viernes, 1 de mayo de 2015

Dosier: La burguesía en la España Moderna hasta 1800.

DOSIER: LA BURGUESÍA EN LA ESPAÑA MODERNA HASTA 1800.

Indice.
Prólogo.
Introducción.
La burguesía en la España medieval.
La alianza Corona-Nobleza.
Las Comunidades de Castilla: la alternativa revolucionaria.
Las ciudades modernas: las clases medias urbanas.
La burguesía mercantil: los Consulados del Mar.
El ascenso a la nobleza: la hidalguización y la amortización de las tierras.
La decadencia de España en el siglo XVI.
El ahondamiento de la decadencia en el siglo XVII.
Los arbitristas y mercantilistas.
Los primeros signos de recuperación: 1680.
El despegue de la burguesía en el siglo XVIII.
Las tierras amortizadas en el siglo XVIII.
El reformismo agrario de los ilustrados.
La legislación borbónica: la alternativa reformista.
El final del Antiguo Régimen: Carlos IV y Godoy.
La burguesía agraria balear al final del Antiguo Régimen.
Conclusiones.
Bibliografía.

PRÓLOGO.
Este ensayo aborda una multitud de problemas historiográficos: el porqué la burguesía española fracasó como proyecto durante la Edad Moderna, los problemas ideológicos del estamento burgués, su composición y sus variaciones por regiones, la posibilidad de la existencia de una burguesía agraria, la relación de los avatares de la burguesía con los del Estado.
La primera duda es la elección entre las dos líneas que generalmente se emplean.
La primera, según un orden rigurosamente cronológico, mostraría la evolución de la burguesía a lo largo de la Edad Media, lo que tendría la ventaja de mostrar la claridad del devenir histórico y tendría el inconveniente de no aislar los grandes temas y dejar arrumbados a muchos, y viceversa.
La segunda, según una división por temas, siempre insuficientes, estudiaría los problemas y fenómenos políticos, sociales, económicos y urbanos en los que la burguesía participó (y sufrió), aún sin renunciar a una exposición dialéctica de cada uno. Esta segunda es la que he escogido, buscando más la ventaja de mostrar estos temas bajo la percepción ensayística antes que con una voluntad tratadística que escapa a cualquier posibilidad razonable dada la magnitud de la tarea.
Otro problema ha sido la selección de la inmensa bibliografía publicada sobre el tema, pues junto a los estudios más especializados (Molas sería el más significado de los autores modernos), nos encontramos con un multitud de historiadores que han analizado la evolución de la España de los siglos XVI-XVIII y necesariamente han desarrollado ideas propias y muchas veces opuestas sobre estos temas. Por ejemplo, mientras la mayoría defienden que el siglo XVII fue de una decadencia brutal otros comienzan a señalar que tal vez sólo hubo un estancamiento (Le Flem). Las consecuencias de ambas tesis son evidentes para conocer la situación de la burguesía. Y esto se reproduce para casi todos los otros temas. La solución ha sido mostrar las tesis más conocidas y arriesgar una toma de posición personal, a veces apasionada, pues la distancia perfecta y pura, desapasionada y helada, es harto difícil.

INTRODUCCIÓN.
La aparición y la consolidación de la burguesía occidental y por ende de la española se fecha generalmente como un largo proceso entre los siglos XII al XVIII, de fechas muy distintas según los países y regiones, con una burguesía cuyo origen claramente mercantil no empaña su progresiva diversificación. Y este carácter “de vivir del comercio” perdura durante todo el Antiguo Régimen hasta que se dará el paso a una burguesía predominantemente industrial durante los siglos XIX y XX.
Aquella burguesía estamental adoptaría un carácter subalterno dentro de la jerarquía social tradicional, en una alianza tácita y mimetizaría los valores culturales y sociales de la nobleza [Molas, 1985: 17]. Esta ideología de cariz estamental, muy estudiada, debatida hasta el encono, plantea una problemática historiográfica de primer orden, pues el empirismo de muchos historiadores hace que sus estudios locales y puntuales en una época les sirvan para audaces generalizaciones que esconden las inmensas lagunas que sufrimos aún para el real conocimiento de nuestro pasado. Nunca mejor dicho que un solo estudio, un solo dato nuevo, puede significar el arrumbamiento de bibliotecas enteras, condenadas a reescribirse junto a las tesis que las llenaron.
El concepto de burgués evolucionaría lentamente desde la definición medieval de rango puramente jurídico de “habitante de las ciudades”, una definición nacida en Francia, hasta la renacentista de no privilegiado urbano (por encima del nivel del artesano), que vive de las rentas rurales y de la Deuda Pública, del comercio y de las finanzas, de los cargos públicos y las profesiones liberales. La palabra burgués sería adaptada a los demás países europeos, pero habría que ser prudentes en el empleo del vocablo [Lapeyre, 1969: 167], pues en España el término más usado en la época era el de estado llano.
Y aún esa definición de la burguesía está en crisis, para reivindicar la realidad de una burguesía rural, de pequeños y medianos propietarios, que sería la fuente de las futuras generaciones de burgueses urbanos. Un defensor acérrimo del concepto de burguesía agraria, Domínguez Ortiz [1983: 569], reconoce que el término “choca con el concepto habitual de la burguesía”, pero es que este “en realidad se trata de un concepto muy vago y discutido”. Muchos estudios [Molas, Soboul, Vicens Vives] han probado que estos campesinos acomodados fueron la mayoría de los que darían el salto en la Edad Contemporánea al mundo de la industria y las finanzas, y no los burgueses urbanos, demasiado acomodados en la rutina y en sus intereses creados. El último gran estudio sobre el tema de la tierra en la sociedad castellana del siglo XVI, de Vassberg [1984], demuestra con certeza la existencia de esta burguesía agraria de los llamados “poderosos”, formada por labradores ricos y una burguesía urbana con propiedades crecientes, imbricada en el sistema tradicional de propiedad rural, sacando partido de todas sus oportunidades, antes de la gran crisis de fin de siglo.
En menor grado, los artesanos también intervinieron en la constitución de esa burguesía industrial. Poseedores de conocimientos, a menudo de pequeños capitales (sobre todo en la menestralía), su aporte será importante en muchos núcleos industriales de Occidente.

LA BURGUESÍA EN LA ESPAÑA MEDIEVAL.

Europa hacia 1360.

El desarrollo de la burguesía en España se aparta mucho de los modelos de la Europa occidental. De hecho, es muy difícil incluirla en muchos de sus grandes rasgos, tanto por sus peculiaridades históricas como por las acusadas diferencias regionales. Vicens Vives explica acertadamente esta evolución tan distinta como una consecuencia de las peculiaridades de la época medieval en España: la reconquista a los musulmanes, la repoblación de los nuevos territorios y la división de los Estados ibéricos. De Norte a Sur, de Este a Oeste, España se constituyó como un conjunto heterogéneo de Españas.
Así, en la Corona de Aragón y sobre todo en Cataluña surgió tempranamente una potente burguesía ya en el siglo XII, basada en el auge mercantil y la audaz expansión político-militar en el ámbito del Mediterráneo que tuvo su cénit en 1250-1350 [Giunta, 1989]. Los grandes logros en construcciones (y en general en el arte románico y gótico), son aún una prueba fehaciente de la existencia de unas clases sociales (aristocracia y burguesía) con recursos y voluntad manifiestos, seguras de pertenecer a un ambicioso proyecto político, económico y social. Se desarrollaron por fin populosas ciudades como el gran centro de Barcelona, uno de los más vigorosos del Mediterráneo y los secundarios de las ciudades de Valencia y Palma de Mallorca, al principio eslabones de la anterior pero que alcanzarían un desarrollo propio, llegando Valencia a ostentar la hegemonía urbana en la Corona de Aragón a finales de la Baja Edad Media. Pero desde mediados del siglo XIV su debilidad demográfica ancestral (acrecentada por los estragos de la Peste Negra), la falta de fuentes de riqueza competitivas en el mercado internacional y las revueltas y guerras civiles darían la preeminencia en la Península al reino de Castilla sobre el de Aragón.
Sarasa rastrea los conflictos de clase del territorio aragonés en los siglos XIII-XV [1981] y nos presenta un cuadro en el que es evidente la disociación de intereses entre Aragón y Cataluña. Vilar ha estudiado con extensión el tema de la cronología del declive catalán durante la Baja Edad Media [1964: 252-331]. Vicens Vives, comentado por Maravall [1972: 290-291] nos explica que la revolución catalana del siglo XV fue un levantamiento de la masa popular contra el pactismo: «La revolució catalana del segle XV fou el resultat de l'escomesa del sindicalisme menestral i pagés contra el pactisme nobiliari i patrici.» La realeza apoyó al pueblo bajo y a la mediana burguesía (partido de la Busca) contra la nobleza y alta burguesía (partido de la Biga). Por eso, la revuelta de ésta contra el rey es a la vez un movimiento contra el partido popular: «La segona fase de la revolució catalana dle segle XV comença amb un atac a fons de l aminoría dirigent feudal i burgesa contra les masses de menestrals i pagesos». La victoria de la alianza de la oligarquía noble y burguesa fue el fin de la burguesía, contradictoriamente, pues se quedó felizmente estancada y tardaría mucho tiempo en resurgir, en un proceso que han estudiado entre otros Vilar [1977, I], García Cárcel [1985: 263-269], Amelang [1986] y al que nos referiremos más abajo cuando estudiemos la recuperación de 1680.
A fines del siglo XV parecía que la crisis se superaba: recuperación demográfica, paz interior, una administración relativamente honesta y eficaz, acuerdos sociales de largo alcance, reanudación del comercio mediterráneo oriental (la expedición de Juan de Sarriera a Alejandría en 1495 después de medio siglo de interrupción del tráfico), aumento de la producción y de la exportación textil. Pero el área oriental de la Península se sumergió indefectiblemente en la depresión del área mediterránea a partir del 1500, por la desviación de las grandes rutas del comercio y el surgimiento de la potencia otomana. Es ahora cuando nos encontramos ante un patriciado urbano de carácter rentista, que invierte sus excedentes en propiedades rústicas que conferían rentabilidad, seguridad y prestigio (como señala Braudel y repiten otros autores, practica la “traición de la burguesía”). Los burgueses catalanes se dedicaron en este cambio de coyuntura a comprar rentas, cargos públicos, títulos y señoríos, de forma que el comercio era considerado una etapa transitoria hacia la nobleza, la renta y la propiedad. La compra de tierras era el primer signo evidente de una fortuna y las crisis económicas agudizaban ese proceso de deserción de los negocios. No existían grandes dinastías mercantiles que superaran las tres generaciones. Pero a la vez que las familias que habían constituido la gran clase social de la burguesía catalana se incorporaban a la nobleza surgían los gérmenes de un lejano futuro mucho más espléndido para Cataluña. Nos referimos a la clase media campesina que surgió desde la Sentencia de Guadalupe (1486), que declaró personalmente libres a los pageses, con sujeción a pagar una renta a los dueños directos de las tierras. Esta reforma daría una estabilidad a largo plazo a una base social que estaría en el origen unos siglos después de la burguesía comercial e industrial catalana.
Mientras, Portugal tuvo un desarrollo autónomo, que desembocaría en un callejón sin salida cuando su desarrollo y comercio ultramarinos fueron monopolizados por la monarquía y la nobleza, en vez de por una burguesía urbana que se conformó con “nobiliarizarse” en un proceso muy semejante al castellano.
Castilla había permanecido durante la Baja Edad Media al margen de la primera revolución comercial y urbana de Europa, apartada de las principales rutas mediterráneas y también del Mar del Norte, con pocas ciudades verdaderamente populosas. Sus minorías comerciales y financieras eran a menudo de raíces judías y por lo tanto inestables al sufrir odios inveterados por parte de la mayoría cristiana, con mayor argumento por ser los más dedicados al arrendamiento de los impuestos [Ladero Quesada, 1982: 143-167]. Y, para remate, los sectores de capitalismo más avanzado estaban muy dominados por la burguesía extranjera, especialmente la genovesa. Más que nada, esta debilidad en la vertebración clasista cuando se acabó la Edad Media supuso un factor esencial para que Castilla no pudiera aprovechar plenamente aquella primera revolución capitalista del siglo XV.
Sin embargo la hegemonía castellana en el territorio peninsular era indiscutible, pues sextuplicaba o incluso septuplicaba hacia 1500 la población de las Coronas de Aragón o de Portugal. Esta hegemonía se asentaba no sólo en su población y en su territorio sino en su superior dinamismo político, económico y cultural [Hillgarth, 1978, II: 19].
El campo era el principal sector económico castellano con enorme diferencia, pero la tensión entre agricultura y ganadería comenzaba a favorecer a ésta, por los mayores réditos de la lana para la nobleza que poseía los rebaños y las dehesas y para los mercaderes que la exportaban. Hubo muchas excepciones regionales y locales pero en general faltó en él la amplia clase media agraria que hubiera podido lanzar una burguesía urbana como sí la hubo en varias regiones del Norte de Europa. Donde existió una clase media de campesinos, como en la mitad superior de la Península, se dio el fenómeno de una burguesía comercial e industrial incipiente en las ciudades (sobre todo en Castilla la Vieja), mas los factores negativos que veremos frustraron ese proceso. En el sur el latifundismo imposibilitó la aparición de aquella clase media campesina y ello tuvo consecuencias gravísimas a largo plazo. Claudio Sánchez Albornoz explicaba el origen de los enormes latifundios como resultado de la Reconquista [En torno al feudalismo, 1946], sin acertar a precisar que esta forma de propiedad ya había sido la dominante en tiempos de los romanos y visigodos, aunque nunca fue ni sería la única. Y es que el latifundio se prestaba muy bien al tipo de explotación que podía realizarse en las amplias y secas llanuras del Centro y del Sur de España. ¿Hasta qué punto fueron causas políticas o naturales las que indujeron el negativo proceso del latifundismo? Posiblemente sea efecto conjunto de los dos fenómenos. Del ritmo de la Reconquista devino en todo caso, como decíamos, la división de la Península en dos zonas, aproximadamente al Norte y al Sur, con numerosas excepciones. Al Norte un predominio de la pequeña propiedad, al Sur del latifundio, que se perpetuaría durante siglos.
En el momento decisivo de la unión de las Coronas de Castilla y Aragón y antes de recibir la avalancha de la riqueza americana y los efectos de la ola de prosperidad europea que había comenzado ya antes [Helleiner, en VV.AA., 1967: 28-39] y que se afianzó con el factor anterior, el desequilibrio de la sociedad castellana se plasmó en la intolerancia religiosa y en la consiguiente expulsión de los 150.000 a 200.000 judíos del país en 1492 (lo que se repitió en la represión y futura expulsión de los moriscos), arruinando una buena posibilidad para construir una potente clase social dedicada a la industria y los negocios. Comentaremos aún más el tema cuando estudiemos el problema de los conversos pero adelantemos ahora que para Lapeyre [1969: 29] la expulsión de los judíos era un elemento imprescindible para constituir el ideal común de España, construido sobre la terminación de la reconquista contra los musulmanes y la eliminación de las disidencias religiosas. Sin este ideal común España no hubiera sumado sus fuerzas ni se hubiera convertido en una gran potencia. Para Lozoya [1977, III: 103] la expulsión tuvo desventajas económicas pero “tuvo también enormes ventajas. Contribuyó a la depuración de la raza (sic) y, con la unidad religiosa, dio a España la cohesión y la fuerza necesarias para afrontar las grandes empresas que la Providencia le reservaba”. Este mismo autor considerará que los moriscos constituyen el principal problema de la España del siglo XVI [op. cit.: 95] y no el fisco o las guerras exteriores (una prueba de cómo los historiadores pueden ser subjetivos hasta sorprender). En cambio, Hillgarth [1978, III: 291], siguiendo la posición crítica de Ballesteros, Sánchez Albornoz, Vicens Vives, Hamilton, Kamen, Vilar y la inmensa mayoría de los autores considerará esta expulsión como el mayor de los varios errores de los Reyes Católicos.
El segundo grave error sería legar a sus herederos una España que realmente no estaba unida, sino unida por las coronas que ceñían sus monarcas. El tercero colocar a España en el concierto europeo de grandes potencias sin reconocer que su base económica y social no estaba preparada para tal reto. Y este último error se perpetuaría en sus herederos, poseídos por un norte esencial: su política dinástica imperial. Era el sueño del imperio que afloró en las conciencias de tantos españoles del siglo XVI y se mantendría en los espíritus más obtusos del XVII. El propio Nebrija, el humanista, llegaría a escribir: “aunque el título del Imperio esté en Germania, la realidad de él está en poder de los reyes españoles, que, dueños de gran parte de Italia y de las islas del Mediterráneo, llevan la guerra a África y envían su flota, siguiendo el curso de los astros, hasta las islas de los Indios y el Nuevo Mundo” [Kamen, 1983: 29].

LA ALIANZA CORONA-NOBLEZA.
En consecuencia los Reyes Católicos se apoyaron en la nobleza para sus planes de reforma del Estado y de unión de las Coronas, tanto porque veían en ella la clase más afín como por la debilidad de la burguesía, que no era el apoyo necesario que sí fue para la formación de los estados absolutistas de Francia e Inglaterra [Hale, 1971: 59-97].
Cuando llegó el momento de buscar los soportes político-sociales para la pugna por la hegemonía europea la monarquía española encontró más provechoso perpetuar una estructura social de raíz medieval antes que una moderna, aunque nunca fue consciente de ello. Esta fue una diferencia fundamental con respecto a la Europa Moderna más desarrollada. Las recuperaciones de bienes ocupados por la nobleza en el reinado anterior se compensaron con la consolidación de otras ocupaciones y, en general, el poder económico-social de la nobleza fue fortalecido a cambio de su anuencia al absolutismo político. Anderson nos muestra en su obra comparativa sobre los absolutismos europeos [1974: 55-80] cómo fue posible la creación de un Estado absoluto de tanto poder exterior sobre una base interior aparentemente tan débil. Fueron causas externas, en gran parte, las que lo posibilitaron y exigieron, y esas mismas causas tenían en su seno la semilla de la destrucción.
Mientras que España formaba un Estado absolutista sobre los mimbres de la nobleza y el clero, sus competidores no desdeñaron forjar (al menos parcialmente) una alianza con la burguesía, ya entonces más numerosa y asentada en la Europa nórdica, para equilibrar los otros poderes sociales. Los frutos se verían con el tiempo, cuando las sociedades más evolucionadas del Norte demostraron su mejor competitividad económica y en consecuencia política-militar.
Vries [1982, 60-62] analiza acertadamente el proceso: “La producción de lanas desde tiempo atrás era un pilar fundamental de la economía castellana y era la principal exportación española. Estaba desde mucho antes en manos de la nobleza castellana, o más exactamente de esas más o menos 25 familias, los Grandes, propietarios de ingentes territorios. Entre la Corona y los Grandes se forjó gradualmente desde el siglo XIII una alianza política sobre la base de la garantía de extensos privilegios a los intereses en la cría de ovejas de los aristócratas a cambio de los derechos reales a gravar las exportaciones de la lana. La nobleza disfrutaba de un monopolio privilegiado sobre la cría de ovejas, la Mesta, que periódicamente era reforzado por el proteccionismo de la corona. Muchos de estos privilegios perjudicaban al cultivo de la tierra, siendo el más destructivo la prohibición de cercar las tierras de cultivo, para no perjudicar los privilegios de pasto y las rutas migratorias de los rebaños de la Mesta. La corona, a cambio, disfrutaba de una fuente de impuestos beneficiosa y fácil de explotar.”
Al mismo tiempo esta desastrosa política que primaba la ganadería sobre la agricultura se acompañaba de medidas legislativas incoherentes para un verdadero desarrollo económico, de modo que algunos han podido defender la tesis de que hubo una política de capitalismo de Estado [Suárez, 1985: 239-241]. Fueron realmente beneficiosas algunas disposiciones [Carande, 1989: 13-47], la primera la reforma monetaria según los patrones aragoneses, lo que facilitaría el cambio de moneda y asentaría el prestigio de la española durante todo el siglo XVI, así como la prohibición de sacar oro y plata del país (lo que los mismos reyes incumplieron, al amparo de poseer el monopolio sobre los metales preciosos). También el fomento de la marina mercante con la prohibición (1501 para Castilla, a imitación de la de 1451 para Cataluña) de cargar mercancías en buques extranjeros mientras hubiera de españoles, que era un antecedente del Acta de Navegación de Cromwell. Y el proteccionismo comercial, con la exigencia (reforzada desde 1491) de sacar del país tantas mercancías como se entrasen y con el aumento de las tasas aduaneros.
En cambio, dañinas a largo plazo eran las medidas para favorecer a la Mesta [Klein, 1936], como la Real Cédula de 1480, por la que se ordenaba la devolución de los acotamientos (cerramientos) de tierras por los agricultores hechas en el reinado anterior; la Ordenanza de 1489, ampliando las cañadas y prohibiendo las acotaciones cerca de ellas con lo que los ganados podían entrar en los campos de cultivo; el Edicto de 1491, que prohibía los acotamientos en el reino de Granada; las disposiciones de los años 1491 y siguientes, autorizando a los pastores a ramonear (cortar los árboles más pequeños, con la consecuencia de una desforestación a largo plazo) y la Ley de arriendo del suelo de 1501, que entregaba a los pastores un derecho de usufructo forzoso del suelo, pagando un pequeño canon invariable en el tiempo. Los agricultores y concejos perdieron el dominio útil de numerosas tierras de gran fertilidad. Vicens Vives [1959: 276] escribirá: “Grandes extensiones de Andalucía y Extremadura quedaron así vinculadas a la Mesta y a los intereses de sus dirigentes. Para la agricultura, el resultado no podía ser más desfavorable”. Y ello conllevaba graves consecuencias para la clase media de campesinos, su preterición frente a la aristocracia terrateniente.
Igualmente se mantuvieron la mayor parte de las aduanas interiores que rompían el mercado único impidiendo que pueblos distantes unas horas de viaje pudieran comerciar libremente. Asimismo las alcabalas que gravaban inmisericordemente todo trato comercial. Las Ordenanzas de Sevilla (1511), que refundían más de 120 leyes sobre el oficio textil, fomentaron a los gremios y frenaron la aparición de una industria pañera competitiva que estuviera en manos de una burguesía industrial. Y menudea la aplicación (desde 1502 hasta hacerse permanentes con Carlos I en 1539) las tasas sobre el precio de granos, que a la postre impedirían la venta libre y rentable, apartaban al campesinado del cultivo de los cereales y ahondaban las crisis agrarias; así, el comercio de granos, una de las actividades más rentables para la burguesía europea para acumular los necesarios capitales aunque tenía un componente especulativo e inmisericorde evidente, quedó vedado para el libre mercado; las tasas y tantas trabas reducían sus posibilidades de negocio hasta la nimiedad. Sólo en las peores cosechas la especulación podía abrirse paso, generalmente soslayando las leyes, cuando más que una fuente de acumulación de capitales era ya una fuente de más miseria para la población.
La vía de escape era el abandono de las tierras, vendiéndolas o donándolas a la nobleza y la Iglesia. La nobleza acreció su influencia hasta su cénit. Posiblemente nunca antes ni después tuvo tanto poder económico-social relativo y por ello no acabó de digerir la pérdida de poder político que consideraba directamente relacionado con aquél. Cuando murió la reina Isabel y llegó a España el nuevo rey consorte, Felipe el Hermoso, la aristocracia cerró filas a su favor, con la esperanza de volver a los “buenos tiempos” de Enrique IV. Sólo una muerte temprana del nuevo rey evitó que el Estado se convirtiera en un régimen aristocrático y no en una autocracia absolutista.

