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sábado, 19 de febrero de 2011
OP UD 33. La Monarquía Hispánica bajo los Austrias: aspectos políticos, económicos y sociales.
OP UD 33. LA MONARQUÍA HISPÁNICA BAJO LOS AUSTRIAS: ASPECTOS POLÍTICOS, ECONÓMICOS Y SOCIALES. / CS 2 UD 10. El imperio de los Austrias.
INTRODUCCIÓN.
1. CARLOS I DE ESPAÑA, V DE ALEMANIA (1516-1556).
El imperio de Carlos V.
LA POLÍTICA INTERIOR.
Comuneros y Germanías: nacionalismo y revuelta social.
El gobierno.
El auge económico.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Las guerras en el Mediterráneo.
Las guerras con Francia.
Las guerras en Alemania.
2. FELIPE II (1556-1598).
LA POLÍTICA INTERIOR.
La reacción conservadora.
El gobierno autoritario.
La política económica.
LOS CONFLICTOS INTERNOS.
La rebelión morisca (1565-1568).
La rebelión de los Países Bajos (desde 1566 a 1648).
La anexión de Portugal (1580).
La revuelta de Aragón (1591).
LA POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra con Francia.
La guerra en el Mediterráneo.
La intervención en las guerras de religión de Francia.
La guerra con Inglaterra.
EL FIN DEL REINADO.
3. FELIPE III (1598-1621).
LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
La expulsión de los moriscos.
La decadencia económica y social.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
El pacifismo.
4. FELIPE IV (1621-1665).
LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
Los programas fallidos de reforma.
La gran crisis de 1640.
POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra de los Treinta Años y la guerra con Francia.
EL FINAL DEL REINADO.
5. CARLOS II (1665-1700).
LA POLÍTICA INTERIOR.
La regencia (1665-1675): Mariana de Autria, Nithard, Valenzuela.
El reinado (1675-1700): Juan José de Austria, Medinaceli, Oropesa. El neoforalismo.
El auge de la nobleza.
La crisis en su abismo (1665-1680) y la recuperación demográfica y económica desde 1680.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Las guerras con Francia.
EL CAMBIO DE DINASTÍA.
6. CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS.
LA SOCIEDAD ESTAMENTAL.
La población.
La estructura social en estamentos: nobleza, clero, burguesía, campesinado.
La decadencia social.
La religión.
LA ORGANIZACIÓN POLÍTICA.
La estructura política.
Del autoritarismo regio a los validos.
Los funcionarios.
El ejército y la armada.
La Hacienda pública.
LA ECONOMÍA.
Una periodización de la evolución económica.
La agricultura y la Mesta.
La artesanía y el comercio.
El sistema monetario.
El impacto de los metales preciosos de América.
LA CULTURA Y LAS ARTES.
Las letras.
Las ciencias.
Las artes.
La UD se desarrolla
con un orden cronológico tradicional, una división por reinados, pues tiene la
ventaja de que es muy clara y que la mayoría de los manuales la siguen. Al
final, empero, se dará una visión general de los aspectos sociales, políticos,
económicos y culturales.
Un resumen.
Las bases de la
época moderna se sentaron en el reinado de los Reyes Católicos, cuando se forjó
la unidad del país en una monarquía nacional y autoritaria, pero con una unión
sólo dinástica, manteniendo cada Estado sus leyes e instituciones.
Durante los siglos
XVI y XVII, España, gobernada por los Austrias (también llamados los
Habsburgo), recorre su ciclo hegemónico en el mundo y acaba solo en potencia de
segundo orden. Un contraste claro, pues, entre el apogeo del siglo XVI y la
decadencia del siglo XVII. El largo periodo de los Austrias españoles es
decisivo para nuestra historia: desde el apogeo a la decadencia, desde la
creación del primer gran imperio mundial de la historia hasta la caída a
potencia menor, desde las grandes esperanzas hasta la miseria.
En poco más de un
siglo, la recién unificada Corona hispana se convirtió en un vasto imperio; un
imperio en el que, como se decía en tiempos de Felipe II, “nunca se ponía el
sol”. Esta primera parte del reinado de los Habsburgo constituyó así el periodo
dorado de la monarquía española. Carlos I y Felipe II hicieron del trono
hispano y de su Corte el punto de referencia de los demás Estados europeos.
Pero la unidad del imperio estaba vinculada a los éxitos militares, y en el momento
en que la suerte comenzó a resultar adversa se inició su desmembramiento. Desde
Felipe III el poder español menguaba, a la par que la Corona perdía el prestigio
de antaño. La decadencia inició un camino sin retorno que tuvo como triste
colofón el reinado de Carlos II el Hechizado, antesala de la Guerra de
Sucesión, del ascenso de los Borbones y de la liquidación de los dominios
hispanos en Europa.
Durante la mayor
parte del siglo XVII la economía española se hundió en una profunda decadencia,
manifestada en la insolvencia de la
Hacienda pública por las grandes deudas con los prestamistas
extranjeros, los impuestos excesivos, las frecuentes bancarrotas, la emisión de
moneda inflacionaria de baja calidad (el vellón de plata con una fuerte
proporción de cobre); la persistencia de malas cosechas con sus consecuencias
de hambre y peste, y el abandono de la agricultura en la Meseta; la expulsión
de los moriscos, que eran un grupo de agricultores muy activos y
especializados; la decadencia de las ciudades industriales y comerciales de
Castilla y Andalucía; la disminución de la llegada de metales preciosos
americanos y el correlativo descenso de la demanda de productos hispanos por
los colonos americanos. Así pues, España, que protagonizó la apertura del Viejo
Mundo hacia América, quedó rezagada del impulso económico que generó, por
primera vez en la historia, un mercado a escala mundial.
Por contra, la
primera mitad del siglo XVII fue el culmen del Siglo de Oro, la cima de la
cultura barroca española, sobre todo en los campos de la literatura y el arte.
1. CARLOS I DE ESPAÑA,
V DE ALEMANIA (1516-1556).
El Emperador Carlos V con perro. Retrato de Tiziano. Col. Museo del Prado, Madrid.
Carlos de Habsburgo
(1500-1558), nacido en Gante (Flandes) y fallecido en Yuste (Extremadura),
marca su época con su personalidad e ideales.
La primera mitad del
siglo XVI, la época de Carlos V como emperador de Alemania (1519-1558) y Carlos
I en su faceta de rey de España (1516-1556), corresponde al cenit de la
hegemonía hispana, aunque sea indispensable deslindar lo propiamente español
dentro del imperio.
Es evidente que
España se vio sometida a exigencias dinásticas (supremacía de la Casa de Austria en Europa),
pero también que la hegemonía española (conquista de América -Cortés en México,
Pizarro en Perú, Almagro y Valdivia en Chile; vuelta al mundo de Magallanes y
Elcano; monopolio de los metales preciosos indianos; expansión económica del
siglo XVI) favorece que asuma la responsabilidad del liderazgo.
La expansión
económica general, pues la época de Carlos I es de auge demográfico, monetario,
financiero, agrícola, industrial, es paralela al intento de un imperio
universal en Europa y las Indias, y a un liberalismo ideológico basado en el
humanismo erasmista que promueve una solución pacífica y dialogada al conflicto
ideológico y religioso del Renacimiento y de la Reforma protestante. Pero fue
un intento abortado por la oposición de poderosos grupos sociales de ideología
conservadora.
El imperio de
Carlos V.
La Península Ibérica al final del siglo XV y principios del XVI.
El imperio europeo de Carlos V (dominaba los territorios en color, aunque en el Imperio Germánico ejercía una soberanía muy limitada).
En 1516 la muerte
del rey Fernando el Católico sorprendió a su nieto, el joven Carlos, en Gante.
Flamenco de
nacimiento, Carlos se convirtió, por efecto de la combinación de unas fabulosas
herencias familiares, en señor de un extenso imperio.
Junto a los reinos
de Castilla, Aragón y Navarra, con sus respectivas posesiones en América
(limitadas entonces al Caribe y algunos puntos en el continente), en el Norte
de África (Melilla, Orán, Argel, Bugía, Trípoli…) e Italia (Nápoles, Sicilia,
Cerdeña), heredados de sus abuelos maternos, los Reyes Católicos, recibió de su
abuelo paterno, Maximiliano de Habsburgo, el patrimonio de la casa de Austria
(el derecho preferente al Imperio, más el dominio de Austria, Estiria,
Carintia, Carniola, Sundgau), y de parte de su abuela paterna, María, los
territorios de la casa de Borgoña, que si bien excluían al propio ducado borgoñón,
sí incorporaban los Países Bajos, Luxemburgo, Artois y el Franco-Condado entre
otros territorios.
En 1519 Carlos I fue
elegido emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, como Carlos V. Era un
título más que un poder, pero conseguía así la supremacía “ideológica” sobre la
Europa Central y se convertía en el mayor poder de Europa desde la época de
Carlomagno.
LA POLÍTICA INTERIOR.
En el interior la
represión de los prontos conflictos de las Comunidades en Castilla y las
Germanías en Valencia y Mallorca, implicó la derrota de los intereses e ideales
“burgueses” y la victoria de la aristocracia terrateniente, estructurada
jerárquicamente por el propio Carlos I, que reforzó su poder socioeconómico en
alianza con la Corona. Joseph Pérez (1982)
remarca en la monarquía de los Habsburgo el predominio de la aristocracia: «la
fuerza social que representa la aristocracia terrateniente, que ha salvado la Corona en ambos casos. En
la sociedad española del quinientos, los elementos burgueses estarán siempre
marginados; nunca podrán contrarrestar la enorme influencia y el prestigio del
estamento nobiliario.» [Pérez, en Tuñón. 1982. V:
181-182.]
Comuneros y
Germanías: nacionalismo y revuelta social.
La rebelión de las
Comunidades de Castilla fue la gran crisis interna de la monarquía.
A principios del reinado de Carlos I
había una fuerte tensión social entre la aristocracia, el campesinado y la
burguesía, al tiempo que surgía un impulso económico de la expansión americana
y la ola de prosperidad europea. El patriciado de la burguesía y el resto de
las clases sociales urbanas, que habían conseguido un nivel de desarrollo sin
parangón en la historia española, necesitaban un Gobierno cercano, defensor de
sus intereses, sobre todo en lo referente a los impuestos. Principalmente
reclamaban una menor presión fiscal y una mejor administración, “el buen
Gobierno”. Eran algunas de las demandas clásicas de todas las revoluciones
burguesas. Y en 1520 la situación era explosiva.
Ante la pretensión
de Carlos I de elevar los subsidios para costear su coronación imperial y el
creciente dominio de funcionarios extranjeros, las ciudades castellanas se
alzaron en armas en la guerra de las Comunidades (1520-1522). La derrota de los
sublevados comuneros en la batalla de Villalar (1521) fue seguida de la
inmediata decapitación de sus líderes Padilla, Bravo y Maldonado, y por la toma
de las ciudades rebeldes de Valladolid, Ávila, Toro, Zamora, Salamanca y,
finalmente, Toledo.
Joseph Pérez [Pérez. 1970: 451-508.]
considera que la revolución comunera fue para las clases urbanas una
oportunidad histórica, según las tesis que ya sostuvieron Larraz, Reglá y
Soldevila. Fue un intento de configurar una estructura política y
económico-social favorable a sus intereses, aunque también secundariamente se
mezclaron algunos grupos rurales, clericales y de otro signo ideológico o
interés material. Pero la desunión y los radicalismos, la falta de un programa
reformista moderado y moderno [González Alonso. 1981: 7-56.] que aunase en su
torno los suficientes apoyos, llevaría al movimiento a enfrentarse con la
aristocracia dominante en el Sur y a perder el apoyo de los grandes mercaderes
del Norte. Aislada, la revuelta debía sucumbir. La batalla de Villalar fue sólo
un encuentro menor (tal vez no hubo ni un muerto en el ejército real), pues la
batalla estaba perdida de antemano. La derrota de esta revolución marcó el
sesgo futuro de los acontecimientos, porque si por una parte su derrota era
inevitable por la debilidad de aquellas clases urbanas en medio de una España
predominantemente rural y nobiliaria, por otro lado su derrota significó la
consolidación de la alianza Corona-Nobleza que antes referíamos, que se
perpetuó hasta la quiebra del Antiguo Régimen. Desde este momento la
aristocracia comprendió que incluso una monarquía fuerte y absolutista era
preferible a un Estado de modelo burgués.
Así, el modelo de Estado y Sociedad en
España se consolidara como antagónico a los intereses urbanos, constantemente
preteridos a los de la nobleza, la
Iglesia y una monarquía con vocación universal. Fue la
primera gran oportunidad perdida por el país para seguir el camino de las
sociedades burguesas del Norte de Europa. Dentro de Castilla los futuros
movimientos burgueses de cambio serían sólo reformistas, de un cariz ideológico
lleno de utopismo (como lo sería el arbitrismo), mientras que en la periferia
(sobre todo en Cataluña), adquirirían un carácter foral y nacional, una
voluntad de ser independientes y autónomos frente a un poder central demasiado
absolutista, corrupto, conservador y "feudalizante" para llevar
adelante el programa reformista de "buen gobierno" que necesitaban
las clases urbanas de la periferia.
Este planteamiento no es unánimemente
aceptado. Zagorin [Zagorin. 1982: 301-325.] considera la revolución de los
Comuneros de 1520 como «la mayor rebelión urbana de la Edad Moderna europea».
Para Menéndez Pelayo y Gregorio Marañón es el último hito de la Edad Media, un intento
de reivindicar los privilegios medievales del patriciado urbano, una tesis que
comparte Chaunu. En cambio, Menéndez Pidal reivindica su carácter republicano y
su «profundo deseo de innovación en las instituciones políticas del país» y
Maravall la define como «la primera revolución de carácter moderno en España y
probablemente en Europa», una tesis compartida por J. Pérez y Gutiérrez Nieto.
Elliott escribirá desde una posición muy crítica, a caballo entre las otras
dos: «La revuelta de los Comuneros... fue una empresa confusa que carecía de
cohesión y un propósito bien definido, pero que al propio tiempo expresaba
hondas quejas y un ardiente sentimiento de indignación nacional.» [Elliott.
1965: 158-159.] Era una revuelta tradicionalista, poseída de una línea contra
y no a favor de un objetivo. Y este carácter negativo, poco o nada social por
su excesiva moderación en esta vertiente, demasiado político y poco
constitucional a la vez para ser suficiente, necesariamente debía llevarla a la
derrota.
Las revueltas de las
Germanías tuvieron un cariz social más acusado. Entre 1519 y 1523 Valencia y
Mallorca vivieron el estallido revolucionario, en el que la pequeña burguesía y
el campesinado se unieron contra la nobleza. La intervención de los ejércitos
reales acabó con ellas y los líderes rebeldes perecieron por asesinato, caso de
Joanot Colom en Mallorca), o por ejecución, como ocurrió con Joan Crespí en
Mallorca y con Joan Llorenç y Vicent Peris en Valencia.
Sobre las Germanías de Valencia y
Mallorca la tesis más aceptada es que fue «un movimiento popular cuyo
significado no fue político sino social; expresión del descontento del
proletariado y aun de las clases medias urbanas contra la nobleza.» [Domínguez
Ortiz. 1983: 201. Lo mismo en Duran, 1982.] Y si fueron derrotadas no fue por
su debilidad interna como por su aislamiento en el seno de una España dominada
por la monarquía absoluta. Era una máquina revolucionaria y sangrienta, muy
alejada de la moderación de los comuneros y en estas condiciones la burguesía
abandonó el movimiento muy pronto, pudiendo capear así mejor las consecuencias de
la posterior e implacable represión.
El gobierno.
Carlos I gobernó
apoyado en sus secretarios y en los Consejos, delegando su poder en su familia,
primero en su esposa Isabel de Portugal y después en su hijo Felipe.
La nobleza acaparó
la mayor parte de los cargos administrativos importantes, pero la clase media
de funcionarios también creció. El emperador confió los asuntos castellanos a
su secretario Cobos, mientras que los asuntos imperiales quedaban para el
cardenal Granvela. Era un equipo “erasmista”, partidario del pactismo, para
constituir un imperio más ideológico que militar.
Se organizó el
imperio colonial con la creación del Consejo de Indias y de los virreinatos de
Nueva España (México) y del Perú.
El emperador
promovió numerosas obras que presentaran su grandeza al pueblo, y destaca en
especial su palacio en Granada.
El Palacio de Carlos V en Granada.
El auge económico.
El reinado de Carlos
I fue una época próspera: la población experimentó un fuerte aumento, con el
crecimiento de la demanda y de la producción, la moneda fuerte de oro y el
enriquecimiento de la burguesía. La entrada masiva de metales preciosos
americanos y la demanda de los colonos americanos impulsaron la demanda y la
producción de trigo, vino, aceite, armas, barcos, tejidos... con lo que la
agricultura, la industria y las finanzas vivieron una época de auge.
Sevilla fue la
capital económica del país, con 100.000 habitantes, que vivían del monopolio
del comercio americano en la Casa de Contratación, la industria textil y naval,
el arte y la cultura. Barcelona, en cambio, con sólo 30.000 habitantes, vivió
del mucho menos boyante comercio mediterráneo.
Pero había un
anuncio de los graves problemas del porvenir. Las herencias territoriales que
hicieron de Carlos V señor de un extenso imperio, supusieron al final un duro
golpe para la modesta economía de Castilla. Aquel imperio, en efecto, requería
una serie de atenciones inexcusables a las que debía responder el reino
castellano: los viajes imperiales y, sobre todo, las guerras. Junto a un
aumento de la presión fiscal, el monarca recurrió a los grandes banqueros
extranjeros a fin de que, con la garantía de las fantásticas riquezas del nuevo
continente, aportaran las sumas necesarias para el mantenimiento del imperio.
Por otra parte, si bien en un principio la llegada de metales preciosos desde
América estimuló la economía, a la larga fueron los comerciantes e industriales
extranjeros quienes se beneficiaron del nuevo mercado abierto al otro lado del
océano.
LA POLÍTICA
EXTERIOR.
Pese al renombre del
título, el Sacro Imperio carecía de cohesión (príncipes alemanes casi
independientes; naciente protestantismo): la consolidación de las posesiones
imperiales y el establecimiento de la hegemonía de la Casa de Austria requería
un notable esfuerzo militar, por lo que la política exterior de Carlos V estuvo
desligada de los intereses de los reinos hispánicos. Castilla costeó las
campañas de un emperador que sólo al final de su vida se sintió español, y que
dedicó la mayor parte de su tiempo y sus esfuerzos a controlar los movimientos
de disgregación de su Imperio, y sobre todo a luchar contra sus enemigos
naturales, el frente anti-imperial formado por Francia, Turquía y los príncipes
alemanes protestantes, empeñados estos en impedir la conversión del Imperio en
una monarquía absoluta. Aspiró primero a la universitas christiana, para
acabar defendiendo sólo la idea del Imperio como fuerza hegemónica en Europa, a
través de las dos ramas de los Habsburgo, la española con su hijo Felipe II y
la austriaca con su hermano Fernando I.
Las guerras en el
Mediterráneo.
Carlos V luchó
contra los turcos, dirigidos por Solimán II, que atacaban al Imperio por la
cuenca del Danubio, y contra los berberiscos (encabezados por los hermanos
Barbarroja), cuyas acciones de piratería hacían de los viajes por el
Mediterráneo una aventura demasiado arriesgada, donde el emperador alcanzó un
gran triunfo con la conquista de Túnez (1535), pero sufrió un desastre en Argel
(1541).
Las guerras con
Francia.
Carlos V luchó
contra el rey de Francia, Francisco I, con quien disputó la hegemonía en
Europa, y en especial en la península italiana, donde Carlos se anexionó el
Milanesado para controlar el norte.
Francisco I
(1515-1547), fue el principal opositor de Carlos V. Le disputó la corona
imperial y ya en 1521 intentó apoderarse de Navarra. En 1524 invadió el norte
de Italia, siendo derrotado decisivamente en la batalla de Pavía (1525), en la
que el propio rey francés fue capturado y al que se le impuso el Tratado de
Madrid, que devolvía Borgoña a Carlos. Pero el francés incumplió y reanudó la
guerra en 1527, aliado con otras potencias, aunque tuvo que pactar la paz de
Cambrai (1529). De nuevo se alió contra Carlos con la Liga de Esmalkalda (1531)
y luego con los turcos (1542), hasta que firmó la paz de Crépy (1544). Hubo en
total cuatro guerras, llegándose a una situación de equilibrio, pero con la
hegemonía italiana en manos de los Austrias. Su sucesor en el trono de Francia,
Enrique II, volvió a la guerra, que seguiría hasta el reinado de Felipe II.
Las guerras en
Alemania.
Carlos V tuvo que
hacer frente al movimiento protestante de la Reforma, en el que se escudaron
muchos de los príncipes alemanes (agrupados en la Liga de Esmalcalda) para
oponerse al poder del emperador. Tras varios intentos frustrados de
conciliación y del primer fracaso del Concilio de Trento, la lucha empezó en
1546, pero a pesar de su victoria en la batalla de Mühlberg (1547), tuvo
finalmente que claudicar (Paz de Augsburgo, 1555).
LA LIQUIDACIÓN DEL IMPERIO
CAROLINO.
La derrota en
Alemania precipitó la renuncia de Carlos a sus dominios en 1556, divididos, no
sin reluctancia, entre su hermano Fernando (que recibió el Imperio y
oficialmente los dominios de Austria, estos ya de facto en sus manos
desde 1519) y su hijo Felipe II, que recibió el resto, con las Coronas de
Castilla, Aragón, los dominios de la Casa de Borgoña y el Milanesado. Carlos se
retiró al monasterio español de Yuste, donde falleció en 1558.
2. FELIPE II
(1556-1598).
Felipe II. Retrato por Sánchez Coello. Col. Museo del Prado, Madrid.
Felipe II (1527-1598),
rey de España (1558-1598), marca la segunda mitad del siglo XVI, en la que se
inicia un repliegue: el imperio universal cede paso al imperio hispánico. La
herencia de Carlos I despojó a Felipe II de las posesiones austriacas y de la
corona imperial, pero le dio a cambio un reino más compacto, aunque debía
afrontar una serie de problemas:
-Religiosos: el
conflicto entre la Reforma y la Contrarreforma, evidente en los Países Bajos y
los núcleos protestantes hispanos, así como el problema morisco.
-Estratégicos: el
problema de los desperdigados dominios de la Casa de Borgoña y la pugna con
Francia, Inglaterra y Turquía.
-Internos: la
institucionalización de un poder centralizado en una Corona de múltiples
reinos; el inicio de la decadencia económica por las cargas fiscales de la
política exterior.
En el caso de Felipe
II la historiografía tradicional ha considerado que el ideal religioso de un
reino cristiano fue el fundamento de su política, aunque la más moderna
comienza a considerar la opción dinástica de defender el poder de su monarquía.
El Concilio de
Trento (1546-1563) no resolvió la crisis religiosa: la radicalización de
posiciones entre católicos y protestantes condujo a las guerras de religión en
una Europa que se escinde en dos bloques antagónicos, y la España de Felipe II
asumió la jefatura de los católico y España volcó sus tesoros y soldados en los
conflictos religiosos europeos.
LA POLÍTICA
INTERIOR.
La reacción
conservadora.
En el interior el
creciente conservadurismo provocado por la amenaza protestante y turca se
plasma en un estricto control sobre los grupos heterodoxos del interior, los
protestantes, los moriscos y los criptojudíos, mediante un aumento del poder de
la Inquisición, reflejado en los autos de fe; en la “impermeabilización”
política e ideológica del reino, manifiesta en la prohibición de importación de
libros y de realizar estudios en el extranjero; en la inflexibilidad del poder,
sustituyendo al equipo “erasmista” y pactista de Antonio Pérez por el equipo “albista”
del duque de Alba, reaccionario y militarista; en el triunfo como ideología de
la Contrarreforma el neoescolasticismo (los padres Vitoria y Suárez), que
sustituye al erasmismo.
