar como impuestos sólo los de
aduanas, de lujo y una contribución personal a pagar proporcionalmente a los
bienes raíces (incluso con un baremo progresivo) y reducir el número de
conventos y clérigos a los de verdadera vocación. El ideario del obispo era sorprendentemente
el programa asumido como propio por la burguesía mahonesa.
En cambio, y
el contraste es sintomático de lo difícil que era aunar los intereses de estos sectores
sociales, el ayuntamiento de Palma de Mallorca [op. cit. 314-322], dominado por
los estamentos de la nobleza y el clero, se mostraba mucho menos progresista,
por no decir más conservador que el obispo de Menorca y no pedía reforma alguna
de la propiedad (sobre su tradicionalismo baste decir que aún exigía limpieza
de sangre en los cargos públicos [para más información ver Anes, 1975:
146-147]). La Universidad
de Mallorca [op. cit. 327-330] se atrevía al menos a pedir que se obligase a
trabajar a todo varón capaz, bajo severas penas (alistamiento, pérdida de
mayorazgos, etc.) y es que la demanda de mano de obra era muy importante,
llegándose a tasar el precio del día de trabajo.
Otra prueba
de hasta qué punto era compleja la situación fue la actuación del obispo de
Mallorca, Bernardo Nadal. Este fue diputado en las Cortes de Cádiz, llegando a
presidir la comisión encargada de elaborar la Constitución de 1812.
Nos falta un estudio especializado sobre su actuación en los debates, pero
parece que su actitud fue bastante liberal en lo político y más conservadora en
lo económico y social, oponiéndose radicalmente a toda desamortización
eclesiástica (no así a la civil), mientras que el clero mediano y bajo
desarrolló una oposición mucho más reaccionaria, compartida por muchos obispos
refugiados en Mallorca y que firmaron un célebre manifiesto en el que entre
otros puntos defendían la propiedad eclesiástica y los señoríos
jurisdiccionales, lo que provocó en abril de 1813 la expulsión de muchos de los
obispos refugiados en la isla, concretamente los de Barcelona, Lérida, Urgel,
Tarragona, Tortosa, Teruel, Cartagena y Pamplona, orden ejecutada por las
autoridades liberales de la isla.
En suma, nos
encontramos pues en los albores del XIX con una sociedad balear en la que
latían dos mundos: el del Antiguo Régimen, con una nobleza y un clero
retrógrados, con un campesinado sojuzgado en lo material y en lo espiritual y,
por otro lado, el mundo del mañana, con una burguesía consciente de que las
actividades productivas eran el sostén del futuro poder político y social.
CONCLUSIONES:
1) No
existió en la mayor parte de la
Edad Moderna en España una clase burguesa homogénea, en el
sentido de un grupo que tuviera una visión de sí misma como clase social. Pero
sí existieron individuos y grupos locales, de los que los Consulados de Mar
fueron los mejores ejemplos, que tuvieron plena conciencia de la comunidad de
sus intereses y los defendieron con eficacia. A finales del siglo XVIII, en pleno
siglo de las Luces, en la época del despotismo ilustrado, esta autoconciencia
de clase sí que surgirá con fuerza.
2) Los Reyes
Católicos y los Austrias españoles, en contra de muchas tesis de los historiadores,
se apoyaron en la nobleza y el clero para formar un Estado absolutista,
mientras que Francia e Inglaterra apoyaron a la burguesía y se apoyaron en ella
para el mismo objetivo. Francia, por ejemplo, mantuvo siempre la estructura de
las clases privilegiadas del Antiguo Régimen, pero desarrolló una política
beneficiosa para la burguesía, como factor de equilibrio de los poderes
sociales. Eso faltó en España, pues la burguesía bajomedieval española no era
la aliada poderosa que necesitaba la monarquía cuando se constituyó el Estado
absolutista y por ello la política económico-social y exterior del Antiguo
Régimen fue desfavorable para los intereses de la burguesía.
3) Las
clases medias urbanas tenían dos alternativas para variar esta línea de los
acontecimientos históricos: la revolucionaria y la reformista. La vía
revolucionaria fue la que se utilizó en Castilla con la participación (y fue
sin duda la más importante entre todos los grupos sociales que se levantaron)
en la revuelta de las Comunidades y la derrota ante la monarquía y la
aristocracia latifundista devino en su no repetición a lo largo de toda la Edad Moderna. Lo
mismo ocurrió con las revueltas de las Germanías en Valencia y Mallorca. En
cambio, en Cataluña la protesta de las clases urbanas esperó a que factores
nacionalistas unieran a las clases rurales a la revuelta y por ello mismo, por
esta voluntad de aunar esfuerzos, es por lo que el movimiento revolucionario
estuvo a punto de triunfar, lo que hubiera supuesto la independencia de una
Cataluña en la que las clases medias hubieran tenido un poder muy equilibrado
respecto a la aristocracia.
Los
sucesivos fracasos de la alternativa revolucionaria obligaron a plantear la más
moderada de las reformas. Estas se intentaron en el papel por los arbitristas,
tímidamente (y con absoluto fracaso debido a la falta de convicción) por
Olivares y más intensamente desde 1680 y sobre todo con los reformistas del
siglo XVIII, en pleno Despotismo Ilustrado. Esta alternativa reformista
alcanzaría éxitos indiscutibles, que prepararían el ascenso de la burguesía
hasta el poder en el siglo XIX, pero fracasaría en su proyecto histórico de
mantener a España en el concierto de las grandes potencias europeas y
devolverle las glorias del siglo XVI. ¿Las causas? Todas las ya dichas arriba,
pero se pueden resumir en dos: la falta de una burguesía dominante en las
actividades productivas de la tierra y el mantenimiento de las estructuras del
Antiguo Régimen cuando estas ya estaban desapareciendo en los países
competidores de España.