LAS COMUNIDADES DE CASTILLA: LA ALTERNATIVA REVOLUCIONARIA.
A principios del reinado de Carlos I y en la tensión entre los factores negativos y los positivos antes señalados, y gracias al nuevo impulso económico de la expansión americana y la ola de prosperidad europea, la burguesía y, por extensión, las clases sociales urbanas, habían conseguido un nivel de desarrollo sin parangón en la historia española. Estas clases urbanas, y en especial el patriciado que era quien hacía su política, necesitaban un Gobierno cercano, defensor de sus intereses, sobre todo los impositivos. Principalmente reclamaban una menor presión fiscal y una mejor administración, “el buen Gobierno”. Eran algunas de las demandas clásicas de todas las revoluciones burguesas. Y en 1520 la situación era explosiva. El mejor estudio sobre sus causas y consecuencias, la composición sociológica y su ideología es el de Joseph Pérez [1970], del que nos interesa particularmente lo que supuso para la burguesía [op. cit, 451-508].
La revolución de las Comunidades de Castilla de 1520 fue para esas clases urbanas una oportunidad histórica, según las tesis que ya sostuvieron Larraz, Reglá y Soldevila; un intento de configurar una estructura política y económico-social favorable a sus intereses, aunque también secundariamente se mezclaron algunos grupos rurales, clericales y de otro signo ideológico o interés material. Pero la desunión y los radicalismos, la falta de un programa reformista moderado y moderno [tesis de González Alonso, 1981: 7-56] que aunase en su torno los suficientes apoyos, llevaría al movimiento a enfrentarse con la aristocracia dominante en el Sur y a perder el apoyo de los grandes mercaderes del Norte. Aislada, la revuelta debía sucumbir. Villalar fue sólo un encuentro menor (ni una baja en el ejército real); la batalla estaba perdida de antemano. La derrota de esta revolución marcó el sesgo futuro de los acontecimientos, porque si por una parte su derrota era inevitable por la debilidad de aquellas clases urbanas en medio de una España predominantemente rural y nobiliaria, por otro lado su derrota significó la consolidación de la alianza Corona-Nobleza que antes referíamos, que se perpetuó hasta la quiebra del Antiguo Régimen. Desde este momento la aristocracia comprendió que incluso una monarquía fuerte y absolutista era preferible a un Estado de modelo burgués.
Así, el modelo de Estado y Sociedad en España se consolidara como antagónico a los intereses urbanos, constantemente preteridos a los de la nobleza, la Iglesia y una monarquía con vocación universal. Fue la primera gran oportunidad perdida por el país para seguir el camino de las sociedades burguesas del Norte de Europa. Dentro de Castilla los futuros movimientos burgueses de cambio serían sólo reformistas, de un cariz ideológico lleno de utopismo (como lo sería el arbitrismo), mientras que en la periferia (sobre todo en Cataluña), adquirirían un carácter foral y nacional, una voluntad de ser independientes y autónomos frente a un poder central demasiado absolutista, corrupto, conservador y “feudalizante” para llevar adelante el programa reformista de “buen gobierno” que necesitaban las clases urbanas de la periferia.
Este planteamiento lógicamente no cuenta con unánime aceptación. Zagorin [1982: 301-325] considera la revolución de los Comuneros de 1520 como “la mayor rebelión urbana de la Edad Moderna europea”. Para Menéndez Pelayo y Gregorio Marañón el último hito de la Edad Media, un intento de reivindicar los privilegios medievales del patriciado urbano, una tesis que comparte Chaunu. En cambio, Menéndez Pidal reivindica su carácter “republicano” y su “profundo deseo de innovación en las instituciones políticas del país” y Maravall la define como “la primera revolución de carácter moderno en España y probablemente en Europa, una tesis compartida por J. Pérez y Gutiérrez Nieto. Elliott escribirá [1965: 158-159], desde una posición muy crítica, a caballo entre las otras dos: “La revuelta de los Comuneros... fue una empresa confusa que carecía de cohesión y un propósito bien definido, pero que al propio tiempo expresaba hondas quejas y un ardiente sentimiento de indignación nacional”. Era una revuelta “tradicionalista”, poseída de una línea contra y no a favor de un objetivo. Y este carácter negativo, poco o nada social por su excesiva moderación en esta vertiente, demasiado político y poco constitucional a la vez para ser suficiente, necesariamente debía llevarla a la derrota.
En cambio, para las Germanías de Valencia y Mallorca la tesis más aceptada [Domínguez Ortiz, 1983: 201] es que fue “un movimiento popular cuyo significado no fue político sino social; expresión del descontento del proletariado y aun de las clases medias urbanas contra la nobleza”. Y si fueron derrotadas no fue por su debilidad interna como por su aislamiento en el seno de una España dominada por la monarquía absoluta. Era una máquina revolucionaria y sangrienta, muy alejada de la moderación de los comuneros y en estas condiciones la burguesía abandonó el movimiento muy pronto, pudiendo capear así mejor las consecuencias de la posterior e implacable represión. Un estudio más pormenorizado sobre las Germanías coincide con estas ideas [Duran, 1982].
Joseph Pérez [Tuñón, 1982, V: 181-182] resume muy bien su opinión (con la que coincido), remarcando en la monarquía de los Habsburgo “la fuerza social que representa la aristocracia terrateniente, que ha salvado la corona en ambos casos. En la sociedad española del quinientos, los elementos burgueses estarán siempre marginados; nunca podrán contrarrestar la enorme influencia y el prestigio del estamento nobiliario”.

LAS CIUDADES MODERNAS: LAS CLASES MEDIAS URBANAS.

El matrimonio de Isabel y Fernando.

A finales de la Edad Media y comienzos de la Moderna, en la encrucijada histórica decisiva que se dio en el reinado de Isabel y Fernando se asentaron las bases del futuro social y económico del país. El fenómeno del urbanismo acelerado es uno de los principales rasgos de esta nueva época.
Las ciudades de España hacia 1500 podían compararse aceptablemente con las de Europa: Burgos (10.000 habitantes), Valladolid (40.000), Segovia (30.000), Toledo (30.000), Madrid (10.000), Sevilla (50.000), Granada (50.000), Valencia (60.000), Barcelona (25.000) y otras, mantenían una población urbana pujante demográficamente, pese a que fuese periódicamente purgada por las catástrofes de las epidemias. Herederas de la gran tradición urbana del Islam y en general del área mediterránea (el ejemplo paradigmático es Italia), podía parecer al observador de la época que las metrópolis urbanas de mayor futuro del continente estaban en el Sur. Los viajeros europeos por España dejaban frecuentes pruebas en la época de su asombro ante nuestras populosas ciudades. “Nunca he visto una ciudad mayor y con más gente” era una manifestación exagerada tal vez, pero común y repetida.
En este ambiente urbano fue donde florecieron y se sofocaron las oportunidades de desarrollo burgués. Las clases sociales dominantes de la pirámide social urbana [Bennassar, 1982: 184-194] eran las capas más altas de la nobleza y el clero, con sus privilegios y también su división interna de acuerdo a su bienestar material; las clases medias, constituidas por las capas media y baja de las anteriores, junto a profesionales, arrendadores de impuestos, cambistas, comerciantes, maestros artesanos, cargos municipales (alcaldes, fieles, veedores), etc. y, por último, las clases bajas, formadas por artesanos, campesinos (con o sin propiedades a su nombre) que trabajaban en la comarca, marginados, etc.
En las ciudades y los pueblos nos encontramos pues con dos castas nobiliarias, caballeros e hidalgos, que pueden incluirse entre las capas burguesas, mientras que los Grandes y los Títulos se mantienen por encima de la melée.
Los caballeros eran el eje de la clase media urbana, con rentas suficientes para vivir “sin trabajar”, provenientes de sus propiedades rurales, los cargos municipales y los juros y censos, pero con las crisis muchos de ellos cayeron al estado de simples hidalgos, demostrándose así que sólo una economía nacional saneada podía mantener tan numerosas clases pasivas. Los hidalgos constituían la nobleza más pequeña y más numerosa, con el privilegio entre otros de no poder ser encarcelado por deudas (lo que era apetecido por muchos burgueses), demasiadas veces sin fortuna, nadando en la miseria cuando las crisis eran peores, siempre defensores de su superioridad y de su aislamiento, salvo en el País Vasco, donde la hidalguía era universal y por tanto no había distinciones. Tan importante era la ostentación de la hidalguía cuando no había medios económicos que Felipe II tendría que prohibir mediante una pragmática el abuso de pomposos títulos en la correspondencia [Lapeyre, 1969: 172], pues había hidalgos sin bien alguno que se pasaban páginas enteras relatando sus títulos como encabezamiento.
Estas capas urbanas privilegiadas no renunciaron siempre a participar en las actividades mercantiles más beneficiosas (el comercio de Indias sobre todo), pero veremos cómo entre la presión ideológica y la nefasta política económica acabaron renunciando a ellas, para caer en la inacción y el aislamiento.
La burguesía de las ciudades españolas del momento, admirablemente estudiada por Domínguez Ortiz [1973: 174-191] se centraba en dos estratos: uno superior de profesionales y comerciantes enriquecidos y otro inferior, con todas las características de la clase media urbana. Los más ricos alcanzaron un poder político relevante en sus municipios, ingresando al patriciado mediante las alianzas matrimoniales o la compra de cargos. Vivían de profesiones liberales, como profesores, médicos (estos llegaron a ser una plaga social por su número e ineficacia), letrados [sobre su adscripción ideológica a la burguesía o a la pequeña nobleza ver Pelorson en Tuñón, V, 1982: 314-317], burócratas al servicio de la administración pública o de los particulares, con un prestigio que les permitía ascender a la cúpula del poder municipal muy pronto, considerados de facto como unos privilegiados dentro de la clase media, sin descuidar a parte del mismo sacerdocio (muchos clérigos amasaron fortunas con el comercio y la usura, llegando a prestar para grandes empresas) y los laicos que se dedicaban a actividades religiosas especialmente lucrativas (administradores, sacristanes, etc.). Pero la mayoría vivían de una multitud de otras ocupaciones más o menos prestigiosas: del arriendo de los impuestos (alcabala, portazgos, barcajes, etc.), del cambio de moneda, de la usura (todo usurero era considerado judío, cuando no era así siempre); comerciantes o mercaderes del gran tráfico, sobre todo los mercaderes de lanas, los navieros andaluces y cantábricos, los primeros comerciantes con América; tenderos (los famosos obligados del comercio de carne y aceite a menudo ascendieron en la escala social), maestros artesanos (para una muestra de su infinidad de oficios ver el padrón de 1561 en Sevilla, estudiado por Jean Sentaurens y citado por Le Flem [Tuñón, V, 1980: 61]), artistas, cargos municipales (no sólo los dueños de éstos), industriales incipientes (sobre todo del sector pañero castellano) con base en el trabajo doméstico, cambistas y financieros establecidos en ferias como la de Medina del Campo y otras bastante consolidadas, que a menudo se convierten en verdaderos banqueros (cuya historia ha sido espléndidamente estudiada por Felipe Ruiz Martín). Y un sinfín de otras ocupaciones.
Los judíos (o más bien los conversos desde 1492) que vivían en las ciudades se dedicaban masivamente a estos oficios de las clases medias y triunfaban a menudo, amasando grandes fortunas o, al menos, gozando de un nivel de vida manifiestamente superior al de sus vecinos. Este éxito sería motivo de un odio permanente a esta minoría y por extensión una causa de sospechas a cualquier burgués que destacara, que inmediatamente aparecía como presunto converso. Y es que la distinción era realmente difícil. Domínguez Ortiz [1973: 175] nos presenta un ejemplo de esta mezcla de religiones, actividades y también de la poca perdurabilidad de las generaciones de comerciantes: “Juan de Herrera, mercader toledano del siglo XVI, compró una regiduría de su ciudad natal; como era frecuente en aquella época, tuvo muchos hijos; el mayor continuó con el negocio paterno; el más pequeño compró el cargo de tesorero de rentas reales, otro ingresó en el sacerdocio. Tres hijas entraron en conventos, otras se casaron con miembros de familias conversas, pero una casó con un hidalgo y tuvo un hijo (nieto de Juan de Herrera) que consiguió un hábito de Santiago” (extraído de L. Martz: A merchant family of Toledo). Estas aportaciones de conversos al clero y a la pequeña nobleza no eran sólo prueba de una voluntad de ascenso, sino que demostraban estar imbuidos de una ideología a menudo más cerrada y fanática que los cristianos viejos. No en vano la mística Santa Teresa de Jesús pertenecía a estas generaciones de conversos.
Ser comerciante o cambista era sinónimo de criptojudío para el vulgo y la nobleza. Joseph Pérez [Tuñón, 1982, V: 158 y 160] plantea incluso la credibilidad de una brillante y conocida tesis: “Conversos y judíos, en la España del siglo XV, constituyen una especie de clase media, una burguesía en vías de formación. De ahí las polémicas en torno a las verdaderas causas que explican la creación del Santo Oficio: ¿Se trataba solamente de mantener la pureza de la fe o, por las confiscaciones de bienes, la infamia que recaía sobre los procesados y su familia, de eliminar a grupos sociales que hubieran podido presentar un peligro o una amenaza para los otros grupos o intereses creados?”... Como dice F. Márquez, «conscientemente o no, la Inquisición tomaba posiciones contra la burguesía ciudadana. Una burguesía pujante, enriquecida, culta... y conversa».
Otra tesis sería que en el fondo no era más que una aplicación española de la Contrarreforma ideológica que la Iglesia Católica abanderó contra el protestantismo a lo largo de toda Europa [Elton, 1963: 205-248] [Elliott, 1968: 144-158]. La burguesía quedaría expuesta durante tres siglos a esta sospecha e incluso Mendizábal, en un fecha tan tardía como 1837, aún sería víctima de este prejuicio xenófobo, pues aún sin ser judío se le tildó de tal, ya que, ¿cómo explicar si no su rápido enriquecimiento en Inglaterra? Implicaciones religiosas de sentido excluyente que denotan una de las diferencias fundamentales de España con respecto a Inglaterra y Holanda en la Edad Moderna, con un impacto cierto sobre el desarrollo económico, amén de que el protestantismo sostuvo una ideología individualista mucho más acorde con el pensamiento empresarial, la vieja tesis weberiana que nunca ha sido completamente deshecha, tal como subraya Christopher Hill [1967: 37-48].
En cuanto a los moriscos, Domínguez Ortiz y Vincent [1978: 109-128] remarcan que no pertenecían a la sociedad estamental que los circundaba. Eran como un coto cerrado, tanto para entrar como para salir, sin clero ni nobleza, en unas condiciones de opresión sin parangón en la sociedad española. No había burguesía ciertamente en esta minoría, a lo más tenderos.
Los extranjeros, franceses, genoveses e italianos en general, portugueses, flamencos, etc., constituían una parte significativa de este revolutum, de este verdadero caos social. Para Frax y Matilla [Artola, Enciclopedia... 1988: 226-246] el gran comercio estuvo casi por completo en sus manos desde la crisis del siglo XVII. Por su desarraigo tendían a volver a su país de origen cuando acumulaban una riqueza suficiente y en contados casos se establecieron permanentemente en el país. Muchos de los López y Díaz de hoy descienden de tantos portugueses de origen judío que buscaron el olvido de este origen en nuestro país.
Por último, las clases bajas, formadas por artesanos que pugnaban generalmente en vano por ascender dentro de los gremios a la condición de maestros, por campesinos (con o sin propiedades a su nombre) que trabajaban en la comarca y a veces en el mismo interior de las murallas, minorías (como los gitanos), por huestes de marginados que vivían de empleos ocasionales, el robo, la picaresca, el juego y sus dos actividades principales, la prostitución y la mendicidad. La primera, reflejada con tanta precisión por Néstor Luján [1988: 114-136], daba ocasión incluso para un tipo especial de burgués bien acomodado, el dueño del lupanar, a menudo persona de calidad. Y la segunda actividad, la de mendigo, era omnipresente. Los mendigos fueron una constante en las ciudades españolas que todos los viajeros comentaban con sorpresa, hasta bien entrado el siglo XIX. Ogg [1965: 241] escribirá que incluso hacia 1800 “España siguió siendo el único país europeo donde la respetabilidad todavía no era una virtud ni la pobreza un pecado”.

LA BURGUESÍA MERCANTIL: LOS CONSULADOS DEL MAR.
Smith ha estudiado la historia de los Consulados de Mar en España desde 1250 hasta 1700. Estos eran los gremios de los grandes mercaderes españoles y perduraron hasta el mismo siglo XIX, mostrando en su evolución el transcurrir de los grupos más activos de la burguesía. La estructura de cada organismo era simple y eficaz: un gremio que defendía los intereses corporativos y que tenía potestades de tribunal comercial y marítimo.
El mayor problema [Domínguez Ortiz, 1973: 140] era su debilidad social, por su abundante procedencia genovesa, conversa y, excepcionalmente del país, como fue el caso de la cornisa cantábrica. La entrada en este grupo de pequeños comerciantes (tenderos) o de campesinos atrevidos no alteró la percepción social del grupo como un reducto de los sectores marginados de la sociedad por su raza, nación o religión. Si se dedicaban al gran comercio era en muchos casos porque el pequeño, el propio de tenderos, estaba mal considerado, aunque muchos se dedicaron subrepticiamente a las dos actividades y casi todos habían comenzado con el comercio al por menor. Y veían que acrecer su riqueza era un paso previo e imprescindible para salir de su marginación. Cuando lo conseguían daban el siguiente paso, la aristocratización, comprando o falseando hidalguías.
Smith [1940: 65-90] nos muestra cómo los miembros del gremio mercantil en los puertos de Barcelona, Valencia y Palma de Mallorca (también conocido como Collegi de la Mercaderia y estudiado por Piña Homs [1985]) eran comerciantes dedicados al tráfico marítimo de largas distancias, un negocio de importación y exportación centrado sobre todo en el área mediterránea, que entraría en profunda decadencia a medida que se entraba en el siglo XVI, por muchos motivos: depresión en los territorios de la Corona de Aragón, apartamiento de las nuevas rutas atlánticas, ruptura del comercio de especias y con Berbería, la amenaza pirática, las consecuencias de las Germanías de Valencia y Mallorca que arruinaron al campesinado y la menestralía, cargándolos con más deudas, que impedirían el resurgir de una burguesía negociante. Todo esto, para concluir en la formación de una economía dual, una rural de subsistencia y cerrada al intercambio, mientras que la urbana dependía de unas clases rentistas que, a principios del siglo XVII, sufrirían en Aragón y Valencia la expulsión de los moriscos (pese a que al principio no se notase, por ejemplo, en el movimiento del puerto de Valencia). Pero en medio de tanta crisis, fácilmente cuantificable, los Consulados consiguieron defender sus privilegios de clase, con impuestos aduaneros que mantuvieron un mínimo que permitiría el resurgir del siglo XVIII en Cataluña.
Cabe añadir que si los súbditos de la Corona de Aragón no participaron con mayor frecuencia en el comercio americano, no fue porque los Consulados fueran ineficaces o porque sus demandas tuvieran oposición en Castilla. Al contrario, fue porque no hubo tal demanda de participación. El agotamiento de la burguesía de estas regiones no les permitía sino mantener la actividad mediterránea, lo que sólo cambiaría en el siglo XVIII.
Los agremiados en los Consulados de Burgos (desde 1494) y Bilbao [Smith, 1940: 91-120] eran mercaderes y navieros de Vizcaya, especializados en el comercio de lana con Inglaterra y Flandes, estrechamente aliados con los intereses de la Mesta. Eran hostiles a la industria textil nacional, porque ésta solicitaba en las Cortes que se redujera o prohibiera la exportación de su mejor materia prima, la lana merina. Sus intereses eran exportar la lana en bruto e importar tejidos de lujo. Su prosperidad era legendaria. Eran los Maluenda, Polanco, Tamaron, Aguero, Moneda, Gómez de Morales...
La burguesía mercantil se oponía así a la industrial, cuando el proceso hubiera podido ser el de aprovechar el capital acumulado y la experiencia artesanal de las ciudades castellanas para desarrollar una industria textil que hubiera podido triunfar de la competencia. Pero faltó la voluntad de la burguesía y la de los monarcas, para los que la Mesta era una fuente más inmediata y fácil de recursos financieros. Asimismo no se puede aminorar el problema de la minoría conversa [Domínguez Ortiz, 1973], pues muchos de los mercaderes de Burgos tenían procedencia judía y consideraban más prestigiosa (y menos sospechosa) la tarea del gran comercio que la de la industria, amén de que a las pocas generaciones se dedicaban a obtener tierras e hidalguías, el eterno proceso. También faltó el espíritu de riesgo: eran más rentables a corto plazo el comercio y las finanzas que las dudosas inversiones industriales. Y a ellos se añadió decisivamente la ruptura de la línea marítima Bilbao-Flandes cuando estalló en 1566 el conflicto flamenco [Bennassar, en Leon, 1977, I: 551]. Simón Ruiz escribe a su factor en Amberes en 1571: “El comercio de Burgos está completamente extenuado y, con la confirmación de las noticias de Inglaterra, aún será peor”. Y así fue. En suma la decadencia de los Consulados fue imparable hasta bien entrado el siglo XVII, cuando la paz de Westfalia restableció un cierto nivel de intercambio comercial y nunca pasó ya de modestos niveles el comercio burgalés pues la lana siguió otros caminos. Cuando en 1680 el reformismo da una leve oportunidad a la ciudad y se le pide que cree una compañía de comercio que restaure la gran época del siglo XVI vemos como la respuesta es entusiasta pero las fuerzas flaquean y el proyecto no prospera [Molas, 1985: 247-260] hasta 1766, para languidecer luego.
Los comerciantes de Sevilla [Smith, 1940: 121-146], los famosos Cargadores, monopolizaban (oficialmente al menos) el comercio con las Indias y desarrollaron su actividad a la sombra de la Casa de Contratación. Su defensa de sus intereses fue muy eficaz, sobre todo en la pugna por evitar que otros puertos pudiesen comerciar libremente con América. Las razones eran de control fiscal y de mejor defensa, pero las decisivas fueron las de los intereses creados.
Así la libertad de comercio con América, que se había concedido en 1529 para otros ocho puertos (aunque el viaje de regreso debía pasar por Sevilla), fue revocada en 1573. Y en 1667 consiguió que Málaga no obtuviera ese derecho. Pero el empeoramiento de la navegación fluvial llevó a que Cádiz triunfara al final, debido a su mejor posición geográfica y constituyéndose en un atractivo y próspero núcleo de la burguesía ascendente.
Esta historia refleja como la burguesía mercantil no escapó al juego interno de los privilegios. Sus pugnas internas, no ya el viejo enfrentamiento de mercaderes contra industriales, sino incluso entre comerciantes, la debilitaban y sólo en 1779 se consiguió la plena libertad de comercio con América de los principales puertos españoles, lo que originaría una fortísima expansión que pudo haber sido muy anterior si se hubiera acertado antes en la política económica o si la burguesía lo hubiera exigido con mayor decisión.
Sevilla vivió durante dos siglos un proceso de acumulación de capitales sin igual en España, una larga fiebre del oro y la plata, pero no se originó aquí una burguesía con largo aliento. Al final quedaba una ciudad anclada en el pasado, empobrecida, sin actividades industriales y financieras de un alto nivel. Y ello fue por el problema de siempre: la burguesía, a las pocas generaciones, compraba tierras en la campiña sevillana y se apartaba del comercio. Ello fue más intenso que nunca a mediados del siglo XVII, coincidiendo con la peor crisis del comercio americano.