Este viraje
ideológico de Felipe II, patente hacia 1570, forja la realidad histórica de
España: la fidelidad a los principios de la Contrarreforma, consustanciales a
la hegemonía de los Habsburgo en Europa y España, exigieron fatalmente el
inmovilismo ideológico, político, social y económico. En contraste con el ideal
de vida burgués, que triunfa en el norte de Europa, en España arraiga el ideal
señorial, más apegado al consumo que a la producción.
El gobierno
autoritario.
El de Felipe II era
un gobierno autocrático, dirigido personalmente por el rey, apoyado por sus
secretarios y los Consejos especializados. La capital se estableció en Madrid,
cerca de la cual se levantó el monumental conjunto del Monasterio de El Escorial, en el que
residió el rey gran parte del tiempo, dedicado a controlar minuciosamente la
inmensa documentación de los países que gobernaba.
Las Cortes perdieron
gran parte de su poder efectivo. El absolutismo pues, que se había forjado en
los reinados de los Reyes Católicos y de Carlos I, se consolidó con Felipe II,
que convocó pocas veces a las Cortes, siempre movido por sus necesidades
financieras.
El Monasterio de El Escorial.
La política
económica.
Se abandonó la
moneda de oro de Carlos I por la moneda de plata, más abundante después de los
últimos descubrimientos mineros americanos (principalmente en Potosí del Perú).
La financiación de la costosa política exterior mediante préstamos de la banca
extranjera y el pago de la enorme deuda consiguiente provocaron que se gravara
con fuertes impuestos la economía castellana, en especial sobre las clases
productivas, mientras que la nobleza y el clero salían relativamente bien
librados. La inflación y la debilidad productiva española dificultó la
competitividad y el país se abrió la importación masiva de productos
extranjeros.
Las sucesivas
bancarrotas de la Hacienda en 1557, 1575 y 1596 hundieron a muchos prestamistas
y afectaron al crédito y el comercio. La bancarrota financiera atrapó a los
monarcas en préstamos que se fueron acumulando a intereses usurarios. El final
del ciclo de auge económico se ha datado en 1575 y al final del reinado la
pobreza era evidente en todo el país, provocando hambres y pestes.
Excepciones fueron
Sevilla, muy favorecida por el monopolio comercial, y Barcelona, donde a partir
de 1560 la actividad comercial se reanimó en la ruta entre Sevilla y Génova,
aunque el crecimiento de la ciudad se truncó con el aumento del bandidaje y
finalmente la guerra civil de 1640.
LOS CONFLICTOS
INTERNOS.
La rebelión
morisca (1568-1570).
La sangrienta
rebelión de los moriscos de las Alpujarras afectó a un pequeño territorio, pero
tuvo graves efectos sobre el reinado, incrementando su intolerancia. Muchos de
los moriscos granadinos fueron diseminados en el resto del reino.
La rebelión de
los Países Bajos (desde 1566
a 1648).
En el norte de
Europa, Flandes se convirtió en un problema cada vez más acuciante: la
sublevación protestante (1567), reprimida con dureza por el duque de Alba, no
pudo ser sofocada por él y sus sucesores (Juan de Austria, Requesens y
Farnesio), pese a varios éxitos militares en las batallas o asedios de Mons, Haarlem,
Gembloux, Maestricht… Quedó desligado el norte protestante de la Unión de
Utrecht, y nacieron las Provincias Unidas de los Países Bajos (1579), de las
que Holanda fue la mayor, que mantuvieron la guerra, salvo la Tregua de los
Doce Años (1609-1621), hasta su definitiva independencia en 1648, gracias a su
poderío marítimo, comercial y financiero. Era una victoria que ha sido visto
por muchos historiadores como prueba de la superioridad del calvinismo burgués
nórdico sobre el catolicismo señorial mediterráneo.
Alejandro Farnesio,
general de Felipe II, tras lograr la unión del sur católico (la futura Bélgica)
de los Países Bajos en la Unión de Arras (1579), estuvo a punto de someter
hacia 1580-1590 a
las rebeldes Provincias Unidas, pero el paralelo conflicto con Inglaterra y
Francia (sobre todo la intervención en ésta en los años 1590) y la falta de una
Hacienda lo bastante rica para soportar el enorme y permanente costo bélico le
impidió rematar su campaña y en los años 1590 los rebeldes consolidaron sus
posiciones.
Al final del
reinado, Felipe II intentó solucionar el conflicto otorgando la soberanía sobre
los Países Bajos a su hija Isabel, pero años después, tras la muerte sin
descendencia de esta, volvió el territorio a Felipe III.
La anexión de
Portugal (1580).
En 1580 la muerte
del último rey portugués, Enrique, permitió la unidad peninsular. Felipe era el
mejor candidato legal, por ser hijo de Isabel de Portugal, pero hubo un bando
nacionalista, sobre todo apoyado en las clases populares, que promovía a un
pretendiente bastardo, Antonio. La invasión de los tercios del duque de Alba,
que tomó Lisboa, y de la flota del Marqués de Santa Cruz, que tomó las islas
Azores, impuso los derechos de Felipe, apoyado por la nobleza y la burguesía
mercantil en las Cortes de Thomar (1481).
Desde entonces Felipe II acumuló el
más extenso aunque efímero imperio colonial que ha visto la Historia, al
incluir entonces Brasil y gran parte de los mejores puertos del África Negra y
sur de Asia.
El imperio de Felipe II a partir de 1580. Los límites de las zonas están muy exagerados, porque en muchos lugares sólo se dominaban algunos enclaves costeros, especialmente en África y Asia.
La revuelta de
Aragón (1591).
En 1591 estalló el
conflicto conocido como alteraciones de Aragón. El secretario de Felipe II,
Antonio Pérez, procesado por el rey, se refugió en Aragón, acogido por las
instituciones y por el Justicia Mayor. Felipe II recurrió al ejército para
sofocar el motín y mandó ejecutar al Justicia Mayor, Lanuza. Pero respetó en lo
esencial las leyes aragonesas.
LA POLÍTICA
EXTERIOR.
Felipe II, al igual
que su padre, tuvo que realizar un esfuerzo continuo por conservar sus
posesiones. Los frentes bélicos se multiplicaron, y las campañas militares
sangraron demográfica y económicamente al país.
La guerra con
Francia.
Fueron aplacadas las
aspiraciones francesas de Enrique II tras la victoria española de San Quintín
(1557) y la firma de la paz de Cateau-Cambrésis (1559). Como resultado, durante
casi un siglo la hegemonía española en Italia quedó indiscutida.
La guerra en el
Mediterráneo.
Felipe II afrontó
también la amenaza de los turcos en el Mediterráneo. Primero se rechazó el
ataque turco a Malta (1565). Más tarde, una flota combinada de España, Venecia
y el Papado los derrotó en Lepanto (7 de octubre de 1571), que frenó su
ofensiva y rompió el mito de la invencibilidad otomana, seguido de la ocupación
de Túnez (1573), pero no se prosiguió la ofensiva y los turcos pronto se
recuperaron (Túnez, 1574). Finalmente, debido al agotamiento de ambos bandos se
acordó una tregua en 1580, con la que se finalizó de hecho la guerra a gran
escala, quedando sólo en el futuro una constante lucha contra los piratas
berberiscos.
La intervención
en las guerras de religión de Francia.
Con Francia siguió
una larga paz debido a las guerras de religión entre católicos y los hugonotes
(el nombre francés para los protestantes calvinistas) que devastaron Francia.
España apoyó con dinero a los católicos del duque de Guisa contra los hugonotes
de Enrique de Borbón, hasta que en los años 1590, ante la falta de candidatos,
Felipe II quiso imponer los derechos de su hija Isabel Clara Eugenia al trono
francés e intervino militarmente en Francia, pero la reacción nacional y la
conversión al catolicismo de Enrique de Borbón (1593), le obligó a aceptar la
paz de Vervins (1598), que reconocía a Enrique IV.
La guerra con
Inglaterra.
Felipe II, casado al
principio de su reinado con María I Tudor, fue durante unos años rey de
Inglaterra. Pero a la muerte de ella sin sucesión el trono pasó a Isabel I, que
desde el principio apoyó a los rebeldes holandeses y fomentó los ataques de sus
propios corsarios contra el comercio colonial español. Tras unos años de
tensión, cuando Isabel ordenó la ejecución de la católica reina escocesa María
Estuardo (1587), Felipe II decidió lanzar una gran invasión mediante la Gran
Armada (luego llamada por los británicos con ironía la Invencible), que partió
en 1588 con 130 barcos y 30.000 hombres, pero que fracasó debido a la oposición
inglesa y sobre todo a las tormentas, sufriendo graves bajas. Durante el resto
del reinado se sucedieron los mutuos ataques navales, con escasos resultados.
EL FIN DEL REINADO.
En los últimos años
(1596 fue el peor) del reinado Felipe II tuvo que luchar contra la
coalición de Francia, Inglaterra y
Holanda. Demasiados enemigos para un reino agotado.
Sin embargo, a pesar
de los fracasos que salpicaron algunas de sus empresas bélicas y de la crisis
económica y demográfica interior, Felipe II legó a su hijo un reino mucho mayor
del que recibiera: la extensión de los descubrimientos y conquistas por América
y el Pacífico, y el acceso del monarca al trono portugués (1580), que aportaron
a la Corona la unidad peninsular y vastos territorios en ultramar.
3. FELIPE III
(1598-1621).
LA POLÍTICA
INTERIOR.
El gobierno de
los validos.
Con los Austrias
“menores”, desinteresados por el gobierno, aparecieron los validos, que fueron
los auténticos gobernantes del país. Con Felipe III el primero fue el duque de
Lerma, profundamente corrupto, pero que hace un cambio de rumbo de la política
exterior, más pacífica. Le sucedió su hijo, el duque de Uceda, menos corrupto.
La expulsión de
los moriscos.
Los moriscos, que
mantenían su cultura y de escondidas su religión islámica, eran vistos por los
‘cristianos viejos’ como un grupo que rompía la homogeneidad religiosa del país
y por algunos consejeros del monarca era además un peligro porque podían
colaborar en un ataque turco. Finalmente se decidió su expulsión en 1609.
Fu un duro golpe
para la economía agrícola del país, sobre todo en Valencia y Aragón. En total
unos 300.000 moriscos fueron despojados de sus tierras y otras riquezas, y
embarcados hacia África, donde se extendieron desde Marruecos a Túnez,
estimulando su economía y en muchos casos reforzando las filas de los corsarios
que atacaban España.
La decadencia
económica y social.
La decadencia
económica y social era profunda y creciente, sumiendo en el pesimismo a la
población. La terrible peste de 1598-1602, la mayor de este periodo, causó
posiblemente un millón de muertos en la Península. La miseria en las ciudades y
el campo era ya evidente por entonces. La enorme deuda pública y los impuestos
sobre las actividades productivas agotaban la economía. La industria, en
profunda crisis desde 1590, se hundió más y más. Todavía el comercio atlántico
se mantuvo, pero sufría los continuos ataques de los piratas.
Cuando murió Felipe II los más
avisados ya veían que el destino venía adverso. Eso explica la proliferación de
libros sobre los problemas del país y sus soluciones. Había una clara
conciencia de decadencia, como nos cuentan Elliott [Elliott. 1986: 108-113.] y
Vilar: «Entre 1598 y 1620, entre la grandeza y la decadencia, hay que situar la
crisis decisiva del poderío español, y, con mayor seguridad todavía, la primera
gran crisis de duda de los españoles. Y no hay que olvidar que las dos
partes del Quijote son de 1605 y 1615.» [Vilar. 1964: 332-346. En su
contexto europeo véase Vilar. 1983: 87-105.]
Los arbitristas y mercantilistas
españoles tienen sus raíces ideológicas en el catolicismo, siempre contrario al
espíritu empresarial. Domingo de Soto, en Sobre la justicia y el derecho
(1553-54) escribe: «sería mucho más prudente (...) que la Autoridad por medio
de la ley, siempre que ello fuese posible (...) fijase el precio de todas las
mercancías». En 1619 Sancho de Moncada propuso que la Inquisición castigara
la exportación ilegal de capitales.
La aparición de los arbitristas es
reconocida por Elliott y J. A. Maravall [Maravall: 1979 y 1982] como la
respuesta de la sociedad ante una crisis profunda y universal y su
representatividad de la opinión pública es indudable desde los estudios (1972)
de Maravall sobre la mentalidad social
en el Estado moderno. Se sucedieron de este modo las críticas de los escritores
políticos como Juan de Mariana (la moralidad como primera reforma), el gran
escritor Francisco de Quevedo, Diego Saavedra Fajardo, Juan de Santamaría, y
por arbitristas y economistas de los siglos XVI y XVII como los mercantilistas
Pedro de Burgos, Rodrigo de Luján, Luis de Molina, Luis Ortiz, Sancho de
Moncada y Martínez de la Mata,
y los expertos de la Escuela
de Salamanca [Grice-Hutchinson, 1978: 107-161], González de Cellorigo, Lope de
Deza, Diego José Dormer, Caja de Leruela, Fernández de Navarrete, Pedro de
Valencia y los no adscritos a una escuela concreta como Tomás de Mercado,
Álvarez Ossorio y tantos otros menos conocidos, pertenecientes en su mayoría al clero más
sensibilizado y preocupado por los problemas económicos así como a los miembros
de la burocracia mejor formados intelectualmente. En general responsabilizaban
de los problemas del país a la amortización, las salidas de los metales
preciosos, los gastos ingentes de las guerras exteriores, la falta de un
espíritu de trabajo (considerado por todos ellos como la verdadera fuente de
riqueza), la falta de una industria competitiva con Europa. Intuían la
necesidad de ligar las importaciones de metales preciosos de las colonias a las
exportaciones a estas mismas, pues el oro y la plata no eran más que un medio
de pago y la circulación del dinero un instrumento para agilizar y fomentar la
economía del país. Sus memoriales son fundamentales para conocer el retraso de
la agricultura y en general de la economía española. Pero sus soluciones, que
en muchos casos no hubieran sido muy eficaces debido a que no eran prudentes ni
científicas, chocaron siempre contra unas fuerzas sociales predominantes: la
aristocracia y el clero. Con ellos comenzó la
historiografía sobre la decadencia española.
LA POLÍTICA
EXTERIOR.
El pacifismo.
El cansancio y la
crisis interior imponen la necesidad de política internacional de “coexistencia
pacífica” en el reinado de Felipe III: paz con Inglaterra (1605) y Tregua de
los Doce Años (1609-1621) con los Países Bajos. Desde entonces sólo hay un
pequeño conflicto con Francia por la ocupación española del estratégico valle
de la Valtelina en Suiza (1612).
Por el contrario, la
tradicional política mediterránea prosigue en el enfrentamiento con los piratas
berberiscos.
4. FELIPE IV
(1621-1665).
LA POLÍTICA
INTERIOR.
El gobierno de
los validos.
El conde-duque de
Olivares es el gobernante más importante del siglo XVII español. Era un hombre
íntegro, inteligente, culto, pero demasiado ambicioso: quería devolver al reino
al estado de esplendor de Felipe II, recurriendo a la guerra, pero no tenía en
cuenta la decadencia económica y social del país. Se apoyó en la pequeña
nobleza y la burguesía letrada para ampliar la burocracia y controlar mejor el
país, pero fracasó en el empeño.
La destitución de
Olivares (1643) fue la respuesta del monarca a la crisis de 1640. Durante algún
tiempo Felipe IV intentó llevar personalmente los asuntos, pero pronto renunció
a favor de un nuevo valido, el duque de Haro, más moderado.
Los programas
fallidos de reforma.
Las dificultades de
la agricultura, la industria y la Hacienda, y en definitiva la pesimista conciencia
de la crisis, explican los numerosos programas de relanzamiento de la economía,
en lo que destacó la Junta de Comercio. Los arbitristas, ya aparecidos en el
reinado anterior, multiplicaron sus memoriales proponiendo reformas, pero muy
pocas fueron realizadas, debido a las perentorias necesidades de la Hacienda.
Hubiera hecho falta un largo periodo de paz y de reducción de gastos para bajar
la deuda y cumplir con las inversiones necesarias, y asimismo faltaba el
consenso político y social entre los distintos reinos y las diversas clases
sociales a fin de repartir más equitativamente las cargas del imperio.
La crisis
económica y social.
Es en el reinado de
Felipe IV cuando se agravaron los problemas hasta un punto crítico: la
actividad económica se interrumpía por la falta de confianza en la moneda, que
se devaluaba continuamente, y por los impuestos que hacían inviables el trabajo
y los negocios, unas cargas fiscales tan excesivas que arruinaban a las clases
sociales productivas, mientras las hambres y las epidemias asolaban las
ciudades y los campos, y la industria no podía competir con las exportaciones
más baratas y de mejor calidad, y el poco comercio y las finanzas que
subsistían estaban crecientemente en manos extranjeras.
La gran crisis de
1640.
El coste económico
de la guerra sobre Castilla se hizo insoportable y la presión de Olivares sobre
los reinos que no contribuían para que financiasen el esfuerzo final, llevó de
pronto al sistema entero a una crisis aguda y gravísima, al rebelarse los reinos
periféricos contra este intento desesperado que ellos entendían era baldío y
solo lograría meterlos también en la negativa dinámica castellana.
La crisis de 1640
fue así terrible porque estallaron a la vez rebeliones internas en casi todos
los reinos.
En Portugal la
rebelión independista fue dirigida por Juan IV, de la casa de Braganza. No fue
una revuelta nacionalista popular, pues sus motivos fueron políticos, por el
temor de la aristocracia a perder el poder y los títulos nobiliarios, y el
rechazo al proyecto de unión ibérica de Olivares; económicos por la crisis
general del comercio, las pérdidas coloniales ante los holandeses y el aumento
de impuestos sobre el clero; y sociales pues los grupos rebeldes incluyeron
gran parte de la nobleza y del clero que veían peligrar su posición social
hegemónica. El movimiento triunfó sin dificultades y nunca estuvo en peligro
serio, ante la debilidad castellana que impidió una respuesta militar eficaz.
En Cataluña la
rebelión, apoyada por Francia, triunfó al principio pero fue finalmente
dominada en 1652, porque los catalanes no querían sustituir el dominio
castellano por el francés, todavía más centralista, y, sobre todo, porque se
acordó que no se variaran las leyes propias catalanas.
Ocurrieron en el
mismo decenio otras rebeliones o conspiraciones separatistas en Aragón (1646,
duque de Híjar), Navarra (1648, Itúrbide), Andalucía (1640, duque de Medina
Sidonia), Nápoles (Massaniello en 1647-1648) y Sicilia, pero fueron dominadas
más fácilmente. La monarquía, pese a su triunfo relativo, no alteró la
estructura confederal, consciente de su debilidad para imponer el centralismo.
Sólo Portugal, llevándose consigo su vasto imperio, conservó su independencia,
apoyada por Francia, Inglaterra y Holanda, y reconocida en el Tratado de Lisboa
de 1668.
POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra de los
Treinta Años y la guerra con Francia.
La intervención en
la guerra de los Treinta Años (1618-1648), desarrollada en los frentes alemán y
holandés, comenzó con una sucesión de victorias en Montaña Blanca (1620), Breda
(1624) o Nordlingen (1634), pero acabó con una serie de reveses desde que
intervino Francia (1636) pues los tercios españoles fueron derrotados en Rocroi
(1643) y Lens (1647).
Por la paz de
Westfalia (1648) los Países Bajos ganaron el reconocimiento de su
independencia, pero la guerra continuó con Francia, con varios altibajos, hasta
que otra guerra al mismo tiempo con Inglaterra precipitó las derrotas españolas
en cascada.
La Paz de los
Pirineos en 1659 con Francia supuso la pérdida de unos pocos territorios, sobre
todo Rosellón y Cerdaña en Cataluña, y de algunas plazas del Artois, pero lo
más importante al final resultó ser el matrimonio de Luis XIV con la infanta
María Teresa, hija de Felipe IV, con el cual los Borbones ganaron unos
fundamentales derechos sucesorios sobre la corona de España.
EL FINAL DEL
REINADO.
Pese a que habían
terminado las guerras europeas el país estaba tan exhausto militarmente que ni
siquiera entonces pudo someter a Portugal. El empobrecimiento económico era
abismal. Durante años se temió que la corona española recayese en la rama
austriaca, pero el nacimiento y supervivencia del príncipe Carlos resolvió
transitoriamente la crisis sucesoria.
5. CARLOS II
(1665-1700).
LA POLÍTICA
INTERIOR.
La regencia (1665-1675):
Mariana de Autria, Nithard, Valenzuela.
La regencia de
Mariana de Austria fue una etapa especialmente infausta, marcada por las
derrotas militares ante Francia, las pestes, las hambres, la corrupción... Los
validos que escogió eran corruptos e incapaces, meras criaturas de la regente.
El reinado
(1675-1700): Juan José de Austria, Medinaceli, Oropesa. El neoforalismo.
La mayoría de edad
del rey pareció dar un momento de esperanza al pueblo, pero pronto se constató
su incapacidad personal, tanto para gobernar como para tener hijos, puesto que,
como descendiente de varias generaciones de primos consanguíneos, Carlos
padecía gravísimas deficiencias físicas y psíquicas que le hubieran
incapacitado hoy para reinar.
El gobierno de los
validos no nobles había fracasado y se produjo una reacción nobiliaria, venida
de la Corona de Aragón, que se concretó en el gobierno de don Juan de Austria,
hermanastro bastardo del rey, en un intento de instaurar un “neoforalismo”, una
nueva relación más respetuosa con los reinos periféricos. Durante los
siguientes gobiernos de los validos Medinaceli y Oropesa, ambos nobles de
importancia, se hicieron duras e impopulares reformas a partir de 1680 que al
menos ayudaron a largo plazo a solventar la crisis económica.
El auge de la
nobleza.
La nobleza recuperó
durante el reinado de Carlos II una gran parte del poder perdido con la
política autoritaria de Felipe II y de los validos hasta Olivares. Algunos
historiadores han llegado a sostener que hubo una “refeudalización”, por la
división del poder entre los nobles locales, que pactaban su representación en
la capital, apoyando como validos a otros nobles que se comprometían a respetar
la nueva situación.
La crisis en su
abismo (1665-1680) y la recuperación demográfica y económica desde 1680.
La decadencia en
todos los sentidos, con su corolario de hambres y pestes, prosiguió hasta que
llegó a su momento más hondo en 1680, cuando, como hemos dicho, se impuso una
brutal estabilización económica mediante la eliminación de la moneda de baja
calidad y reformas en la fiscalidad y la administración, lo que permitió
comenzar poco después la recuperación, favorecida por la recuperación económica
internacional. La progresión fue especialmente visible en la Corona de Aragón y
el resto de la periferia, desde Andalucía a Cataluña y en la cornisa
cantábrica, con aumentos sostenidos de la población y la producción gracias a
los nuevos cultivos del maíz y la patata y a la mejora de la industria textil.
LA POLÍTICA
EXTERIOR.
Las guerras con
Francia.
Desde el principio
del reinado de Carlos II, la vecina Francia se dispuso a trocear los dominios
europeos de España y en tres guerras (1667-1668, 1672-1678 y 1689-1697) se
apoderó de varias plazas en el Artois en la primera, y del Franco Condado en la
segunda, poco en realidad para lo que hubiera podido tomar. Pero es que las
guerras agotaron a Francia, que tenía que combatir también con las otras
potencias europeas, especialmente Inglaterra, Holanda y Austria, interesadas en
mantener el escudo protector español ante la amenazante potencia francesa, la
cual además tenía la ambición de conseguir la sucesión de Carlos II, por lo que
moderó sus logros, sobre todo en la tercera guerra, en la que ya no tomó nada.
EL CAMBIO DE
DINASTÍA.
El problema de la
sucesión de España reflejaba dos posturas contrapuestas.