4) Durante
los siglos XVI y sobre todo en el XVII la burguesía sufrió de un conjunto de
factores negativos: el mal gobierno (corrupción, ineficacia, pocas inversiones,
política exterior “para la Corona”), un extremo agobio fiscal sobre las
actividades productivas, la “hidalguización” constante de las clases
productivas (debida a una ideología que primaba “el no hacer nada”), un
gremialismo no competitivo y un racismo excluyente de las minorías más
laboriosas.
5) Durante
toda la Edad Moderna
la burguesía penetró en las filas de la nobleza mediante una real movilidad
social, impulsada por los problemas económicos, la ideología contraria a los
negocios y la atracción de las tierras (por prestigio, seguridad y
rentabilidad). Este proceso se fue acentuado con las crisis económicas,
comprando tierras y estableciendo mayorazgos, comprando cargos municipales y
estatales, para luego acceder a los títulos nobiliarios.
6) Este
proceso de “hidalguización” de la burguesía chocó en el siglo XVIII con un
límite físico insuperable: la falta de más tierras. La amortización de éstas en
“manos muertas” elevó el precio de la tierra a niveles prohibitivos y no
rentables. Para poder comprar más tierras se debía por tanto liberalizar el
mercado y para ello tenía que romperse el régimen jurídico de la propiedad en
el que se sustentaba el Antiguo Régimen. Fue sólo entonces cuando surgieron con
fuerza las voces para desamortizar y desvincular las tierras. La burguesía
tenía una inveterada apetencia de compra de tierras, por motivos de prestigio,
de seguridad y de rentabilidad a largo plazo y fue royendo la resistencia del
Antiguo Régimen hasta que aprovechó la quiebra de éste, por el eterno problema
irresoluto: la debilidad de la Hacienda. Este proceso desamortizador, tanto en
las ideas como en la legislación, fue paralelo a los que se desarrollaron en
otros países de Europa, aunque España fue de los países que más tarde entró en
la recta final.
7) La
ausencia de una próspera y numerosa burguesía agraria, de una sólida clase
media de campesinos propietarios, estuvo en la base del fracaso de la Revolución Industrial
en España. La excepción de Cataluña es la mejor prueba. Si por un lado faltó el
mercado para los productos industriales al ser el campesinado de un bajo poder
adquisitivo, por otro ese campo creció poco en población si se compara con la
ruralía del norte de Europa porque la depresión y la miseria no facilitaban una
verdadera explosión demográfica. Y finalmente, faltaban en el resto del país
los capitales acumulados en el auge de precios agrícolas, las generaciones que buscaban
nuevos caminos en las ciudades sin los malos hábitos y rutinas de los
negociantes del Antiguo Régimen. Los burgueses del campo que hicieron la
fortuna de Inglaterra y Francia, de Cataluña y el País Vasco, faltaron para el
resto de España.
8) Y una
conclusión sobre la historiografía. Todos estos temas deben ser analizados de
nuevo porque faltan datos, faltan series enteras de datos, porque hay problemas
generales sin estudiar, porque hay regiones sin estudios globales, porque no
hay plena coincidencia entre los autores ni siquiera en los grandes rasgos del
progreso y de la decadencia de España, de su economía y de su burguesía. Todo
debe ponerse en cuestión, con espíritu crítico, con paciencia y rigor. La
historia de la burguesía española en la Edad Moderna está por escribir en su mayor parte
y es un precioso reto para la ambición de los jóvenes historiadores.
BIBLIOGRAFIA.
Nota previa:
las referencias bibliográficas han sido hechas (salvo error) a las ediciones
más antiguas y en lengua original (en paréntesis), por ser más representativas
del momento en que se pudieron comenzar a debatir sus tesis. Esa nota es
importante pues hay muchos autores con varias obras. Se ha renunciado a dividir la bibliografía de acuerdo a temas
generales y particulares, porque los temas se encabalgaban con demasiada
frecuencia, pero sí se ha podido concretar aparte la especializada en Baleares
y la de los textos de la época, que se sitúan al final de esta bibliografía.
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Estimados señores:
ResponderEliminarBuenos días:
Mi nombre es Luis Castaño. Soy Licenciado en Filología e Investigador en Metrología Histórica. El próximo Martes 06 de Junio de 2017 impartiré una conferencia sobre la Historia de la Metrología en la Jornada de Puertas Abiertas del VI Congreso Español de Metrología en San Fernando (Cádiz).
En el Power Point que he preparado para la misma me gustaría incluir el material abajo indicado por lo que solicito su permiso para ello. Espero que tengan ustedes a bien concedérmelo. Muchas gracias por su atención.
Atentamente,
Luis Castaño. Licenciado en Filología. Investigador en Metrología Histórica.
Mail: luiscastano.1(arroba)hotmail.com
Material solicitado: Se trata del mapa que aparece con el pie "Europa hacia 1360".
Estimado Sr. Castaño.
ResponderEliminarLa imagen que le interesa es común en Internet, sin mención de copyright, por lo que su uso no venal se considera permitido para la educación. No veo pues problemas legales en que la aproveche para una presentación. En cambio, no debería incluirla en una publicación con ánimo de lucro porque podría, aunque es dudoso, aparecer alguien (no hace falta que sea el autor) que la registre antes o después en algún país, sea España o latinoamericano, y no hay manera de saberlo previamente.
Le deseo mucha suerte en su labor.
Atentamente, Antonio Boix.
Estimado Sr. Boix: Muchas gracias por su rápida respuesta, que me deja muy tranquilo. Es exclusivamente para dicha presentación así que no habrá problema alguno. Muchas gracias asimismo por sus buenos deseos (y mi enhorabuena por su blog). Un cordial saludo. Luis Castaño.
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