EL ASCENSO A LA NOBLEZA: LA HIDALGUIZACIÓN Y LA AMORTIZACIÓN DE LAS TIERRAS.
Ya hemos visto como la nobleza se nutría constantemente de las filas de la burguesía, en un fenómeno de movilidad social bien estudiado por muchos autores. Las leyes de Córdoba (no por azar de 1492) regularon las pruebas para acceder a la hidalguía y las siguieron las leyes de Toro (1505), que regularon los mayorazgos y reforzaron la posición social de la nobleza al prohibir la enajenación de sus bienes patrimoniales y al mismo tiempo favorecieron el acceso de la burguesía a la condición nobiliaria pues les daba el camino para fundar patrimonios privilegiados (condición primera para ser nobles) y les daba un escape cuando llegaban las crisis económicas. Como los Fugger en Alemania los burgueses españoles se retiraban a las inversiones en tierras y a la fundación de mayorazgos sobre estas fincas cuando la situación económica empeoraba. No buscaron en los siglos XVI y XVII una igualación con la nobleza por el ascenso de todo el grupo social sino que buscaron soluciones individuales, desde la aceptación del dogma de la desigualdad. Los privilegios eran aceptados como naturales por la sociedad y haría falta que llegase el Siglo de las Luces para variar esta tácita aceptación.
La constante estamentalización de la burguesía según patrones culturales aristocráticos [Molas, 1985: 129-149] tenía unas bases ideológicas e históricas demasiado profundas y fue una rémora constante sobre las espaldas de la burguesía, atada a principios que no eran verdaderamente los suyos. La defensa intelectual de la propiedad privada libremente enajenable tardó mucho en darse, pues la burguesía pensaba inconscientemente que su estado actual era una simple estación de paso para acceder a la ansiada nobleza.
En el campo castellano los nobles fortalecieron su poder señorial, con base en sus castillos, desde los cuales dominaban los nombramientos de autoridades municipales y cobraban las rentas estatales sobre los territorios. Nunca fue el dominio feudal que se ha creído ver por tantos historiadores. Los señoríos eran sólo y básicamente dominios de fortalezas, rentas y jurisdicciones, pero por debajo de esta estructura aparecía “una pequeña y media propiedad muy extendida; de una vigorosa burguesía rural que suministrará más tarde al teatro clásico el modelo del labrador rico” [Domínguez Ortiz, 1973: 17]. Optimista afirmación si se generaliza a todo el país pero que es representativa de la situación en bastantes regiones y pueblos.
Muchos de estos “ricos pueblerinos” alcanzaban la condición de hidalgos para liberarse de las cargas fiscales y convirtiendo en mayorazgos sus tierras, en una constante corriente de movilidad social. Primero de propietario a hidalgo, luego al mayorazgo mediante la licencia real, para pasar finalmente a la compra del derecho a ser “señor de vasallos”, algo bastante común debido a la imperiosa necesidad de fondos de los Austrias. Finalmente se llegó a tal situación de universalización de la hidalguía que ya no era un signo inequívoco de distinción, como ocurre en el presente, cuando consideramos sólo como nobles a los que tienen un título de conde para arriba.

LA DECADENCIA DE ESPAÑA EN EL SIGLO XVI.


El imperio hispano-portugués a finales del siglo XVI. El coloreado es mucho más amplio que las zonas realmente dominadas, sobre todo en África, pero sí representa las reclamadas en soberanía,

El problema de la decadencia interesa aquí por el motivo de que si no existió con la fuerza que los autores tradicionales han comentado entonces la burguesía debió sostenerse bastante mejor de lo hasta hoy supuesto. Comentaremos en especial los temas de la potencia o debilidad de la burguesía urbana y rural en Castilla; del atraso cultural, técnico y científico; de las tres causas de la decadencia que se han invocado con mayor consenso (deteniéndonos en sus efectos sobre la burguesía), la presión fiscal para pagar la política dinástica, la inflación por la arribada de los metales preciosos y la despoblación por la emigración americana. Y, por último, las posibilidades de reforma del sistema por la propia monarquía y las Cortes.
En el siglo XVI, como decíamos, hubo varias ocasiones en que pareció que despegaba una clase burguesa castellana. Los mercaderes y banqueros Rodrigo Dueñas, Simón Ruiz y los Espinosa fueron paradigmáticos. Simón Ruiz, el ejemplo mejor estudiado gracias a Lapeyre [1953] y a Felipe Ruiz Martín [1990], se dedicaba desde su plaza en Medina del Campo a comerciar con Florencia, Francia, Portugal y Flandes, a prestar dinero a la monarquía desde 1566, pero incapaz de llenar el hueco de los banqueros genoveses tenderá a encerrarse en su papel de gran capitalista no reñido con la Iglesia, para acceder a una posición social más elevada, con un orgullo más propio de un aristócrata que de un burgués europeo. Se nos muestra insolidario con los otros hombres de negocios de su ciudad, un tipo de burgués de corte medieval al fin, aunque gozará de las oportunidades del siglo. Esta endeblez de los valores burgueses en su mentalidad social será un factor no desdeñable en el fracaso de la gran burguesía castellana.
Esta burguesía, amparada por el papel central de Castilla en el inmenso imperio de Carlos I y Felipe II, la actividad de las ferias castellanas, la producción de lana e hierro, la artesanía textil y del cuero en las ciudades del interior y por el tráfico atlántico con sede en Sevilla y los puertos del Norte de la Península. España estaba en el centro de la economía-mundo de Braudel y Sevilla era su capital no oficial.
El reinado de Carlos I y la primera mitad del de Felipe II fueron expansivos. De 1530 a 1570 el auge económico y demográfico parece indudable, como coinciden en destacar Carande [1949], Maravall [1972: 116], Nadal [1984] y otros. Chaunu [1973] ha demostrado cómo España penetró a principios del siglo XVI en los circuitos de las grandes plazas cambistas y se convirtió en parte del eje principal de la economía europea, no por la fuerza de su producción, sino precisamente por la debilidad de ésta. Chaunu afirmará [1973: 36]: “El oro de América después de la lana, la plata después del oro, y la menor densidad de población, explican la gran originalidad de la España de Carlos V. Asocia una moneda fuerte, un cambio favorable y una economía débil. Es el polo motor de la Europa cara”. La historiografía posterior no ha impugnado las tesis de Chaunu y así Wallerstein [1974, I: 234] citará como indiscutible a Chaunu cuando escribía sobre el papel de esta España imperial: «toda la vida europea y la vida del mundo entero, en la medida en que existía un mundo podría decirse que dependían [de este tráfico]. Sevilla y sus cuentas podrían darnos el ritmo del mundo».
Vilar [1969: 101 y ss.] nos muestra a una economía europea dependiente para mantener su prosperidad del oro americano y africano, particularmente en la década 1520-1530, antes de la entrada masiva de la plata, lo que ocasionaría la llamada “revolución de los precios” [Hamilton, 1934]. Y en ningún lugar fue tan importante su impacto como en la Península.
             Domínguez Ortiz [1983: 205] afirma que hubo una incipiente burguesía industrial: “Sólo en ciertos sectores restringidos puede hablarse de establecimientos industriales, casi siempre en el ámbito textil, donde se impuso la capacidad económica de los mercaderes-fabricantes, que redujeron a dependencia a maestros agremiados y combinaron su producción con la de centros textiles rurales, como sucedió en el binomio Córdoba-Los Pedroches, estudiado por Fortea; o se limitaron al área urbana; caso de las industrias sederas de Granada y Toledo. El ejemplo más típico de ciudad industrial con empresas de tipo precapitalista y proletariado urbano fue Segovia, cuyos paños alcanzaron gran renombre”.
Bennassar [Leon, I: 532] ha estudiado el caso de Segovia dentro de la expansión de la industria pañera española, en auge en Zaragoza, Cataluña y sobre todo en las ciudades castellanas, como Cuenca y Segovia, beneficiadas en parte de la proximidad de los centros productores de lana aunque siempre se quejarían de que los mercaderes sacaban la lana de mejor calidad. Ciertamente faltó aquí una política proteccionista de mayor ambición y la mejor prueba es que cuando hacia 1560 disminuyen las exportaciones de lana al Norte (Bennassar se equivoca al achacarlo a la guerra, puesto que ésta comenzó en 1566; las razones fueron más bien una puntual crisis económica en el Norte de Europa y la mayor demanda española de lana) en Segovia aumenta la producción de paños de calidad y se multiplica la burguesía industrial. Si hacia 1520-25 la producción la controlaban treinta o cuarenta capitalistas, hacia 1561 ya había 105 pañeros y mercaderes-pañeros compartiendo este dominio. Millares de operarios trabajaban en los talleres y en sus casas. “Hacia 1570, Segovia no carece de lana, sino de mano de obra, hasta tal punto que está dispuesta a recibir moriscos deportados de Granada”. Ese era el camino acertado para el futuro, la expansión capitalista sin consideraciones religiosas, según un modelo de búsqueda del trabajo y del beneficio. Había una burguesía industrial y comercial al mismo tiempo, que no renunciaba a sus negocios para aristocratizarse. No fueron motivos intrínsecos de moral o incapacidad los que arruinaron en el siglo XVII esta industria sino la desgracia de tener que pagar la política imperial. La burguesía fue aplastada y ahogada por el mismo Estado que tenía que haberla promovido.
También la industria sedera de Granada era un centro de primer orden en Europa, aunque el conflicto con los moriscos de 1569-70 dio un duro golpe a la ciudad, sustituida en parte por Valencia y Sevilla [op. cit.: 533-534].
La burguesía agraria se benefició de esta época única de oportunidades sólo durante unos decenios. “La tierra cuya posesión asentaba una fortuna y elevaba una posición social era considerada asimismo como un instrumento de provecho”, según Jean Jacquart. Bennassar [Leon, I: 499-500], nos muestra “las especulaciones agrícolas del peletero de Valladolid, Pedro Gutiérrez, cuya mentalidad capitalista era evidente. Concedía préstamos a los campesinos en apuros contra compromisos de entrega de cosechas, parciales o totales, a precios regularmente inferiores, con mucha diferencia, a los del campo: los cereales en los malos años y el vino blanco eran sus especulaciones preferidas”. Era un proceso enormemente interesante para el futuro si otra hubiese sido la situación. Como expone Salomon [1964: 147-170], la nobleza, el clero y la burguesía, estaban cambiando su relación con el campo, desde una posición de tenedores de la propiedad hacia una relación mercantil de tipo “burgués”. Viñedos y olivares aumentan su superficie porque su vino y aceite cuentan mucho más en el mercado que los cereales sujetos a tasas, pero vemos como estas tasas no impedían la especulación cuando llegaban los peores años. Si lo hacían el resto de los años y ello impedía paradójicamente que el cultivo del principal alimento del pueblo fuera fomentado. Concepción de Castro [1987] ha estudiado el abastecimiento de las ciudades castellanas y en concreto Madrid, comparándola con los modelos de Inglaterra y Francia, siguiendo los avatares de las tasas desde 1502 (cuya normativa será con algún cambio la que se aplique durante los Austrias) hasta su anulación con la política reformista de los Borbones en 1765.
En suma, la explotación del campesinado y la mejora de los cultivos podían haber ido al unísono para mejorar la rentabilidad de todo el sector productivo, mas este impulso perdió fuerza por tantos factores acumulados que jugaban en contra hasta quedar sólo lo primero: la explotación de la población rural, una elección mucho más barata que la inversión productiva.
Al mismo tiempo, la cultura técnica y científica sufrió de retrasos y trabas. Era una cuestión fundamental para el progreso material, pues las actitudes y las aspiraciones de las clases medias dependían de su apertura a la libertad de pensamiento. Como tantas veces se ha dicho, libertad de pensamiento (y de invención) y libertad de empresa deben ir juntas para sacar su máximo provecho. Ya en la época era admitido por los mejores pensadores, como el utopista italiano del XVII Campanella [Stradling, 1981: 88] que afirmaría que el futuro estaba en la ciencia y en la tecnología, y cuanto más fomentará España el desarrollo en estas áreas, tanto más sería posible realizar su destino universal. En especial, era partidario de la fundación de escuelas náuticas, «pues el dueño del mar siempre será dueño de la tierra», en el último capítulo de su Della Monarchia di Spagna. Ciertamente Felipe II haría de la mejora de la educación de los pilotos de navegación una de sus prioridades en la enseñanza oficial [Goodman, 1988: 94-106] y comprendería la necesidad de atraer a técnicos para la construcción de naves, fortalezas, cañones, etc. Pero esto no podía suplir la libertad de pensamiento y no tuvieron la debida continuidad estas medidas. Estas ideas de Campanella (cuyo restante y muy interesante pensamiento sobre España ha sido estudiado por Díez del Corral, 1975: 307-356] las compartieron muchos en su tiempo, pero si el erasmismo y el espíritu renacentista se difundieron con los Reyes Católicos, Cisneros y Carlos I [Bataillon, 1937], en cambio en el reinado de Felipe II el país se “cerró” a la cultura europea con la Contrarreforma, hasta el punto de que perdería el tren de los adelantos técnicos que impulsarían la economía europea. López Piñero [1979: 67-81] nos muestra cómo los tres estamentos de la sociedad participaron en el cultivo de la ciencia, pero que “sus principales protagonistas fueron los estratos medios urbanos, es decir, la parte del estado llano a la que corresponde el calificativo de burguesía en sentido más o menos amplio. Las características peculiares y la trayectoria que dicha burguesía urbana tuvo en España fueron, por ello, un factor de decisiva importancia en su configuración y en su posterior evolución”. Y en otro libro [Tuñón, V, 1982: 355-423] extiende la misma explicación a los siglos XVI y XVII.
Vemos, en todo este claroscuro, como en definitiva una combinación de problemas estructurales e ideológicos fueron los que agostaron las enormes oportunidades de la economía española en la Edad Moderna. Había casi todos los elementos para un desarrollo extraordinario, pero fueron desaprovechados.
¿Cuándo se produjo el cambio de signo? La historiografía se ha dividido al respecto. Kamen, en una posición maximalista y aislada, comparando la situación de España con la del resto de Europa arguye que no hubo tal decadencia porque el nivel de partida era tan bajo que nunca se levantó ni cayó [1984: 148]. Muchos más reconocen que junto a una situación de relativa bonanza se iban acumulando los problemas hasta alcanzar la gravedad en la segunda mitad del reinado de Felipe II pero retrasan el inicio de la verdadera decadencia económica al reinado de Felipe III. Así piensan Hamilton, Vilar y Elliott. Y concuerda con ellos un especialista como Stradling [1981: 17]. Davis la sitúa hacia 1598-1611, cuando las pérdidas demográficas hicieron subir los índices de salarios y volvieron no competitiva a la industria española [1973: 158-172]. Kellenbenz [1976], Cipolla [1973] y otros resaltan la evidencia de que, en todo caso, la crisis fue general en casi toda Europa, con contadas excepciones. Para un mejor conocimiento especializado del tema de la crisis europea puede consultarse a Lublinskaya [1979] y Kriedte [1980], éste último con una impresionante bibliografía.
La primera bancarrota, en 1557, fue un duro golpe pero la economía del país lo soportó bastante bien y pronto reanudó la expansión, pero era sobre unas bases muy débiles en el fondo, más sobre la especulación y la demanda americana que sobre las inversiones productivas y la demanda interior. No nos asombre esta capacidad de recuperación pues quien primero propuso la bancarrota había sido un gran mercader burgalés, Fernando López del Campo [Carande, 1949: 325]. Los burgueses, aún viendo que padecerían con una suspensión de pagos, comprendían que era preciso dar una solución inmediata, razonable y efectiva para el inmenso montante de la deuda porque de lo contrario el final podía ser mucho peor. Por las mismas fechas, en el vital y optimista 1558, el arbitrista Luis Ortiz [Carande, 1949: 212-214] presenta su famoso Memorial para que no salga dinero del reino, pidiendo que se restrinjan las exportaciones de materias primas, para fomentar la propia industria. Exportar paños y no lanas era el mejor remedio sin duda. Pero la política dinástica iba en sentido contrario y no se aprovechó el respiro de 1557 para moderar los gastos y los compromisos.
Las presiones de los financieros genoveses y alemanes fueron imbatibles cuando surgieron los conflictos a la vez en el Mediterráneo y en Flandes. Así, en 1566 la libertad de hacer asientos en el exterior, en principio favorable para la libertad empresarial de los poderosos mercaderes pero ruinosa en un contexto de reglamentación tan omnipresente, contribuyó al hundimiento de los productores españoles, pues los banqueros extranjeros ya no tuvieron necesidad de exportar nuestros productos para obtener numerario y pagar los asientos en el exterior. Esta medida mostraba cuál era la verdadera prioridad de la política filipina: el poder de su dinastía.
Felipe II aspiraba a dominar Europa no tanto para colocarla bajo su directa soberanía (que en parte así fue, pues siempre pensó que el Imperio le correspondía a él y no a la rama vienesa), como para asegurar un absoluto diktat sobre la política y la religión en sus dominios y un equilibrio en el que la hegemonía de su Corona fuese indiscutida. Para obtenerlo necesitaba el predominio militar y ya lo tenía pero para mantenerlo y ejercerlo cuando y donde lo considerase oportuno necesitaba aumentar los ingresos del Estado, obtener un predominio financiero sobre los restantes estados absolutos del continente. Lo logró ciertamente, a un costo brutal. “España debía sacrificarse por los ideales político-religiosos del Imperio” [Domínguez Ortiz, 1983: 181]. En Flandes fue donde ese esfuerzo fue más costoso e inútil. Uno de los mejores estudiosos sobre el tema, Parker [1972: 165-199] nos muestra una situación sin solución: ideológicamente no se podía admitir la paz, militarmente era imposible. Ni siquiera se atrevieron los españoles a una guerra total, inundando los Países Bajos, porque sus principios morales e intereses lo impedían. La solución hubiese pasado por una concentración total de los esfuerzos bélicos en Flandes pero ya entonces había demasiados compromisos en otros lados y se recurrió a la lenta guerra de desgaste.
Para sufragarla se establecieron o se incrementaron impuestos ruinosos sobre las clases productivas y sobre el consumo del campesinado y el estado llano de las ciudades. Pero lo cierto que era “España mucho más débil de lo que Felipe había creído” [Elliott, 1968: 19-21]. Thompson nos ha expuesto el enorme esfuerzo de pagar la guerra de Flandes, presentándonos una Administración con aciertos extraordinarios, como lamentando que un país con tan extraordinario potencial militar, administrativo y económico dilapidará su potencial en asuntos tan ajenos a sus verdaderos intereses [1976: 85-125].
Cuando los compromisos exteriores del imperialismo filipino en el Mediterráneo y en Flandes crecieron hasta anegar de deudas la Hacienda se llegó al verdadero momento decisivo. Hacia 1575, con la segunda bancarrota pública, es cuando la mayoría de los estudiosos señalan el decisivo cambio de tendencia, que registró aún muchos altibajos, como el gravísimo golpe de 1794 o la espantosa peste de fin de siglo, pero también momentos que invitaban al optimismo. Braudel [1979, III: 15] cita a Alonso Morgado, que en 1587, afirmaba «que con los tesoros importados en la ciudad, ¡se podrían cubrir todas sus rutas con pavimentos de oro y plata!». La década final del siglo XVI fue la de más elevado comercio con América, con enormes entradas de plata, que ayudaron a un frenético esfuerzo en Europa, en todos los frentes. Aún en el periodo 1575-78 Noël Salomon [1964: 40] basándose en las Relaciones Topográficas de Felipe II, concluye que de 370 pueblos de Castilla la Nueva, sobre los que hay indicaciones, 234 aumentaban de población, 37 no crecían y 99 bajaban. Aumentaba la población en los pueblos de tamaño mediano, al emigrar a ellos los campesinos, mientras que comenzaban a despoblarse las pequeñas aldeas y las autoridades municipales mencionaban como causas del crecimiento las mejoras de la sanidad, que no hubiera pestes, el aumento de matrimonios y las roturaciones. Según las mismas Relaciones [Salomon, 1964: 68-69] la ganadería estaría en declive desde Carlos I debido al aumento de la agricultura, aunque puede ponerse en duda la fiabilidad de estos datos pues las autoridades consultadas podían estar interesadas en fallar a la verdad. Brumont [1984] estudia el campo de Castilla la Vieja y en especial la comarca de La Bureba, en medio de la ruta Duero-Ebro y cercana a Burgos, un microcosmos de la evolución del campo en este periodo y concluye que había un claroscuro repleto de potencialidades que no se realizaron y de amenazas que se cumplieron.
Pronto se notarían las consecuencias de tantos problemas estructurales y estos datos positivos son el canto del cisne. Braudel recoge la imagen de un pueblo que clama por el fin de la guerra, ante una monarquía que “se dedica a un constante saqueo de las fortunas de las ciudades, de los grandes, de la Iglesia, sin retroceder ante ninguna exacción que considerara provechosa” [1949, I: 708].
Kamen, en su admirable estudio sobre el Siglo de Hierro nos muestra a una burguesía española de carácter rentista y hacendado que se había apartado de los negocios para vivir de la Deuda Pública: “Tal vez el ejemplo más notable de esto, aunque no necesariamente el único de su clase, sea el de la ciudad de Valladolid, donde a finales del siglo XVI 232 ciudadanos cobraban más dinero del gobierno en forma de juros de lo que la ciudad entera pagaba en impuestos, de manera que en la práctica el Estado estaba subvencionando a la ciudad [1971: 209].
Era más interesante para la burguesía invertir sus capitales en la deuda pública (juros) y privada (censos), a tipos de interés del 7 %, que en las actividades productivas tan gravadas de impuestos, de resultado dudoso si dependían de los conflictos exteriores (como el comercio marítimo). Faltaba el suficiente capital como para lanzar grandes empresas industriales de magnitud competitiva en Europa pero no para las pequeñas cuantías de estos censos y juros. Los censos al principio beneficiaron a la agricultura porque dio a los campesinos unos modestos capitales para invertir, pero con el aumento de los impuestos y las crisis agrarias también ésto dejó de ser así. Los censos se hacían al final para pagar los impuestos y al final sólo quedaba la obligada enajenación de las tierras cuando ya no se podían pagar las rentas. Y para la burguesía, el cambio desde una mentalidad de riesgo y activa a una mentalidad rentista y pasiva.
El mismo Kamen, en una obra posterior [1984: 148], cita la opinión del arbitrista Cellorigo en 1600 sobre los censos: “peste que ha puesto estos reinos en suma miseria, por haberse inclinado todos, o la mayor parte, a vivir de ellos, y de los intereses que causa el dinero”... “Los censos son la peste y la perdición de España. Y es que el mercader por el dulzor del seguro provecho de los censos deja sus tratos, el oficial desprecia su oficio, el labrador deja su labranza, el pastor su ganado, el noble vende sus tierras, por trocar ciento que le valían por quinientos del juro... Con los censos casas muy floridas se han perdido, y otras de gente baja se han levantado de sus oficios, tratos y labranzas a la ociosidad, y ha venido el reino a dar en una república ociosa y viciosa”.
Lapeyre [1969: 172] cita al licenciado Albornoz: “Los comerciantes «rabian y mueren por la caballería»”. Ya mucho antes, el sobrino de Simón Ruiz, el opulento negociante de Medina del Campo, el joven Pero Ruiz Envito, “no quiere ser mercader, sino caballero” y encontrará una muerte en 1581, en consonancia con sus aspiraciones, al ser batido en un duelo.
La compra de cargos públicos y la pretensión de ascender en la Administración como un refugio para los malos tiempos era un deseo insuperable, como podemos advertir en artículos de Domínguez Ortiz [1985: 146-183], en la mejor obra sobre el tema de los consejeros de Castilla, de Janine Fayard [1979], que nos presenta a una casta de enorme poder e influencia, o en la de González Alonso [1981] sobre las Administración castellana del Antiguo Régimen, con especial atención al control de los oficiales reales.
Desde este momento de desideratum la economía interior estaba irreversiblemente dañada en la base de su estructura productiva, en su espíritu de trabajo, y la onda expansiva de la que se habían beneficiado tanto las ciudades castellanas se convirtió en onda depresiva. Al final del reinado de Felipe II España estaba al borde de una crisis. Las cosechas fueron malas, murieron 600.000 personas por una peste galopante (1597-1601), las ciudades y pueblos se quejaban de vivir en la absoluta miseria, los negocios quebraban en masa [Lynch, 1991: 408-411]. Las gentes pensaban que la riqueza se encontraba en el dinero y en los intereses, olvidando el trabajo. ¿Trabajar para que el Estado se llevase la ganancia en impuestos? La respuesta era la huida del campo de los campesinos y por contra la adquisición de tierras por los burgueses, que se quedaban a vivir en las ciudades. El implacable Martín González de Cellorigo escribirá en el infausto 1600 que España había sido reducida a un estado en que los hombres vivían “fuera del orden natural”.
Parker [1978: 215-216] nos resume a su vez el impacto de esta política en la economía: “El coste total de la Armada Invencible había sido aproximadamente de diez millones de ducados. A esto se añadía, además, el coste de la guerra en los Países Bajos (más de dos millones al año) y los subsidios a los dirigentes católicos franceses (se enviaron desde España tres millones de ducados entre 1585 y 1590). Incluso con el aumento de los ingresos procedentes de las Indias, el coste de la política imperialista comenzaba a ser demasiado oneroso para Castilla. En 1589 las cortes accedieron a votar un nuevo impuesto conocido como los millones, por valor de ocho millones de ducados, aunque la recaudación se extendió durante casi una década y aun entonces la suma completa no era igual al coste de la Armada. Castilla, sin embargo, no podía ofrecer más. Antes incluso de la imposición de los millones, el agricultor medio de Castilla estaba ya obligado a entregar la mitad de sus ingresos en impuestos, diezmos y tributos señoriales. La tributación había aumentado mucho más rápido que los precios durante el reinado de Felipe II, especialmente después de 1575: los impuestos aumentaron poco al parecer durante el reinado de Carlos V; pero entre 1556 y 1570 subieron alrededor del 50 por 100 y entre 1570 y el final del siglo crecieron un 90 por 100 más.”
Y aún así, triplicando los ingresos, tampoco se consiguió evitar que la deuda se cuadruplicara. Domínguez Ortiz [1960: 5] nos muestra la situación contable de la Hacienda, en base a una Relación de octubre de 1598, al comienzo del reinado de Felipe III. Este heredaba unos ingresos anuales de 9.731.404 ducados, con una afectación al pago de juros de 4.634.293, quedando libres poco más de cinco millones anuales. “Esta cantidad hubiera sido quizá suficiente de no mediar la guerra de Flandes, que absorbió en los doce primeros años del reinado (se refiere a Felipe III) 37.488.565 ducados, más 4.500.000 por los intereses de las letras y asientos”. Los inmensos gastos militares de los compromisos que se pasaban los reyes de padres a hijos hubieran agotado a países mucho más prósperos que España.
Morineau [Leon, 1978, II: 152-156], resume acertadamente también esta situación imposible: sólo había una disyuntiva: que los reyes abandonasen las guerras dinásticas o que los pueblos se sublevasen para no pagar (sólo lo hicieron en la periferia y tarde).
El pacifismo del reinado de Felipe III era la respuesta a las demandas de toda la nación, que apagaron por cierto tiempo al partido imperialista que deseaba continuar el esfuerzo bélico. Ya en las Cortes de 1593 un diputado, Pedro Tello, había solicitado a Felipe II que pusiera fin como pudiera a las guerras y se dedicara a mejorar sus reinos propios, sobre todo en América [Lynch, 1991: 411]. Las paces se comenzaron a hacer ya en 1598 (la de Vervins con Francia) y Flandes se dio a la infanta Isabel; con Felipe III se hizo la paz con Inglaterra y la Tregua de los 20 Años con los Países Bajos. Pero los gastos de defensa no bajaron mucho y el ahorro se gastó con creces en la corrupción y el lujo de la Corte, antes de incrementarse otra vez en los últimos años de Felipe III y en el reinado de Felipe IV, cuando el partido militarista volvió al poder.
Todo evidencia que España no cayó en la decadencia por un destino adverso, sino por una política desastrosa. Como en el presente comenta con acierto Paul Kennedy, el sino de los Estados imperialistas es sucumbir cuando sus gastos militares son desproporcionados a sus economías. Sólo podemos especular con lo que hubiera ocurrido si el empeño de la España moderna se hubiera dedicado a la mejora de las comunicaciones, a la erradicación de la piratería, al fomento de la producción nacional...
Se acababa así por desperdiciar el verdadero alud de los metales preciosos de América que lubricaba la economía de Europa y que sabiamente invertido hubiera sido sin duda la gran oportunidad económica de la Historia de España. Al fin devino incluso en regalo envenenado porque forjó un sueño de nuevo rico con pies de barro. No en vano muchos arribistas especularon, ya en el siglo XVII, que hubiera sido mejor no contar con tales tesoros, no tanto por la inflación como porque no hubieran alimentado ruinosas fantasías imperialistas y en cambio el país podría haber desarrollado las fuentes internas de riqueza. Sancho de Moncada [Gunder Frank, 1978 : 41] escribirá: “La pobreza de España ha resultado del descubrimiento de las Indias Occidentales”.
Esto nos lleva a plantearnos la segunda causa aducida por los historiadores para la decadencia del país: la inflación ocasionada por los metales preciosos de América. Un autor reciente, Dülmen [1982: 20-21], recuerda que Bodin, ya en el siglo XVI, apuntaba como la causa de la inflación la entrada de los metales preciosos americanos (un fenómeno muy bien estudiado por Carande y Hamilton) y que contradictoriamente la crisis que se inicio en los albores del siglo XVII devino por la escasez del numerario. Y era que la economía europea occidental tenía una balanza de pagos negativa, compraba al exterior más que lo que vendía. Y ninguna más que la española. El lujo mataba la economía española. El mismo autor [1982: 22] refiere cómo el duque de Alba legó a sus herederos en 1582 la fabulosa cifra de 600 docenas de platos y 800 fuentes de plata. El metal se atesoraba o se gastaba en lujos, no se dedicaba al comercio o el crédito. Todos los pobres intentaban conservar algunas monedas, joyas u orfebrería de plata para resguardarse del futuro. La seguridad y el prestigio eran los acicates de los hombres. Este esquema de valores, como tantas veces se apunta, era completamente contrario al espíritu burgués de la austeridad y del trabajo, del ahorro pero invertido con riesgo y valor.
Y una tercera causa, la despoblación por la aventura americana, que para muchos autores iba de la mano de la anterior. Las críticas a la emigración de españoles al Nuevo Mundo tenían sin duda su fundamento. Los especialistas más afamados [Chaunu, Nadal] estiman que entre 100.000 y 200.000 individuos (mucho más fiable la segunda cantidad) se marcharon a América en el siglo XVI, sobre todo en la segunda mitad del siglo. Y eran los más atrevidos y audaces; sin duda muchos de ellos podían haber engrosado las filas de la burguesía más emprendedora. Más debemos desconfiar de exagerar esta interpretación negativa, pues olvida que un número aún mayor de franceses e italianos inmigró en España (compensando con creces aquella pérdida), que la mayoría de los que fueron allí eran hidalgos que no eran productivos en nuestro país y en cambio allí fueron extremadamente rentables para la economía nacional (en parte porque se liberaban de los prejuicios ideológicos) y que los capitales que muchos repatriaron a su vuelta a casa, sabiamente invertidos, podrían haber sido muy útiles para el desarrollo de España si otra hubiera sido la sociedad. La mejor prueba de ello la encontramos en la Gran Bretaña del XIX, con una enorme emigración y al mismo tiempo un fuerte crecimiento demográfico y económico. El problema de España no era tanto la emigración a América como la realidad de un Estado y una sociedad que no estaban preparados para aprovechar las nuevas riquezas.
 Con todo esto, una reforma profunda del sistema no era imposible. La monarquía tenía el poder suficiente para imponer una política muy distinta y si no lo hizo no fue porque no tuviera propuestas de reforma (las había e incluso demasiadas) sino por su aberrante (visto desde nuestra época) política dinástica. Lo prueba que en estos dos siglos, cuando la situación económica era peor, los reyes consiguieron de Roma permiso “para vender pueblos pertenecientes a las Ordenes Militares, a las mitras episcopales y a los ricos monasterios benedictinos” [Domínguez Ortiz, 1973: 205], indemnizándoles con juros, cuyo importe se calculó capitalizando lo que los pueblos pagaban en concepto de derechos señoriales. Como la indemnización fue muy reducida al ser estos derechos mínimos y por la depreciación de la moneda el clero perdió mucho con esta desamortización de los Habsburgo, pero los beneficiados fueron esos hidalgos que provenían de la burguesía de los negocios y de la burocracia y que aspiraban al comprar los pueblos a convertirse en “señores de vasallos”, a escalar el siguiente escalón del poder social. Y estos compradores extendieron su acción a la compra de los propios pueblos de realengo, los de dominio real. Sólo Felipe IV creó 169 señoríos de este modo, afectando a 200.000 personas [art. de Domínguez Ortiz, 1985: 55-96], y esto sucedía con un rey mucho más débil que Felipe II. Nuevamente la aristocracia, la ancestral y aún más la nueva, fue la gran beneficiada del cambio de titularidad de estos señoríos. Si se hubiese deseado, pues, la monarquía hubiera podido parar, o hacer retroceder incluso, el proceso de amortización pero sus intereses eran manifiestamente los contrarios. El ejemplo de la Inglaterra de 1536-38, con una fecunda desamortización de las tierras y bienes de los conventos y monasterios, que conllevó una inmediata revolución social, daba un modelo de éxito económico y social pero contraproducente para la monarquía. Los consejeros de los monarcas españoles eran lo bastante avisados para vincular la caída del poder del clero inglés en el reinado de Enrique VIII con la decapitación de Carlos I un siglo después.
Esto nos lleva a otra cuestión. ¿Pudieron las Cortes ser el eficaz órgano de presión que cambiase la política económica, como sí lo fue en Inglaterra? La respuesta es materia de discusión. Si seguimos los debates de las Cortes encontramos muchas quejas y propuestas, todas en un sentido que no podía por menos de influir en el ánimo de los gobernantes. Estos eran muy conscientes de que abocaban al país a la ruina, pero la suma de intereses antes mentados impedía que hiciesen más que prometer enmendarse. Para conseguir un impuesto se prometía no acuñar moneda de vellón de baja ley pero se defraudaba acto seguido la promesa. Y las Cortes no se plantaban, no presionaban con votaciones. Eran las representantes del Tercer Estado, de las ciudades, del país y sin embargo no hicieron nada sino transigir. Era que no eran verdaderamente representativas de los intereses de la burguesía, sino de las oligarquías urbanas, del patriciado. En el siglo XVII su desprestigio ya era total y casi nadie protestó cuando dejaron de convocarse desde 1665, en el reinado de Carlos II.