En un lado estaba
Castilla junto a los partidarios de una España reducida a los límites
peninsulares más América y con una centralización uniformadora según el modelo
francés borbónico. La elección por Carlos II como heredero del pretendiente
francés Felipe de Borbón supuso la victoria de este modelo.
En el otro lado
estaba la Corona de Aragón (sobre todo Cataluña) junto a los partidarios de una
España que mantuviese los Países Bajos e Italia, pero con un orden
constitucional más federalista, según el modelo habsburgués de los dos últimos
siglos.
La Guerra de
Sucesión (1701-1715) acabó con el triunfo de Felipe V, que impuso en los
decretos de Nueva Planta una estructura unitaria al Estado. A cambio, en la paz
de Utrecht (1713) España perdió sus posesiones europeas de Países Bajos,
Milanesado, Nápoles y Sicilia que entregó a Austria; Cerdeña a Saboya; más
Gibraltar y Menorca a Inglaterra. Se mantenía como gran potencia, gracias a sus
dominios en América, pero aceptaba ya un papel
secundario con relación a Francia e Inglaterra.
España y el destino de las posesiones de sus reyes en Europa, según la Paz de Utrecht (1713).
6. CARACTERÍSTICAS GENERALES
DE LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS.
LA SOCIEDAD
ESTAMENTAL.
La población.
El siglo XVI fue de
crecimiento, hasta por lo menos 1575, cuando había en el reino unos 10 millones
de habitantes, pero luego hubo un estancamiento, y desde 1600 un fuerte declinar,
hasta llegar a los 6 o 7 millones de 1700.
La crisis
demográfica tuvo un gran contraste regional, que se puede resumir en que había
un interior que se despoblaba en oposición a una periferia estancada o incluso
en crecimiento. En el centro hubo una decadencia sin paliativos, tanto en el
campo como en las ciudades. En el norte cántabro-atlántico hubo un crecimiento
sostenido aunque moderado, favorecido por los nuevos cultivos del maíz y la
patata. En el sur se sufrió una larga decadencia, seguida de una parcial
recuperación a partir del último tercio del siglo XVII. En la Corona de Aragón
la situación fue relativamente mejor debido a que las cargas fiscales eran
menores, pues las Cortes propias se negaron sistemáticamente a pagar las
guerras exteriores de la monarquía hispánica.
Las ciudades de España h. 1500.
A finales de la Edad Media y comienzos
de la Moderna, en la encrucijada histórica decisiva que se dio en el reinado de
Isabel y Fernando se asentaron las bases del futuro social y económico del
país. El fenómeno del urbanismo acelerado es uno de los principales rasgos de
esta nueva época.
Las ciudades de España hacia 1500
podían compararse aceptablemente con las de Europa: Burgos (10.000 habitantes),
Valladolid (40.000), Segovia (30.000), Toledo (30.000), Madrid (10.000),
Sevilla (50.000), Granada (50.000), Valencia (60.000), Barcelona (25.000) y
otras, mantenían una población urbana pujante, pese a que fuese periódicamente
purgada por las catástrofes de las epidemias. Herederas de la gran tradición urbana
del Islam y en general del área mediterránea (el ejemplo paradigmático es
Italia), podía parecer al observador de la época que las metrópolis urbanas de
mayor futuro del continente estaban en el Sur. Los viajeros europeos por España
dejaban frecuentes pruebas en la época de su asombro ante la populosidad de las
ciudades. “Nunca he visto una ciudad mayor y con más gente” era una
manifestación exagerada tal vez, pero común y repetida.
Las clases sociales en las ciudades.
Las clases de la pirámide social
urbana eran [Bennassar. 1982: 184-194.]:
1) Las capas más altas de la nobleza y
el clero, con sus privilegios y también su división interna de acuerdo a su
bienestar material.
2) Las clases medias, constituidas por
las capas media y baja de las anteriores, junto a profesionales, arrendadores
de impuestos, cambistas, comerciantes, maestros artesanos, cargos municipales
(alcaldes, fieles, veedores), etc.
3) Las clases bajas, formadas por
artesanos, campesinos (con o sin propiedades a su nombre) que trabajaban en la
comarca, marginados, etc.
La estructura
social en estamentos: nobleza, clero, burguesía, campesinado.
La estructura social
era muy similar a la bajomedieval.
La nobleza estaba en
la cúspide, en estrecha alianza con la monarquía, a la que cedió parte del
poder político a cambio de conservar la mayor parte del poder territorial y
económico, que se fundaba en los mayorazgos y en el señorío jurisdiccional. En
la segunda mitad del siglo XVII recuperó gran parte de su poder político,
debido a la debilidad de los últimos Austrias.
Junto a la gran
nobleza, había un numerosísimo grupo social de hidalgos, de pequeños nobles,
segundones de los anteriores o burgueses que habían abandonado los negocios
para refugiarse en el dominio de la tierra, de acuerdo a la mentalidad social
imperante: el modelo social es el noble que no trabaja y que vive de sus
rentas, lo que estimula en los demás grupos sociales la compra de patentes de
hidalguía a fin de librarse de pagar impuestos pero con la condición de no
realizar tareas productivas, lo que a largo plazo lleva a sus descendientes a
recaer en la pobreza. Esta pequeña nobleza fue la más reacia a las reformas, al
tiempo que suministró muchos de los efectivos de la administración y la
milicia.
El clero dominaba la
vida religiosa y cultural, sobre todo gracias al control de la educación, y
mantenía un gran poder económico gracias a sus tierras, y político pues estaba
presente en casi todos los escalones de la administración.
La burguesía, fuese
comercial, industrial o financiera, tuvo una época de auge hasta 1575
aproximadamente, pero desde entonces entró en barrena hasta 1680
aproximadamente, debido a la ruina de las actividades productivas y a la
mentalidad social contraria al trabajo y los negocios. También las disposiciones
muy rigurosas de los gremios dificultaban su ascenso. Además, cuando una
generación gozaba de éxito en sus empresas la mayoría de los sucesores de la
segunda generación compraba tierras y una patente de hidalguía, y así a lo
largo del siglo XVII desaparecieron la mayoría de las familias de larga
tradición empresarial.
Las clases urbanas
más pobres, dedicadas al trabajo artesanal sufrían por la competencia
extranjera, y en el siglo XVII se convirtieron en un proletariado urbano, cada
vez más mísero, nivelados con los numerosísimos servidores domésticos de la
nobleza. Más abajo había una ingente masa de mendigos, bandoleros, ladrones,
soldados sin leva o mutilados, enfermos, viudas y huérfanos, casi todos sin
oficio ni beneficio, que nutrían las filas de la picaresca.
El campesinado era
la clase social más numerosa y también la más oprimida, dividida en dos grupos
sociales: los pequeños propietarios y arrendatarios del norte de la Península y
los jornaleros sin tierras del sur.
El ascenso a la nobleza: la
hidalguización social y la amortización de las tierras.
La nobleza se nutría constantemente de
las filas de la burguesía, en un fenómeno de movilidad social bien estudiado
por muchos autores. Las leyes de Córdoba (no por azar de 1492) regularon las
pruebas para acceder a la hidalguía y las siguieron las leyes de Toro (1505),
que regularon los mayorazgos y reforzaron la posición social de la nobleza al
prohibir la enajenación de sus bienes patrimoniales y al mismo tiempo
favorecieron el acceso de la burguesía a la condición nobiliaria pues les daba
el camino para fundar patrimonios privilegiados (condición primera para ser
nobles) y les daba un escape cuando llegaban las crisis económicas. Como los
Fugger en Alemania los burgueses españoles se retiraban a las inversiones en
tierras y a la fundación de mayorazgos sobre estas fincas cuando la situación
económica empeoraba. No buscaron en los siglos XVI y XVII una igualación con la
nobleza por el ascenso de todo el grupo social sino que buscaron soluciones individuales,
desde la aceptación del dogma de la desigualdad. Los privilegios eran aceptados
como naturales por la sociedad y haría falta que llegase el Siglo de las Luces
para variar esta tácita aceptación.
La constante estamentalización de la
burguesía según patrones culturales aristocráticos [Molas. 1985: 129-149.]
tenía unas bases ideológicas e históricas demasiado profundas y fue una rémora
constante sobre las espaldas de la burguesía, atada a principios que no eran
verdaderamente los suyos. La defensa intelectual de la propiedad privada
libremente enajenable tardó mucho en darse, pues la burguesía pensaba
inconscientemente que su estado actual era una simple estación de paso para
acceder a la ansiada nobleza.
En el campo castellano los nobles
fortalecieron su poder señorial, con base en los castillos, desde los cuales
dominaban los nombramientos de autoridades municipales y cobraban las rentas
estatales sobre los territorios. Nunca fue el dominio feudal que se ha creído
ver por tantos historiadores. Los señoríos eran sólo y básicamente dominios de
fortalezas, rentas y jurisdicciones, pero por debajo de esta estructura
aparecía «una pequeña y media propiedad muy extendida; de una vigorosa
burguesía rural que suministrará más tarde al teatro clásico el modelo del
labrador rico.» [Domínguez Ortiz. 1973: 17.] Optimista afirmación si se
generaliza a todo el país pero que es representativa de la situación en
bastantes regiones y pueblos.
Muchos de estos ·ricos pueblerinos·
alcanzaban la condición de hidalgos para liberarse de las cargas fiscales y
convirtiendo en mayorazgos sus tierras, en una constante corriente de movilidad
social. Primero de propietario a hidalgo, luego al mayorazgo mediante la
licencia real, para pasar finalmente a la compra del derecho a ser “señor de
vasallos”, algo bastante común debido a la imperiosa necesidad de fondos de los
Austrias. Finalmente se llegó a tal situación de universalización de la
hidalguía que ya no era un signo inequívoco de distinción, como ocurre en el
presente, cuando consideramos sólo como nobles a los que tienen un título de
conde para arriba.
La pequeña nobleza como clase media.
En las ciudades y los pueblos nos
encontramos pues con dos castas nobiliarias, caballeros e hidalgos, que pueden
incluirse entre las capas burguesas, mientras que los Grandes y los Títulos se
mantienen por encima de todos.
Los caballeros eran el eje de la clase
media urbana, con rentas suficientes para vivir sin trabajar, provenientes de
sus propiedades rurales, los cargos municipales y los juros y censos, pero con
las crisis muchos de ellos cayeron al estado de simples hidalgos, demostrándose
así que sólo una economía nacional saneada podía mantener tan numerosas clases
pasivas. Los hidalgos constituían la nobleza más pequeña y más numerosa, con el
privilegio entre otros de no poder ser encarcelado por deudas (lo que era
apetecido por muchos burgueses), demasiadas veces sin fortuna, nadando en la
miseria cuando las crisis eran peores, siempre defensores de su superioridad y
de su aislamiento, salvo en el País Vasco, donde la hidalguía era universal y
por tanto no había distinciones. Tan importante era la ostentación de la
hidalguía cuando no había medios económicos que Felipe II tendría que prohibir
mediante una pragmática el abuso de pomposos títulos en la correspondencia
[Lapeyre, 1969: 172], pues había hidalgos sin bien alguno que se pasaban
páginas enteras relatando sus títulos como encabezamiento.
Estas capas urbanas privilegiadas no
renunciaron siempre a participar en las actividades mercantiles más
beneficiosas (el comercio de Indias sobre todo), pero veremos cómo entre la
presión ideológica y la nefasta política económica acabaron renunciando a
ellas, para caer en la inacción y el aislamiento.
Las clases medias urbanas.
En este ambiente urbano fue donde
florecieron y se sofocaron las oportunidades de desarrollo burgués. La
burguesía de las ciudades españolas [Domínguez Ortiz. 1973: 174-191.] se
centraba en dos estratos: uno superior de profesionales y comerciantes
enriquecidos y otro inferior, con todas las características de la clase media
urbana.
Los más ricos alcanzaron un poder
político relevante en sus municipios, ingresando al patriciado mediante las
alianzas matrimoniales o la compra de cargos. Vivían de profesiones liberales,
como profesores, médicos (estos llegaron a ser una plaga social por su número e
ineficacia), letrados y semiletrados [Sobre su adscripción ideológica a la
burguesía o a la pequeña nobleza véase Pelorson, en Tuñón. V. 1982: 314-317.],
burócratas al servicio de la administración pública o de los particulares, con
un prestigio que les permitía ascender a la cúpula del poder municipal muy
pronto, considerados de facto como unos privilegiados dentro de la clase media,
sin descuidar a parte del mismo sacerdocio (muchos clérigos amasaron fortunas
con el comercio y la usura, llegando a prestar para grandes empresas) y los
laicos que se dedicaban a actividades religiosas especialmente lucrativas
(administradores, sacristanes, etc.).
Pero la mayoría vivían de una multitud
de otras ocupaciones más o menos prestigiosas: del arriendo de los impuestos
(alcabala, portazgos, barcajes, etc.), del cambio de moneda, de la usura (todo
usurero era considerado judío, cuando no era así siempre); comerciantes o
mercaderes del gran tráfico, sobre todo los mercaderes de lanas, los navieros
andaluces y cantábricos, los primeros comerciantes con América; tenderos (los
famosos obligados del comercio de carne y aceite a menudo ascendieron en
la escala social), maestros artesanos [para una muestra de su infinidad de
oficios ver el padrón de 1561 en Sevilla, estudiado por Jean Sentaurens, cit.
por Le Flem, en Tuñón. V. 1980: 61.], artistas, cargos municipales (no sólo los
dueños de éstos), industriales incipientes (sobre todo del sector pañero
castellano) con base en el trabajo doméstico, cambistas y financieros
establecidos en ferias como la de Medina del Campo y otras bastante consolidadas,
que a menudo se convierten en verdaderos banqueros (cuya historia ha sido
espléndidamente estudiada por Felipe Ruiz Martín). Y un
sinfín de otras ocupaciones.
La burguesia mercantil: los
Consulados del Mar.
Smith ha estudiado la historia de los
Consulados de Mar en España desde 1250 hasta 1700. Estos eran los gremios de
los grandes mercaderes españoles y perduraron hasta el mismo siglo XIX,
mostrando en su evolución el transcurrir de los grupos más activos de la
burguesía. La estructura de cada organismo era simple y eficaz: un gremio que
defendía los intereses corporativos y que tenía potestades de tribunal
comercial y marítimo.
El mayor problema [Domínguez Ortiz.
1973: 140.] era su debilidad social, por su abundante procedencia genovesa,
conversa y, excepcionalmente del país, como fue el caso de la cornisa
cantábrica. La entrada en este grupo de pequeños comerciantes (tenderos) o de
campesinos atrevidos no alteró la percepción social del grupo como un reducto
de los sectores marginados de la sociedad por su raza, nación o religión. Si se
dedicaban al gran comercio era en muchos casos porque el pequeño, el propio de
tenderos, estaba mal considerado, aunque muchos se dedicaron subrepticiamente a
las dos actividades y casi todos habían comenzado con el comercio al por menor.
Y veían que acrecer su riqueza era un paso previo e imprescindible para salir
de su marginación. Cuando lo conseguían daban el siguiente paso, la
aristocratización, comprando o falseando hidalguías.
Smith [1940: 65-90] nos muestra cómo
los miembros del gremio mercantil en los puertos de Barcelona, Valencia y Palma
de Mallorca (también conocido como Col·legi de la Mercaderia [Piña Homs.
1985.]) eran comerciantes dedicados al tráfico marítimo de largas distancias,
un negocio de importación y exportación centrado sobre todo en el área
mediterránea, que entraría en profunda decadencia a medida que se entraba en el
siglo XVI, por muchos motivos: depresión en los territorios de la Corona de
Aragón, alejamiento de las nuevas rutas atlánticas, ruptura del comercio de
especias y con Berbería, la amenaza pirática, las consecuencias de las
Germanías de Valencia y Mallorca (que arruinaron al campesinado y la
menestralía, cargándolos con más deudas, que impedirían el resurgir de una
burguesía negociante). Todo esto, para concluir en la formación de una economía
dual, una rural de subsistencia y cerrada al intercambio, mientras que la
urbana dependía de unas clases rentistas que, a principios del siglo XVII,
sufrirían en Aragón y Valencia la expulsión de los moriscos (pese a que al
principio no se notase, por ejemplo, en el movimiento del puerto de Valencia).
Pero en medio de tanta crisis, fácilmente cuantificable, los Consulados
consiguieron defender sus privilegios de clase, con impuestos aduaneros que mantuvieron
un mínimo que permitiría el resurgir del siglo XVIII en Cataluña.
Cabe añadir que si los súbditos de la
Corona de Aragón no participaron con mayor relieve en el comercio americano, no
fue porque los Consulados fueran ineficaces o porque sus demandas tuvieran
oposición en Castilla. Al contrario, fue porque no hubo tal demanda de
participación. El agotamiento de la burguesía de estas regiones no les permitía
sino mantener la actividad mediterránea, lo que sólo cambiaría en el siglo
XVIII.
Los agremiados en los Consulados de
Burgos (desde 1494) y Bilbao [Smith. 1940: 91-120.] eran mercaderes y navieros
de Vizcaya, especializados en el comercio de lana con Inglaterra y Flandes,
estrechamente aliados con los intereses de la Mesta. Eran hostiles a la industria
textil nacional, porque ésta solicitaba en las Cortes que se redujera o
prohibiera la exportación de su mejor materia prima, la lana merina. Sus
intereses eran exportar la lana en bruto e importar tejidos de lujo. Su
prosperidad era legendaria. Eran los Maluenda, Polanco, Tamarón, Agüero,
Moneda, Gómez de Morales...
La burguesía mercantil se oponía así a
la industrial, cuando el proceso hubiera podido ser el de aprovechar el capital
acumulado y la experiencia artesanal de las ciudades castellanas para
desarrollar una industria textil que hubiera podido triunfar de la competencia.
Pero faltó la voluntad de la burguesía y la de los monarcas, para los que la
Mesta era una fuente más inmediata y fácil de recursos financieros. Asimismo no
se puede aminorar el problema de la minoría conversa [Domínguez Ortiz. 1973.],
pues muchos de los mercaderes de Burgos tenían procedencia judía y consideraban
más prestigiosa (y menos sospechosa) la tarea del gran comercio que la de la
industria, amén de que a las pocas generaciones se dedicaban a obtener tierras
e hidalguías, el eterno proceso. También faltó el espíritu de riesgo: eran más
rentables a corto plazo el comercio y las finanzas que las dudosas inversiones
industriales. Y a ellos se añadió decisivamente la ruptura de la línea marítima
Bilbao-Flandes cuando estalló en 1566 el conflicto flamenco [Bennassar, en
Leon. 1977: I. 551.].
Simón Ruiz escribe a su factor en
Amberes en 1571: «El comercio de Burgos está completamente extenuado y, con la
confirmación de las noticias de Inglaterra, aún será peor.» En suma la
decadencia de los Consulados fue imparable hasta bien entrado el siglo XVII,
cuando la paz de Westfalia (1648) restableció un cierto nivel de intercambio
comercial, y nunca pasó ya de modestos niveles el comercio burgalés pues la
lana siguió otros caminos. Cuando en 1680 el reformismo da una leve oportunidad
a la ciudad y se le pide que cree una compañía de comercio que restaure la gran
época del siglo XVI vemos como la respuesta es entusiasta pero las fuerzas
flaquean y el proyecto no prospera hasta 1766, para languidecer luego. [Molas.
1985: 247-260.]
Los comerciantes de Sevilla [Smith.
1940: 121-146.], los famosos Cargadores de la Carrera de Indias, monopolizaban
(oficialmente al menos) el comercio con las Indias y desarrollaron su actividad
a la sombra de la Casa de Contratación. Su defensa de sus intereses fue muy
eficaz, sobre todo en la pugna por evitar que otros puertos pudiesen comerciar
libremente con América. Las razones eran de control fiscal y de mejor defensa,
pero las decisivas fueron las de los intereses creados.
Así la libertad de comercio con
América, que se había concedido en 1529 para otros ocho puertos (aunque el
viaje de regreso debía pasar por Sevilla), fue revocada en 1573. Y en 1667 consiguió
que Málaga no obtuviera ese derecho. Pero el empeoramiento de la navegación
fluvial llevó a que Cádiz triunfara al final, debido a su mejor posición
geográfica y constituyéndose en un atractivo y próspero núcleo de la burguesía
ascendente.
Esta historia refleja como la
burguesía mercantil no escapó al juego interno de los privilegios. Sus pugnas
internas, no ya el viejo enfrentamiento de mercaderes contra industriales, sino
incluso entre comerciantes, la debilitaban y sólo en 1779 se consiguió la plena
libertad de comercio con América de los principales puertos españoles, lo que
originaría una fortísima expansión que pudo haber sido muy anterior si se
hubiera acertado antes en la política económica o si la burguesía lo hubiera
exigido con mayor decisión.
Sevilla vivió durante dos siglos un
proceso de acumulación de capitales sin igual en España, una larga fiebre del
oro y la plata, pero no se originó aquí una burguesía con largo aliento. Al
final quedaba una ciudad anclada en el pasado, empobrecida, sin actividades
industriales y financieras de un alto nivel. Y ello fue por el problema de
siempre: la burguesía, a las pocas generaciones, compraba tierras en la campiña
sevillana y se apartaba del comercio. Ello fue más intenso que nunca a mediados
del siglo XVII, coincidiendo con la peor crisis del comercio americano.
Los judíos y conversos.
Los judíos (hasta 1492) y los
conversos (cristianos nuevos convertidos desde 1391 y en menor número en
1492), vivían en las ciudades y se dedicaban masivamente a estos oficios de las
clases medias y triunfaban a menudo, amasando grandes fortunas o, al menos,
gozando de un nivel de vida manifiestamente superior al de sus vecinos. Este
éxito fue motivo de un odio permanente a esta minoría y por extensión una causa
permanente de sospechas sobre cualquier burgués que destacara, que
inmediatamente aparecía como presunto converso. Y es que la distinción era
realmente difícil. Un ejemplo de esta mezcla de religiones, actividades y
también de la poca perdurabilidad de las generaciones de comerciantes: ‹‹Juan
de Herrera, mercader toledano del siglo XVI, compró una regiduría de su ciudad
natal; como era frecuente en aquella época, tuvo muchos hijos; el mayor
continuó con el negocio paterno; el más pequeño compró el cargo de tesorero de
rentas reales, otro ingresó en el sacerdocio. Tres hijas entraron en conventos,
otras se casaron con miembros de familias conversas, pero una casó con un
hidalgo y tuvo un hijo (nieto de Juan de Herrera) que consiguió un hábito de
Santiago.» [Domínguez Ortiz. 1973: 175. Extraído de L. Martz: A merchant
family of Toledo.]
Estas aportaciones de conversos al
clero y a la pequeña nobleza no eran prueba de una mera voluntad de ascenso,
sino que a menudo demostraban estar imbuidos de una ideología más fanática que
los propios cristianos viejos: la mística Santa Teresa de Jesús
pertenecía a estas generaciones de conversos.
Ser comerciante o cambista era
sinónimo de criptojudío para el vulgo y la nobleza. Joseph Pérez plantea
incluso la credibilidad de una brillante y conocida tesis: ‹‹Conversos y
judíos, en la España del siglo XV, constituyen una especie de clase media, una
burguesía en vías de formación. De ahí las polémicas en torno a las verdaderas
causas que explican la creación del Santo Oficio: ¿Se trataba solamente de
mantener la pureza de la fe o, por las confiscaciones de bienes, la infamia que
recaía sobre los procesados y su familia, de eliminar a grupos sociales que
hubieran podido presentar un peligro o una amenaza para los otros grupos o
intereses creados?» [Pérez, en Tuñón. 1982. V: 158, 160.]
Márquez opina lo mismo:
«conscientemente o no, la Inquisición tomaba posiciones contra la burguesía
ciudadana. Una burguesía pujante, enriquecida, culta...
y conversa».
Otra tesis sería que en el fondo no era
más que una aplicación española de la contrarreforma ideológica que la Iglesia
Católica abanderó contra el protestantismo a lo largo de toda Europa [Elton.
1963: 205-248; Elliott. 1968: 144-158.]. La burguesía quedaría expuesta durante
tres siglos a esta sospecha e incluso Mendizábal, en un fecha tan tardía como
1837, aún sería víctima de este prejuicio xenófobo, pues aún sin ser judío se
le tildó de tal, ya que, ¿cómo explicar si no su rápido enriquecimiento en
Inglaterra? Implicaciones religiosas de sentido excluyente que denotan una de
las diferencias fundamentales de España con respecto a Inglaterra y Holanda en
la Edad Moderna, con un impacto cierto sobre el desarrollo económico, amén de
que el protestantismo sostuvo una ideología individualista mucho más acorde con
el pensamiento empresarial, la vieja tesis weberiana, nunca completamente
rebatida. [Christopher
Hill. 1967: 37-48.]
Los moriscos.
Los moriscos, por su parte, no
pertenecían a la sociedad estamental que los circundaba [Domínguez Ortiz; Vincent.
1978: 109-128.]. Eran como un coto cerrado, tanto para entrar como para salir,
sin clero ni nobleza, en unas condiciones de opresión sin parangón en la
sociedad española. Con una enorme mayoría de campesinos y un sector de
artesanos, no existía burguesía en esta minoría, a lo más tenderos.
Los extranjeros.
Los extranjeros, franceses, genoveses
e italianos en general, portugueses, flamencos, etc., constituían una parte
significativa de este revolutum. El gran comercio estuvo casi por
completo en sus manos desde la crisis del siglo XVII. [Frax y Matilla, en
Artola. Enciclopedia... 1988: 226-246.] Por su desarraigo tendían a
volver a su país de origen cuando acumulaban una riqueza suficiente y sólo algunos
se establecieron permanentemente en el país: muchos de los López y Díaz de hoy
son resultado de los portugueses de origen judío que buscaron el olvido de este
origen en nuestro país.
Las clases bajas.
Las clases bajas, formadas por
artesanos que pugnaban generalmente en vano por ascender dentro de los gremios
a la condición de maestros, por campesinos (con o sin propiedades a su nombre)
que trabajaban en la comarca y a veces en el mismo interior de las murallas,
minorías (como los gitanos), por huestes de marginados que vivían de empleos
ocasionales, el robo, la picaresca, el juego y sus dos actividades principales,
la prostitución y la mendicidad. La prostitución [Néstor Luján. 1988: 114-136.]
incluso producía un tipo especial de burgués bien acomodado, el dueño del
lupanar, a menudo persona de calidad. La mendicidad era omnipresente: los
mendigos fueron una constante en las ciudades españolas que todos los viajeros
comentaban con sorpresa, hasta bien entrado el siglo XIX. Ogg escribirá que
incluso hacia 1800 «España siguió siendo el único país europeo donde la
respetabilidad todavía no era una virtud ni la pobreza un pecado.» [Ogg. 1965: 241.]
La religión.
El principal
problema religioso-cultural era sin duda el de la unidad religiosa del país.
El país era un
mosaico de culturas y religiones que pervivían en un momento en que la Iglesia
exacerbó su celo inquisitorial y en que la religiosidad popular adquirió visos
de fanatismo intransigente, basado en el misticismo y el temor al peligro
siempre presente de una nueva invasión musulmana y de la extensión del
protestantismo centroeuropeo.
En este ambiente de
intolerancia las poblaciones morisca y judía y de conversos constituyeron el
perfecto chivo expiatorio de los males del país, y fueron objeto de continuas
persecuciones y expulsiones (judíos en 1492, musulmanes en 1502, moriscos en
1609).
Por otra parte, las
corrientes heterodoxas que pretendían recuperar las tradiciones del primer
cristianismo, fueron reprimidas, en nombre de la necesaria unidad: los alumbrados
en 1524 y 1542, los luteranos en 1557-1559, incluso los moderados erasmitas con
el largo proceso contra el arzobispo Carranza (desde 1559).
La Inquisición fue
el instrumento de Felipe II y sus sucesores contra la heterodoxia, también, en
parte, para extender su poder sobre todos los reinos, pues era la única
institución común. Erasmitas, luteranos, criptojudíos y sospechosos de herejía
y brujería, eran procesados y condenados como reos de alta traición. Las
sentencias se ejecutaban en un auto de fe, un acto público y solemne en el que
los condenados a muerte eran entregados a un verdugo.
Una vez aniquilada
la heterodoxia, la relativa apertura desde 1577 permitió la floración del
misticismo reformista de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y hasta
se exculpó al procesado Fray Luis de León, pero en realidad también se había
erradicado la libertad; el impulso intelectual nacido a principios del siglo
quedó truncado. La Contrarreforma, abanderada por la Compañía de Jesús,
dominaba el ambiente intelectual. Al final del periodo se había logrado el
objetivo de la unidad religiosa, pero a un pésimo precio: la intolerancia ante
toda disidencia y el profundo atraso cultural y educativo, que lastró el
progreso económico.
LA ORGANIZACIÓN
POLÍTICA.
La estructura política.
El sistema político
carecía de una Constitución escrita, pero era de facto una confederación
de reinos, unidos en la figura del monarca. Cada reino conservaba su propia
autonomía, sus leyes, su moneda, sus ejércitos, sus colonias... Así, América
era de Castilla, el imperio indiano oriental era sólo de Portugal. Los reinos
en la Península ibérica eran Castilla, Aragón (que a su vez era una
confederación de reinos), Navarra y durante sesenta años también Portugal, y
fuera de España asimismo los reinos eran territorios independientes con sus
propias instituciones, especialmente en los Países Bajos e Italia. Llamar
imperio español al de los Austrias es pues un error semántico aunque
disculpable, porque era un imperio dinástico. Además, los reyes sólo eran
monarcas absolutos en Castilla y algunos territorios más, mientras que en la
mayoría de los reinos estaban muy limitados por el pactismo.
La monarquía era la
expresión visible y personificada del Estado, cima de una jerarquía
administrativa que se apoyaba en los validos (primeros ministros), los
secretarios y los consejeros, situando a los virreyes en los reinos
periféricos.
Los cancilleres y
secretarios pertenecían a la nobleza y la burguesía, y llevaban los asuntos
cotidianos, despachando con el monarca.
Los Consejos
evolucionaron a partir del Consejo Real de Castilla y se separaron
progresivamente en los comunes para todo el Estado, como eran Hacienda, Guerra
e Inquisición, y los específicos para las Indias, Aragón, Flandes, Portugal o
Italia.
Los virreyes de
Aragón, Mallorca, Portugal, Sicilia, Nápoles, Milán, Nueva España o Perú
representaban al poder real, sometidos sólo al ‘juicio de inspección’ al acabar
sus mandatos.
Las audiencias y
cancillerías constituían el poder judicial, entonces confundido en gran medida
con el ejecutivo.
El municipio era el
órgano ejecutivo inferior de la administración. Las relaciones entre el poder
central y los municipios más importantes se caracterizaron por el creciente
intervencionismo centralista del rey, que nombraba corregidores para
gobernarlos.
Las Cortes de
Castilla y Aragón perdieron gran parte de su poder porque eran convocadas pocas
veces, y sólo para aumentar los impuestos mientras que las quejas eran por lo
general desoídas.
El cuerpo diplomático
fue excelente desde el reinado de los Reyes Católicos, cuando fue organizado
según el modelo italiano. Su momento culminante fue hacia 1600, cuando los
españoles eran considerados los mejores diplomáticos europeos.
Del autoritarismo
regio a los validos.
Mientras los
primeros gobernantes de la Edad Moderna (los Reyes Católicos, Carlos I, Felipe
II) mantuvieron un férreo control personal de los asuntos del gobierno, los
tres últimos Habsburgo (Felipe III, Felipe IV y Carlos II) delegaron el poder
efectivo en manos de los validos, unos primeros ministros sólo responsables
ante el monarca, lo que redujo el prestigio de la monarquía y en muchos casos
derivó en una corrupción generalizada.
Los funcionarios.
Los funcionarios que
servían en la burocracia se reclutaban en la nobleza, el clero, los hidalgos,
la burguesía urbana. Se preferían los que tenían una formación jurídica, pero
los puestos más altos para los Grandes, por su prestigio nobiliario, esencial
para mantener y hacer respetar su autoridad sobre una sociedad estamental.
En el siglo XVII,
ante la falta de actividades productivas, proliferó la compraventa de cargos
públicos, con la consecuente corruptela para amortizar los gastos de la compra.
Un cargo era una sinecura, una inversión, a la que se intentaba sacar el máximo
provecho, en detrimento de las virtudes de la preparación, la capacidad de
gestión, la eficacia... El resultado fue devastador para una sociedad que
necesitaba más que nunca de buenos gestores.
El ejército y la
armada.
El ejército,
estructurado en los tercios (unidades de infantería con especialización en las
armas), era de enrolamiento voluntario e integraba mercenarios de todo el
imperio. Se distinguían las tropas de guarnición y el ejército de campaña, de
pequeño tamaño, hasta que la guerra de Flandes obligó a aumentarlo enormemente,
lo que resultó muy costoso.
El espíritu militar
decayó en el siglo XVII pues la pequeña nobleza castellana que había sido la
mejor fuente de oficiales y soldados se negaba a alistarse, mientras los reinos
periféricos no querían participar en el ruinoso esfuerzo militar. Olivares
fracasó en su proyecto de la Unión de Armas, que preveía 140.000 soldados
pagados solidariamente por todos los reinos, y este fracaso condujo a la crisis
política de 1640. A
fines del siglo XVII las tropas eran casi todas extranjeras y ya poco quedaba
del legendario ejército español.
La armada estaba
organizada en dos bloques: las galeras del Mediterráneo y los galeones del
Atlántico. Hegemónica en el siglo XVI como se vio en la batalla de Lepanto en
1571 y la conquista de Portugal en 1580, a pesar de la derrota de la Armada
Invencible en 1588, en el siglo XVII la decadencia la llevó a sufrir nuevos
golpes, hasta llegar al desastre de 1638-1639, cuando los astilleros del
Cantábrico fueron destruidos y la flota holandesa aniquiló en las Dunas (1639)
a la última gran flota española del norte.
La Hacienda
pública.
La Hacienda pública
estaba en permanente agonía, ante la demanda insaciable de dinero para la
guerra y la política exterior.
Las principales
partidas presupuestarias eran el ejército y la armada, la Casa Real (cuyo gasto
en el siglo XVII fue inmenso, pues el poder barroco exigía un lujo ostentoso)
y, sobre todo, los “juros”, esto es la deuda pública, cuyo pago se llevaba a
finales del siglo XVI la mitad del presupuesto.
Los ingresos venían
de los servicios extraordinarios, la venta de cargos a los particulares, los
monopolios, los maestrazgos, las aduanas, las bulas, la alcabala (un impuesto
sobre el comercio), el quinto sobre los metales preciosos de las Indias, etc.
El peor impuesto fue el de los “millones” (desde 1588) que gravó a toda la
población (excepcionalmente estaban incluidos la nobleza y el clero) sobre el
consumo de carne, aceite, vino y vinagre. Otros impuestos se añadieron en el
siglo XVII, recayendo generalmente sobre las clases sociales productivas,
mientras que los privilegiados (nobleza, clero) soportaban mucho mejor la
situación gracias a sus exenciones tributarias.
Los déficits
presupuestarios eran usuales y se cubrían con préstamos de la banca extranjera,
garantizados con juros y bienes públicos. Las frecuentes bancarrotas
consolidaban la deuda anterior a menores tipos de interés y plazos más largos,
y entonces el proceso volvía a comenzar, hasta que todos los prestamistas
importantes acabaron por quebrar debido a este círculo vicioso. Felipe II hizo
tres bancarrotas: 1557, 1575 y 1596, y en el siglo XVII se hicieron todavía más
frecuentes: 1608, 1627, 1647, 1652, 1656... El otro recurso fue la emisión
masiva de moneda de baja calidad, el vellón de plata con una alta proporción de
cobre, lo que comenzó Felipe III, y esto resultó lo peor al final porque se
minaba la confianza de la población en la moneda, lo que paralizaba los
intercambios y la actividad productiva.
LA ECONOMÍA.
Una periodización
de la evolución económica.
La evolución de la
economía se ha abordado en los distintos reinados y se puede establecer una
periodización: el auge entre 1516 y 1575, con algunas breves crisis; el inicio
de la decadencia entre 1575 y 1598; el creciente desplome entre 1598 y 1640; el
fondo de la crisis entre 1640 y 1680; y la recuperación parcial desde 1680.
Las herencias territoriales que
hicieron de Carlos V señor de un extenso imperio, supusieron un duro golpe para
la modesta economía de Castilla. Aquel imperio, en efecto, requería una serie
de atenciones inexcusables a las que debía responder el reino castellano: los
viajes imperiales y, sobre todo, las guerras. Junto a un aumento de la presión
fiscal, el monarca recurrió a los grandes banqueros extranjeros a fin de que,
con la garantía de las fantásticas riquezas del nuevo continente, aportaran las
sumas necesarias para el mantenimiento del imperio. Por otra parte, si bien en
un principio la llegada de metales preciosos desde América estimuló la
economía, a la larga fueron los comerciantes e industriales extranjeros quienes
se beneficiaron del nuevo mercado abierto al otro lado del océano.
Sevilla fue la capital económica del
país, con 100.000 habitantes, que vivían del monopolio del comercio americano
en la Casa de Contratación, la industria textil y naval, el arte y la cultura.
Barcelona, en cambio, con sólo 30.000 habitantes, vivió del menos boyante
comercio mediterráneo. A partir de 1560 la actividad comercial se reanimó al
intensificarse la ruta entre Sevilla y Génova, aunque el crecimiento de la
ciudad se truncó con el aumento del bandidaje y la guerra civil de 1640.
Desde finales del siglo XVI, la crisis
se fue agravando por el drástico descenso en la llegada de oro y plata. La
bancarrota del Estado fue absoluta y los monarcas se vieron atrapados por los
préstamos que se fueron acumulando a intereses usurarios. Así pues, España, que
protagonizó la apertura del Viejo Mundo hacia América, quedó rezagada del
impulso económico que generó, por primera vez en la historia, un mercado a
escala mundial.
La recuperación desde 1680.
Las bases de la recuperación pueden
rastrearse hacia 1680, a la mitad del reinado de Carlos II, cuando la periferia
española comenzó a salir del agujero depresivo del siglo XVII, después de la
dura pero necesaria estabilización de la moneda al retirar la moneda de vellón
desvalorizada. La burguesía fue el grupo social más beneficiado por este leve y
localizado cambio de signo. Kamen (1980) ha conseguido reivindicar el reinado
de Carlos II como un periodo de renovación, de lenta salida de la crisis o por
lo menos de asentamiento de las bases de la favorable evolución durante el
siglo XVIII, aunque no es posible olvidar que los padecimientos fueron
innumerables aún.
Comenzaba la planificación de un
verdadero programa reformista, como lo hizo Feliu de la Penya, con su Fénix
de Catalunya, como representante de una corriente foralista que
consideraría a Carlos II como el mejor rey de la Historia de España por su
misma debilidad, mientras que otros, como Arias y sobre todo el valido Oropesa,
el más caracterizado como honesto e inteligente con diferencia del siglo,
seguían un modelo centralista de reformas según el ejemplo del exitoso
“colbertismo” que se consideraba por la burguesía como la verdadera causa de
que Francia alcanzase la hegemonía europea [Barudio. 1981: 101.] y que sería un
ejemplo a lo largo del siglo XVIII para los déspotas ilustrados. En Cataluña se
fomentaron las industrias textiles y se reactivó el comercio, con una burguesía
que vuelve a pisar con fuerza. Vilar, en su Cataluña en la España moderna
[1977], nos traza un cuadro impresionante de este resurgimiento catalán,
rompiendo con tantos prejuicios historiográficos. Martínez Shaw [Martínez Shaw,
1981: 82-94.], aprovechando el camino abierto por Vilar, se refiere a un
verdadero eje Barcelona-Cádiz, precedente del activísimo comercio directo del
siglo XVIII, prescindiendo incluso del monopolio andaluz. Amelang (1986) en su
estudio sobre la política municipal barcelonesa entre 1490 y 1714 nos muestra
cómo, a pesar de los conflictos y las crisis, se había constituido la nueva
clase dirigente catalana, el prestigioso patriciado urbano, mediante la fusión
de la burguesía municipal rentista con la aristocracia feudal, hasta constituir
un grupo social nuevo y pujante, abierto a constantes aportaciones de quienes
tuvieran el mérito de la riqueza, con una coherente conciencia de clase,
preocupado por mantener su status pero también por abrirse a actividades
productivas y rentables. Era ya una burguesía con futuro.
La Junta Aragonesa de Comercio es de
1684. Valencia se convertía en puerto franco en 1679 y al final del siglo su
región había conseguido al fin superar la crisis que comenzó con la expulsión
de los moriscos en 1609. [La expulsión de los moriscos en James Casey. 1979: 4
y ss; Elliott y otros, 1982: 224-247.] Un aristócrata moderno, Goyeneche,
desarrollaría en los inicios sus vastas empresas industriales, beneficiado por
las leyes de 1682 y 1692 que proclamaban la compatibilidad de la nobleza con
las actividades industriales y comerciales [Anes. 1975: 201-202.]. La orla
cantábrica, beneficiada con la introducción del cultivo del maíz y con una
demografía expansiva, era una fuente de emigración a las otras regiones y su
burguesía, en especial la asturiana, tendría un papel de liderazgo en la lucha
ideológica del siglo XVIII. Galicia vivía una época de densidad demográfica
ciertamente difícil de superar con los medios del momento y todos los estudios
[Villares. 1982] señalan la complejidad de su estructura social y de su
peculiar sistema de propiedad agraria, que perviviría sin cambios
significativos hasta el mismo siglo XIX. En Mallorca los estudios de Josep Juan
Vidal sobre los manifests i scrutinis muestran que la recuperación
incluso pudo llegar antes, hacia 1665, debido entre otras causas a la relativa
paz y a las menores levas de soldados.
Un texto poco conocido de Maurice
Garden iluminará las grandes diferencias regionales a lo largo de esta época de
la periferia y la continuidad de los cambios en el siglo XVIII, sirviendo de
base para el siguiente capítulo: «¿Se le pueden atribuir al siglo XVIII
mutaciones decisivas? Parecería que las transformaciones más características
son con frecuencia más antiguas, como el reemplazo progresivo del trigo por la
cebada, que se pone el frente en el arzobispado de Murcia; y del trigo por el
centeno en Castilla; así como la aparición del maíz: la mayoría de estas
evoluciones datan del siglo XVII. A pesar de matices regionales, la evolución
de conjunto sería más o menos la siguiente: impulso demográfico y búsqueda de nuevas
tierras, entre 1670 y 1730 según los lugares, con récords de producción que a
menudo se sitúan en el eje de los siglos XVII y XVIII. En Murcia, los récords
de producción según las series de diezmos se sitúan en 1698, y el siglo
siguiente es más bien estable, con una profunda depresión entre 1750 y 1770,
seguida con una reactivación cuyas cimas seculares se sitúan en 1792 para la
cebada, y 1797 para el trigo, récords absolutos. Al contrario, geográficamente,
en Galicia y el País Vasco, los progresos del siglo XVII se prolongan más
tiempo, con cimas desfasadas en el tiempo, según la importancia de los nuevos
cultivos, el maíz esencialmente: la fase de ascenso prosigue casi sin
interrupción de 1645 a 1740, pero en el obispado de Santiago de Compostela, o
en el de Orense, en el interior de las tierras, la curva se desvía de 1720 a
1760, mientras que el obispado de Mondoñedo, en la costa cantábrica, se ve cómo
culmina su producción únicamente en 1782. En este último, el maíz se ha
convertido en rey, ocupando el 60 % de las tierras labradas, y la patata se
hace común en este final de siglo. Los índices de producción muestran
crecimientos variables, pero con frecuencia, cuando el trigo parece estancarse,
algunos cultivos de sustitución experimentan una progresión espectacular, la
viña aquí, el maíz allá, y esto en casi toda la península. En la propia región
de Granada, entre 1780 y 1810, la producción de maíz sobrepasa a la del trigo y
la cebada acumulada.» [Garden, en Leon. 1978: III.
206-207.]
Todos estos datos y su interpretación
son revisables pero muestran una economía cambiante, con signos positivos en la
periferia (también la periferia castellana) desde 1680, como sostienen hoy casi
todos los autores. Y matizan la idea de que hacia 1750 todo el país salió del
estancamiento. Más bien podría hablarse de que precisamente entonces la
periferia se estancó durante un par de decenios, en una especie de crisis
necesaria para digerir su anterior crecimiento, antes de reemprender con nuevos
bríos su ascenso, mientras que el centro de la Península sí salió hacia 1750 de
la crisis (sobre todo gracias a las roturaciones y a los viñedos) y recuperó
parte de su retraso en estos años centrales del siglo.
La agricultura y
la Mesta.
El sector agrario era el principal
sector económico castellano con enorme diferencia, pero sufría una división,
una tensión, entre la agricultura y la ganadería, que comenzaba a favorecer a
ésta, por los mayores réditos de la lana para la nobleza que poseía los rebaños
y las dehesas y para los mercaderes que la exportaban.
Faltaba en el campo, pese a que hubo
muchas excepciones regionales y locales, una amplia clase media agraria que
hubiera podido promover desde sus filas una burguesía urbana como sí la hubo en
varias regiones del Norte de Europa.
Donde existió una clase media de
campesinos, como en la mitad superior de la Península, se dio el fenómeno de
una burguesía comercial e industrial incipiente en las ciudades (sobre todo en
Castilla la Vieja), mas una serie de factores negativos frustraron ese proceso.
En el sur el latifundismo imposibilitó
la aparición de la clase media campesina y ello tuvo consecuencias gravísimas a
largo plazo.
Claudio Sánchez Albornoz explica en su
En
torno al feudalismo (1946) el origen de los enormes latifundios
peninsulares como el resultado de las peculiaridades de la Reconquista. Del
ritmo de la Reconquista devino la división de la Península en dos zonas,
aproximadamente al Norte y al Sur, con numerosas excepciones. Al Norte un
predominio de la pequeña propiedad, al Sur el dominio del latifundio, que se
perpetuaría durante siglos.
Pero hay que precisar que el
latifundio ya había sido dominante en tiempos de los romanos y visigodos
(aunque nunca fue la única). Lo cierto es que el latifundio se prestaba muy
bien al tipo de explotación que podía realizarse en las amplias y secas
llanuras del Centro y del Sur de España. Parece más razonable que se unieron
causas políticas y naturales para establecer el latifundismo.
La economía era
predominantemente agrícola, basada en la tradicional tríada mediterránea:
trigo, vid y olivo. La producción más destacada era la de los cereales para la
alimentación humana (trigo) y de los animales (cebada, centeno y avena).
Era una agricultura
de subsistencia, con una producción destinada en su mayor parte al autoconsumo.
Las técnicas eran rudimentarias, los rendimientos eran escasos, la
comercialización de excedentes mínima, y no había posibilidades de acumulación
de capital, salvo en los periodos de fuertes hambrunas en las que los
especuladores acaparaban los granos. Factor esencial de este retraso era la
estructura de la propiedad, dividida sobre todo en pequeños propietarios y en
grandes propietarios nobiliarios y eclesiásticos, sin una mediana propiedad
intermedia. Otros factores era la falta de incentivos de los propietarios para
invertir en regadíos o nuevas técnicas de cultivo, las dificultades de las
tierras hispanas por su orografía, el duro y seco clima que empeoró hacia 1600,
la competencia desleal de la ganadería lanar…
La Mesta, la
organización de los ganaderos ovinos que controlaba la producción de lana,
nacida durante el reinado de Alfonso X en el siglo XIII, experimentó en el
siglo XVI su periodo de máxima prosperidad. Desde los tiempos de los Reyes
Católicos la agricultura se vio relegada por la ganadería, y durante el reinado
de Carlos I, la Mesta alcanzó su cota máxima con 3,4 millones de cabezas de
ganado en 1526. Sin embargo, en el último tercio del siglo XVI, la Mesta y la
ganadería trashumante entraron en un proceso de recesión que se acentuó en el
XVII y sobre todo en el XVIII, debido al aumento de las roturaciones, el
fomento de la ganadería estante, el descenso de la exportación de lana y la
crisis de la industria textil. Hacia 1685 la Mesta se hallaba al borde de la
bancarrota.