EL AHONDAMIENTO DE LA DECADENCIA EN EL SIGLO XVII.
En el siglo XVII de los Austrias “menores” los enormes gastos financieros de las empresas militares para mantener la hegemonía española en Europa se cubrieron una y otra vez con el eterno expediente a los banqueros extranjeros y con una presión agobiante sobre las actividades productivas castellanas mientras que la insuficiencia de estas para cubrir la demanda colonial conllevó el recurso a las masivas importaciones de productos extranjeros. El régimen de los validos [Maravall, 1979; Tomás y Valiente, 1982; Benigno, 1992] hunde poco a poco el prestigio y el rigor de la monarquía absoluta hispánica. La élite aristocrática y una burocracia que medra a su amparo manipularán el poder estatal para su beneficio o para conseguir ideales inalcanzables.
Casi todas las regiones sufrieron al mismo tiempo de este declive. Para Cataluña contamos con el brillante estudio de Elliott sobre la rebelión de los catalanes [1963], que nos muestra un país atrasado, empobrecido, volcado al bandolerismo como medio de supervivencia y decidido a no dejarse arrastrar al abismo junto a Castilla, valiéndose para ello de sus derechos forales. El reino de Valencia sufre una dura y larga decadencia demográfica y económica por la expulsión de los moriscos en 1609 y las siguientes crisis [Casey, 1979 y en Elliott y otros, 1982: 224-247].
Los intentos de reformas, juzgadas necesarias por casi todos, se estrellaban ante las urgencias del momento, que postergaban hasta el olvido cualquier decisión con intención a largo plazo. Los arbitristas y economistas escribían sus obras, la Junta de Reformación de Olivares se reunía, las Cortes se quejaban, pero casi nada se hacía (o se hacía mal). Olivares era un verdadero reformador, al menos para Elliott, y sus textos, entre los que sobresale el de la Unión de Armas [ed. de Olivares, por Elliott y De la Peña, 1978: 184-197] nos lo presentan como profundamente consciente de las debilidades de la constitución política de los reinos y de que sólo la unidad podía dar a España el triunfo en el inevitable choque por la hegemonía europea. ¿Pero qué pago pensaba dar a los pueblos por los inmensos sacrificios que exigía? Sólo la “reputación de conservar los reinos de Su Majestad”.
Elliott [1986: 168-176] nos lo muestra preocupado por fomentar la industria y el comercio pero incapaz de llevar adelante sus proyectos. El orden de sus prioridades no era el más rentable para la burguesía, por descontado, aunque sus intenciones fuesen las mejores. Era un régimen el de los validos hecho para perpetuar el poder de los Grandes [Benigno, 1992: 56 y ss.] y las víctimas eran las otras clases sociales, apartadas de cualquier esperanza de acceder al poder aunque fuese a través de la burocracia. El siglo XVII fue el de la aristocracia, pugnando por sobrevivir en medio de la crisis (la controvertida tesis de Bennassar), en una verdadera “reacción nobiliaria”, con la recuperación del poder político, que le permitió superar los graves problemas políticos, económicos y sociales del periodo 1550-1640 hasta emerger con un poder intacto a fines de siglo, como sostiene Charles Jago [en Elliott y otros, 1982: 248-286] con el simple medio de aplastar a las clases que estaban abajo con tal de mantenerse ella misma a flote.
Felipe IV, el rey que más encarna los retos y las desgracias del siglo, será del mismo parecer que Olivares y de ello vendrá una obsesión, ya en 1636: “nuestros enemigos se han empeñado en la destrucción total de toda mi monarquía” [citado por Stradling, 1988: 280]. Y para defenderla casi destruyó la monarquía y a sus gentes.
Un autor tan ecuánime como Lynch será implacable en su crítica a Felipe IV [1993, XI: 155]: “La filosofía política que determinaba su sus decisiones no se alteró por efecto de los acontecimientos de 1640-1659. Su concepción de la monarquía no era la de una monarquía nacional que trascendiera los intereses dinásticos. Aunque afirmaba amar a sus súbditos y deseaba aliviar sus penurias, se veía por encima de todo como representante de la dinastía de los Habsburgo, cuyas posesiones tenía que preservar. Estas posesiones eran para él una propiedad vinvulada a perpetuidad y no estaba dispuesto a afrontar la responsabilidad de enajenar o perder una parte de su sagrada herencia. En ningún momento se le ocurrió preguntarse si la perpetuación de la presencia española en los Países Bajos o en Portugal reportaba beneficio alguno a sus súbditos españoles. El único criterio que guiaba su actuación eran sus derechos legales”. Contra la crítica de Lynch, sólo cabe una pequeña disculpa para el monarca: él se consideraba español, portugués, italiano y flamenco a la vez. Incluso aprendió los diversos idiomas de sus reinos y perder un territorio era perder una parte de su patria irrenunciable. Era lo mismo que Carlos I le decía a Felipe II sobre la misión sagrada de recuperar su amada “patria borgoñesa”, la que nunca había pisado siquiera. Este espíritu “universal” de los Habsburgo fue la perdición del país.
En una situación de vida o muerte no cabía más que luchar por la victoria o sucumbir. No venció y ciertamente la derrota llevó a la monarquía al mismísimo borde de la extinción y si no lo pasó fue porque el peligro de la destrucción total era ficticio. Lo único que esperaba Europa era equilibrar los poderes. En cambio, el rey de España ansiaba la hegemonía completa.
Mi opinión es que el Gobierno jamás afrontó la única posibilidad de transformar realmente la economía castellana. Nos referimos a los bienes de las “manos muertas”, que impedían la aparición de la clase media campesina y del mercado interior que pudiese financiar los gastos exteriores. Los bienes amortizados eran una enorme fuente de recursos, apenas sometidos a la Hacienda. La monarquía era plenamente consciente de que este era un impedimento fundamental para allegar los recursos financieros para sostener su política dinástica, mas no se atrevió jamás a afrontar el fondo de la cuestión, sino tan solo a presionar fiscalmente a la Iglesia, siguiendo los pasos ya trazados por Felipe II. El adalid de esta intervención había sido precisamente el rey “Cristianísimo” aprovechando para ello las guerras que emprendía por motivos religiosos, y sus sucesores heredaron sus soluciones.
Ya cuando murió Felipe II los más avisados ya veían que el destino venía adverso. Eso explica la proliferación de libros sobre los problemas del país y sus soluciones. Había una conciencia de decadencia [Elliott, 1986: 108-113]. “Entre 1598 y 1620 entre la «grandeza» y la «decadencia» hay que situar la crisis decisiva dl poderío español, y, con mayor seguridad todavía, la primera gran crisis de duda de los españoles. Y no hay que olvidar que las dos partes del Quijote son de 1605 y 1615” [Vilar, 1964: 332-346] [y en su contexto europeo, Vilar, 1983: 87-105]. La aparición de los arbitristas es reconocida por Elliott y Maravall [éste, sobre todo, en sus excelentes estudios de 1979 y 1982] como la respuesta de la sociedad ante una crisis profunda y universal y su representatividad de la opinión pública es indudable desde los estudios de J. A. Maravall sobre la mentalidad social en el Estado moderno [1972]. Se sucedieron de este modo las críticas de los escritores políticos como Juan de Mariana (la moralidad como primera reforma), el gran escritor Francisco de Quevedo, Diego Saavedra Fajardo, Juan de Santamaría, y por arbitristas y economistas de los siglos XVI y XVII como los mercantilistas Pedro de Burgos, Rodrigo de Luján, Luis de Molina, Luis Ortiz, Sancho de Moncada y Martínez de la Mata, y los expertos de la Escuela de Salamanca [Grice-Hutchinson, 1978: 107-161], González de Cellorigo, Lope de Deza, Diego José Dormer, Caja de Leruela, Fernández de Navarrete, Pedro de Valencia y los no adscritos a una escuela concreta como Tomás de Mercado, Álvarez Ossorio y tantos otros menos conocidos [Vilar, 1964: 135-162], pertenecientes en su mayoría al clero más sensibilizado y preocupado por los problemas económicos así como a los miembros de la burocracia mejor formados intelectualmente. En general responsabilizaban de los problemas del país a la amortización, las salidas de los metales preciosos, los gastos ingentes de las guerras exteriores, la falta de un espíritu de trabajo (considerado por todos ellos como la verdadera fuente de riqueza), la falta de una industria competitiva con Europa. Intuían la necesidad de ligar las importaciones de metales preciosos de las colonias a las exportaciones a estas mismas, pues el oro y la plata no eran más que un medio de pago y la circulación del dinero un instrumento para agilizar y fomentar la economía del país. Sus memoriales son fundamentales para conocer el retraso de la agricultura y en general de la economía española. Pero sus soluciones -que en muchos casos no hubieran sido muy eficaces por no ser realistas ni científicas en realidad- chocaron siempre contra unas fuerzas sociales predominantes: la aristocracia y el clero. Con ellos comenzó la historiografía sobre la decadencia española.
La tesis de Trevor Davies [1969: 118] es de una decadencia profunda por causas económicas, políticas y militares, incidiendo en las malas condiciones personales de los monarcas para encabezar un Estado autócrata y en la absurda política fiscal. Pero en aquel tiempo pareció a los contemporáneos que España podía lograr mantener indefinidamente su posición. Corvisier remarca que “los contemporáneos percibirán este declinar tardíamente” [1977: 192]. Para los españoles sólo se trataba de reformar los abusos y tener un buen gobierno y entonces el país no tendría rival. Y los extranjeros pensaban lo mismo, hasta bien entrado el siglo [Elliott, 1980: 173-174], como lo reflejan varias voces. Sir Walter Raleigh, el pirata cortesano, escribía a principios de siglo: “El rey español ha vejado a todos los príncipes de Europa y ha pasado, en pocos años, de ser un pobre rey de Castilla, a ser el más poderoso monarca de esta parte del mundo”. Se refería ciertamente al reinado anterior y hubiera podido anteceder aún más su memoria pero reflejaba la opinión de las clases altas europeas (que se notaba asimismo en su interés por la moda y la literatura españolas). Por contra, en el verano de 1641 el embajador inglés en Madrid escribía: “Me inclino a pensar que la grandeza de esta monarquía está próxima a su fin...” [art. de Elliott, 1970 :123]. Aún más, después de Rocroi, la paz de Westfalia y las revueltas de la periferia, en 1650 el viajero inglés Edward Hyde escribía también desde Madrid: “Los españoles son un pueblo miserable, desgraciado, orgulloso e insensible... solamente un milagro puede salvar la corona” [Stradling, : 276]. Y sin embargo, incluso en 1652, cuando los síntomas de decadencia tenían que haber sido claros para todos, otro viajero inglés, Owen Feltham, escribía: “El rey de España posee ahora un imperio tan vasto que en sus dominios nunca se pone el sol” [Elliott, 1980: 174]. Ciertamente, y sorprende que Elliott no lo relacione en su obra, éste era el annus mirabilis de 1652, cuando España se apoderó de Barcelona, Casale y Dunkerke y parecía que estaba a punto de vencer por completo a Francia, en una esperanza infundada más por la entrada en guerra de Inglaterra en 1656 que por otra cosa. Demasiados enemigos para un país cansado. Visto retrospectivamente sorprende que una España tan débil en su centro pudiera sobrevivir como gran potencia europea hasta el siglo XVIII. Fueron cincuenta años de presencia continua en el centro de Europa y en Italia y es evidente que el problema de esta presencia fue el principal de la política europea entre 1648 y 1714 [Stoye, 1969: 113].
Y por ello hay autores que, incluso en la actualidad, tienden a razonar que España no hubiera podido mantener casi intacto su imperio durante todo el siglo XVII a no ser que la decadencia económica y social no hubiera sido tan grande como la generalidad de la historiografía sostiene. Tienden a ver el problema desde una óptica de dominio político-militar. Así, Le Flem [Tuñón, 1980: 11-133], para todo lo demás tan ponderado, ha defendido que más que una decadencia cabe hablar de un estancamiento demográfico y económico, sin sacar las obvias conclusiones de las estadísticas cada vez más depuradas y de los testimonios de los contemporáneos de los hechos. Llegará incluso a concluir, pese al descenso de la cabaña en un tercio, que no hubo decadencia de la Mesta en el siglo XVII sino una reestructuración beneficiosa para los mayores ganaderos, exportadores de lana [op. cit.: 102]. Otro autor, por lo demás eminente, Thompson, considera que “la incapacidad de Madrid para explotar al máximo los recursos de la monarquía” fue la causa principal de la decadencia. Es lo mismo que decir que lo primordial no era el abatimiento de la economía y la sociedad sino la debilidad de la monarquía absoluta para aunar un supremo esfuerzo. Incluso la penuria podría ser interpretada como “una ayuda para el esfuerzo bélico español, al menos a corto y medio plazo”, pues alimentaba de nuevos reclutas al ejército [Stradling, 1981: 89-90]. Ciertamente la decadencia y su punto crítico de 1640 siempre dará para nuevas aportaciones historiográficas, para interesantes revisiones [Elliott y otros, 1992].
 Si no puede hablarse de una decadencia igualmente intensa o profunda en todo el siglo y en todas las regiones y provincias, sí que cabe hablar de que el conjunto de la monarquía hispánica sufrió un progresivo cataclismo hasta por lo menos 1680. Recogiendo esta percepción tan ajustada a la realidad de los datos casi todos los autores, Elliott, Vicens Vives, Reglá, Lozoya [1977, IV: 423]... han señalado esta época con los más siniestros colores y un resumen generalizado “la crisis total y definitiva”, sobre todo para los años de la mitad del siglo. Domínguez Ortiz [1960, 13], escribirá sobre el reinado de Felipe IV: “Desde 1640 hasta fines del reinado, todo se precipita y desploma; el caos hacendístico va de par con el desastre político y se vive al día, recurriendo a los más ruinosos arbitrios hasta dejar a la nación desorganizada y empobrecida”.
La burguesía, aparte de los males generales antes comentados, pues la fiscalidad caía casi íntegramente sobre ella y el campesinado, sufrió especialmente de las bancarrotas que se sucedían (1607, 1627, 1647, 1656 en el reinado de Felipe III y Felipe IV, con periodicidad de cada 20 años) y de las devaluaciones brutales de la moneda de vellón, con una ley de metal cada vez inferior, en una verdadera estafa a los intereses económicos del país, pues el comercio quedaba virtualmente suspendido (nadie quería cobrar en una moneda inútil). Las consecuencias fueron nefastas sobre la poca burguesía comercial e industrial que sobrevivía a duras penas. Parecía a los burgueses que resistían que lo único que importaba al Estado era mantener el imperio en Europa, recuperar Nápoles, Cataluña, Portugal y todo lo perdido hasta el último palmo. Mucho se recuperó a fin de cuentas mas el precio fue la asfixia de la economía nacional, el desfondamiento demográfico, la polarización social entre una minoría privilegiada (y aun así angustiada por las deudas y el temor a arruinarse) y una inmensa mayoría de miserables cuya única obsesión era sobrevivir, aunque fuera metiéndose en un convento. Los pueblos se arruinaban y despoblaban, sobre todo bajo la acuciante carga de los censos [art. de Domínguez Ortiz, 1985: 30-54] [Kamen, 1983: 362-363]. Masas de campesinos desheredados, sin pan que ponerse en la boca, afluían a las ciudades para vivir de la picaresca o de la limosna y allí las epidemias los diezmaban sin misericordia, haciendo nuevo sitio a los que venían a continuación a sustituirlos en la noria macabra de la muerte.
Lógicamente, en medio de la depresión del presente y el miedo a un futuro peor, los grandes comerciantes castellanos preferían invertir sus bienes en censos y juros cuando no en emparentar con las casas nobiliarias o en acceder a la superior categoría de hidalgos, abandonando las empresas económicas de mayor riesgo. La burguesía de Salamanca compró entre 1664 y 1686 más de un tercio de las tierras del municipio de Aldeanueva de Figueroa [Kamen, 1971: 211]. Infinidad de pueblos eran incapaces de pagar las cargas de los censos con los que se habían endeudado a favor de la burguesía y tuvieron que ceder en propiedad sus tierras comunes. Incluso los comerciantes andaluces, insistiendo en lo que comentábamos sobre los Consulados, aquellos que siempre estuvieron presentes en los puertos atlánticos (aun en los peores momentos del siglo), preferían ahora actuar como intermediarios de los grandes comerciantes europeos o como testaferros de los nobles castellanos, sin tomar grandes riesgos y buscaban cubrirse de las quiebras comprando hidalguías que les evitarían ir a prisión.
Rudé [1972: 108] nos muestra cómo esta obsesión por abandonar las actividades productivas ni siquiera era sólo español sino generalizado por Europa, incluso en el siglo XVIII; citando a Tocqueville, se compraban los cargos públicos y las tierras para abandonar los negocios, tan pronto como se tenía un modesto capital. Las ciudades que anteriormente habían estado a la cabeza del comercio de lanas y textiles, se veían ahora pobladas de cortesanos, clérigos, altos funcionarios y personajes [sic] judiciales. Tal como decía un ministro hablando del Valladolid de 1688: «Parece como si en esta ciudad sólo hubiera consumidores». Pero sería injusto culpar a los individuos por esta retirada. El culpable era realmente el Estado que les forzaba a ello.
La mayoría de las ciudades decayeron en todos los sentidos, tanto en demografía como en las actividades económicas principalmente. Las ciudades, empobrecidas y hambrientas, eran diezmadas por las epidemias. Como ejemplo, la peste de 1649, en sólo tres meses, mató a 60.000 personas en Sevilla. Burgos se hundió desde la guerra con Flandes e Inglaterra. Medina del Campo y Medina de Ríoseco agonizaron junto a sus ferias. Segovia se desplomó en el siglo XVII junto a su industria textil. Otras ciudades se mantuvieron, a base de sustituir su base artesanal y comercial por una base rentista, sólo de explotación de las áreas rurales. Sólo creció la capital, Madrid, que incluso se convirtió en una capital de importancia europea, con una pequeña clase comerciante que se dedicaba a vender objetos de lujo a las clases improductivas [Braudel, 1979: 39].
La misma débil clase media del campo, la burguesía agraria, de Castilla se ahogaba bajo las cargas fiscales que caían sobre los pueblos, que apelaban a recursos como comprar licencias reales para roturar las mejores tierras de los Propios y Comunes, sin conseguir otra cosa con los productos de esas roturaciones que pagar más impuestos. En estas condiciones parecía a que no se podría jamás salir de la debacle.
Y sin embargo los más fuertes salían adelante a costa de los más débiles en un durísimo proceso de selección darwiniana. Los supervivientes compraban las tierras de los que abandonaban hasta que en la siguiente crisis los más débiles de los compradores caían a su vez. Un círculo vicioso y brutal, despiadado, que rompió muchos de los vínculos de solidaridad en el campo. No en vano es en el siglo XVII cuando la palabra cacique, importada de América, adopta paulatinamente su significado en la España rural.
Vries [1982, 220-221] resume estos trágicos tiempos: “En ninguna parte fue más desastrosamente completo el agotamiento de la burguesía como en España. En una sociedad donde el prestigio de la nobleza difícilmente precisaba de apoyo, el Estado, por medio de la política de impuestos, hacía del status de noble una virtual necesidad. El hidalgo estaba exento de impuestos y el título de hidalguía podía ser comprado (su venta llegó a ser una importante fuente de ingresos públicos). Conforme la economía iba entrando en decadencia y subían los impuestos se produjo una verdadera huida hacia la nobleza y la iglesia (alrededor de un 5 % de la población era noble en 1787; se ha estimado que un 8 % de la población masculina adulta pertenecía al clero durante el reinado de Felipe IV)”. Debido a que todo el que poseía capital compraba el título de hidalguía, bonos del Tesoro [sic] y cargos públicos, la consiguiente debilidad del comercio y de la industria hizo que la debilidad económica de la nación fuera difícil de remontar durante largo tiempo”.
Salvo desaciertos en la forzada traducción Vries nos ofrece la perspectiva que la sociedad española del Siglo de Oro merece a los historiadores. Un absoluto agotamiento, que el mantenimiento de un imperio desproporcionado a sus recursos, no hacía sino agravar. Y en ese momento vino la desaparición de la Casa de Austria y la entronización de los Borbones. Era un hálito de esperanza. Kamen [1983: 432] ilustra ese estado de ánimo: “en un famoso incidente de 1700, un grande de España abrazó al embajador de Viena en Madrid: «prolongando maliciosamente su saludo y volviéndose a abrazar le dijo: Sire, es un placer, y un gran honor para toda mi vida, Sire, despedirme de la ilustrísima Casa de Austria». Se esperaba que los Borbones aportaran los horizontes que los Austrias no habían logrado alcanzar.” Desde luego la situación con la que se enfrentaban no era para ser muy optimistas. España era una potencia enferma y dormida y se aplicaron a curarla y despertarla, con un éxito mediano. Los Borbones conseguirían en todo caso cierta unidad de la nación y de eficacia administrativa, lo mínimo que se les podía pedir [Ogg, 1965: 52] y así prolongar la vida del Antiguo Régimen durante un siglo más.
Joseph Pérez [Tuñón, 1982, V: 138] aporta otra opinión sobre este periodo que acababa: “Grandeza del Estado, decadencia del pueblo... Mejor dicho: grandeza del Estado castellano, decadencia de la nación española. Así plantearía yo el problema: los Reyes Católicos iniciaron con su casamiento la creación de la nación española y la labor se interrumpió con ellos. Carlos V y Felipe II, preocupados por los problemas internacionales, descuidaron la política interior; aprovecharon la riqueza, la pujanza de Castilla, como instrumento al servicio de una causa que consideraban superior, pero no intentaron fundir los pueblos de la Península para formar una nación unida, coherente, solidaria. Las glorias, como las armas, fueron castellanas, pero la decadencia fue de toda España. Este sería, a mi modo de ver, el significado general del período que va desde 1474 hasta 1700”. La burguesía seguiría las vicisitudes de esta historia, quedándose con todo lo malo y poco de lo bueno.