La artesanía y el
comercio.
La artesanía padecía
las consecuencias de la debilidad del mercado interno y aunque se benefició
inicialmente del mercado americano y tuvo cierto auge hasta 1575, acabó
hundiéndose en el siglo XVII. Destacaron las industrias textil (lanera y
sedera), del cuero y las armas en las ciudades castellanas, y los astilleros en
el norte.
El comercio interior
era muy pobre, limitado a los productos básicos para las ciudades y los
productos de lujo para la nobleza y la escasa burguesía. En cambio, el comercio
exterior, centralizado en los puertos de Sevilla, Barcelona, Santander y
Bilbao, tuvo una etapa de prosperidad hasta la crisis iniciada en 1575, que
rompió los circuitos comerciales y financieros, y en el siglo XVII empeoró
mucho.
El sistema
monetario.
Las monedas de oro
(escudos) y de plata (reales), fueron el símbolo del esplendor imperial de los
Austrias. Sin embargo, ya en tiempos de Carlos I, y a pesar del aumento de la
llegada de metales preciosos de América, la Hacienda real comenzó a notar el
peso que suponía el mantenimiento del imperio: en 1557, recién coronado Felipe
II, la Hacienda real se declaró en quiebra y lo mismo se repitió en 1575, con
peores consecuencias, comenzando un proceso de degradación de la moneda. La
llegada de metales alcanzó su máximo entre 1591 y 1600, pero a partir de
entonces la producción se redujo y la crisis económica se agravó. Cuando,
finalmente, el Estado se vio obligado a acuñar moneda de cobre, la decadencia
monetaria se hizo ya evidente.
El impacto de los
metales preciosos de América.
La masiva llegada de
oro y plata de América transformó la economía europea, que que ya estaba
recuperándose de la crisis de la Baja Edad Media, sobre todo en Italia y Países
Bajos, y esto se aceleró con la mayor disponibilidad de moneda y la progresiva
apertura de los mercados de América, África e India. El comercio y el crédito
financiero se incrementaron en un circuito planetario: Europa exportaba
productos a América a cambio de oro y plata, y enviaba una parte a Asia a
cambio de especias. Pero hubo un incremento de la demanda de bienes que no pudo
satisfacer el sistema productivo y un sobrante de moneda, con lo empezó una
subida espectacular de precios, que avanzó desde España a toda Europa.
En España hasta 1570
produjo una expansión económica: tejidos de lana en Castilla, armas en Toledo,
barcos en el Cantábrico, vino y aceite en Andalucía, trigo en la Meseta. Pero,
como hemos visto, la siguió la crisis y una decadencia durante el siglo XVII,
prolongada hasta 1680, debido a que el país gastaba casi todo el dinero en las
guerras europeas y se endeudaba, que el sistema productivo agrícola e
industrial era poco competitivo en precio y calidad respecto a los europeos, y
que el comercio colonial estaba en gran parte en manos extranjeras, sobre todo
genoveses y alemanes.
LA CULTURA Y LAS
ARTES.
El esplendor
exterior del imperio español deslumbró a Europa, que incluso adoptó durante
decenios sus costumbres y lengua como signo de riqueza y poder. Sin embargo,
esta imagen exterior contrastaba fuertemente con la realidad interior del país,
donde el pueblo estaba empobrecido y era analfabeto.
Eran mínimos los
niveles de alfabetización y de estudios primarios y secundarios, en contraste
con los estudios superiores, en los que demasiados estudiantes seguían unas
disciplinas poco científicas, de mera reproducción del saber tradicional. En el
ambiente represivo que creció desde Felipe II, la creación intelectual se
adaptó al entorno sociopolítico y las ciencias humanas predominaron sobre las
ciencias de la naturaleza. El eje de la vida cultural española durante el siglo
XVI fue el debate sobre el erasmismo y el tomismo. El erasmismo representaba el
pensamiento europeo, más moderno y tolerante, mientras el tomismo representaba
el pensamiento nacional, medievalizante e intolerante. Carlos I había apoyado
al primero, consecuente con su idea imperial europea, pero en el reinado de
Felipe II ganó el segundo, apoyado en la Inquisición, como reacción ante la
amenaza exterior. Esto siguió así en el siglo XVII. España se cerró a la
cultura europea, y aunque pudo desarrollar una cultura y un arte de
extraordinaria calidad durante el siglo XVII, su base social era muy débil, por
lo que no perduró más allá de 1580.
La conciencia de la crisis llevó al
surgimiento de un realismo, que junto a la concentración de los capitales en
manos ociosas y el desprecio del trabajo manual fue la base social del Siglo de
Oro.
Las letras.
Los siglos XVI y
XVII, en los que se desarrollan los periodos renacentista y barroco, marcan el
momento de mayor esplendor de las letras españolas: el denominado Siglo de Oro,
sobre todo el XVII. La literatura castellana alcanzó su plenitud, mientras las
de las otras lenguas del Estado decaían.
Se pueden clasificar
dos corrientes estéticas: la realista (picaresca), nacida de la conciencia de
la crisis económica y social, y la idealista (misticismo), nacida como un
escape religioso a la espiritualidad.
La novela, como el
resto de la prosa, experimentó un brillante desarrollo, desde la novela
picaresca a la obra culminante de la narrativa española, El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes, seguida por El
Buscón de Quevedo y la obra de Gracián.
El teatro barroco,
un espectáculo de masas, especialmente en Madrid, vivió su gran momento de
popularidad de la mano de Lope de Vega, Calderón de la Barca y Tirso de Molina.
La poesía estuvo
representada en el siglo XVI por Garcilaso de la Vega y los místicos Fray Luis
de León, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y se vio coronada en el
siglo XVII, por vías bien diferentes, en la obra de Quevedo (el conceptismo) y
Góngora (el culteranismo).
El ensayo y la prosa
didáctica tuvieron maestros como Fray Luis de León, Fray Luis de Granada, Santa
Teresa de Jesús y finalmente, en el siglo XVII, Gracián.
Las ciencias.
Se desarrollaron las
ciencias y otros saberes, en especial la filosofía (Luis Vives, Miguel Servet),
la filología (Nebrija), la historia (Díaz del Castillo, López de Gomara, el
padre Mariana), la economía (los arbitristas Martín de Azpilicueta, Tomás de
Mercado, González de Cellorigo, Diego José Dormer, Caja de Leruela, Alvárez
Ossorio) o el derecho natural (Suárez, Vitoria, el padre Mariana). Si no había
experimentación en física, química o matemáticas (pues hubiera puesto en duda
la ciencia tomista), sí hubo excelentes cosmógrafos, geógrafos y naturalistas,
gracias a los descubrimientos geográficos.
Sin embargo, desde
mediados del siglo XVI el auge del espíritu de la Contrarreforma significó el
cierre del país a los avances científicos, en una época en que se dieron a
conocer los trabajos de Galileo, Pascal y Newton, y frente a ciertas corrientes
ideológicas como el erasmismo o el cartesianismo. Sólo a finales del siglo XVII
se introdujeron las ciencias modernas, al socaire de la recuperación económica.
Las artes.
Paralelo al
discurrir de la historia política del reinado de los Austrias, el arte
evolucionó a lo largo de los siglos XVI y XVII desde el Renacimiento y el Manierismo,
en el siglo XVI, hasta el Barroco, que impuso su gusto durante el siglo XVIII
dominado por el espíritu de la Contrarreforma.
La arquitectura se
inspiró en sus inicios en el modelo gótico español, que perduró mucho tiempo, y
en el modelo renacentista italiano para la monarquía absoluta y la nobleza, que
más tarde adquirió características propias con los estilos plateresco, seguido
del clasicista del Palacio de Carlos V en Granada y del herreriano, cuyo máximo
ejemplo es el monasterio de El Escorial, acabado por Herrera. En la época del
Barroco, un estilo que exalta el poder monárquico y eclesiástico, se
construyeron numerosas iglesias y se desarrollaron notables acciones
urbanísticas como la plaza mayor de Madrid.
La escultura fue el
arte que mejor se acomodó a la voluntad propagandística de la Contrarreforma,
con grandes representantes como Alonso Berruguete, Gregorio Hernández, Juan
Martínez Montañés, Alonso Cano, Pedro de Mena o Francisco Salzillo. El estilo
es austero, realista y expresionista.
La pintura contó con
un gran elenco de artistas, nacionales y extranjeros, que trabajaron en el
país. La obra manierista de El Greco, a caballo entre los siglos XVI y XVII,
dio paso a una nueva generación de pintores barrocos, entre los que destacaron
José de Ribera (afincado en Nápoles), Francisco de Zurbarán, Bartolomé Esteban
Murillo, Juan Valdés Leal, Claudio Coello y, sobre todo, Diego Velázquez, el
pintor más preclaro, de un supremo realismo.
BIBLIOGRAFÍA.
Blogs. Comentarios de obras de arquitectura relacionadas:
La peste (2019). España. Dos temporadas, de seis capítulos cada una. La primera sobre la Inquisición sevillana a finales del siglo XVI. La segunda, ambientada seis años después, sobre la delincuencia de la Garduña, una mafia mítica de Sevilla.
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Doncel, Luis. Las burbujas especulativas, un invento español. “El País” (22-VII-2017). En el siglo XVII hubo una fiebre por la venta de oficios públicos en Castilla, según el investigador Víctor Gómez. Un hombre pagó en 1617 por un puesto de regidor (concejal) 382.352 reales, que tenía un sueldo anual de 450, así que lo recuperaría a los 850 años. Pero Gómez no contempla lo obvio: que el cargo era un instrumento para ganar rango social y económico, accediendo a resortes de corrupción que permitirían recuperar pronto la inversión.
PROGRAMACIÓN.
LA MONARQUÍA
HISPÁNICA BAJO LOS AUSTRIAS: ASPECTOS POLÍTICOS, ECONÓMICOS Y CULTURALES.
UBICACIÓN Y
SECUENCIACIÓN.
ESO, 2º ciclo.
Eje 3. Sociedades
históricas y cambio en el tiempo. Bloque 1. Sociedades históricas. Núcleo 4.
Las sociedades de la época moderna.
- Hegemonía y
decadencia de la monarquía hispánica: la colonización de América y el impacto
recíproco; uniformismo y tensiones socio-religiosas y políticas; el esplendor
literario y artístico.
RELACIÓN CON TEMAS
TRANSVERSALES.
Relación con los
temas de la Educación para la Paz y de Educación Moral y Cívica.
TEMPORALIZACIÓN.
Cuatro sesiones de
una hora.
1ª Documental.
Diálogo, para evaluación previa. Exposición del profesor.
2ª Exposición del
profesor. Cuestiones.
3ª Exposición del
profesor, de refuerzo y repaso; esquemas, mapas y comentarios de textos.
4ª Exposición del
profesor, de refuerzo y repaso; Comentarios de textos; debate y síntesis.
OBJETIVOS.
Sintetizar la
evolución histórica de España bajo los Austrias.
Analizar la relación
entre sociedad, política, economía y cultura bajo los Austrias.
Comprender las
causas de la decadencia del siglo XVII.
Interesarse por la
cultura del Siglo de Oro.
Interesarse por la
vinculación entre los problemas del pasado y los del presente.
CONTENIDOS.
A) CONCEPTUALES.
La evolución
histórica de España bajo los Austrias.
La sociedad.
La política.
La economía.
La cultura.
PROCEDIMENTALES.
Tratamiento de la
información: realización de esquemas del tema.
Explicación
multicausal de los hechos históricos: en comentario de textos.
Indagación e
investigación: recogida y análisis de datos en enciclopedias, manuales,
monografías, artículos...
C) ACTITUDINALES.
Rigor crítico y
curiosidad científica.
Tolerancia y
solidaridad.
Valorar la solución
pacífica de los conflictos nacionales.
METODOLOGÍA.
Metodología
expositiva y participativa activa.
MOTIVACIÓN.
Un documental, con
diálogo posterior.
ACTIVIDADES.
A) CON EL GRAN
GRUPO.
Exposición por el
profesor del tema.
B) EN EQUIPOS DE
TRABAJO.
Realización de una
línea de tiempo sobre el proceso.
Realización de
esquemas de la UD.
Comentarios de
textos sobre humanismo, Inquisición, la política exterior, las guerras, la
decadencia económica y social, la cultura del Siglo de Oro.
C) INDIVIDUALES.
Realización de
apuntes esquemáticos sobre la UD.
Participación en las
actividades grupales.
Búsqueda individual
de datos en la bibliografía, en deberes fuera de clase.
Contestar cuestiones
en cuaderno de trabajo, con diálogo previo en grupo.
RECURSOS.
Presentación digital
y mapas.
Libros de texto,
manuales.
Fotocopias de textos
para comentarios.
Cuadernos de
apuntes, esquemas...
Documental.
EVALUACIÓN.
Evaluación continua.
Se hará especial hincapié en que se comprenda la relación entre los procesos de
España y europeo.
Examen incluido en
el de otras UD, con breves cuestiones y un comentario de texto.
RECUPERACIÓN.
Entrevista con los
alumnos con inadecuado progreso.
Realización de
actividades de refuerzo: esquemas, comentario de textos...
Examen de
recuperación (junto a las otras UD).
APÉNDICES.
La decadencia económica de España
en el siglo XVI.
Textos para comentario.
APÉNDICES.
La decadencia económica de España
en el siglo XVI.
En el siglo XVI hubo varias ocasiones
en que pareció que despegaba una clase burguesa castellana. Los mercaderes y
banqueros Rodrigo Dueñas, Simón Ruiz y los Espinosa fueron paradigmáticos.
Simón Ruiz, el ejemplo mejor estudiado gracias a Lapeyre [1953] y a Felipe Ruiz
Martín [1990], se dedicaba desde su plaza en Medina del Campo a comerciar con
Florencia, Francia, Portugal y Flandes, a prestar dinero a la monarquía desde
1566, pero incapaz de llenar el hueco de los banqueros genoveses tenderá a
encerrarse en su papel de gran capitalista no reñido con la Iglesia, para acceder a
una posición social más elevada, con un orgullo más propio de un aristócrata
que de un burgués europeo. Se nos muestra insolidario con los otros hombres de
negocios de su ciudad, un tipo de burgués de corte medieval al fin, aunque
gozará de las oportunidades del siglo. Esta endeblez de los valores burgueses
en su mentalidad social será un factor no desdeñable en el fracaso de la gran
burguesía castellana.
Esta burguesía se amparaba en el papel
central de Castilla en el inmenso imperio de Carlos I y Felipe II, la actividad
de las ferias castellanas, la producción de lana e hierro, la artesanía textil
y del cuero en las ciudades del interior y por el tráfico atlántico con sede en
Sevilla y los puertos del Norte de la Península. España estaba en el centro de
la economía-mundo de Braudel y Sevilla era su capital no oficial.
El reinado de Carlos I y la primera
mitad del de Felipe II fueron expansivos. De 1530 a 1570 el auge
económico y demográfico parece indudable [Carande. 1949; Maravall. 1972: 116;
Chaunu. 1973; Nadal. 1984.]. España penetró a principios del siglo XVI en los
circuitos de las grandes plazas cambistas y se convirtió en parte del eje
principal de la economía europea, no por la fuerza de su producción, sino
precisamente por la debilidad de ésta. «El oro de América después de la lana,
la plata después del oro, y la menor densidad de población, explican la gran
originalidad de la España
de Carlos V. Asocia una moneda fuerte, un cambio favorable y una economía
débil. Es el polo motor de la
Europa cara.» [Chaunu. 1973: 36.]
La historiografía posterior no ha
impugnado las tesis de Chaunu y así Wallerstein citará como indiscutible a
Chaunu cuando escribía sobre el papel de esta España imperial: «toda la vida
europea y la vida del mundo entero, en la medida en que existía un mundo podría
decirse que dependían [de este tráfico]. Sevilla y sus cuentas podrían darnos
el ritmo del mundo.» [Wallerstein. 1974: I. 234.]
Vilar [1969: 101 y ss.] nos muestra
una economía europea dependiente para mantener su prosperidad del oro americano
y africano, particularmente en la década 1520-1530, antes de la entrada masiva
de la plata, lo que ocasionaría la llamada "revolución de los
precios" [Hamilton, 1934]. Y en ningún lugar fue tan importante su impacto
como en la Península.
Por su parte, Domínguez Ortiz afirma
que hubo una incipiente burguesía industrial: «Sólo en ciertos sectores
restringidos puede hablarse de establecimientos industriales, casi siempre en
el ámbito textil, donde se impuso la capacidad económica de los
mercaderes-fabricantes, que redujeron a dependencia a maestros agremiados y
combinaron su producción con la de centros textiles rurales, como sucedió en el
binomio Córdoba-Los Pedroches, estudiado por Fortea; o se limitaron al área
urbana; caso de las industrias sederas de Granada y Toledo. El ejemplo más
típico de ciudad industrial con empresas de tipo precapitalista y proletariado
urbano fue Segovia, cuyos paños alcanzaron gran renombre.» [Domínguez Ortiz.
1983: 205.]
Bennassar [Bennassar, en Pierre Leon:
I. 532.] ha estudiado el caso de Segovia dentro de la expansión de la industria
pañera española, en auge en Zaragoza, Cataluña y sobre todo en las ciudades
castellanas, como Cuenca y Segovia, beneficiadas en parte de la proximidad de
los centros productores de lana aunque siempre se quejarían de que los
mercaderes sacaban la lana de mejor calidad. Ciertamente faltó aquí una
política proteccionista de mayor ambición y la mejor prueba es que cuando hacia
1560 disminuyen las exportaciones de lana al Norte [Bennasar se equivoca al
achacarlo a la guerra, puesto que ésta comenzó en 1566; las razones fueron más
bien una puntual crisis económica en el Norte de Europa y la mayor demanda
española de lana] en Segovia aumenta la producción de paños de calidad y se
multiplica la burguesía industrial. Si hacia 1520-25 la producción la
controlaban treinta o cuarenta capitalistas, hacia 1561 ya había 105 pañeros y
mercaderes-pañeros compartiendo este dominio. Millares de operarios trabajaban
en los talleres y en sus casas. «Hacia 1570, Segovia no carece de lana, sino de
mano de obra, hasta tal punto que está dispuesta a recibir moriscos deportados
de Granada». Ese era el camino acertado para el futuro, la expansión
capitalista sin consideraciones religiosas, según un modelo de búsqueda del
trabajo y del beneficio. Había una burguesía industrial y comercial al mismo
tiempo, que no renunciaba a sus negocios para aristocratizarse. No fueron
motivos intrínsecos de moral o incapacidad los que arruinaron en el siglo XVII
esta industria sino la desgracia de tener que pagar la política imperial. La
burguesía fue aplastada y ahogada por el mismo Estado que tenía que haberla
promovido.
También la industria sedera de Granada
era un centro de primer orden en Europa, aunque el conflicto con los moriscos
de 1569-70 dio un duro golpe a la ciudad, sustituida en parte por Valencia y
Sevilla. [Bennassar, en Leon: I. 533-534.]
La burguesía agraria se benefició de
esta época única de oportunidades sólo durante unos decenios. «La tierra cuya
posesión asentaba una fortuna y elevaba una posición social era considerada
asimismo como un instrumento de provecho», según Jean Jacquart. Bennassar nos
muestra: «las especulaciones agrícolas del peletero de Valladolid, Pedro
Gutiérrez, cuya mentalidad capitalista era evidente. Concedía préstamos a los
campesinos en apuros contra compromisos de entrega de cosechas, parciales o
totales, a precios regularmente inferiores, con mucha diferencia, a los del
campo: los cereales -en los malos años- y el vino blanco eran sus
especulaciones preferidas.» [Bennassar, en Leon: I. 499-500.]
Era un proceso enormemente interesante
para el futuro si otra hubiese sido la situación. Como expone Salomon [Salomon.
1964: 147-170.], la nobleza, el clero y la burguesía, estaban cambiando su
relación con el campo, desde una posición de tenedores de la propiedad hacia
una relación mercantil de tipo burgués. Viñedos y olivares aumentan su
superficie porque su vino y aceite cuentan mucho más en el mercado que los
cereales sujetos a tasas, pero vemos como estas tasas no impedían la
especulación cuando llegaban los peores años. Si lo hacían el resto de los años
y ello impedía paradójicamente que el cultivo del principal alimento del pueblo
fuera fomentado, como ha demostrado Concepción de Castro (1987) en su estudio
sobre el abastecimiento de las ciudades castellanas y en concreto Madrid,
comparándola con los modelos de Inglaterra y Francia, siguiendo los avatares de
las tasas desde 1502 (cuya normativa será con algún cambio la que se aplique
durante los Austrias) hasta su anulación con la política reformista de los
Borbones en 1765.
En suma, la explotación del
campesinado y la mejora de los cultivos podían haber ido al unísono para
mejorar la rentabilidad de todo el sector productivo, mas este impulso perdió
fuerza por tantos factores acumulados que jugaban en contra hasta quedar sólo
lo primero: la explotación de la población rural, una elección mucho más barata
que la inversión productiva.
Al mismo tiempo, la cultura técnica y
científica sufrió de retrasos y trabas. Era una cuestión fundamental para el
progreso material, pues las actitudes y las aspiraciones de las clases medias
dependían de su apertura a la libertad de pensamiento. Como tantas veces se ha
dicho, libertad de pensamiento (y de invención) y libertad de empresa deben ir
juntas para sacar su máximo provecho. Ya en la época era admitido por los
mejores pensadores, como el utopista italiano del XVII Campanella [Stradling.
1981: 88.] que afirmó que el futuro
estaba en la ciencia y en la tecnología, y cuanto más fomentara España el
desarrollo en estas áreas, tanto más sería posible realizar su destino
universal. En el último capítulo de su Della Monarchia di Spagna era partidario
de la fundación de escuelas náuticas, «pues el dueño del mar siempre será dueño
de la tierra». Ciertamente Felipe II haría de la mejora de la educación de los
pilotos de navegación una de sus prioridades en la enseñanza oficial [Goodman.
1988: 94-106.] y comprendería la necesidad de atraer a técnicos para la
construcción de naves, fortalezas, cañones, etc. Pero esto no podía suplir la
libertad de pensamiento y no tuvieron la debida continuidad estas medidas.
Estas ideas de Campanella [el pensamiento sobre España de Campanella ha sido
estudiado por Díez del Corral. 1975: 307-356.] las compartieron muchos en su
tiempo, pero si el erasmismo [Bataillon. 1937.] y el espíritu renacentista se
difundieron con los Reyes Católicos, Cisneros y Carlos V, en cambio en el
reinado de Felipe II el país se cerró a la cultura europea con la
Contrarreforma, hasta el punto de que perdería el tren de los adelantos
técnicos que impulsarían la economía europea. López Piñero nos muestra cómo los
tres estamentos de la sociedad participaron en el cultivo de la ciencia, pero
que: «sus principales protagonistas fueron los estratos medios urbanos, es
decir, la parte del estado llano a la que corresponde el calificativo de
burguesía en sentido más o menos amplio. Las características peculiares y la
trayectoria que dicha burguesía urbana tuvo en España fueron, por ello, un
factor de decisiva importancia en su configuración y en su posterior
evolución.» [López Piñero. 1979: 67-81.]
López Piñero [López Piñero, en Tuñón.
1982: V. 355-423.] extiende la misma explicación a los siglos XVI y XVII.
Vemos, en todo este claroscuro, como en definitiva una combinación de problemas
estructurales e ideológicos fueron los que agostaron las enormes oportunidades
de la economía española en la
Edad Moderna. Había casi todos los elementos para un
desarrollo extraordinario, pero fueron desaprovechados.
¿Cuándo se produjo el cambio de signo?
La historiografía se ha dividido al respecto. Kamen, en una posición
maximalista y aislada, comparando la situación de España con la del resto de
Europa arguye que no hubo tal decadencia porque el nivel de partida era tan
bajo que nunca se levantó ni cayó. [Kamen. 1984: 148.] Muchos más autores
reconocen que junto a una situación de relativa bonanza se iban acumulando los
problemas hasta alcanzar un grave nivel en la segunda mitad del reinado de
Felipe II pero retrasan el inicio de la verdadera decadencia económica al
reinado de Felipe III. Así piensan Hamilton, Vilar y Elliott. Y concuerda con
ellos un especialista como Stradling. [Stradling. 1981: 17.] Davis la sitúa
hacia 1598-1611, cuando las pérdidas demográficas hicieron subir los índices de
salarios y volvieron no competitiva a la industria española. [Davis. 1973:
158-172.] Kellenbenz [1976], Cipolla [1973] y otros resaltan la evidencia de
que, en todo caso, la crisis fue general en casi toda Europa, con contadas
excepciones. Para un mejor conocimiento especializado del tema de la crisis
europea puede consultarse a Lublinskaya [1979] y Kriedte [1980], éste último
con una impresionante bibliografía.
La primera bancarrota, en 1557, fue un
duro golpe pero la economía del país lo soportó bastante bien y pronto reanudó
la expansión, pero era sobre unas bases muy débiles en el fondo, más sobre la
especulación y la demanda americana que sobre las inversiones productivas y la
demanda interior. No nos asombre esta capacidad de recuperación pues quien
primero propuso la bancarrota había sido un gran mercader burgalés, Fernando
López del Campo. [Carande. 1949: 325.] Los burgueses, aún viendo que padecerían
con una suspensión de pagos, comprendían que era preciso dar una solución
inmediata, razonable y efectiva para el inmenso montante de la deuda porque de
lo contrario el final podía ser mucho peor. Por las mismas fechas, en el
todavía vital y optimista año 1558, el arbitrista Luis Ortiz [Carande. 1949:
212-214.] presenta su famoso Memorial para que no salga dinero del reino,
pidiendo que se restrinjan las exportaciones de materias primas, para fomentar
la propia industria. Exportar paños y no lanas era el mejor remedio sin duda.
Pero la política dinástica iba en sentido contrario y no se aprovechó el
respiro de 1557 para moderar los gastos y los compromisos.
Las presiones de los financieros
genoveses y alemanes fueron imbatibles cuando surgieron los conflictos a la vez
en el Mediterráneo y en Flandes. Así, en 1566 la libertad de hacer asientos en
el exterior, en principio favorable para la libertad empresarial de los
poderosos mercaderes pero ruinosa en un contexto de reglamentación
omnipresente, contribuyó al hundimiento de los productores españoles, pues los
banqueros extranjeros ya no tuvieron necesidad de exportar productos hispanos
para obtener numerario y pagar los asientos en el exterior. Esta medida
mostraba cuál era la verdadera prioridad de la política filipina: el poder de
su dinastía.
Felipe II aspiraba a dominar Europa no
tanto para colocarla bajo su directa soberanía (que en parte así fue, pues
siempre pensó que el Imperio le correspondía a él y no a la rama vienesa), como
para asegurar un absoluto diktat sobre la política y la religión en sus
dominios y un equilibrio en el que la hegemonía de su Corona fuese indiscutida.
Para obtenerlo necesitaba mantener su indiscutido predominio militar para lo
cual y para ejercerlo necesitaba aumentar los ingresos del Estado, obtener un
predominio financiero sobre los restantes estados absolutos del continente. Lo
logró ciertamente, a un costo brutal. «España debía sacrificarse por los
ideales político-religiosos del Imperio.» [Domínguez Ortiz. 1983: 181.]
En Flandes fue donde ese esfuerzo
resultó más costoso e inútil. Uno de los mejores estudiosos sobre el tema,
Parker [Parker. 1972: 165-199.] nos muestra una situación sin solución:
ideológicamente no se podía admitir la paz, militarmente era imposible. Ni
siquiera se atrevieron los españoles a una guerra total, inundando los Países
Bajos, porque sus principios morales e intereses lo impedían. La solución
hubiese pasado por una concentración total de los esfuerzos bélicos en Flandes
pero ya entonces había demasiados compromisos en otros lados y se recurrió a la
lenta guerra de desgaste.
Para sufragarla se establecieron o se
incrementaron impuestos ruinosos sobre las clases productivas y sobre el
consumo del campesinado y el pueblo llano de las ciudades. Pero lo cierto que
era «España mucho más débil de lo que Felipe había creído.» [Elliott. 1968:
19-21.] Thompson nos ha expuesto el enorme esfuerzo de pagar la guerra de
Flandes, presentándonos una administración militar capaz de aciertos
extraordinarios, como lamentando que un país con tan extraordinario potencial
militar, administrativo y económico dilapidara su potencial en asuntos tan
ajenos a sus verdaderos intereses. [Thompson. 1976: 85-125.]
Cuando los compromisos exteriores del
imperialismo filipino en el Mediterráneo y en Flandes crecieron hasta anegar de
deudas la Hacienda se llegó al verdadero momento decisivo. Hacia 1575, con la
segunda bancarrota pública, es cuando la mayoría de los estudiosos señalan el
decisivo cambio de tendencia, que registró aún muchos altibajos, como el
gravísimo golpe de 1594 o la espantosa peste de fin de siglo, pero también
momentos que invitaban al optimismo. Braudel cita a Alonso Morgado, que en
1587, afirmaba «que con los tesoros importados en la ciudad, ¡se podrían cubrir
todas sus rutas con pavimentos de oro y plata!» [Braudel. 1979: III. 15.] La
década final del siglo XVI fue la de más elevado comercio con América, con
enormes entradas de plata, que ayudaron a un frenético esfuerzo en Europa, en
todos los frentes. Aún en el periodo 1575-1578, Noël Salomon [Salomon. 1964:
40.], basándose en las Relaciones Topográficas de Felipe II, concluye
que de 370 pueblos de Castilla la Nueva sobre los que hay indicaciones, 234
aumentaban de población, 37 no crecían y 99 bajaban. Aumentaba la población en
los pueblos de tamaño mediano, al emigrar a ellos los campesinos, mientras que
comenzaban a despoblarse las pequeñas aldeas y las autoridades municipales
mencionaban como causas del crecimiento las mejoras de la sanidad, que no
hubiera pestes, el aumento de matrimonios y las roturaciones. Según las mismas Relaciones
[Salomon. 1964: 68-69.] la ganadería estaría en declive desde Carlos V debido
al aumento de la agricultura, aunque puede ponerse en duda la fiabilidad de
estos datos pues las autoridades consultadas podían estar interesadas en fallar
a la verdad. Brumont [1984] estudia el campo de Castilla la Vieja y en especial
la comarca de La Bureba, en medio de la ruta Duero-Ebro y cercana a Burgos, un
microcosmos de la evolución del campo en este periodo y concluye que había un
claroscuro repleto de potencialidades que no se realizaron y de amenazas que se
cumplieron.
Pronto se notarían las consecuencias
de tantos problemas estructurales y estos datos positivos son el canto del
cisne. Braudel recoge la imagen de un pueblo que clama por el fin de la guerra,
ante una monarquía que «se dedica a un constante saqueo de las fortunas de las
ciudades, de los grandes, de la Iglesia, sin retroceder ante ninguna exacción
que considerara provechosa.» [Braudel. 1949: I. 708.]
Kamen, en su admirable estudio sobre
el Siglo de Hierro nos muestra a una burguesía española de carácter rentista y
hacendado que se había apartado de los negocios para vivir de la Deuda Pública:
«Tal vez el ejemplo más notable de esto, aunque no necesariamente el único de
su clase, sea el de la ciudad de Valladolid, donde a finales del siglo XVI 232
ciudadanos cobraban más dinero del gobierno en forma de juros de lo que la
ciudad entera pagaba en impuestos, de manera que en la práctica el Estado
estaba subvencionando a la ciudad.» [Kamen. 1971: 209.]
Era más interesante para la burguesía
invertir sus capitales en la deuda pública (juros) y privada (censos), a tipos
de interés del 7 %, que en las actividades productivas tan gravadas de
impuestos, de resultado dudoso si dependían de los conflictos exteriores (como
el comercio marítimo). Faltaba el suficiente capital como para lanzar grandes
empresas industriales de magnitud competitiva en Europa pero no para las
pequeñas cuantías de estos censos y juros. Los censos al principio beneficiaron
a la agricultura porque dio a los campesinos unos modestos capitales para
invertir, pero con el aumento de los impuestos y las crisis agrarias también
esto dejó de ser así. Los censos se hacían al final para pagar los impuestos y
al final sólo quedaba la obligada enajenación de las tierras cuando ya no se
podían pagar las rentas. Y para la burguesía, el cambio desde una mentalidad de
riesgo y activa a una mentalidad rentista y pasiva.
El mismo Kamen nos cita la opinión del
arbitrista Cellorigo en 1600 sobre los censos, que eran la «peste que ha puesto
estos reinos en suma miseria, por haberse inclinado todos, o la mayor parte, a
vivir de ellos, y de los intereses que causa el dinero (...) Los censos son la
peste y la perdición de España. Y es que el mercader por el dulzor del seguro
provecho de los censos deja sus tratos, el oficial desprecia su oficio, el
labrador deja su labranza, el pastor su ganado, el noble vende sus tierras, por
trocar ciento que le valían por quinientos del juro (...) Con los censos casas
muy floridas se han perdido, y otras de gente baja se han levantado de sus
oficios, tratos y labranzas a la ociosidad, y ha venido el reino a dar en una
república ociosa y viciosa.» [Kamen. 1984: 148.]
Lapeyre cita al licenciado Albornoz:
«Los comerciantes rabian y mueren por la caballería.» [Lapeyre. 1969: 172.] y
ya mucho antes, el sobrino de Simón Ruiz, el opulento negociante de Medina del
Campo, el joven Pero Ruiz Envito, «no quiere ser mercader, sino caballero» y
encontrará en 1581 una muerte en consonancia con sus aspiraciones, al ser
batido en un duelo.
La compra de cargos públicos y la
pretensión de ascender en la Administración como un refugio para los malos
tiempos era un deseo insuperable, como podemos advertir en artículos de
Domínguez Ortiz [Domínguez Ortiz. 1985: 146-183.], en la mejor obra sobre el
tema de los consejeros de Castilla, de Janine Fayard [1979], que nos presenta a
una casta de enorme poder e influencia, o en la de González Alonso [1981] sobre
las Administración castellana del Antiguo Régimen, con especial atención al
control de los oficiales reales.
Desde este momento la economía
interior estaba irreversiblemente dañada en la base de su estructura
productiva, en su espíritu de trabajo, y la onda expansiva de la que se habían
beneficiado tanto las ciudades castellanas se convirtió en onda depresiva. Al
final del reinado de Felipe II España estaba al borde de una profunda crisis.
[Lynch. 1991: 408-411.] Las cosechas fueron malas, murieron 600.000 personas
por una peste galopante (1597-1601), las ciudades y pueblos se quejaban de
vivir en la absoluta miseria, los negocios quebraban. Las gentes pensaban que
la riqueza se encontraba en el dinero y en los intereses, olvidando el trabajo.
¿Trabajar para que el Estado se llevase la ganancia en impuestos? La respuesta
era la huida del campo de los campesinos y por contra la adquisición de tierras
por los burgueses, que se quedaban a vivir en las ciudades. El implacable
Martín González de Cellorigo escribirá en el infausto 1600 que España había
sido reducida a un estado en que los hombres vivían «fuera del orden natural».
Parker nos resume a su vez el impacto
de esta política en la economía: «El coste total de la Armada Invencible había
sido aproximadamente de diez millones de ducados. A esto se añadía, además, el
coste de la guerra en los Países Bajos (más de dos millones al año) y los
subsidios a los dirigentes católicos franceses (se enviaron desde España tres
millones de ducados entre 1585 y 1590). Incluso con el aumento de los ingresos
procedentes de las Indias, el coste de la política imperialista comenzaba a ser
demasiado oneroso para Castilla. En 1589 las cortes accedieron a votar un nuevo
impuesto conocido como los millones, por valor de ocho millones de
ducados, aunque la recaudación se extendió durante casi una década y aun
entonces la suma completa no era igual al coste de la Armada. Castilla, sin
embargo, no podía ofrecer más. Antes incluso de la imposición de los millones,
el agricultor medio de Castilla estaba ya obligado a entregar la mitad de sus
ingresos en impuestos, diezmos y tributos señoriales. La tributación había
aumentado mucho más rápido que los precios durante el reinado de Felipe II,
especialmente después de 1575: los impuestos aumentaron poco al parecer durante
el reinado de Carlos V; pero entre 1556 y 1570 subieron alrededor del 50 por
100 y entre 1570 y el final del siglo crecieron un 90 por 100 más.» [Parker.
1978: 215-216.]
Y aún así, triplicando los ingresos,
tampoco se consiguió evitar que la deuda se cuadruplicara. Domínguez Ortiz nos
muestra la situación contable de la Hacienda, en base a una Relación de octubre
de 1598, al comienzo del reinado de Felipe III. Este heredaba unos ingresos
anuales de 9.731.404 ducados, con una afectación al pago de juros de 4.634.293,
quedando libres poco más de cinco millones anuales. «Esta cantidad hubiera sido
quizá suficiente de no mediar la guerra de Flandes, que absorbió en los doce
primeros años del reinado (se refiere a Felipe III) 37.488.565 ducados, más
4.500.000 por los intereses de las letras y asientos.» [Domínguez Ortiz. 1960:
5.] Los inmensos gastos militares de los compromisos que se pasaban los reyes
de padres a hijos hubieran agotado a países mucho más prósperos que España.
Morineau resume esta situación
imposible. Sólo había una disyuntiva: que los reyes abandonasen las guerras
dinásticas o que los pueblos se sublevasen para no pagar (sólo lo hicieron en
la periferia y tarde) [Morineau, en Leon. 1978: II. 152-156.].
El pacifismo del reinado de Felipe III
era la respuesta a las demandas de todo el país, que apagaron por cierto tiempo
al partido imperialista que deseaba continuar el esfuerzo bélico. Ya en las
Cortes de 1593 un diputado, Pedro Tello, había solicitado a Felipe II que
pusiera fin como pudiera a las guerras y se dedicara a mejorar sus reinos
propios, sobre todo en América. [cit. Lynch. 1991: 411.] Las paces se
comenzaron a hacer ya en 1598 (la de Vervins con Francia) y Flandes se dio a la
infanta Isabel; con Felipe III se hizo la paz con Inglaterra y la Tregua de los
20 Años con los Países Bajos. Pero los gastos de defensa no bajaron mucho y el
ahorro se gastó con creces en la corrupción y el lujo de la Corte, antes de
incrementarse otra vez en los últimos años de Felipe III y en el reinado de
Felipe IV, cuando el partido militarista volvió al poder.
Todo evidencia que España no cayó en
la decadencia por una idiosincracia negativa o por un destino adverso, sino por
una política desastrosa. Como comenta con acierto Paul Kennedy, el sino de los
Estados imperialistas es sucumbir cuando sus gastos militares son
desproporcionados a sus economías. Sólo podemos especular con lo que hubiera
ocurrido si el empeño de la España moderna se hubiera dedicado a la mejora de
las comunicaciones, a la erradicación de la piratería, al fomento de la
producción nacional...
Se desperdicio el alud de los metales
preciosos de América que lubricaba la economía de Europa y que sabiamente
invertido hubiera sido sin duda la gran oportunidad económica de la Historia de
España. Al fin devino incluso en regalo envenenado porque forjó un sueño de
nuevo rico con pies de barro. No en vano muchos arribistas especularon, ya en
el siglo XVII, que hubiera sido mejor no contar con tales tesoros, no tanto por
la inflación como porque no hubieran alimentado ruinosas fantasías
imperialistas y en cambio el país podría haber desarrollado las fuentes
internas de riqueza. Sancho de Moncada escribió: «La pobreza de España ha
resultado del descubrimiento de las Indias Occidentales.» [cit. Gunder Frank.
1978: 41.]
Esto nos lleva a plantearnos la
segunda causa aducida por los historiadores para la decadencia del país: la
inflación ocasionada por los metales preciosos de América. Dülmen [Dülmen.
1982: 20-21.] nos recuerda que Bodin, ya en el siglo XVI, apuntaba como la
causa de la inflación la entrada de los metales preciosos americanos (un
fenómeno muy bien estudiado por Carande y Hamilton) y que contradictoriamente
la crisis que se inicio en los albores del siglo XVII devino por la escasez del
numerario. Y era que la economía europea occidental tenía una balanza de pagos
negativa, compraba al exterior más que lo que vendía. Y ninguna más que la
española. El lujo mataba la economía española: el duque de Alba legó a sus
herederos en 1582 la fabulosa cifra de 600 docenas de platos y 800 fuentes de
plata. [Dülmen. 1982: 22.] El metal se atesoraba o se gastaba en lujos, no se
dedicaba al comercio o el crédito. Todos los pobres intentaban conservar
algunas monedas, joyas u orfebrería de plata para resguardarse del futuro. La
seguridad y el prestigio eran los acicates de los hombres. Este esquema de
valores era completamente contrario al espíritu burgués de la austeridad, el
ahorro, la inversión y el trabajo.
Y una tercera causa, la despoblación
por la aventura americana, que para muchos autores iba de la mano de la
anterior. Las críticas a la emigración de españoles al Nuevo Mundo tenían sin
duda su fundamento. Los especialistas más afamados, como Chaunu y Nadal,
estiman que entre 100.000 y 200.000 individuos (mucho más fiable la segunda
cantidad) se marcharon a América en el siglo XVI, sobre todo en su segunda
mitad. Y eran los más atrevidos y audaces; muchos de ellos podrían haber
engrosado las filas de la burguesía más emprendedora. Más debemos desconfiar de
exagerar esta interpretación negativa, pues olvida que un número aún mayor de
franceses e italianos inmigró a España (compensando con creces aquella
pérdida), que la mayoría de los que fueron allí eran hidalgos que no eran
productivos en nuestro país y en cambio allí fueron extremadamente rentables
para la economía nacional (en parte porque se liberaban de los prejuicios
ideológicos) y que los capitales que muchos repatriaron a su vuelta a casa,
sabiamente invertidos, podrían haber sido muy útiles para el desarrollo de
España si otra hubiera sido la sociedad. La mejor prueba de ello la encontramos
en la Gran Bretaña del siglo XIX, que sufría una enorme emigración y al mismo
tiempo alcanzaba un fuerte crecimiento demográfico y económico. El problema de
España no era tanto la emigración a América como la realidad de un Estado y una
sociedad que no estaban preparados para aprovechar las nuevas riquezas.
Pese a todo esto, una reforma profunda
del sistema no era imposible. La monarquía tenía el poder suficiente para
imponer una política muy distinta y si no lo hizo no fue porque no tuviera
propuestas de reforma (las había e incluso demasiadas) sino por su aberrante
(visto desde nuestra época) política dinástica. Lo prueba que en estos dos
siglos, cuando la situación económica era peor, los reyes consiguieron de Roma
permiso «para vender pueblos pertenecientes a las Ordenes Militares, a las
mitras episcopales y a los ricos monasterios benedictinos» [Domínguez Ortiz.
1973: 205.] , indemnizándoles con juros, cuyo importe se calculó capitalizando
lo que los pueblos pagaban en concepto de derechos señoriales. Como la
indemnización fue muy reducida al ser estos derechos mínimos y por la
depreciación de la moneda el clero perdió mucho con esta desamortización de los
Habsburgo, pero los beneficiados fueron esos hidalgos que provenían de la
burguesía de los negocios y de la burocracia y que aspiraban al comprar los
pueblos a convertirse en “señores de vasallos”, a escalar el siguiente escalón
del poder social. Y estos compradores extendieron su acción a la compra de los
propios pueblos de realengo, los de dominio real. Sólo Felipe IV creó 169
señoríos de este modo, afectando a 200.000 personas. [Domínguez Ortiz. 1985:
55-96.] Nuevamente la aristocracia, la ancestral y aún más la nueva, fue la
gran beneficiada del cambio de titularidad de estos señoríos. Si se hubiese
deseado, pues, la monarquía hubiera podido parar, o hacer retroceder incluso,
el proceso de amortización pero sus intereses eran manifiestamente los
contrarios. El ejemplo de la Inglaterra de 1536-1538, con una fecunda
desamortización de las tierras y bienes de los conventos y monasterios, que
conllevó una inmediata revolución social, daba un buen modelo de éxito
económico y social pero contraproducente para la monarquía. Los consejeros de
los monarcas españoles eran lo bastante avisados para vincular la caída del
poder del clero en el reinado de Enrique VIII con la decapitación de Carlos I
un siglo después. En el fondo de la conciencia se creía que una España débil
socialmente, aunque fuese mísera, era más fácil de gobernar.
Esto nos lleva a otra cuestión.
¿Pudieron las Cortes ser el eficaz órgano de presión que cambiase la política
económica, como sí lo fue en Inglaterra? La respuesta es materia de discusión.
Si seguimos los debates de las Cortes encontramos muchas quejas y propuestas,
todas en un sentido que no podía por menos de influir en el ánimo de los
gobernantes. Estos eran muy conscientes de que abocaban al país a la ruina,
pero la suma de intereses antes mentados impedía que hiciesen más que prometer
enmendarse. Para conseguir un impuesto se prometía no acuñar moneda de vellón
de baja ley, pero se defraudaba acto seguido la promesa. Y las Cortes no se
plantaban, no presionaban con votaciones. Eran las representantes del Tercer
Estado, de las ciudades, del país y sin embargo no hicieron nada sino
transigir. La realidad es que no eran verdaderamente representativas de los
intereses de la burguesía, sino de las oligarquías urbanas, del patriciado. En
el siglo XVII su desprestigio ya era total y casi nadie protestó cuando dejaron
de convocarse desde 1665, en el reinado de Carlos II.
El ahondamiento de la decadencia
económica en el siglo XVII.
En el siglo XVII, con los Austrias menores,
los enormes gastos financieros de las empresas militares para mantener la
hegemonía española en Europa se cubrieron una y otra vez con el eterno
expediente a los banqueros extranjeros y con una presión agobiante sobre las
actividades productivas castellanas mientras que la insuficiencia de estas para
cubrir la demanda colonial conllevó el recurso a las masivas importaciones de
productos extranjeros. El régimen de los validos [Maravall. 1979; Tomás y
Valiente. 1982; Benigno. 1992.] hunde poco a poco el prestigio y el rigor de la
monarquía absoluta hispánica. La élite aristocrática y una burocracia que medra
a su amparo manipularán el poder estatal para su beneficio o para conseguir
ideales inalcanzables.
Casi todas las regiones sufrieron al
mismo tiempo de este declive. Para Cataluña contamos con el brillante estudio
de Elliott (1963) sobre la rebelión de los catalanes, que nos muestra un país
atrasado, empobrecido, volcado al bandolerismo como medio de supervivencia y
decidido a no dejarse arrastrar al abismo junto a Castilla, valiéndose para
ello de sus derechos forales. El reino de Valencia sufre una dura y larga
decadencia demográfica y económica por la expulsión de los moriscos en 1609 y
las siguientes crisis [Casey, 1979 y en Elliott y otros, 1982: 224-247].