Los arbitristas y mercantilistas.
Los arbitristas y mercantilistas españoles tienen sus raíces ideológicas en el catolicismo, siempre contrario al espíritu empresarial. Domingo de Soto, en Sobre la justicia y el derecho (1553-1554) escribe: «sería mucho más prudente (...) que la Autoridad por medio de la ley, siempre que ello fuese posible (...) fijase el precio de todas las mercancías». En 1619 Sancho de Moncada propuso que la Inquisición castigara la exportación ilegal de capitales.

 LOS PRIMEROS SIGNOS DE RECUPERACION: 1680.
Las bases de la recuperación pueden rastrearse hacia 1680, a la mitad del reinado de Carlos II, cuando la periferia española comenzó a salir del agujero depresivo del siglo XVII, después de la dura pero necesaria estabilización de la moneda al retirar la moneda de vellón desvalorizada. La burguesía fue el grupo social más beneficiado por este leve y localizado cambio de signo. Kamen [1980] ha conseguido reivindicar el reinado de Carlos II como un periodo de renovación, de lenta salida de la crisis o por lo menos de asentamiento de las bases de la favorable evolución durante el siglo XVIII, aunque no es posible olvidar que los padecimientos fueron innumerables aún.
Comenzaba la planificación de un verdadero programa reformista, como lo hizo Feliu de la Penya, con su Fénix de Catalunya, como representante de una corriente foralista que consideraría a Carlos II como el mejor rey de la Historia de España por su misma debilidad, mientras que otros, como Arias y sobre todo el valido Oropesa, el más caracterizado como honesto e inteligente con diferencia del siglo, seguían un modelo centralista de reformas según el ejemplo del exitoso colbertismo, que se consideraba por la burguesía como la verdadera causa de que Francia alcanzase la hegemonía europea [Barudio, 1981: 101] y que sería un ejemplo a lo largo del siglo XVIII para los déspotas ilustrados. En Cataluña se fomentaron las industrias textiles y se reactivó el comercio, con una burguesía que vuelve a pisar con fuerza. Vilar, en su Cataluña en la españa moderna [1977], nos traza un cuadro impresionante de este resurgimiento catalán, rompiendo con tantos prejuicios historiográficos. Martínez Shaw [1981: 82-94], aprovechando el camino abierto por Vilar, se refiere a un verdadero eje Barcelona-Cádiz, precedente del activísimo comercio directo del siglo XVIII, prescindiendo incluso del monopolio andaluz. Amelang [1986] en su estudio sobre la política municipal barcelonesa entre 1490 y 1714 nos muestra cómo, a pesar de los conflictos y las crisis, se había constituido la nueva clase dirigente catalana, el prestigioso patriciado urbano, mediante la fusión de la burguesía municipal rentista con la aristocracia feudal, hasta constituir un grupo social nuevo y pujante, abierto a constantes aportaciones de quienes tuvieran el mérito de la riqueza, con una coherente conciencia de clase, preocupado por mantener su status pero también por abrirse a actividades productivas y rentables. Era ya una burguesía con futuro.
La Junta Aragonesa de Comercio es de 1684. Valencia se convertía en puerto franco en 1679 y al final del siglo su región había conseguido al fin superar la crisis que comenzó con la expulsión de los moriscos en 1609 (un tema muy bien estudiado por James Casey [1979: 4 y ss; y en Elliott y otros, 1982: 224-247]). Un aristócrata moderno, Goyeneche, desarrollaría en los inicios sus vastas empresas industriales [Anes, 1975: 201-202], beneficiado por las leyes de 1682 y 1692 que proclamaban la compatibilidad de la nobleza con las actividades industriales y comerciales [Lynch, XI: 366]. La orla cantábrica, beneficiada con la introducción del cultivo del maíz y con una demografía expansiva, era una fuente de emigración a las otras regiones y su burguesía, en especial la asturiana, tendría un papel de liderazgo en la lucha ideológica del siglo XVIII. Galicia vivía una época de densidad demográfica ciertamente difícil de superar con los medios del momento y todos los estudios [Villares, 1982] señalan la complejidad de su estructura social y de su peculiar sistema de propiedad agraria, que perviviría sin cambios significativos hasta el mismo siglo XIX. En Mallorca los estudios de Josep Juan Vidal sobre los manifests i scrutinis muestran que la recuperación incluso pudo llegar antes, hacia 1665, debido entre otras causas a la relativa paz y a las menores levas de soldados.
Un texto poco conocido de Maurice Garden [en Leon, 1978, III: 206-207] iluminará las grandes diferencias regionales a lo largo de esta época de la periferia y la continuidad de los cambios en el siglo XVIII, sirviendo de base para el siguiente capítulo:
“¿Se le pueden atribuir al siglo XVIII mutaciones decisivas? Parecería que las transformaciones más características son con frecuencia más antiguas, como el reemplazo progresivo del trigo por la cebada, que se pone el frente en el arzobispado de Murcia; y del trigo por el centeno en Castilla; así como la aparición del maíz: la mayoría de estas evoluciones datan del siglo XVII. A pesar de matices regionales, la evolución de conjunto sería más o menos la siguiente: impulso demográfico y búsqueda de nuevas tierras, entre 1670 y 1730 según los lugares, con récords de producción que a menudo se sitúan en el eje de los siglos XVII y XVIII. En Murcia, los récords de producción según las series de diezmos se sitúan en 1698, y el siglo siguiente es más bien estable, con una profunda depresión entre 1750 y 1770, seguida con una reactivación cuyas cimas seculares se sitúan en 1792 para la cebada, y 1797 para el trigo, récords absolutos. Al contrario, geográficamente, en Galicia y el País Vasco, los progresos del siglo XVII se prolongan más tiempo, con cimas desfasadas en el tiempo, según la importancia de los nuevos cultivos, el maíz esencialmente: la fase de ascenso prosigue casi sin interrupción de 1645 a 1740, pero en el obispado de Santiago de Compostela, o en el de Orense, en el interior de las tierras, la curva se desvía de 1720 a 1760, mientras que el obispado de Mondoñedo, en la costa cantábrica, se ve cómo culmina su producción únicamente en 1782. En este último, el maíz se ha convertido en rey, ocupando el 60 % de las tierras labradas, y la patata se hace común en este final de siglo. Los índices de producción muestran crecimientos variables, pero con frecuencia, cuando el trigo parece estancarse, algunos cultivos de sustitución experimentan una progresión espectacular, la viña aquí, el maíz allá, y esto en casi toda la península. En la propia región de Granada, entre 1780 y 1810, la producción de maíz sobrepasa a la del trigo y la cebada acumulada”.
Todos estos datos y su interpretación son revisables pero muestran una economía viva, con signos positivos en la periferia (también la periferia castellana) desde 1680, como sostienen hoy casi todos los autores. Y matizan la idea de que hacia 1750 todo el país salió del estancamiento. Más bien podría hablarse de que precisamente entonces la periferia se estancó durante un par de decenios, en una especie de crisis necesaria para digerir su anterior crecimiento, antes de reemprender con nuevos bríos su ascenso, mientras que el centro de la península sí salió hacia 1750 de la crisis (sobre todo gracias a las roturaciones y a los viñedos) y recuperó parte de su retraso en estos años centrales del siglo.

EL DESPEGUE DE LA BURGUESÍA EN EL SIGLO XVIII.

Europa en el siglo XVIII.