Los intentos de reformas, juzgadas
necesarias por casi todos, se estrellaban ante las urgencias del momento, que
postergaban hasta el olvido cualquier decisión con intención a largo plazo. Los
arbitristas y economistas escribían sus obras, la Junta de Reformación de
Olivares se reunía, las Cortes se quejaban, pero casi nada se hacía (o se hacía
mal). Olivares era un verdadero reformador, al menos para Elliott, y sus
textos, entre los que sobresale el de la Unión de Armas [ed. de Olivares, por Elliott
y De la Peña, 1978: 184-197] nos lo presentan como profundamente consciente de
las debilidades de la constitución política de los reinos y de que sólo la
unidad podía dar a España el triunfo en el inevitable choque por la hegemonía
europea. ¿Pero qué pago pensaba dar a los pueblos por los inmensos sacrificios
que exigía? Sólo la reputación de conservar los reinos de Su Majestad.
Elliott [1986: 168-176] nos lo muestra
preocupado por fomentar la industria y el comercio pero incapaz de llevar
adelante sus proyectos. El orden de sus prioridades no era el más rentable para
la burguesía, por descontado, aunque sus intenciones fuesen las mejores. Era un
régimen el de los validos hecho para perpetuar el poder de los Grandes
[Benigno, 1992: 56 y ss.] y las víctimas eran las otras clases sociales,
apartadas de cualquier esperanza de acceder al poder aunque fuese a través de
la burocracia. El siglo XVII fue el de la aristocracia, pugnando por sobrevivir
en medio de la crisis (la controvertida tesis de Bennassar), en una verdadera
·reacción nobiliaria·, con la recuperación del poder político, que le permitió
superar los graves problemas políticos, económicos y sociales del periodo
1550-1640 hasta emerger con un poder intacto a fines de siglo, como sostiene
Charles Jago [en Elliott y otros, 1982: 248-286] con el simple medio de
aplastar a las clases que estaban abajo con tal de mantenerse ella misma a
flote.
Felipe IV, el rey que más encarna los
retos y las desgracias del siglo, será del mismo parecer que Olivares y de ello
vendrá una obsesión, ya en 1636: nuestros enemigos se han empeñado en la
destrucción total de toda mi monarquía [citado por Stradling, 1988: 280]. Y
para defenderla casi destruyó la monarquía y a sus gentes.
Un autor tan ecuánime como Lynch será
implacable en su crítica a Felipe IV: «La filosofía política que determinaba
sus decisiones no se alteró por efecto de los acontecimientos de 1640-1659. Su
concepción de la monarquía no era la de una monarquía nacional que trascendiera
los intereses dinásticos. Aunque afirmaba amar a sus súbditos y deseaba aliviar
sus penurias, se veía por encima de todo como representante de la dinastía de
los Habsburgo, cuyas posesiones tenía que preservar. Estas posesiones eran para
él una propiedad vinculada a perpetuidad y no estaba dispuesto a afrontar la
responsabilidad de enajenar o perder una parte de su sagrada herencia. En
ningún momento se le ocurrió preguntarse si la perpetuación de la presencia
española en los Países Bajos o en Portugal reportaba beneficio alguno a sus
súbditos españoles. El único criterio que guiaba su actuación eran sus derechos
legales.» [Lynch. 1993: XI. 155.]
Ante la crítica de Lynch, sólo cabe
una pequeña disculpa para el monarca: él se consideraba a la vez español,
portugués, italiano y flamenco. Para él, que incluso aprendió los diversos
idiomas de sus reinos, perder un territorio era perder una parte de su patria
irrenunciable. Era lo mismo que Carlos I le decía a Felipe II sobre la misión
sagrada de recuperar su amada patria borgoñesa, la que nunca había pisado
siquiera. El espíritu universal de los Habsburgo fue la perdición del país.
En una situación de vida o muerte no
cabía más que luchar por la victoria o sucumbir. No venció y ciertamente la
derrota llevó a la monarquía al mismísimo borde de la extinción y si no ocurrió
fue porque el peligro de la destrucción total era ficticio. Lo único que
esperaba Europa era equilibrar los poderes. En cambio, el rey de España ansiaba
mantener el sueño de su hegemonía completa.
El Gobierno jamás afrontó la única
posibilidad de transformar realmente la economía castellana, solventando el
problema de los bienes de las ·manos muertas·, que impedían la aparición de la
clase media campesina y del mercado interior que pudiese financiar los gastos
exteriores. Los bienes amortizados eran una enorme fuente de recursos, apenas
sometidos a la Hacienda. La monarquía era plenamente consciente de que este era
un impedimento fundamental para allegar los recursos financieros para sostener
su política dinástica, mas no se atrevió jamás a afrontar el fondo de la
cuestión, sino tan solo a presionar fiscalmente a la Iglesia, siguiendo los
pasos ya trazados por Felipe II. El adalid de esta intervención había sido
precisamente el rey ·Cristianísimo· aprovechando para ello las guerras que
emprendía por motivos religiosos, y sus sucesores heredaron sus soluciones.
La tesis de Trevor Davies [Davies.
1969: 118.] es de una decadencia profunda por causas económicas, políticas y
militares, incidiendo en las malas condiciones personales de los monarcas para
encabezar un Estado autócrata y en la absurda política fiscal. Pero en aquel
tiempo pareció a los contemporáneos que España podía lograr mantener
indefinidamente su posición. Corvisier remarca que «los contemporáneos
percibirán este declinar tardíamente.» [Corvisier. 1977: 192.] Para los
españoles sólo se trataba de reformar los abusos y tener un buen gobierno y
entonces el país no tendría rival. Y los extranjeros pensaban lo mismo, hasta
bien entrado el siglo, como lo reflejan varias voces. Sir Walter Raleigh, el
pirata cortesano, escribía a principios del siglo XVII: «El rey español ha
vejado a todos los príncipes de Europa y ha pasado, en pocos años, de ser un
pobre rey de Castilla, a ser el más poderoso monarca de esta parte del mundo».
[cit. Elliott. 1980: 173-174.] Se refería ciertamente al reinado anterior y
hubiera podido anteceder aún más su memoria pero reflejaba la opinión de las
clases altas europeas (que se notaba asimismo en su interés por la moda y la
literatura españolas). Por contra, en el verano de 1641 el embajador inglés en
Madrid escribía: «Me inclino a pensar que la grandeza de esta monarquía está
próxima a su fin...» [cit. Elliott. 1970: 123.] Aún más, después de Rocroi, la
paz de Westfalia y las revueltas de la periferia, en 1650 el viajero inglés
Edward Hyde escribía, también desde Madrid: «Los españoles son un pueblo
miserable, desgraciado, orgulloso e insensible... solamente un milagro puede
salvar la corona.» [Stradling: 276.]. Y sin embargo, incluso en 1652, cuando
los síntomas de decadencia tenían que haber sido claros para todos, otro
viajero inglés, Owen Feltham insistía en que «El rey de España posee ahora un
imperio tan vasto que en sus dominios nunca se pone el sol.» [cit. Elliott. 1980:
174.] Ciertamente, y sorprende que Elliott no lo cuente en su obra, era el annus
mirabilis de 1652, cuando España recuperó Barcelona, Casale y Dunkerke y
parecía que al fin estaba a punto de vencer por completo a Francia, una
esperanza frustrada más por la entrada en guerra de Inglaterra en 1656 que por
otra causa. Demasiados enemigos reunidos para un país cansado. Visto
retrospectivamente sorprende que una España tan débil en su centro pudiera
sobrevivir como gran potencia europea hasta mediados del siglo XVIII. Fueron cincuenta
años de presencia bélica continua en el centro de Europa y en Italia y es
evidente que el problema de esta presencia fue el principal de la política
europea entre 1648 y 1714. [Stoye. 1969: 113.]
Por todo ello hay autores que, incluso
en la actualidad, tienden a razonar que España no hubiera podido mantener casi
intacto su imperio durante todo el siglo XVII a no ser que la decadencia
económica y social no hubiera sido tan grande como la generalidad de la
historiografía sostiene. Tienden a ver el problema desde una óptica de dominio
político-militar. Así, Le Flem [Le Flem, en Tuñón. 1980: 11-133.], para todo lo
demás tan ponderado, ha defendido que más que una decadencia cabe hablar de un
estancamiento demográfico y económico, sin sacar las obvias conclusiones de las
estadísticas cada vez más depuradas y de los testimonios de los contemporáneos
de los hechos. Llega incluso a concluir, pese al descenso de la cabaña ganadera
en un tercio, que no hubo decadencia de la Mesta en el siglo XVII sino una reestructuración
beneficiosa para los mayores ganaderos, los exportadores de lana [Le Flem, en
Tuñón. 1980: 102.]. Thompson incluso considera que «la incapacidad de Madrid
para explotar al máximo los recursos de la monarquía» fue la causa principal de
la decadencia. Es lo mismo que decir que lo primordial no era el abatimiento de
la economía y la sociedad sino la debilidad de la monarquía absoluta para aunar
los reinos en un supremo esfuerzo. Incluso la penuria podría ser interpretada
como «una ayuda para el esfuerzo bélico español, al menos a corto y medio
plazo», pues alimentaba de nuevos reclutas al ejército. [Stradling. 1981:
89-90.] Ciertamente la decadencia y su punto crítico de 1640 siempre darán para
nuevas aportaciones y revisiones historiográficas.
Si no puede hablarse de una decadencia
igualmente intensa o profunda en todo el siglo y en todas las regiones y
provincias, sí que cabe hablar de que el conjunto de la monarquía hispánica
sufrió un progresivo cataclismo desde 1640 hasta por lo menos 1680. Recogiendo
esta percepción tan ajustada a la realidad de los datos casi todos los autores,
Elliott, Vicens Vives, Reglá, Lozoya... han señalado esta época con los más
siniestros colores y un resumen generalizado ·la crisis total y definitiva·,
sobre todo para los años de la mitad del siglo. Domínguez Ortiz escribirá sobre
el reinado de Felipe IV: «Desde 1640 hasta fines del reinado, todo se precipita
y desploma; el caos hacendístico va de par con el desastre político y se vive
al día, recurriendo a los más ruinosos arbitrios hasta dejar a la nación
desorganizada y empobrecida.» [Domínguez Ortiz. 1960: 13.]
La burguesía, aparte de los males
generales antes comentados, pues la fiscalidad caía casi íntegramente sobre
ella y el campesinado, sufrió especialmente de las bancarrotas que se sucedían
(1607, 1627, 1647, 1656 en el reinado de Felipe III y Felipe IV, con
periodicidad de cada 20 años) y de las devaluaciones brutales de la moneda de
vellón, con una ley de metal cada vez inferior, en una verdadera estafa a los
intereses económicos del país, pues el comercio quedaba virtualmente suspendido
(nadie quería cobrar en una moneda inútil). Las consecuencias fueron nefastas
sobre la poca burguesía comercial e industrial que sobrevivía a duras penas.
Les parecía a los burgueses que resistían que lo único que importaba al Estado
era mantener el imperio en Europa, recuperar Nápoles, Cataluña, Portugal y todo
lo perdido hasta el último palmo. Mucho se recuperó a fin de cuentas mas el
precio fue la asfixia de la economía nacional, el desfondamiento demográfico,
la polarización social entre una minoría privilegiada (y aun así angustiada por
las deudas y el temor a arruinarse) y una inmensa mayoría de miserables cuya
única obsesión era sobrevivir, aunque fuera metiéndose en un convento. Los
pueblos se arruinaban y despoblaban, sobre todo bajo la acuciante carga de los
censos. [Domínguez Ortiz. 1985: 30-54; Kamen. 1983: 362-363.] Masas de
campesinos desheredados, sin pan que ponerse en la boca, afluían a las ciudades
para vivir de la picaresca o de la limosna y allí las epidemias los diezmaban
sin misericordia, haciendo nuevo sitio a los que venían a continuación a
sustituirlos en una macabra noria mortal.
Lógicamente, en medio de la depresión
del presente y el miedo a un futuro peor, los grandes comerciantes castellanos
preferían invertir sus bienes en censos y juros cuando no en emparentar con las
casas nobiliarias o en acceder a la superior categoría de hidalgos, abandonando
las empresas económicas de mayor riesgo. La burguesía de Salamanca compró entre
1664 y 1686 más de un tercio de las tierras del municipio de Aldeanueva de
Figueroa. [Kamen. 1971: 211.] Infinidad de pueblos, incapaces de pagar las
cargas de los censos con los que se habían endeudado a favor de la burguesía, tuvieron
que ceder en propiedad sus tierras comunes. Incluso los comerciantes andaluces,
los que siempre estuvieron presentes en los puertos atlánticos (aun en los
peores momentos del siglo), preferían ahora actuar como intermediarios de los
grandes comerciantes europeos o como testaferros de los nobles castellanos, sin
tomar grandes riesgos y buscaban cubrirse de las quiebras comprando hidalguías
que les evitarían ir a prisión.
Rudé nos muestra cómo esta obsesión
por abandonar las actividades productivas ni siquiera era sólo un rasgo español
sino generalizado por Europa, incluso en el siglo XVIII; citando a Tocqueville,
en muchos países europeos se compraban los cargos públicos y las tierras para
abandonar los negocios, tan pronto como se tenía un modesto capital. Las
ciudades que anteriormente habían estado a la cabeza del comercio de lanas y
textiles, se veían ahora pobladas de cortesanos, clérigos, altos funcionarios y
personajes judiciales. Tal como decía un ministro hablando del Valladolid de
1688: «Parece como si en esta ciudad sólo hubiera consumidores». [cit. Rudé.
1972: 108.] Pero sería injusto culpar solo a los individuos por esta retirada.
Tan culpable era el Estado que les forzaba a ello.
La mayoría de las ciudades decayeron
en todos los sentidos, tanto en demografía como en las actividades económicas
principalmente. Las ciudades, empobrecidas y hambrientas, eran diezmadas por
las epidemias. Como ejemplo, la peste de 1649, en sólo tres meses, mató a
60.000 personas en Sevilla. Burgos se hundió desde la guerra con Flandes e
Inglaterra. Medina del Campo y Medina de Rioseco agonizaron junto a sus ferias.
Segovia se desplomó en el siglo XVII junto a su industria textil. Otras
ciudades se mantuvieron, a base de sustituir su base artesanal y comercial por una
base rentista, sólo de explotación de las áreas rurales. Sólo creció la
capital, Madrid, que incluso se convirtió en una capital de importancia
europea, con una pequeña clase comerciante que se dedicaba a vender objetos de
lujo a las clases improductivas. [Braudel. 1979: 39.]
La misma débil clase media del campo,
la burguesía agraria, de Castilla se ahogaba bajo las cargas fiscales que caían
sobre los pueblos, que apelaban a recursos como comprar licencias reales para
roturar las mejores tierras de los Propios y Comunes, sin conseguir otra cosa
con los productos de esas roturaciones que pagar más impuestos. En estas
condiciones parecía a que no se podría jamás salir de la debacle.
Y sin embargo los más fuertes salían
adelante a costa de los más débiles en un durísimo proceso de darwiniana
selección social. Los supervivientes compraban las tierras de los que
abandonaban hasta que en la siguiente crisis los más débiles de los compradores
caían a su vez. Un proceso brutal, despiadado, que rompió muchos de los
vínculos de solidaridad en el campo. No en vano es en el siglo XVII cuando la
palabra cacique, importada de América, adopta paulatinamente su
significado en la España rural.
Vries resume estos trágicos tiempos:
«En ninguna parte fue más desastrosamente completo el agotamiento de la
burguesía como en España. En una sociedad donde el prestigio de la nobleza
difícilmente precisaba de apoyo, el Estado, por medio de la política de impuestos,
hacía del status de noble una virtual necesidad. El hidalgo estaba exento de
impuestos y el título de hidalguía podía ser comprado (su venta llegó a ser una
importante fuente de ingresos públicos). Conforme la economía iba entrando en
decadencia y subían los impuestos se produjo una verdadera huida hacia la
nobleza y la iglesia (alrededor de un 5 % de la población era noble en 1787; se
ha estimado que un 8 % de la población masculina adulta pertenecía al clero
durante el reinado de Felipe IV). Debido a que todo el que poseía capital
compraba el título de hidalguía, bonos del Tesoro [sic] y cargos públicos, la
consiguiente debilidad del comercio y de la industria hizo que la debilidad
económica de la nación fuera difícil de remontar durante largo tiempo.» [Vries.
1982: 220-221.]
Salvo desaciertos en la forzada
traducción Vries nos ofrece la perspectiva que la sociedad española del Siglo
de Oro merece a los historiadores. Un absoluto agotamiento, que el
mantenimiento de un imperio desproporcionado a sus recursos, no hacía sino
agravar. Y en ese momento vino la desaparición de la Casa de Austria y la
entronización de los Borbones. Era un hálito de esperanza. Kamen ilustra ese
estado de ánimo: «en un famoso incidente de 1700, un grande de España abrazó al
embajador de Viena en Madrid: prolongando maliciosamente su saludo y
volviéndose a abrazar le dijo: “Sire, es un placer, y un gran honor para toda
mi vida, Sire, despedirme de la ilustrísima Casa de Austria.” Se esperaba que
los Borbones aportaran los horizontes que los Austrias no habían logrado
alcanzar.» [Kamen. 1983: 432.]
Desde luego la situación con la que se
enfrentaban no era para ser muy optimistas. España era una potencia enferma y
dormida y se aplicaron a curarla y despertarla, con un éxito mediano. Los
Borbones conseguirían en todo caso cierta unidad de la nación y de eficacia
administrativa, lo mínimo que se les podía pedir [Ogg. 1965: 52.] y así
prolongar la vida del Antiguo Régimen durante un siglo más.
Pérez aporta otra opinión sobre este
periodo que acababa: «Grandeza del Estado, decadencia del pueblo... Mejor
dicho: grandeza del Estado castellano, decadencia de la nación española. Así
plantearía yo el problema: los Reyes Católicos iniciaron con su casamiento la
creación de la nación española y la labor se interrumpió con ellos. Carlos V y
Felipe II, preocupados por los problemas internacionales, descuidaron la
política interior; aprovecharon la riqueza, la pujanza de Castilla, como
instrumento al servicio de una causa que consideraban superior, pero no
intentaron fundir los pueblos de la Península para formar una nación unida,
coherente, solidaria. Las glorias, como las armas, fueron castellanas, pero la
decadencia fue de toda España. Este sería, a mi modo de ver, el significado
general del período que va desde 1474 hasta 1700.» [Pérez, en Tuñón. 1982: V.
138.]
APÉNDICE: Texto para comentario.
Sebastián, José Antonio. El largo siglo XVII. “El País” Negocios
1.367 (15-I-2012) 22-23. La crisis económica del siglo XVII, en la serie ‘Las grandes crisis de la economía española’,
de siete artículos de historiadores económicos coordinados por Enrique Llopis,
catedrático de la Universidad Complutense de Madrid. José Antonio Sebastián
Amarilla es
profesor titular de Historia Económica de la Universidad Complutense de Madrid.
‹‹La Guerra de los Treinta Años sumió a Europa en una
época de dificultades. En España, la recesión fue más intensa y la
recuperación, más lenta. La costosa política imperial y los desajustes
regionales en el crecimiento fueron básicos. Castilla se abocó a la depresión,
mientras las regiones costeras se rezagaban en la explosión mercantil del
litoral europeo.
Las posibilidades de que
España, en la Edad Moderna, se situase en el grupo de cabeza del desarrollo
económico europeo eran escasas. En un mundo donde el sector agrario aportaba el
grueso del PIB, carecía por razones medioambientales (clima, orografía, calidad
del suelo, vías marítimas y fluviales) de recursos óptimos para ello. Pero las
restricciones naturales no explican que el país, como sucedió, estuviese lejos
de aprovechar entre 1450 y 1800 el potencial de crecimiento que aquellas
permitían. Dos circunstancias históricas tienen, al respecto, gran relevancia:
una, los desajustes que se operaron, principalmente, entre las economías del
interior peninsular y del litoral mediterráneo durante largos periodos de los
siglos modernos; dos, la duración e intensidad de la recesión que devastó las
regiones del interior, las más pobladas y urbanizadas a finales del siglo XVI,
entre 1580 y 1650, y la extrema lentitud de la recuperación posterior, que solo
culminó avanzado el siglo XVIII.
Ambas apuntan a un largo
siglo XVII, durante el cual la economía española se alejó del núcleo de Europa
occidental. Hacia 1700, el escuálido aumento del tamaño demográfico y
productivo de España había defraudado las perspectivas existentes en 1500 para
una renovada colonización agraria de su superficie, tan vasta como poco
poblada. Pese a sus dispares dotaciones de recursos, los resultados eran otros
en los cuatro territorios que, junto al peninsular, registraban (exceptuada
Escandinavia) las menores densidades demográficas del occidente europeo a
comienzos del siglo XVI, Inglaterra y Escocia, Irlanda, Suiza y Portugal: de
1500 a 1700 estos pasaron, en promedio, de 12 a 25 habitantes por kilómetro
cuadrado; España, de 11 a 15. Y al inicio del siglo XVIII, además, la posesión
de inmensas colonias en América no podía compensar la desventaja que implicaba
esa baja densidad demográfica (y económica). Ingleses, franceses y holandeses
habían ido obstruyendo, durante el siglo XVII, el acceso a las producciones y
los mercados americanos, al compás de la decadencia política y militar de la
Monarquía hispánica.
La primera mitad del
siglo XVII fue una época de dificultades en Europa pero, desde 1650, superado
el peor periodo, coincidente con la Guerra de los Treinta Años, la recuperación
se extendió y se consolidó. Arraigó entonces un proceso de concentración de la
actividad económica y la urbanización en las zonas costeras. Este, impulsado
por el progreso de la construcción naval, el desarrollo manufacturero y
mercantil noroccidental y el incremento del comercio atlántico, convirtió a los
litorales en los espacios más dinámicos de la economía europea.
En España, la intensidad
de la recesión fue mayor en la primera mitad del siglo XVII y la recuperación
posterior, con notables contrastes regionales, más tardía y dificultosa, lo que
le impidió estar en primera línea del avance del componente marítimo de la
economía occidental.
Las cifras de bautismos
(ver gráfico 1) revelan que la población se redujo en todos los espacios
peninsulares en algún momento del siglo XVII, pero con grandes diferencias. En el
norte (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y Navarra), aunque la caída fue
significativa de 1610 a 1630, el nivel inicial se recobró pronto y el aumento
posterior supuso un crecimiento del 25% sobre aquel hacia 1700. En el área
mediterránea (Cataluña, Valencia y Murcia), un descenso algo más suave y una
recuperación más vigorosa propiciaron, en 1700-1709, un índice un 26% mayor que
el de base.
Andalucía occidental
arroja un primer contraste: tras siete decenios de estancamiento más que de
declive demográfico, la posterior recuperación amplió el nivel de base un 18%
hacia 1700, pero solo un 15% respecto de 1580-1589. Es el interior peninsular
(Castilla y León, La Rioja, Aragón, Madrid, Castilla-La Mancha y Extremadura)
el que muestra diferencias más rotundas: una contracción demográfica más
temprana, duradera e intensa, seguida de una recuperación mucho más lenta; el
índice 100 no se recobró hasta 1720-1729, y los niveles máximos de 1580-1589
solo se rebasaron 170 años después, en 1750-1759.
La difusión del maíz en
las regiones cantábricas y la de diversos cultivos comerciales en las del
Levante ayudan a explicar que ambos litorales viesen crecer sus poblaciones
desde 1660-1670, alza que se aceleró en las zonas mediterráneas tras la Guerra
de Sucesión. Pero tales progresos tardarían mucho tiempo en compensar el
desplome económico y humano del interior. La revolución agronómica que conoció
el litoral septentrional no se tradujo, durante décadas, en un vigoroso proceso
de urbanización y diversificación de actividades productivas.