Como hemos visto, pues, en la periferia se daba ya antes de comenzar el nuevo siglo un fenómeno de franca recuperación de la economía, con una participación activa de la burguesía. Y esa expansión, con algunos descansos, se mantuvo hasta el siglo XIX, cuando la rotunda crisis de 1808 vino a replantearlo todo sobre bases nuevas.
En penoso contraste, hacia 1700 la situación de la economía y de la población de Castilla era penosísima, por culpa de las guerras, las pestes, el hambre y la miseria del pueblo bajo. El centro del país acababa de vivir una década trágica [Lynch, XI: 345-354] pero también asomaban los gérmenes positivos de la estabilidad de la moneda. La burguesía castellana era débil, sin cohesión de grupo ni conciencia de tal, sin organismos de presión (aparte de los Consulados del Mar de la periferia), y como clase social apenas duraba en los negocios una o dos generaciones, puesto que procuraba a los pocos dineros que podía recoger que sus descendientes accedieran a la hidalguía. Y sin embargo se puso de parte de la dinastía de los Borbones en la guerra de Sucesión, pues esperaba que el reformismo borbónico cortara los privilegios excesivos [Anes, 1975: 344]. Y lo cierto es que esa burguesía, aliada con el campesinado y la pequeña nobleza y clero, consiguió reunir la fuerza suficiente para sostener a Felipe V durante la guerra de Sucesión. La España campesina y burguesa tenía aún una reserva de poder, como los ministros franceses que llegaron a Madrid pudieron comprobar. Wallerstein [1980, II: 263] cita a Romero de Solís: “el triunfo de los Borbones en la guerra de Sucesión española «fue el triunfo de las clases medias y de la baja nobleza contra la Iglesia y la aristocracia señorial»“. Pese a lo que hay de exageración a tal tesis (el bajo clero castellano apoyó masivamente a Felipe V), el tiempo convalidó esta apreciación por sus efectos en la hegemonía social española.
La gran innovación de los Borbones para Fernández Albaladejo [1992: 353 y ss.] puede haber sido un cambio ideológico en la concepción política del Imperio español: el interés de los reyes dejaría de ser la monarquía universal de los Habsburgo para centrarse en el reino de España. Las ambiciones de Isabel de Farnesio en Italia no serían ni la sombra de los sueños del pasado. Este cambio en los objetivos era un beneficio indudable para un país empobrecido y harto de aventuras excesivas. De este modo el primer reformismo borbónico puso al fomento de la industria y al comercio en el centro de su política económica [Herr, 1960: 101; Lynch, 1989, XII: 106-112]. Había que desarrollar las fuentes de riqueza si se quería mantener a España en el concierto de las grandes potencias.
Así, el siglo XVIII dio a la burguesía castellana una oportunidad de rehacer su posición, con frecuentes altibajos sin duda, pero con un progreso indudable a largo plazo. El proteccionismo, el comercio indiano y el fomento de las manufacturas reales permitieron que la hundida industria textil de Segovia, Guadalajara, Béjar, Palencia y de muchas ciudades castellanas recuperase parte de su posición de antaño, doblando su producción algunas. Los diversos grupos sociales de la burguesía recuperaron una situación estable, con unas cargas fiscales mucho más moderadas en proporción a la riqueza real que las que tuvo que soportar en el siglo anterior, gracias a que la política exterior fue también menos belicosa y más racional y comedida. No hubo guerras en las fronteras peninsulares y eso era ya un gran avance y en cuanto a las de Italia fueron mucho menos gravosas que las de antaño. Las reformas de la Administración, más eficaz y honesta, bastaban casi para corregir los peores males del pasado. El comercio con América se benefició de las reformas en la marina de 1713-1720, aunque siempre chocó con una fuerte competencia europea y la oposición de los intereses criollos [Walker, 1979]. Incluso la ganadería trashumante se benefició y con ella los exportadores de lana, con un largo periodo entre 1700 y 1770 en que la exportación lanera creció. “Sin duda el siglo XVIII es el siglo de apogeo de la Mesta, y con él, de sus críticos más acerbos” [E. Fernández de Pinedo, en Tuñón, 1980, VII: 40].
Como decíamos, desde 1750 aproximadamente, la recuperación demográfica y la prosperidad económica se extendieron con mayor fuerza por Europa. En España, desde 1770, en la periferia este crecimiento fue otra vez mucho más acusado que en el centro. Los capitales se invertían en las ciudades portuarias, con oportunidades mucho más rentables. A finales del siglo XVIII los poderosos núcleos burgueses de Cádiz, Sevilla y Madrid estaban en trance de convertirse en ciudades burguesas, dejando atrás los tiempos en que la aristocracia lo era todo. Hombres de su tiempo como Sebastián Martínez (el comerciante ilustrado que protegió a Goya) se beneficiaron de la apertura económica que inspiró el equipo de Carlos III y eran admirados por sus contemporáneos.
Pero este desarrollo que, ahora sí, parecía paralelo al de la burguesía europea se ahogaría, como veremos, en parte por la pérdida de las colonias americanas y la tremenda crisis interior de 1808 y porque llegó demasiado tarde y demasiado débil. Si no fue mayor este desarrollo se debió a que las reformas del Despotismo Ilustrado fueron demasiado lentas, aunque se mantuvieron en el tiempo y sobre todo porque no tocaron la estructura de los problemas, que eran la amortización de las tierras agrícolas, en definitiva la supervivencia de las estructuras del Antiguo Régimen.
Para conocer la estratificación y la ideología de los grupos ciudadanos en esta época de España interesa leer las aportaciones de Pere Molas [1985], que presenta la burguesía española como insertada en la sociedad estamental y vinculada al sistema de valores de los grupos nobiliarios. Los grupos más importantes de la población urbana en esta España moderna son los de antes: la oligarquía nobiliaria, la burguesía mercantil y el artesanado. Esta clasificación no esconde las diversidades de riqueza dentro de cada grupo, que se refleja en su división en finas capas, con clara conciencia cada una de su status y las capas que se tocan con las adyacentes de cada grupo dan pie al fenómeno del cambio de status, pues siguen siendo unos grupos con una cierta movilidad de arriba a abajo, alimentando y renovando constantemente las filas de las clases privilegiadas, ahora sólo con honores jurídicos.
Numerosos historiadores, Domínguez Ortiz y tantos otros, desde perspectivas políticas y especialidades científicas muy distintas, comparten la tesis de que durante el siglo XVIII la burguesía afianzó su presencia hasta conseguir hacia su final una posición de incontestable dominio económico. Para Murillo [1972] la clase media se amplía en este periodo al aumentar el número de abogados, funcionarios, eclesiásticos, profesores, escritores y comerciantes y también por la mayor especialización de sus actividades.
Casi todos los historiadores políticos y constitucionalistas (el paradigma es Sánchez Agesta [1974: 26-27]), consideran que la pujante burguesía española es precisamente durante el siglo XVIII construye su ideología crítica respecto a la nobleza, la Iglesia y sus privilegios, de modo que este avance ideológico es una herencia fundamental que explica la revolución liberal del siglo XIX.
En la misma línea, Tomás y Valiente [1971: 46-47] defiende la tesis de una burguesía ya plenamente dominante en lo económico a fines del siglo XVIII con la prueba de que era la única que tenía la liquidez dineraria para comprar los vales reales y que estaría interesada en que el Estado pagase los intereses y que los amortizase en su momento, siguiendo las tesis de Vicens Vives y otros historiadores que no encuentran otra explicación al fermento revolucionario de las Cortes de Cádiz. “La burguesía se fue enriqueciendo notablemente durante la segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo, como es bien conocido, en las ciudades mercantiles y marítimas de la periferia. En las últimas décadas tiene poder económico, pero le falta el poder político, todavía detentado por los estamentos privilegiados de una sociedad encuadrada aún dentro de los módulos del Antiguo Régimen. Cuando éste caiga, la burguesía se hará con el poder político”.
Esta burguesía emergente necesitaba tierras, exigía tierras, para sí misma y para el campesinado. Sobre todo necesitaban los comerciantes tierras para sí mismos para diversificar sus inversiones y necesitaban los industriales que los campesinos tuvieran tierras para que así las rentas de éstos aumentasen y pudiesen comprar sus productos. Nadie desdeñaba la posibilidad de convertirse en terrateniente y así de progresar en la escala social y acceder al estamento de la nobleza, porque era un título honorífico que suponía la consagración de que se tenía un verdadero poder económico. Pero era algo nuevo que muy pocos deseasen abandonar sus negocios. Se percibía que el futuro de sus familias sólo podía asegurarse si se mantenían las lucrativas actividades comerciales e industriales y que el seguro de las propiedades rurales era un elemento de seguridad y prestigio, no de progresivo enriquecimiento. Para demostrarlo a la vista de todos había demasiados nobles arruinados que buscaban emparentar con la burguesía. La tierra sería ahora un complemento apetecible, pero no el eje de las verdaderas fortunas. Pero, en todo caso, había un gravísimo obstáculo a superar antes de que los nuevos burgueses adquiriesen las tierras: la escasez de éstas por el fenómeno de las manos muertas.

LAS TIERRAS AMORTIZADAS EN EL SIGLO XVIII.
Durante el siglo XVIII la estructura de la propiedad amortizada no varió sensiblemente. Miles de pueblos abandonados jalonaban los caminos cuando los viajeros extranjeros pasaban sin ver un solo ser viviente en un día entero. Y sin embargo sus propietarios no hacían nada para poblarlos porque los preferían vacíos y disponibles para la ganadería lanar. Y esto incluso cuando la cabaña lanar se había despoblado.
Casi todo el daño de la amortización estaba ya hecho, por lo que las estadísticas sobre la situación hacia el 1800 son aceptables para el 1700, pero nunca serán plenamente fiables, moviéndonos en un cierto margen de error. Al finalizar el Antiguo Régimen aproximadamente entre el 80% y el 90% de la tierra era propiedad de las manos muertas (un 80 % para Madoz, según datos no corroborados plenamente). Unos 4 millones de hectáreas  pertenecían a bienes de Propios (de propiedad de los municipios), 10 millones al menos a los bienes comunales (de uso por los vecinos, pero sin título individual de propiedad) y unos 12 millones a bienes eclesiásticos. Otros 20 millones de hectáreas estaban amortizados en manos de mayorazgos [para este tema el mejor trabajo es el de Clavero, 1974] y señoríos territoriales de ls aristocracia. Puede hablarse así de un verdadero monopolio legal sobre la tierra [E. Fernández de Pinedo, en Tuñón, 1980, VII: 55-59]. Otras fuentes de la época [Moreno Alonso, 1989: 26] estiman hacia 1811 que de un total de 55 millones de aranzadas cultivadas, se encontraban en manos vivas 17.599.900; en manos muertas, 9.093.400; y, finalmente, en poder de los señores, un total de 28.306.700.
 Finalmente un autor tan mesurado como Domínguez Ortiz [1973: 337-358] insiste tanto en la inmensa cuantía de sus bienes como en el desequilibrio interno, con enormes variaciones en el nivel de riqueza del clero de una región o de otra, incidiendo en que la concentración de propiedades era especialmente intensa en León, Andalucía, Castilla la Nueva y Extremadura. Además, la Iglesia percibía en sus propiedades diezmos, primicias y muchos derechos propiamente señoriales. Los diezmos eran particularmente gravosos porque se cargaban sobre el producto bruto, con lo que en muchas tierras se quedaban hasta con la mitad del producto neto. Además desincentivaban las mejoras porque éstas requerían capital y el diezmo se constituía como un impuesto más gravoso cuanto mayor fuera el capital utilizado, de modo que podía ser más beneficioso no invertir nada para aligerar así la carga del diezmo. Era un freno radical a las inversiones productivas que necesitaban los campesinos para elevar su competitividad. El catastro de Ensenada (bastante fiable sobre la realidad de 1750-53, y comentado por Vilar [1982: 63-92]) calculaba que la Iglesia poseía 1/7 de las tierras cultivables y producía 1/4 de la riqueza nacional. No porque sus tierras fueran mejor cultivadas sino porque eran las más fértiles. Ello sumaba unos recursos que le permitían sostener una clase social numerosa e influyente de sacerdotes, frailes y monjas, así como unas actividades no lucrativas de carácter social que el Estado embrionario de la época no podía sufragar, tales como las educativas, sanitarias y de beneficiencia.
En cuanto a los bienes Propios y Comunes constituían la principal (y a veces casi única) fuente de recursos de miles de municipios y de sus vecinos, de modo que estos bosques, dehesas y prados, pero también trigales y viñedos dados en arriendo, eran vitales para su autonomía económica y política. De su importancia en plena Edad Moderna hay una indicación en Salomon [1964: 119-147]. Era, pues, una situación de claroscuro la de los bienes amortizados: por una parte cubrían grandes necesidades financieras y sociales asegurando el bienestar de amplias capas de la población, más por otra parte impedía el proceso de revolución agrícola que se estaba dando en el norte de Europa, que se basaba en la propiedad individual y en la circulación de esta propiedad, en la inversión y en el espíritu de asunción de riesgo por parte de los propietarios.

EL REFORMISMO AGRARIO DE LOS ILUSTRADOS.
Las críticas a la amortización de la tierra se generalizaron en el siglo XVIII, cuando el crecimiento demográfico y el aumento de los precios agrícolas (y en general de las rentas procedentes de la tierra) por encima del índice general de precios hicieron más evidente la necesidad de una reforma agraria que permitiese el acceso a la propiedad de la tierra a los campesinos y diese oportunidad a la burguesía de invertir en la agricultura. Gonzalo Anes [1981: 43-70] ha estudiado las fluctuaciones de los precios del trigo, de la cebada y del aceite en el periodo 1788-1808 y ha concluido que los precios llegaron a apreciarse hasta un 400 % en las épocas de sequía, sobre todo en las áreas interiores adonde no podían llegar los suministros marítimos. La sequía y no la inflación por la emisión de los vales reales desde 1780 sería así el principal factor explicativo de estas puntas de aumento de precios. Y añado dos consideraciones: que los beneficios de la especulación de alimentos atraerían la atención de la burguesía hacia la propiedad agraria y que aquella misma especulación facilitó una acumulación de capital idéntica a la que supuso en Cataluña la especulación con los alimentos durante las dos rebeliones catalanas contra el poder central, la de 1640 y la de 1700. La burguesía periférica se benefició así de la guerra y de las crisis de miseria, en un proceso irreversible y natural de selección.
La burguesía, de cuyo seno surgieron la mayoría de los tratadistas del periodo, estaba impedida de facto para comprar las tierras más apetecibles, no así las marginales (que casi siempre estuvieron disponibles salvo las de Propios y Comunes). Eran esas tierras de regadío de las riberas de los ríos y las dedicadas a los trigales, olivares y viñedos más productivos las que la burguesía deseaba y su acceso estaba vedado por la amortización. En los contemporáneos la conciencia del problema se extendió hasta llegar a la conclusión lógica: esta institución debía desaparecer necesariamente, tanto por lo que se refería a la vinculación en los mayorazgos de la aristocracia como a la amortización en manos eclesiásticas y de los municipios (y sus vecinos).
Pero en este periodo la correlación de fuerzas sociales no permitía más que atacar a la última de aquellas formas de propiedad, la de los bienes de Propios y Comunes, amén de liberalizar un poco las restantes. ¿Cómo avanzar sin romper con el pacto tácito con la monarquía, la nobleza y el clero? Esta duda mermaría cualquier posibilidad de reforma profunda de la estructura del régimen.
Es importante destacar que la aparición de la burguesía como una clase social emergente explica el porqué de la intensificación del debate sobre la tierra. Sin el apoyo de ésta clase social jamás se hubieran atrevido los ilustrados a desencadenar su ofensiva ideológica. Ya desde principios de siglo y a lo largo de éste, escritores tan emblemáticos como Mayans, Feijóo (su Teatro Crítico Universal es una obra imprescindible), Patiño, Flórez, Burriel, Macanaz y los economistas [Grice-Hutchinson, 1978: 219-230] Ustáriz, Bernardo de Ulloa, Miguel de Zavala (con su excelente Representación para el más seguro aumento del real erario) iniciaron su ofensiva contra los males de la sociedad española y, lógicamente, centraron muchas de sus críticas en la mala explotación de la tierra, el principal recurso económico y donde laboraba la inmensa mayoría de la población española. Sus aportaciones son puntuales y a veces anecdóticas pero abren ya el camino para los planteamientos más rigurosos de la segunda mitad del siglo. Destaca entre esas aportaciones que en el Concordato de 1737 ya se estableciera que los nuevos bienes de las manos muertas debieran pagar tributos como los del régimen común. Pero esta medida no se realizó hasta el final del siglo por la cerrada oposición práctica de la Iglesia. En suma, lo más destacable no fueron tanto los logros prácticos como la creación de un movimiento ideológico progresista que favorecería las futuras reformas.
Era un planteamiento común en toda Europa, con unas causas también comunes. Hobsbawm [1964: 42-43] lo resume así: “El siglo XVIII no supuso, desde luego, un estancamiento agrícola. Por el contrario, una gran era de expansión demográfica, de aumento de urbanización, comercio y manufactura, impulsó y hasta exigió el desarrollo agrario. La segunda mitad del siglo vio el principio del tremendo, y desde entonces ininterrumpido, aumento de población, característico del mundo moderno: entre 1755 y 1784, por ejemplo, la población rural del Brabante (Bélgica) aumentó en un 44 por 100. Pero lo que originó numerosas campañas para el progreso agrícola, lo que multiplicó las sociedades de labradores, los informes gubernamentales y las publicaciones propagandísticas desde Rusia hasta España, fue más que sus progresos, la cantidad de obstáculos que dificultaban el avance agrario”.
Maestre [1976] y J. A. Maravall [1991] han estudiado los antecedentes españoles del despotismo ilustrado, para comprender tanto la índole de las propuestas como las causas de su fracaso final, cuando la crisis de la Revolución Francesa apagó la luz del Despotismo Ilustrado. La caída de Jovellanos fue en ello muy semejante a las persecuciones muy anteriores de las que habían sido víctimas Mayans y Burriel. El Siglo de las Luces tenía sus particulares oscuridades.
Este movimiento intelectual que pugnaba por superar los obstáculos se centraría particularmente en el grupo de los economistas ilustrados asturianos [Anes Álvarez, 1988: 58-73], con figuras tan destacadas como Navia-Osorio, Campomanes, Jovellanos y Flórez Estrada, que son el fruto lógico de una sociedad asturiana particularmente equilibrada para la época [Gonzalo Anes, 1988], entre el campesinado, el artesanado y los señoríos, con moderadas tensiones por las rentas agrarias y los foros, con una larga y pausada onda expansiva en la población y la economía, aunque llegaría a 1800 con una saturación demográfica y una patente falta de capitales. Pero extender su modelo a toda Castilla era imposible.
El “Expediente de Ley Agraria” (redactado en 1766-84) [Anes, 1975: 400-408] fue el ámbito donde se manifestó más claramente el espíritu reformista de los ministros ilustrados, que se apoyó en la amplia red de las Sociedades Económicas de Amigos del País [Carande, 1989: 107-136], pero que chocó con insuperables dificultades internas y sobre todo externas para su realización, por el miedo de los estamentos a perder su posición de privilegio. Opiniones muy interesantes al respecto, desde planteamientos proclives a los reformistas, son los de Gonzalo Anes [1981: 11-42, 95-138], Lynch [1989, XII: 187-192], Sarrailh [1954: 562-572] y particularmente las de Domínguez Ortiz [1976: 402-453] y en concreto sobre las clases privilegiadas del Régimen y su pensamiento [1973]. En suma, conocer este espíritu ilustrado es esencial para comprender el origen de las ideas de los reformistas liberales del siglo XIX.
Las diversas propuestas de reforma agraria de los ilustrados pueden clasificarse en:
La colectivista del publicista Rafael Floranes, que no tocaba los bienes municipales sino que, al contrario, los acrecía con los eclesiásticos, aunque reformando su gestión y gravándolos con impuestos.
La individualista de Jovellanos, recogida en su Informe sobre la Ley Agraria de 1793 para la Sociedad Económica Matritense [Anes, 1975: 405], inspirada en la teoría económica de la fisiocracia y recogida por el liberalismo en el siguiente siglo. Se debían privatizar en plena propiedad tanto los baldíos como las “tierras concejiles”, cercar las tierras, limitar los derechos de la Mesta, sugiere la prohibición de nuevas amortizaciones, y otras medidas para buscar el “interés individual”. La tesis central era que el excesivo proteccionismo suponía al final una traba al desarrollo económico [Jovellanos, 1793: 191]. Su texto fue considerado como canónico por los reformadores de la propiedad agraria durante el siglo XIX, que lo citaron como autoridad indiscutida ya en las Cortes de Cádiz, sin percatarse de su sentido utópico e irrealizable que tanto debía a los arbitristas del pasado, como era manifiesto en el ilusorio proyecto de enseñanza técnica de los campesinos mediante una que debían difundir los clérigos. Para un estudio más detallado se puede consultar a Gonzalo Anes [1981: 95-138, para el Informe, y 199-214, para el proyecto de enseñanza mediante la Cartilla rural].
Las intermedias de Olavide, Floridablanca y Campomanes.
El Código de agricultura de Olavide sólo pretendía, según Tomás y Valiente [1971: 16-20], desamortizar los bienes baldíos, excluyendo los de Propios, para una finalidad productiva más que social: buscaba el reparto a precio alzado de los lotes entre los vecinos que quisiesen y pudiesen producir (con alternativas como la de que los propietarios ricos instalaran a braceros, o dando las tierras con la forma de censos pagando 1/8 de los frutos), y constituyendo con los ingresos una Caja Provincial. Contra la tesis de Tomás y Valiente se puede aducir que Olavide quería iniciar el proceso con los baldíos para conocer los problemas y resultados, para pasar luego a las otras formas de amortización, lo que casaría mejor con su espíritu radicalmente reformista.
Floridablanca (Instrucción reservada) estaba quejoso de que los bienes amortizados no tributasen y de que estuviesen descuidados e improductivos en su mayoría y su solución era impedir que se amortizasen más bienes y proceder a moderadas medidas de reparto de los baldíos y Propios. Por su posición de poder consiguió realizar gran parte de sus ideas.
Campomanes, con sus obras sobre la Ley Agraria (de la que fue principal impulsor) y con su Tratado de regalía de amortización (1765), una obra que figuraría en el siglo XIX entre los libros prohibidos por la Inquisición y de los más denostados por Menéndez Pelayo [1882: II, 433]. Su política agraria era: aumento de la superficie cultivable, fomento de la pequeña propiedad mediante el reparto de bienes baldíos y comunales, desvinculación de los mayorazgos y bienes eclesiásticos (aunque respetándoles a sus dueños la propiedad), arrendamientos a largo término (censos enfitéuticos), etc. De hecho, sus opiniones influyeron decisivamente sobre los reformistas más inteligentes del siglo XIX (como Florez Estrada).
Las escasas medidas reformadoras del despotismo ilustrado borbónico se ajustaron al fin al criterio individualista: división de tierras de aprovechamiento común en parcelas a repartir entre los campesinos. Pero todas esas medidas tendrían escaso alcance práctico porque obedecieron más a impulsos y necesidades del momento que a un programa político de largo alcance que contara con apoyos políticos capaces de superar las grandes resistencias y además no beneficiaron a la generalidad del campesinado pues la mayoría de las tierras fueron compradas por terratenientes, por los llamados “poderosos”. La burguesía comprendió pronto la oportunidad que se le brindaba.
Y más aun, no tocaron los bienes eclesiásticos, más allá de alguna puya teórica (Jovellanos) o de los informes para limitar las nuevas amortizaciones eclesiásticas, presentados por Francisco Carrasco y por Campomanes, o de las críticas de Olavide y Floridablanca, recogidos por Tomás y Valiente [1971: 23-30], intentos que chocaron con una más viva e inmediata oposición. Mientras que se creía poder disponer por vía legislativa de los bienes municipales y comunales, en cambio, para los eclesiásticos se consideraba imprescindible la negociación con la Santa Sede. Esta tesis “ilustrada” sería la misma que la de los “moderados” a lo largo del siglo XIX.
En suma, Tomás y Valiente [1971: 14] ha criticado con acierto a los ilustrados por su talante más teórico que práctico, aunque olvidando en el calor de la diatriba que no había en aquel momento un consenso social para una reforma profunda. Lo cierto es que las críticas y propuestas de los ilustrados fueron el necesario caldo de cultivo para las reformas de los decenios siguientes, así como que sus primeras disposiciones legislativas, tan moderadas, fueron el banco de pruebas para las que vendrían a continuación.

LA LEGISLACIÓN BORBÓNICA: LA ALTERNATIVA REFORMISTA.
El reinado de Carlos III es considerado con razón como el momento más acertado del reformismo español, patente desde principios del siglo XVIII y que venía a profundizar en la corriente de renovación que había nacido hacia 1680. Desde el Despotismo Ilustrado se trenzaron unas acertadas medidas a corto plazo que aseguraron unas décadas más de supervivencia al Antiguo Régimen, aunque la intención del monarca parece que no fue potenciar a la burguesía y la producción sino en cuanto a que ello podía suponer una mejora de la Hacienda Pública y del poder real. El regalismo y la supremacía absoluta de la monarquía fueron el norte de la política y así puede comprenderse que España participara en guerras tan poco fructuosas como las de los Siete Años y de la Independencia de los Estados Unidos. Lo primordial, como en tiempos de los Austrias, eran los intereses dinásticos de la Corona.
En todo caso, ya en su época de rey en Nápoles (1734-1759) la política de su ministro Tanucci había favorecido a la burguesía porque era la mejor fuente fiscal del Estado y ya en España (1759-88) siguió esta orientación, emprendida tímidamente en el reinado de sus predecesores Felipe V y Fernando VI. Se sucedieron las disposiciones de reforma tributaria y agraria, en perjuicio de los intereses de la oligarquía nobiliaria y del clero. Había que cuidar la “gallina de los huevos de oro”. Todos los súbditos del reino, nobles, eclesiásticos o burgueses debían estar sometidos a los impuestos, de modo que los privilegios fueran puramente honoríficos [Domínguez Ortiz, 1988: 121]. La expulsión de los jesuitas en 1767 y la limitación de la Inquisición iniciaron la política anticlerical que se concretaría en el siglo XIX con la desamortización eclesiástica. España y su Imperio vivía al mismo tiempo una coyuntura claramente alcista, al paso de toda Europa desde 1750, reflejada en el crecimiento de los precios agrícolas, la potenciación de la industria textil y el comercio ultramarino, mientras que la población aumentaba vigorosamente: si el censo de 1768 daba 9.301.728 habitantes, el de 1787 daba 10.286.000, un millón más en sólo veinte años y este ritmo seguiría en los siguientes años, incluso con el incompetente Carlos IV y su desafortunada gestión.
Las reformas que más nos interesan aquí son las que se refieren a la creación de una burguesía agraria, con el acceso a la propiedad de los campesinos.
En el campo legislativo las primeras medidas reformistas en la estructura de la propiedad rural se habían producido en los años finales del reinado de Felipe V, cuando en 1737-38 se decretó el reparto de las tierras baldías, pero ya en 1747 se anularon tales medidas y se devolvieron a los concejos las tierras ya vendidas. La monarquía se ganaba así por unos años el favor del pequeño campesinado [Sarrailh, 1954: 569], que se había quejado de las pésimas consecuencias que tenía aquella medida para las haciendas municipales.
En el reinado de Fernando VI, caracterizado por el pacifismo y la elección de excelentes ministros reformistas, se da el 16 de marzo de 1751 la intervención en los bienes de los Pósitos, con la creación de la Superintendencia General de Pósitos. Era una medida de fomento que alcanzó resultados inmediatos: se pasó de 3.371 pósitos municipales en 1751 a 5.225 en 1773, y se sanearon muchos de ellos al sustraerlos a las prácticas más abusivas de las oligarquías locales. Pero la mala gestión del Consejo de Castilla y a fines de siglo el déficit fiscal llevó a la intervención de los caudales de dinero y los depósitos de granos de los pósitos, que perdieron así gran parte de su eficacia, para entrar en rápida decadencia (en 1850 su número había bajado a 3.410 y su importancia aun mucho más). Se hubiera necesitado un eficiente Pósito en cada municipio para atender a los necesarios créditos de cultivo (y no sólo los de siembra), pero estaban dominados por los agricultores acomodados, los cargos municipales y las clases privilegiadas, más interesados todos en dificultar el acceso a la propiedad de los pobres que de facilitarla. Hacía falta un cambio político y un control mucho más eficaz para cambiar el destino de los fondos de los pósitos. Para un mejor conocimiento del tema de los pósitos en la España del siglo XVIII puede consultarse a Concepción de Castro [1987: 95-113] y a G. Anes [1981: 71-94], que considera que los pósitos sólo fueron utilizados por la sociedad estamental para protegerse de las graves crisis de abastecimientos, privándolas de una utilidad más ambiciosa.
En 1760, ya con Carlos III en el trono, y siguiendo la mentada política reformista ya ensayada en Nápoles, se crea la Contaduría General de Propios y Arbitrios, bajo la competencia del Consejo de Castilla, para fiscalizar la administración de tales bienes, evitar que se usufructuasen por los terratenientes locales y para bajar los impuestos municipales. Tal medida podría interpretarse como contradictoria con el fin último de la desamortización, pero era un intento de mejorar la gestión de los municipios y ponía, en todo caso, a los Propios bajo el control de la Administración real, el primer paso para nuevas y más audaces medidas.
En 1766 Carlos III (por influencia de Aranda y Campomanes) se inicia la más decidida política hasta la fecha para la reforma agraria [Anes, 1975: 408-414]. Desde este año se suceden las medidas para favorecer la división de los latifundios y regular los arrendamientos rústicos, recortar los privilegios de la Mesta para potenciar a la agricultura, fomentar las colonizaciones como la de Sierra Morena, aunque nunca lograron colmar los vacíos rurales (en el censo de 1797 había aún 932 localidades rurales desiertas, especialmente en La Mancha).
En ese mismo año de 1766 se dispuso que se repartieran en arrendamiento entre los campesinos más necesitados de Extremadura “todas las tierras labrantías propias de los pueblos y las baldías y concejiles”, medida que se hizo extensiva en los dos años siguientes a Andalucía, La Mancha y el resto del país. Si el pensamiento ilustrado había preparado el terreno, los acicates concretos fueron el hambre y los disturbios de 1766 (el motín de Esquilache fue sólo el más destacado de una serie de revueltas por el hambre, que Vilar nos ilumina en su sentido social [1982: 93-140]). La motivación social de la reforma era esencial en este momento y el reparto a los braceros, que además dejaba en manos de las haciendas municipales las rentas de los arriendos, hubiese sido un camino adecuado para una positiva reforma agraria, mas la ausencia de créditos a los nuevos labradores para que invirtiesen en estas tierras abocó la reforma al fracaso, además de que no se cumplió completamente más que en unos pocos sitios por la oposición pasiva de los municipios y el intento de las clases privilegiadas de beneficiarse clandestinamente [Artola, 1878: 130-131], por lo que en la provisión de 25 de mayo de 1770 se dio marcha atrás, reconociendo y respetando los intereses. Asimismo y fue el segundo factor negativo, los arrendatarios pobres perdían casi siempre su lote al cabo de un año, al no poder cultivar debidamente la tierra y entonces aparecían los especuladores para quedarse con la tierra. En definitiva, resultó la reforma en un distanciamiento aún mayor entre el proletariado rural y los terratenientes [Sánchez Salazar, 1982: 189-258]. Pero a cambio, los burgueses residentes en las ciudades del Sur accedieron a esas propiedades. La burguesía alcanzó ahora a comprender que sus intereses de clase estaban en oposición con los del campesinado pobre y que más le valía aliarse con el poder establecido y llegar a un pacto tácito con las clases privilegiadas. Este pacto, según muchos autores, se perpetuaría durante el siglo XIX, más nuestra opinión es que sólo unas capas concretas de la nobleza y la burguesía actuaron al unísono. Fueron las más conscientes de que venían nuevos tiempos, de que las actividades económicas del pasado (y las formas jurídicas que las protegían y regulaban) estaban condenadas a desaparecer y así se creó un conglomerado propietarios de nuevo cuño (o reconvertidos al capitalismo agrario) de tres grupos sociales: aristócratas ilustrados (que no rechazaron dedicarse al comercio incluso); de burgueses que habían acumulado capitales en el comercio, la industria y las finanzas, y de campesinos acomodados que se habían beneficiado de los arrendamientos con bajas rentas de las fincas de la Iglesia y de la nobleza absentista. Era esta unión de grupos sociales la transposición al campo del patriciado urbano barcelonés que estudió Amelang.
Como vemos, fueron reformas agrarias que se quedaron a medio camino, que tendieron a suturar las heridas del sistema antes que a cambiarlo. Y al final del reinado el impulso se había perdido. Miguel Artola [1982: XI y ss.] y Julián Marías [1963] han incidido sobre este “progresivo abandono del esfuerzo ilustrado”, patente desde antes de la muerte del rey Carlos III y agravado en la década siguiente. Para Rodríguez Labandeira [1982: 180-181], coincidiendo con nuestras propias opiniones: “La política económica de los Borbones en el siglo XVIII, sobre todo, al calor de una época de paz que coincide con el reinado de Carlos III, si bien favoreció un crecimiento lineal de la economía, no fue capaz de provocar una transformación del sistema, porque mantuvo en vigor las suficientes trabas como para impedirle dar el salto y desarrollarse”. “... históricamente no se puede hacer la revolución industrial, sin antes hacer la revolución liberal. Para acceder a un capitalismo autogenerado las economías del Antiguo Régimen no tienen más vía que la de este doble proceso revolucionario”.
Carr [1966: 52-54] ha señalado que a fines del siglo XVIII el régimen antiguo de propiedad estaba en crisis, tanto en el terreno de las ideas, como por las necesidades de la Hacienda. Era sólo cuestión de tiempo que comenzara la desvinculación y la desamortización, al socaire de los tiempos renovadores que recorrían Europa. Y la puntilla llegó con las crisis bélicas.
Carr llega a considerar con cierta exageración a la reforma agraria de Carlos III como “el ensayo de reforma agraria más notable hasta los días de la II República” [1966: 77], pero al principio del siglo XIX sólo unas pocas regiones (Cataluña sobre todo) tenían una clase media agraria dominante. De esa burguesía agraria (y no de la burguesía mercantil) saldrían precisamente las sucesivas oleadas de burgueses industriales que hicieron la fortuna de la Cataluña contemporánea y esta constatación nos hace lamentar con mayor razón que el modelo catalán no pudiera extenderse al resto del país.
Más éxito a corto plazo tuvieron las medidas que suprimieron las aduanas interiores y liberaron el comercio de granos, junto a las inversiones en la mejora de los caminos y puertos, antes preteridas durante siglos, por lo que supusieron de creación de un mercado único en España, por primera vez desde la unión de las Coronas con los Reyes Católicos.
Las reformas hacendísticas mejoraron sin duda las recaudaciones y acercaron el sistema financiero al modelo de los países europeos de capitalismo más avanzado. La creación del Banco de San Carlos (1782) y de los vales reales, la primera moneda en papel de curso obligatorio, eran pasos necesarios para consolidar una burguesía financiera.
La creación de las Juntas de Comercio y de las Sociedades Económicas de Amigos del País extendieron el espíritu de los nuevos tiempos y establecieron una mínima organización de los grupos de presión a favor de las reformas económicas. Si las manufacturas reales fracasaron casi en su totalidad, más pronto o más tarde, las fábricas textiles catalanas y el resto de manufacturas industriales de capital privado se beneficiaron de variadas medidas de fomento y se expandieron triunfalmente [Anes, 1975: 203-217]. En cuanto al fomento de la ciencia y de la investigación se percibe la influencia que tiene para el desarrollo económico de una gran potencia [ver para la Inglaterra del XVII a Merton, 1970] y se toma el modelo francés, más cercano, como un medio de desarrollo material del país, creándose los mecanismos institucionales más relevantes de la ciencia española, consiguiendo resultados más que estimables [Sellés y otros, 1987]. Se fomentan, según el mismo modelo de los países nórdicos, más compañías privilegiadas de comercio, como la Compañía General y de Comercio de los Cinco Gremios Mayores de Madrid (1763), o se fusionan, como la Guipuzcoana y la de Filipinas (1785), al tiempo que se apoyan las instituciones privadas de crédito [E. Fernández de Pinedo, en Tuñón, 1980, VII: 145-159]. Una burguesía industrial, comercial y financiera con negocios de dimensión a escala europea surgía de este clima.
La medida más célebre fue la libertad de comercio con América, establecida en 1778, largamente reivindicada por los catalanes y cantábricos durante el siglo XVIII en consonancia con su creciente conciencia de poder. Rompió el monopolio andaluz y espoleó aún más la prosperidad de toda la periferia española. Esta liberalización del comercio indiano no perjudicó a ninguna región, ni siquiera la andaluza, de lo que muy pronto se sorprendieron los comerciantes e intereses gaditanos y esta fue la mejor prueba de que la libertad de comercio e industria (y lógicamente de enajenación de la propiedad rústica) era a la postre la mejor vía para el desarrollo económico.
Una parte importante de la burguesía al final del Antiguo Régimen en España estaba compuesta al igual que un siglo antes por profesiones liberales, muchos con títulos universitarios: teólogos, pero sobre todo juristas y médicos. Los letrados eran omnipresentes en la burocracia, que continuaba su hipertrofia ya iniciada en el siglo XVII, en una verdadera “empleomanía”. Macanaz escribe en 1740: «Hay cien empleados donde bastarían cuarenta... si trabajaran bien, y a los demás podría dedicárseles a otro trabajo provechoso». Mayans escribe en 1753 que estos funcionarios eran una multitud de zánganos [Trevor Davies, 1969: 106]. Los médicos abundaban por doquier, ciudad o campo, de modo que el censo de 1797 nos da 4.346 médicos y 9.272 cirujanos y suponía una de las figuras clave de la vida social del Antiguo Régimen [Domínguez Ortiz, 1973: 2149-257].
Pero junto a estos burgueses con pasión por ser rentistas y casi siempre poco productivos, había poderosos núcleos de industriosos empresarios. Los comerciantes que constituían la burguesía mercantil era ya un fenómeno real que comenzaba a diversificarse. Los fabricantes catalanes de tejidos de algodón [Molas, 1985: 238-246] alcanzaron un auge formidable y su presencia en la sociedad de la época fue un antecedente de su dominio sin rival en el siglo XIX. En los principales focos capitalistas, muchos hombres de empresa se especializaban en los servicios financieros (el ejemplo de Italia en el Renacimiento era paradigmático, cuatro siglos después). La riqueza de matices de nuestra burguesía se correspondía ya con la de los países más avanzados, aunque su número y su importancia fueran aún mucho menores. Así, cuando en Francia, Soboul, el historiador de la Revolución, analiza las diversas capas de la burguesía al final del Antiguo Régimen, su modelo se corresponde también al español: rentistas, profesiones liberales, gran burguesía de negocios (financieros, comerciantes, manufactureros) y pequeña burguesía de tenderos y artesanos. Lo más importante no era, pues, su composición sino su dinamismo, su conciencia de que las empresas de riesgo eran el motor de la riqueza a largo plazo, una ola de optimismo había cambiado las conciencias de estos grupos y se difundía por amplias capas de la población, que pugnaban por entrar por el mérito y el trabajo en esta burguesía, en una clase social en la que el dinero era suficiente distinción. Y aun así incluso esta barrera fue rota.
Molas [1985: 234-237] nos presenta el caso de los comerciantes y fabricantes (muchos eran las dos cosas a la vez) de Valencia ennoblecidos al amparo de la real cédula de 1783, que posibilitaba el ennoblecimiento de quien pudiera demostrar la existencia de tres generaciones familiares dedicadas al ejercicio del comercio o de la industria. Esta norma suponía una solución parcial al cierre del camino de las compras de tierras. Ahora no haría falta esto para ascender en la escala de los honores aunque el prestigio fuese mayor si se unían el honor y la tierra.
Este clima de apertura y de movilidad social era ciertamente general en Europa. Hobsbawm [1964: 45] sostiene que todos los gobiernos occidentales que hacia 1780 aspiraban a una política racional se dedicaban a fomentar el progreso económico. Y como este venía sólo de la libertad de empresa necesariamente se seguía la libertad política como conclusión. Los que avanzaron por estos dos caminos al mismo tiempo pudieron triunfar. Los otros fracasaron.
La burguesía vivió años de euforia y revelación. Por primera vez la burguesía aparecía como una clase verdaderamente poderosa, capaz de construir el Estado a su conveniencia y acceder al poder, al menos compartido con las clases privilegiadas. Muchos medianos propietarios catalanes aprovecharon el cultivo de viñedos y el alto precio del vino para acumular capitales e invertirlos en el comercio y las nuevas industrias. Los maestros de los gremios artesanales proliferaron hasta ser proporcionalmente muy superiores a los oficiales y aprendices según el censo de 1797 [Anes, 1975: 201], con lo que significaba de movilidad social y de base para el futuro desarrollo industrial. Durante unos pocos años España vivió un auténtico “boom” industrial, comercial y financiero, mientras la marina mercante crecía. El régimen señorial y el feudalismo se desfondaban a ojos vista [Godechot y otros, 1971] por toda Europa, y la España borbónica seguía el mismo camino, tarde y mal, pero claramente. Los comerciantes ingleses temieron en este periodo el “resurgimiento de una gran potencia dormida”, pero ya era muy tarde para salvar el retraso relativo de tantos años.

EL FINAL DEL ANTIGUO RÉGIMEN: CARLOS IV Y GODOY.
Pensamos hoy que si hubiera habido a finales del XVIII unas décadas de paz en Europa se habría conseguido probablemente consolidar el desarrollo económico en España y ponerse a la altura de las grandes potencias. Pero en la Francia de 1789 estalló una Revolución que sonaría en toda Europa y ensordeció en España. La política de Carlos IV y sus ministros no podría ser más desdichada para la burguesía. Las guerras, la deuda pública, la ruptura del comercio americano, fueron las consecuencias de una política exterior al servicio de los intereses de la monarquía y de las verdaderas clases dominantes al final del Antiguo Régimen, la aristocracia y el clero. En estos largos e intermitentes años de crisis, fue cuando la burguesía tomó conciencia poco a poco de que si quería acrecentar o incluso mantener su prosperidad entonces debía cambiar la naturaleza del Régimen. Ese intento comenzaría con las Cortes de Cádiz. Pero esa es ya otra historia.
Las guerras con Francia (1793-1795), Portugal (1801-1803) e Inglaterra (1797-1801 y 1804-1808) llevaron al país a una situación lamentable, sobre todo en la región donde mayor era la prosperidad anteriormente. “La guerra contra el ejército francés significó para Cataluña una época demográfica y económicamente catastrófica” [C. Martínez Shaw, en Fernández, 1985: 129]. La guerra del Francés de 1793-94 fue una vuelta al pasado y un adelanto del penoso futuro, según Vilar [1982]. Y la interrupción del comercio americano durante la mayor parte del periodo siguiente no ayudó a restañar las profundas heridas.
El ingente importe de los gastos bélicos y la falta de un sistema contributivo en Castilla semejante al del catastro catalán, mucho más justo y eficaz, acrecentaron la Deuda pública durante la época de gobierno de Godoy hasta el colapso financiero del régimen. Artola [1982: 321-459], siguiendo la línea investigadora de Hamilton [1947] sobre la relación guerra-Deuda, ha estudiado minuciosamente la quiebra de la Hacienda del Antiguo Régimen, comenzando con la guerra de Independencia de los Estados Unidos, de modo que los presupuestos entre 1793 y 1806 se nutrieron en un tercio de los empréstitos públicos [Fontana, 1978: 71]. Era la misma guerra que provocó el colapso financiero del régimen borbónico en Francia. La diferencia entre los casos español y francés estribaba solamente en que la Deuda Pública francesa, que había pagado conflictos bélicos de enorme envergadura, era ya muy superior a la española y su hundimiento se adelantó por ello.
De acuerdo con Fontana [1983: 13-21 y 53-82], puede cuestionarse incluso si el sistema absolutista hubiera aguantado mucho más allá de 1808 aunque no se hubiese producido la invasión napoleónica, pues es en este año la deuda pública ascendía ya a 7.000 millones de reales, según Canga Argüelles. Los intereses se comían la totalidad de los ingresos de la Corona [Artola, 1982: 329]. Muchos contemporáneos estimaron con acierto que el derrumbe de los ejércitos españoles estaba directamente relacionado con la intrínseca debilidad financiera del régimen, por la cual no había unas fuerzas armadas a la altura del reto, ni una administración que pudiera sobrevivir a la invasión. El impacto de la percepción de esta debilidad en la burguesía no puede minusvalorarse, porque tomó clara conciencia de que este Estado casi putrefacto no podía defender eficazmente sus intereses.
En este contexto de apremiantes necesidades financieras es como deben verse las desamortizaciones del periodo 1794-1808, abriendo una pauta que se repetiría a lo largo del siglo XIX, cuando siempre primaría la urgencia de conseguir fondos sobre cualquier consideración social de más largo alcance. En contra de esta interpretación se hallan las tesis más conservadoras de Antequera o de Menéndez Pelayo [1882: II, 465], que consideraban, como en el resto de las desamortizaciones que el motivo fundamental era la incapacidad en unos casos y, sobre todo, una concepción jansenista o regalista de las relaciones Estado-Iglesia, que estos autores rechazaban porque llevaría a la Patria hacia el ateísmo, la desvertebración social y la ruptura. Una interpretación que estará latente en muchos de los prohombres conservadores y en sus decisiones políticas.
Tomás y Valiente (1971: 38 y ss.] estudia la relación de disposiciones legislativas que desde 1794 gravaron los bienes municipales y eclesiásticos con impuestos destinados a pagar los intereses de la deuda. Se abría paso así una doctrina político-jurídica de intervencionismo, que fundamentaría los pasos siguientes cuando se dio el detonante para un salto cualitativo: la crisis bélica y fiscal de 1798.
En los meses de febrero a septiembre de 1798 una serie de normas constituyen la llamada desamortización de Godoy. Primero (21 de febrero) las ventas de las fincas urbanas de los municipios. Segundo (26 de febrero) la creación de una Caja de Amortización de la deuda, engrosada con los fondos de las ventas de los bienes. Y por último (25 de septiembre) tres reales órdenes sumamente importantes, pues suponen el principio de la desamortización decimonónica, basada en la apropiación por el Estado de bienes inmuebles vinculados a “manos muertas”, su venta pública en subasta, la asignación del importe a la amortización de la deuda y la compensación a los “desposeídos” con un interés anual. En estas reales órdenes se intervenían los bienes de los seis Colegios Mayores, de los jesuitas expulsados (que no recibieron interés alguno) y, sobre todas, la que dispuso la venta de bienes de hospitales, hospicios, casas de misericordia, cofradías, memorias, casas pías y patronatos de legos. En su consideración se justifica en la neutralización del déficit de la Hacienda Pública, pero lo cierto es que, a pesar de que las ventas siguieron un buen ritmo, los resultados finales fueron muy magros porque las necesidades bélicas siguieron creciendo y comiéndose los ingresos. Siguió en 1805 un permiso concedido por la Santa Sede para desamortizar bienes eclesiásticos por un valor de hasta 6'4 millones de reales de renta.
Poco después y ante los crecientes apuros de la Hacienda española y por el temor a que la monarquía se desmoronase como ya lo había hecho la francesa por causas tan similares, la Santa Sede autorizó por un breve de 12 de diciembre de 1806 (aplicado en España el 21 de febrero de 1807), la venta del “séptimo eclesiástico”, o sea, la facultad de enajenar: “la séptima parte de los predios pertenecientes a las iglesias, monasterios, conventos, comunidades, fundaciones y otras cualesquiera personas eclesiásticas, incluso los bienes de las cuatro Órdenes Militares y la de San Juan de Jerusalén”. A cambio se compensaba esta venta con una renta del 3 por ciento para los expropiados. Una importantísima medida desde el punto de vista político y jurídico puesto que la Iglesia venía a reconocer la posibilidad de dedicar sus bienes a satisfacer las necesidades del Estado, aunque fuese al principio bajo la figura jurídica de una “gracia concedida”. Pero la complejidad jurídica del procedimiento de tal enajenación era extraordinaria: inventario, deslindamiento, tasación, etc., con el resultado de que apenas se habían vendido algunos bienes cuando Fernando VII suspendió la medida en sus primeras semanas de gobierno en 1808.
Para la mayoría de los estudiosos todas las anteriores medidas tuvieron escaso alcance práctico, pero parece más razonable señalar que faltan estudios locales y regionales sobre su incidencia. Así, parece confirmado que el arrendamiento y venta de bienes de Propios y baldíos fue muy importante en regiones del Sur, sobre todo en Extremadura (donde en plena guerra se seguían vendiendo bienes, pero sólo a un octavo de su valor) y Andalucía, mientras que en las demás regiones fue muy menguada.
El primer autor moderno que ha hecho una estimación de las ventas del periodo anterior a 1808 ha sido Herr [1974: 49], elevando su valor a unos 1.600 millones de reales. Pero sus defensores han tendido a ignorar que ya Canga Argüelles en 1811 hacía una estimación, muy cercana, de 1.653 millones, por lo que Herr simplemente ha convalidado un dato ya conocido. Si esta cantidad fuera cierta la desamortización de Godoy afectó a la mitad de los bienes de la posterior desamortización de Mendizábal por lo que habría que revalorizar su importancia.
En todo caso sí es cierto que no beneficiaron en demasía al campesinado, pues muchas de las tierras desamortizadas fueron adquiridas por grandes terratenientes y la emergente burguesía agraria de carácter absentista, residente en las ciudades y que buscaba su seguridad en un momento en que el comercio y la industria estaban casi colapsados. Pero sí fue más positivo que supusieran otro corte ideológico profundo en las conciencias de los gobernantes y del pueblo, preparando cada iniciativa y en progresiva acumulación a la sociedad para los más drásticos y obligados cambios de las décadas siguientes.
En definitiva, la situación antes de la guerra de la Independencia no podía ser peor para afrontar los inmensos gastos y el corte poblacional que conllevó. Hacia 1808 España estaba ante una disyuntiva fundamental en casi todos sus sectores económicos y ello afectaba profundamente a la sociedad y al régimen institucional.
Martínez Shaw [en Fernández, 1985: 129] nos refiere las consecuencias para la burguesía catalana: “la guerra de 1808-1814 fue la ocasión para un relevo generacional en las filas de la burguesía. Definitivamente desaparecen del primer plano los hombres que han dirigido la economía catalana en la segunda mitad del siglo XVIII: desinteresados del negocio en época tan incierta y sin capacidad para acomodarse a las nuevas exigencias de los tiempos, desvían sus inversiones a la tierra y, amparados en un título de nobleza o en una posición social reconocida, disfrutan de los bienes adquiridos sin correr las aventuras de la primera hora. Su lugar es ocupado por una nueva generación que ha ascendido en la etapa anterior, que se ha vinculado directamente con el proceso productivo, que trae consigo nuevos modos empresariales y que sabe reconocer los signos del cambio en ciernes. Ellos serán los protagonistas de las nueva etapa: capitalismo industrial, mercado interior, liberalismo político, proteccionismo económico”.
Por extensión estas mismas palabras pueden decirse de los otros núcleos de una burguesía atrevida y ambiciosa y nos muestran la tensión entre riesgo y seguridad, entre mirar al mañana y al pasado de la burguesía de la Edad Moderna. El Antiguo Régimen subsistiría aún bajo mucho disfraces [Mayer, 1981] pero ahora las reglas del juego iban a ser muy distintas. La burguesía estaba en puertas de vivir su gran siglo. Pero esa es otra historia.

LA BURGUESÍA AGRARIA BALEAR AL FINAL DEL ANTIGUO RÉGIMEN.
Hacia 1799 la estructura social de la Mallorca rural era una de las más equilibradas en la España del siglo XVIII [Barceló, 1964: 123-138]. Los grandes terratenientes absentistas, los famosos botifarres (8,38 %), dominaban la pirámide social, con los pequeños propietarios y arrendatarios (25,84 %) dando la citada moderación al conjunto, y en la parte baja de la pirámide los jornaleros (54,58 %) y los pobres (11,20 %).
De acuerdo con estos datos Mallorca era la región con mayor porcentaje de pequeños propietarios y arrendatarios y la segunda (tras Andalucía) en porcentaje de jornaleros. Pero este desnudo dato esconde que los arrendatarios más favorecidos fueron los componentes de un reducido grupo de mercaderes que casi dominaron poco a poco durante el siglo XVIII la producción de aceite de oliva y gran parte de la de trigo [VV.AA, 1982: 134]. Esta burguesía, siempre renovada en sus efectivos, había comenzado sus actividades ya en la Edad Media, con la importación de trigo en las crisis agrarias [Juan Vidal, 1976: 102] y la exportación de aceite y el resto de los productos isleños.
Durante todo este periodo, en la Edad Media y en la Moderna, las islas eran deficitarias permanentes en cereales, objeto de una especulación que beneficiaba claramente a las clases dominantes privilegiadas [VV.AA, 1982: 131], propietarias de las grandes fincas (possessions) que acaparaban las mejores tierras de cultivo, en un sistema de vinculación (el hereu desde la Conquista y el mayorazgo desde 1715) común al resto de España. El grupo de esta ascendiente burguesía alteró este sistema, al apropiarse de los beneficios del sistema productivo; podía especular con los precios de los alimentos y acumular capitales, lo que le permitió acceder en muchos casos a la aristocracia y conformar la parte más activa y floreciente de la burguesía que constituiría en el transcurso del siglo XIX la vanguardia del liberalismo isleño y la clase dominante en definitiva al final.
Es sabido que el ministro de Hacienda de Godoy (desde diciembre de 1798 a 1808) fue el mallorquín Miguel Cayetano Soler, al que tocó afrontar los problemas más graves de la Hacienda Pública, ocasionados por las guerras exteriores y la inadecuación del sistema fiscal a los requisitos de un Estado moderno. Promovió en un insuficiente esfuerzo las más duras medidas desamortizadoras que se habían conocido.
Sería interesante estudiar la relación de este ministro reformista con la Sociedad Económica de Amigos del País de Mallorca y hasta qué punto las ideas de reforma agraria de ésta influyeron en sus ideas desamortizadoras. Según Moll [1973: 91-116] este programa era más bien de reformas técnicas en el cultivo, aunque también le debió influir el Informe de Ley Agraria de Jovellanos para la Sociedad hermana de Madrid en 1783; si no tuvo en Mallorca el poder de desarrollar su programa (ni siquiera en la creación de un Pósito de granos o de una Compañía de Comercio) en cambio Soler pudo realizar algunos de los puntos del programa respecto a la movilización de la propiedad rústica, en la llamada desamortización de Godoy.
Faltan por completo datos sobre las consecuencias de la desamortización en Baleares por estas fechas pero todo parece indicar que las ventas directas a consecuencia de la legislación fueron muy pocas, sobre todo por la falta de tiempo para su aplicación antes de la crisis de 1808, pero que en cambio fueron más elevadas las promovidas por el mismo clero (o cuando no, los cambios forzosos debidos a la ejecución de las hipotecas), para poder pagar las muy gravosas contribuciones especiales a las que la sometió el Estado, lo que explica gran parte de la enemistad que el clero y los jornaleros y pequeños arrendatarios afectados por el aumento del valor de los arriendos y el impuesto sobre el vino manifestarían a Godoy y a su ministro en los motines de 1808.
¿Quiénes compraron las fincas en este periodo, por ventas voluntarias o forzosas del clero? ¿Quiénes sustituyeron a los grandes mercaderes arrendatarios, que desde 1798 aproximadamente comienzan a dedicarse a otras actividades? Todo indica [VV.AA., 1982: 135] que fueron aquellos medianos campesinos arrendatarios, beneficiados por la ausencia de impuestos directos sobre unas propiedades que eran en último extremo de las clases privilegiadas y por el aumento de los precios agrícolas (con puntas tan extremadas como las que se dieron en los conflictos bélicos y en las frecuentes carestías, casi anuales desde 1791). En cambio los pequeños propietarios no pudieron emerger de la constante penuria debido a los diezmos e impuestos que les gravaban. Una situación que no cambiaría hasta Mendizábal.
La base de la economía eclesiástica en Baleares no fue nunca la propiedad rústica, así como tampoco Cataluña y Baleares habían desarrollado las grandes extensiones de bienes de Propios y Comunes que había en el resto de la Península. Estas dos regiones constituían islotes en el mar de la amortización, aunque la extensión de estas propiedades amortizadas no fue tan escasa como el 2 % aproximadamente que los estudios de Ferragut y otros autores aventuran basándose en datos parciales. Su base de rentas estuvo constituida por los censos [VV.AA., 1982: 147], que fueron desamortizados masivamente a partir de 1837, aunque faltan estudios concretos sobre el tema.
En cuanto a las islas menores, Ibiza estaba sumida en una miseria absoluta, amedrentada por la piratería, dominada por unos pocos grandes señores y con un obispado muy reciente (1783), con rentas muy bajas, inferiores a los 100.000 reales. Mientras en Menorca había surgido, por feliz contraste, una burguesía relativamente próspera, al amparo del dominio inglés durante buena parte del siglo XVIII. Navieros, comerciantes, medianos propietarios rurales, constituyeron el germen de una sociedad que en el siglo XIX sería la más equilibrada del mundo isleño. Pero había una oposición en el seno de la isla entre la sociedad más desarrollada de Mahón y la ancestral de Ciudadela, anclada en el pasado y con predominio de la nobleza y el clero.
Era una sociedad de un conservadurismo político propio de una sociedad estamental. Miguel de los Santos Oliver [1901: 491] nos dice: “Mallorca era tenida en el resto de España por los hombres que dirigían el movimiento reformador y por los que procuraban detenerle, como un baluarte del Antiguo Régimen, no ya de la España genuinamente tradicional, de la España monárquica y federativa, sino de la España decadente y despótica del siglo XVIII”. Ello fue tanto por su aislamiento geográfico, que la apartaba del movimiento de las ideas liberales, como por la masiva inmigración de la nobleza (unos 30.000 individuos) y el clero (3.000 sacerdotes) que huyeron de la guerra en la Península. Miles de reaccionarios se agolpaban por toda la ciudad y luego se extendieron por muchos pueblos, no bastando a compensar esto la inmigración de varios miles de industriales y comerciantes catalanes y valencianos. Las islas padecieron por la guerra a pesar de que los inmigrados trajeron nuevas actividades, pues el aumento de impuestos, incluso con monetización del oro y la plata de las iglesias, supusieron una carga financiera que contribuyó a alterar a largo plazo la estructura social, agravando un proceso que debía acabar necesariamente con la extinción del Antiguo Régimen.
Este anunciado fin los propios sectores privilegiados lo veían cercano. En los informes recabados en 1809 por la Comisión de Cortes [Artola, 1976: tomo II, 129 y ss.], comprobamos que el obispo de Menorca, el españolista Juano (expulsado en marzo de 1810 por un motín en la isla, promovido por el clero más reaccionario de Ciudadela), se revelaba como un ilustrado al pedir el libre comercio interior y de exportación, al quedar como impuestos sólo los de aduanas, de lujo y una contribución personal a pagar proporcionalmente a los bienes raíces (incluso con un baremo progresivo) y reducir el número de conventos y clérigos a los de verdadera vocación. El ideario del obispo era sorprendentemente el programa asumido como propio por la burguesía mahonesa.
En cambio, y el contraste es sintomático de lo difícil que era aunar los intereses de estos sectores sociales, el ayuntamiento de Palma de Mallorca [op. cit. 314-322], dominado por los estamentos de la nobleza y el clero, se mostraba mucho menos progresista, por no decir más conservador que el obispo de Menorca y no pedía reforma alguna de la propiedad (sobre su tradicionalismo baste decir que aún exigía limpieza de sangre en los cargos públicos [para más información ver Anes, 1975: 146-147]). La Universidad de Mallorca [op. cit. 327-330] se atrevía al menos a pedir que se obligase a trabajar a todo varón capaz, bajo severas penas (alistamiento, pérdida de mayorazgos, etc.) y es que la demanda de mano de obra era muy importante, llegándose a tasar el precio del día de trabajo.
Otra prueba de hasta qué punto era compleja la situación fue la actuación del obispo de Mallorca, Bernardo Nadal. Este fue diputado en las Cortes de Cádiz, llegando a presidir la comisión encargada de elaborar la Constitución de 1812. Nos falta un estudio especializado sobre su actuación en los debates, pero parece que su actitud fue bastante liberal en lo político y más conservadora en lo económico y social, oponiéndose radicalmente a toda desamortización eclesiástica (no así a la civil), mientras que el clero mediano y bajo desarrolló una oposición mucho más reaccionaria, compartida por muchos obispos refugiados en Mallorca y que firmaron un célebre manifiesto en el que entre otros puntos defendían la propiedad eclesiástica y los señoríos jurisdiccionales, lo que provocó en abril de 1813 la expulsión de muchos de los obispos refugiados en la isla, concretamente los de Barcelona, Lérida, Urgel, Tarragona, Tortosa, Teruel, Cartagena y Pamplona, orden ejecutada por las autoridades liberales de la isla.
En suma, nos encontramos pues en los albores del XIX con una sociedad balear en la que latían dos mundos: el del Antiguo Régimen, con una nobleza y un clero retrógrados, con un campesinado sojuzgado en lo material y en lo espiritual y, por otro lado, el mundo del mañana, con una burguesía consciente de que las actividades productivas eran el sostén del futuro poder político y social.

CONCLUSIONES:
1) No existió en la mayor parte de la Edad Moderna en España una clase burguesa homogénea, en el sentido de un grupo que tuviera una visión de sí misma como clase social. Pero sí existieron individuos y grupos locales, de los que los Consulados de Mar fueron los mejores ejemplos, que tuvieron plena conciencia de la comunidad de sus intereses y los defendieron con eficacia. A finales del siglo XVIII, en pleno siglo de las Luces, en la época del despotismo ilustrado, esta autoconciencia de clase sí que surgirá con fuerza.
2) Los Reyes Católicos y los Austrias españoles, en contra de muchas tesis de los historiadores, se apoyaron en la nobleza y el clero para formar un Estado absolutista, mientras que Francia e Inglaterra apoyaron a la burguesía y se apoyaron en ella para el mismo objetivo. Francia, por ejemplo, mantuvo siempre la estructura de las clases privilegiadas del Antiguo Régimen, pero desarrolló una política beneficiosa para la burguesía, como factor de equilibrio de los poderes sociales. Eso faltó en España, pues la burguesía bajomedieval española no era la aliada poderosa que necesitaba la monarquía cuando se constituyó el Estado absolutista y por ello la política económico-social y exterior del Antiguo Régimen fue desfavorable para los intereses de la burguesía.
3) Las clases medias urbanas tenían dos alternativas para variar esta línea de los acontecimientos históricos: la revolucionaria y la reformista. La vía revolucionaria fue la que se utilizó en Castilla con la participación (y fue sin duda la más importante entre todos los grupos sociales que se levantaron) en la revuelta de las Comunidades y la derrota ante la monarquía y la aristocracia latifundista devino en su no repetición a lo largo de toda la Edad Moderna. Lo mismo ocurrió con las revueltas de las Germanías en Valencia y Mallorca. En cambio, en Cataluña la protesta de las clases urbanas esperó a que factores nacionalistas unieran a las clases rurales a la revuelta y por ello mismo, por esta voluntad de aunar esfuerzos, es por lo que el movimiento revolucionario estuvo a punto de triunfar, lo que hubiera supuesto la independencia de una Cataluña en la que las clases medias hubieran tenido un poder muy equilibrado respecto a la aristocracia.
Los sucesivos fracasos de la alternativa revolucionaria obligaron a plantear la más moderada de las reformas. Estas se intentaron en el papel por los arbitristas, tímidamente (y con absoluto fracaso debido a la falta de convicción) por Olivares y más intensamente desde 1680 y sobre todo con los reformistas del siglo XVIII, en pleno Despotismo Ilustrado. Esta alternativa reformista alcanzaría éxitos indiscutibles, que prepararían el ascenso de la burguesía hasta el poder en el siglo XIX, pero fracasaría en su proyecto histórico de mantener a España en el concierto de las grandes potencias europeas y devolverle las glorias del siglo XVI. ¿Las causas? Todas las ya dichas arriba, pero se pueden resumir en dos: la falta de una burguesía dominante en las actividades productivas de la tierra y el mantenimiento de las estructuras del Antiguo Régimen cuando estas ya estaban desapareciendo en los países competidores de España.
4) Durante los siglos XVI y sobre todo en el XVII la burguesía sufrió de un conjunto de factores negativos: el mal gobierno (corrupción, ineficacia, pocas inversiones, política exterior “para la Corona”), un extremo agobio fiscal sobre las actividades productivas, la “hidalguización” constante de las clases productivas (debida a una ideología que primaba “el no hacer nada”), un gremialismo no competitivo y un racismo excluyente de las minorías más laboriosas.
5) Durante toda la Edad Moderna la burguesía penetró en las filas de la nobleza mediante una real movilidad social, impulsada por los problemas económicos, la ideología contraria a los negocios y la atracción de las tierras (por prestigio, seguridad y rentabilidad). Este proceso se fue acentuado con las crisis económicas, comprando tierras y estableciendo mayorazgos, comprando cargos municipales y estatales, para luego acceder a los títulos nobiliarios.
6) Este proceso de “hidalguización” de la burguesía chocó en el siglo XVIII con un límite físico insuperable: la falta de más tierras. La amortización de éstas en “manos muertas” elevó el precio de la tierra a niveles prohibitivos y no rentables. Para poder comprar más tierras se debía por tanto liberalizar el mercado y para ello tenía que romperse el régimen jurídico de la propiedad en el que se sustentaba el Antiguo Régimen. Fue sólo entonces cuando surgieron con fuerza las voces para desamortizar y desvincular las tierras. La burguesía tenía una inveterada apetencia de compra de tierras, por motivos de prestigio, de seguridad y de rentabilidad a largo plazo y fue royendo la resistencia del Antiguo Régimen hasta que aprovechó la quiebra de éste, por el eterno problema irresoluto: la debilidad de la Hacienda. Este proceso desamortizador, tanto en las ideas como en la legislación, fue paralelo a los que se desarrollaron en otros países de Europa, aunque España fue de los países que más tarde entró en la recta final.
7) La ausencia de una próspera y numerosa burguesía agraria, de una sólida clase media de campesinos propietarios, estuvo en la base del fracaso de la Revolución Industrial en España. La excepción de Cataluña es la mejor prueba. Si por un lado faltó el mercado para los productos industriales al ser el campesinado de un bajo poder adquisitivo, por otro ese campo creció poco en población si se compara con la ruralía del norte de Europa porque la depresión y la miseria no facilitaban una verdadera explosión demográfica. Y finalmente, faltaban en el resto del país los capitales acumulados en el auge de precios agrícolas, las generaciones que buscaban nuevos caminos en las ciudades sin los malos hábitos y rutinas de los negociantes del Antiguo Régimen. Los burgueses del campo que hicieron la fortuna de Inglaterra y Francia, de Cataluña y el País Vasco, faltaron para el resto de España.
8) Y una conclusión sobre la historiografía. Todos estos temas deben ser analizados de nuevo porque faltan datos, faltan series enteras de datos, porque hay problemas generales sin estudiar, porque hay regiones sin estudios globales, porque no hay plena coincidencia entre los autores ni siquiera en los grandes rasgos del progreso y de la decadencia de España, de su economía y de su burguesía. Todo debe ponerse en cuestión, con espíritu crítico, con paciencia y rigor. La historia de la burguesía española en la Edad Moderna está por escribir en su mayor parte y es un precioso reto para la ambición de los jóvenes historiadores.

BIBLIOGRAFIA.
Nota previa: las referencias bibliográficas han sido hechas (salvo error) a las ediciones más antiguas y en lengua original (en paréntesis), por ser más representativas del momento en que se pudieron comenzar a debatir sus tesis. Esa nota es importante pues hay muchos autores con varias obras. Se ha renunciado a dividir la bibliografía de acuerdo a temas generales y particulares, porque los temas se encabalgaban con demasiada frecuencia, pero sí se ha podido concretar aparte la especializada en Baleares y la de los textos de la época, que se sitúan al final de esta bibliografía.

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Jovellanos, Gaspar M. de. Espectáculos y diversiones públicas. Informe sobre la ley agraria. Ed. de José Lage. Cátedra. Madrid. 1983. 332 pp. Publicado en 1783.
Molina, Luis de. La teoría del justo precio. Edición de F.G. Camacho. Editora Nacional. Madrid. 1981. 417 pp. Publicado en 1593-1600 y por fin, póstumamente, en 1659.
Olivares, Conde Duque de. Memoriales y Cartas del Conde Duque de Olivares. Tomo I. Política Interior: 1621 a 1627. Edición de John Elliott y José F. de la Peña. Alfaguara. Madrid. 1978. 250 pp.
Quevedo y Villegas, Francisco. Política de Dios y Gobierno de Cristo sacada de la Sagrada Escritura para acierto de rey y reino en sus acciones. Swan. Madrid. 1986. 255 pp. (1ª parte de 1617 y 2ª de 1635).
Saavedra Fajardo, Diego. Empresas políticas o Idea de un Príncipe político cristiano representada en cien empresas. Edición de Quintín Aldea Vaquero. Editora Nacional. Madrid. 1976. 2 tomos. 963 pp. Publicada en 1640.

3 comentarios:

  1. Estimados señores:

    Buenos días:

    Mi nombre es Luis Castaño. Soy Licenciado en Filología e Investigador en Metrología Histórica. El próximo Martes 06 de Junio de 2017 impartiré una conferencia sobre la Historia de la Metrología en la Jornada de Puertas Abiertas del VI Congreso Español de Metrología en San Fernando (Cádiz).

    En el Power Point que he preparado para la misma me gustaría incluir el material abajo indicado por lo que solicito su permiso para ello. Espero que tengan ustedes a bien concedérmelo. Muchas gracias por su atención.

    Atentamente,

    Luis Castaño. Licenciado en Filología. Investigador en Metrología Histórica.
    Mail: luiscastano.1(arroba)hotmail.com

    Material solicitado: Se trata del mapa que aparece con el pie "Europa hacia 1360".

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  2. Estimado Sr. Castaño.
    La imagen que le interesa es común en Internet, sin mención de copyright, por lo que su uso no venal se considera permitido para la educación. No veo pues problemas legales en que la aproveche para una presentación. En cambio, no debería incluirla en una publicación con ánimo de lucro porque podría, aunque es dudoso, aparecer alguien (no hace falta que sea el autor) que la registre antes o después en algún país, sea España o latinoamericano, y no hay manera de saberlo previamente.
    Le deseo mucha suerte en su labor.
    Atentamente, Antonio Boix.

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  3. Estimado Sr. Boix: Muchas gracias por su rápida respuesta, que me deja muy tranquilo. Es exclusivamente para dicha presentación así que no habrá problema alguno. Muchas gracias asimismo por sus buenos deseos (y mi enhorabuena por su blog). Un cordial saludo. Luis Castaño.

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