En cuanto al litoral
mediterráneo, el desencuentro era más antiguo. Entre 1480 y 1580, el periodo de
auge de la corona castellana, Cataluña registró una tardía salida de la crisis
bajomedieval y una modesta recuperación poblacional (en 1591, tenía 11
habitantes por kilómetro cuadrado, la densidad demográfica del conjunto de
España en 1500), el Reino de Murcia siguió estando muy poco poblado, y el de
Valencia, aunque creció más en el siglo XVI, afrontó en 1609 la sangría
demográfica de la expulsión de los moriscos, el 27% de su población.
Este desencuentro,
durante el siglo XVI, seguramente supuso la pérdida de notables sinergias entre
el interior castellano y las áreas levantinas. En la primera mitad del XVII, el
desplome de aquel y el escaso vigor de estas contribuyeron a un sensible
retroceso demográfico en el momento de arranque de la economía marítima
europea. Después de 1650, cuando el litoral mediterráneo pasó a ser el espacio
peninsular con mayor potencial de crecimiento, las regiones del interior
siguieron sumidas en una recuperación desesperantemente lenta. Y el modo
pausado con que el propio Levante fue ganando peso específico, al menos hasta
1720, hizo que los efectos de arrastre en el conjunto de la economía española
tardaran en adquirir fortaleza.
Las sinergias perdidas
por tales desajustes en el largo plazo constituyeron un relevante factor
adverso para el crecimiento económico de la España moderna. Entrado el siglo
XVIII, estas disparidades acabaron propiciando un vuelco trascendental en la
distribución de la población y de la actividad económica, a favor de las áreas
costeras y en contra del interior, vigente desde entonces.
La trayectoria
productiva de la Corona de Castilla, salvo en su franja húmeda del norte, fue
muy negativa entre 1580 y 1700. Los diezmos de los arzobispados de Toledo y
Sevilla (ver gráfico 2), que abarcaban la mayoría de la Submeseta Sur y de la
Andalucía Bética, quizá las regiones más castigadas, revelan una intensa
contracción del producto cerealista entre 1580 y 1610, la reanudación de la
caída en la década de 1630, su culminación en la de 1680 y una escuálida
recuperación, al final, que permitió alcanzar, en 1690-1699, los índices de
1600-1609, un 31% inferiores a los máximos de 1570-1579.
El producto agrícola no
cerealista (vino y aceite, básicamente) registró un descenso aún más abrupto,
sobre todo entre los decenios de 1620 y 1680, situándose en el de 1690 un 45%
por debajo del de 1570. En cuanto a la evolución del producto no agrario, la aguda
crisis urbana que sufrió la corona sugiere un desplome de las manufacturas y
del comercio. Entre 1591 y 1700, la tasa de urbanización se contrajo una cuarta
parte, y las ciudades castellanas con 10.000 o más habitantes pasaron de 31 a
18 (de 37 a 22 en el conjunto de España). Además, el peso relativo de los
activos agrarios aumentó mucho en las urbes de ambas Castillas, Andalucía y
Extremadura, lo que implica que la contracción de las actividades económicas
típicas de las ciudades fue mayor que el propio descenso de la población
urbana.
Las dañinas
consecuencias de la costosísima y prolongada política imperial de la Monarquía
constituyen, seguramente, el factor que más contribuyó al desplome económico
castellano del largo siglo XVII. Aquellas fueron ubicuas, económicas, políticas
y sociales, y actuaron tanto a corto como a largo plazo. Para mantener la
hegemonía política y militar en Europa, y defender el patrimonio dinástico, los
Austrias acrecentaron sus bases fiscales, elevando tributos y creando otros
nuevos, a fin de ampliar su capacidad de endeudamiento. Por ese camino, Felipe
II había acumulado deudas equivalentes, a finales del siglo XVI, al 60% del PIB
español, porcentaje que debió de crecer sensiblemente, al descender este y
agrandarse aquellas, al menos hasta la Paz de los Pirineos de 1659.
La Corona de Castilla
soportó el grueso de una escalada fiscal que, iniciada en el último cuarto del
siglo XVI, cuando la economía castellana trasponía su cénit, alcanzó el suyo en
1630-1660, coincidiendo con el fondo de la depresión. Su primer crescendo, en
la década de 1570, perturbó el comercio, aumentó la fragilidad de muchas
economías campesinas, acosadas por el alza de la renta de la tierra, y
empobreció a las clases urbanas, cuyas subsistencias ya venían encareciéndose.
Imperturbables, la nobleza y el clero, total o parcialmente exentos de cargas
fiscales y partícipes en las rentas reales, siguieron ingresando hasta fin de
siglo abultadas rentas territoriales y diezmos, y vendiendo sus frutos a
precios crecientes, con lo que se acentuó un intenso proceso de redistribución
del ingreso en contra de la mayoría de los castellanos. Cuando las cosechas
cayeron abruptamente en las décadas de 1580 y 1590, descenso propiciado por un
cambio climático desfavorable que se sintió en toda Europa, las vías hacia la
recesión y la contracción demográfica quedaron expeditas.
Desde 1600, los
perniciosos efectos de la política imperial se multiplicaron por varios
caminos.
- La escalada fiscal
dependió de impuestos que gravaban el tráfico comercial y el consumo,
recaudados por las autoridades municipales (en 1577, aportaron la mitad de los
ingresos tributarios de la Monarquía; en 1666, el 72%). En núcleos pequeños, el
recurso a repartimientos, según el número de yuntas o el volumen comercializado
por vecino, perjudicó singularmente a los labradores que poseían las
explotaciones más productivas y orientadas al mercado. En ciudades y villas,
donde las cargas tributarias tendieron a concentrarse, la proliferación de
exacciones sobre el consumo, especialmente de vino, aceite y carnes,
deprimieron la demanda de tales artículos, ya menguante por el descenso
demográfico y la concentración en el pan del gasto en alimentos efectuado por
unos consumidores con menos medios. Ello, como muestra el gráfico 2, potenció
orientaciones productivas contrarias a las actividades agrícolas y ganaderas
más productivas, rentables y mercantilizadas, favoreciendo el cultivo de
cereales, que ganó peso relativo, y el autoconsumo. Las manufacturas urbanas, por
su parte, con su demanda deprimida por el desplome de las ciudades y el
empobrecimiento de sus habitantes, afrontaron, al encarecerse numerosos
productos básicos, la consiguiente tendencia al alza de los salarios.
- La Monarquía presionó
a las haciendas municipales imponiendo donativos y servicios extraordinarios
con creciente frecuencia, y la compra, obligada para evitar que cayesen en
otras manos, de jurisdicciones y baldíos enajenados del patrimonio real.
Aquellas se endeudaron y promovieron dos arbitrios muy dañinos: el despliegue
de una fiscalidad propia, añadida a la regia mediante recargos locales de los
tributos que gravaban el consumo, y el arriendo o venta de notables porciones
de tierras municipales, hasta entonces de aprovechamiento comunal. Lo uno avivó
la escalada fiscal y lo otro, al encarecer el sostenimiento del capital animal
de las explotaciones agrarias, entorpeció aún más su desenvolvimiento. Estas,
pese al fuerte descenso de la renta de la tierra desde 1595 o 1600, no salieron
de su postración. Ello evidencia el radical empobrecimiento de muchos
campesinos, y sugiere que, si la caída de las rentas territoriales (exigidas en
trigo y cebada), pese a su magnitud, guardó proporción con la del producto
cerealista, estas conservaron parte de su potencial para bloquear la
recuperación del cultivo durante mucho tiempo.
- La almoneda del
patrimonio regio y la presión sobre las haciendas locales tuvieron otra
vertiente: lograr la colaboración de la nobleza y, más aún, de las oligarquías
municipales para movilizar el descomunal volumen de recursos requerido por la
política imperial. A nobles e hidalgos, la Monarquía les pagó desprendiéndose
de rentas, vasallos, jurisdicciones y cargos, lo que reforzó el poder señorial.
A las oligarquías locales, consintiendo que aumentasen su poder político, su
autonomía en asuntos fiscales y su control sobre los terrenos concejiles; así,
sus miembros lograron que sus patrimonios eludiesen la escalada fiscal e,
incluso, consiguieron ampliarlos con comunales privatizados.
- A cambio del apoyo de
las élites, los Austrias renunciaron a ampliar su autoridad, y ello tuvo dos
efectos adicionales de capital importancia.
De un lado, una
fiscalidad más heterogénea y una soberanía más fragmentada, con más agentes con
prerrogativas para intervenir en los mercados y los tráficos, incrementaron los
costes del comercio y bloquearon la integración de los mercados en el ámbito de
la corona. En este sentido, el enésimo arbitrio de los Austrias para allegar
recursos, la manipulación de la moneda de vellón, que perdió toda la plata que
contenía y fue sometida a bruscas alteraciones de su valor nominal, generando
correlativas oscilaciones de los precios, hizo más incierto el comercio y
hundió la confianza en el signo monetario.
De otro, el progresivo
control de la nobleza y las oligarquías locales sobre las tierras concejiles,
la mayor reserva de pastos y suelos cultivables, aumentaron su interés por el
ganado lanar, especialmente desde 1640, cuando volvieron a crecer los precios
de las lanas exportadas. Grupos poderosos con intereses distintos (fuese
participar en el negocio ganadero o restaurar los niveles de las rentas
territoriales) hallaron entonces un objetivo común: obstaculizar el acceso de
los campesinos y sus arados a dicha reserva de labrantíos. Ya entrado el siglo
XVIII, cuando la población castellana se fue acercando a los máximos de 1580,
este frente antirroturador constituyó un freno de primer orden a la
expansión del cultivo.
En suma, las múltiples y
destructivas secuelas de la política exterior de los Austrias que las regiones
castellanas padecieron entre 1570 y 1660, ahondaron y prolongaron la depresión,
primero, y obstaculizaron después, durante décadas, la recuperación. Esa
política originó una formidable succión de recursos que dañó principalmente a
los labradores acomodados, los artesanos y los comerciantes, a las actividades
productivas más mercantilizadas y al mundo urbano, reorientando a la economía
castellana por un rumbo poco propicio para el crecimiento económico. Hacia
1700, apenas se atisbaban signos de recuperación en los campos y ciudades del
interior, los más esperanzadores se habían desplazado hacia el Norte y el
Mediterráneo, y el grupo de cabeza de la economía europea estaba un poco más
lejos.
Este apretado recorrido
por la España del siglo XVII ofrece dos lecciones de actualidad. Una, que no
hemos aprendido, subraya la conveniencia de mantener separados megalomanía y
gasto público. La otra, que quizá aún podamos atender, concierne al reparto
social del coste de las crisis económicas. La negativa de los más ricos y
poderosos a soportar una parte proporcional a sus recursos, no solo atenta
contra la justicia (o el bien común, en términos del siglo XVII); también
deprime la economía. El incremento de la desigualdad, en solitario, no estimula
el crecimiento; únicamente generaliza la pobreza. Y ambos juntos pueden alargar
una recesión y bloquear por largo tiempo la recuperación posterior.››
APÉNDICE: Texto para comentario.
Jover, Gabriel. Las grandes recuperaciones de la economía española / 2. Respuestas preindustriales. “El País” Negocios 1.893 (27-II-2022). [https://elpais.com/economia/negocios/2022-02-28/respuestas-preindustriales-a-la-crisis-del-siglo-xvii.html] La economía se recuperó tras la crisis del siglo XVII (cuyas causas el autor explica al inicio), de una manera desigual entre el interior y la periferia, por las grandes diferencias de los regímenes señoriales y de propiedad de la tierra, y de las condiciones medioambientales.
‹‹La crisis del siglo XVII tuvo un carácter general y disruptivo en la historia europea y española. En primer lugar, como sugirió el historiador Eric Hobsbawm, la crisis fue global, pues afectó al conjunto de Estados del continente europeo y a sus incipientes imperios, así como a las relaciones entre todos esos territorios. En segundo lugar, porque de ella emergieron las primeras naciones capitalistas (Inglaterra y Holanda) que incorporaron formas más intensivas de crecimiento. Y, por último, porque fue durante esa etapa cuando España perdió posiciones respecto de las nuevas economías nacionales atlánticas. La crisis en el escenario global del imperio español estaba íntimamente relacionada con otra de carácter interior, en un imperio, como escribió García Sanz, donde “no se ponía el sol… ni el hambre”. En este artículo nos centraremos en los conflictos que condicionaron las salidas de la llamada crisis del siglo XVII en los territorios peninsulares de la Monarquía Hispánica, aunque para comprender su dinámica primero sea necesario repasar las causas de aquella.
En el ámbito interior, la crisis del siglo XVII tuvo sus orígenes en los conflictos que generaba el crecimiento extensivo característico de las sociedades preindustriales. Tras una larga etapa de expansión, las potencialidades de desarrollo en los distintos sectores económicos y regiones se fueron agotando, fruto de factores diversos. Por una parte, el descenso de los rendimientos agrícolas, el cierre de la frontera de tierras y la reducción de las reservas de pastos y forestas, y el aumento de las rentas sobre la tierra estrechaban la capacidad de inversión del sector agrícola, y también limitaban el aumento de la oferta de alimentos y materias primeras para las poblaciones urbanas.
Por otra parte, el incremento de la fiscalidad aumentaba los costes de las manufacturas castellanas y dificultaba la innovación y la capacidad exportadora del sector. A finales de la centuria diversos choques externos colapsaron el sistema. Por un lado, los fenómenos climáticos adversos (sequías e inundaciones de 1591, 1604-1606 y 1630) provocaron graves crisis agrícolas y encarecieron el precio de las subsistencias; por otro lado, el nuevo ciclo pandémico (1592-1602, y, más tarde, 1630 y 1647-1654) contribuyó a reducir la población, y, finalmente, la intensificación de los conflictos bélicos (la guerra de Flandes, la Armada Invencible y, después, la guerra de los Treinta Años) multiplicaron los impuestos y cerraron algunos mercados a las exportaciones. En el primer tercio del siglo XVII, las reservas de que disponían la Monarquía, los gobiernos locales y las economías familiares para hacer frente al pago de rentas e impuestos se habían agotado, como reconocían los arbitristas en sus acerados y acertados diagnósticos.
Impacto demográfico.
La evolución de los bautismos en las diversas áreas geográficas peninsulares constituye el indicador más fiable del citado dispar deterioro económico de la población en dichas zonas. En la España interior (las dos Castillas, La Rioja, Extremadura y Aragón), durante la primera mitad del siglo XVII, se produjo un agudo descenso de la población rural y, más aún, de la urbana; en estas regiones, la recuperación posterior fue extremadamente lenta, no recobrándose los niveles demográficos de 1580 hasta mediados del siglo XVIII. Andalucía occidental registró un menor descenso de la población, recuperando los máximos demográficos de finales del siglo XVI en la segunda mitad del Seiscientos; ahora bien, en dicha región el incremento de la población fue bastante exiguo en la primera mitad del siglo XVIII.
En la España septentrional (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y Navarra), la intensidad de la crisis fue menor y la recuperación más precoz y rápida en el siglo XVII, aunque también aquí el crecimiento se ralentizó durante la primera mitad del Setecientos. El Levante mediterráneo (Cataluña, País Valenciano y Murcia), donde las densidades demográficas de partida eran menores, y donde la expulsión de los moriscos contribuyó al declive demográfico de algunas zonas (valencianas especialmente), la depresión fue menos intensa y más breve que en el resto de las regiones; además, la segunda mitad del siglo XVII ya fue una etapa de rápida recuperación demográfica y económica, la cual dio paso a un vigoroso crecimiento en la primera mitad del siglo XVIII.
A mediados del Seiscientos, la recuperación de una crisis tan profunda y desigual dependía de la capacidad de los agentes económicos y de las instituciones de incentivar, o no, cambios que estimulasen la reactivación económica y generasen nuevas sendas de crecimiento. Pero esas iniciativas afrontaban poderosas inercias institucionales, privilegios sociales y económicos y desiguales dotaciones de recursos naturales. Veamos cuáles fueron los factores sociales, institucionales y ambientales que explican las dispares respuestas al impacto de la crisis en los dos niveles en que actuaban las principales fuerzas socioeconómicas: por arriba, las políticas fiscal y comercial de la Monarquía, y, por abajo, los agentes sociales en el ámbito económico regional.
La política imperial de los Austrias exigía una continua y voluminosa movilización de recursos para sostener las guerras en defensa de sus dominios europeos. Durante la primera mitad del siglo XVII, la Monarquía estuvo atrapada entre el descenso de los ingresos fiscales, derivado de la depresión económica, el retroceso de las remesas americanas y el aumento del gasto provocado por los incesantes conflictos bélicos. Y la aristocracia y la Iglesia, sus pilares sociales, atravesaron una crisis financiera generada por el descenso de sus rentas patrimoniales.
El Gobierno y la aristocracia intentaron incrementar la presión fiscal y la renta, respectivamente, y tuvieron que recurrir al endeudamiento. Pero ambas vías, en aquella coyuntura depresiva, ahogaron las potencialidades del crecimiento y tensionaron la débil estructura institucional de la Monarquía (guerras de Portugal y Cataluña en 1640). Las derrotas militares frente a sus competidores, Inglaterra, Holanda y Francia, y la firma de los tratados de paz (en 1649 con Holanda, en 1659 con Francia y en 1667 y 1670 con Inglaterra) reflejaron la creciente debilidad política y financiera de la Monarquía Hispánica.
Los primeros intentos de reforma de las finanzas, en el último tercio del siglo XVII, implicaron la moderación de la presión fiscal y la reducción del tipo de interés de juros y censos, lo que alivió la situación financiera de los deudores. Por otra parte, los intentos de centralización del poder, a finales del Seiscientos, un paso importante hacia un modelo de Estado patrimonial, basado en el pacto y trato entre el monarca y los distintos estamentos e instituciones del Reino (nobleza, ciudades, jurisdicciones), impidieron crear un contrapoder constitucional y favorecieron la heterogeneidad en la toma de decisiones políticas. Tras la guerra de Sucesión y el cambio de dinastía, el ánimo reformador borbónico fue en parte cercenado por las presiones de la aristocracia y los cuerpos intermedios que defendieron sus privilegios fiscales y jurisdiccionales. Esas resistencias entorpecieron dos de los mayores empeños reformistas: la imposición de un sistema fiscal único que gravase a los súbditos según su nivel de renta (Catastro de Ensenada, 1754) y una efectiva integración del mercado interior eliminando todas las aduanas interiores.
Por último, la creciente debilidad de la Monarquía limitó la capacidad de proteger los mercados coloniales e interior en beneficio de la economía nacional, como habían hecho sus competidores (Gran Bretaña y Francia). Bajo esta compleja arquitectura institucional (imperio, poder regio, aristocracia, Iglesia) se articularon las salidas de la crisis de las diferentes regiones de la Monarquía. Para comprender las consiguientes disparidades de sus trayectorias cabe tomar en consideración, en cada territorio, las dotaciones de recursos naturales, las disputas sobre los derechos de propiedad y el acceso a la tierra entre los distintos grupos sociales, y los diferentes entramados fiscales que se afianzaron tras las reformas de 1714.
A mediados del siglo XVII, la Corona de Castilla presentaba un cuadro con intensos claroscuros. La zona septentrional (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y Navarra) había sufrido menos el alza de la presión fiscal y, en ella, la crisis económica había sido más liviana que en otras regiones. Hacia 1650 partía de unas relativamente elevadas densidades demográficas (25 habitantes/km2). Sus condiciones naturales (abundancia de precipitaciones y pastos) y el predomino de pequeñas y medianas explotaciones campesinas, asociadas a las tierras comunales, propiciaron una creciente intensificación del cultivo con la incorporación del maíz (y, más tarde, la patata) y otros cereales, y el aumento de la carga ganadera, básicamente vacuna. Esta intensificación sustentó el incremento de la producción agraria. Sin embargo, el crecimiento demográfico rural y la subsiguiente fragmentación de las explotaciones condujeron a un aumento del peso relativo del autoconsumo familiar en detrimento de la comercialización. Además, el escaso desarrollo urbano limitó los procesos de especialización productiva; entre estos solo destacaron las ferrerías vasco-navarras, y la industria linera y el subsector pesquero gallegos. La respuesta a la presión relativamente intensa de la población sobre la tierra fue una precoz emigración estacional y definitiva.
La meseta norte había padecido los efectos devastadores de la crisis económica y demográfica. La recuperación fue muy lenta. La mayor parte de sus ciudades manufactureras se había hundido bajo la presión fiscal, el descenso de la demanda y los privilegios comerciales que habían obtenido los mercaderes franceses e ingleses. En Madrid, la corte concentraba gran parte de la demanda de productos manufacturados de gama media y alta, y actuaba como centro que atraía recursos y población, pero sus efectos dinamizadores sobre la agricultura y la industria castellana fueron débiles. Las explotaciones campesinas seguían sometidas a una elevada presión fiscal sobre la comercialización de sus productos, y la enajenación de comunales y realengos favorecía la concentración de la propiedad en manos de los privilegiados. El control del poder local por parte de estos actuó como freno a la extensión y a la diversificación del cultivo, procesos que, sin embargo, se abrirían paso en la segunda mitad del siglo XVIII.
En Extremadura y Andalucía occidental, el peso del latifundio y las restricciones sobre el acceso a la tierra limitaban de otra manera el desarrollo agrario. La especialización oleícola, cerealista o ganadera que incentivaban los mercados urbanos del sur (Sevilla y Cádiz) y la exportación hacia América y el Atlántico no tuvo los mismos efectos que en otras regiones, ya que la gestión agraria de la aristocracia terrateniente imponía un modelo que situaba la producción muy lejos de su horizonte potencial: un uso marcadamente extensivo de la tierra generaba una demanda de trabajo muy concentrada en ciertas labores estacionales (siega) y deprimía los salarios de la mano de obra jornalera. Por ello, el producto por habitante siguió siendo relativamente bajo hacia 1750, y los procesos de especialización no adquirieron la profundidad que alcanzaron en el litoral mediterráneo.
Pujanza mediterránea.
El rápido crecimiento y la especialización económica que caracterizó al área mediterránea fue fruto de la combinación de diferentes factores. Por una parte, esta tenía algunas ventajas de partida: unas densidades demográficas bajas (entre 11 y 17 habitantes/km2), una frontera de tierras relativamente abierta, una sólida tradición manufacturera y comercial, y la pervivencia de importantes infraestructuras de regadío en las zonas húmedas del litoral; y, por otra, también alguna desventaja, unas condiciones agroclimáticas (clima seco y precipitaciones escasas y concentradas estacionalmente) poco propicias a la introducción de los nuevos cultivos, como el maíz. El crecimiento se asentó sobre un sistema de tenencias familiares o intermedias (campesinado acomodado) que habían afianzado sus derechos de propiedad frente a la nobleza tras la crisis bajomedieval; y, sobre modalidades contractuales que facilitaban el acceso a la tierra y la permanencia de colonos y arrendatarios en el usufructo de las parcelas que explotaban. La intensificación del cultivo y la especialización agraria encontraron sus oportunidades en la asociación de los cultivos leñosos (olivos, vides, avellanos, almendros, etcétera) con los cereales y las legumbres de secano, y también, donde era posible, en la reutilización y ampliación de los viejos sistemas de regadío para el cultivo de moreras, barrilla y arroz). Además, algunos de los nuevos cultivos escaparon del diezmo y la implantación de la nueva fiscalidad única (tallas, catastro…) pronto se volvió más liviana que en otras regiones, contribuyendo así a ampliar el margen de ganancia de los campesinos.
Esos cambios en el mundo rural favorecieron una mejora en la distribución de la renta e impulsaron los procesos de especialización agrícola. A la vez, se desarrolló una malla comercial intermedia que finalizaba en las ciudades costeras (Málaga, Barcelona, Alicante, Alcoy, Valencia). Estas villas y urbes, a su vez, creaban impulsos hacia fuera, hacia los mercados internacionales (exportación de vino, seda, aguardiente, etcétera), y hacia dentro, organizando distritos industriales. Las manufacturas catalanas y valencianas se beneficiaron de la eliminación de las aduanas interiores, creando redes comerciales que atravesaban Aragón y llegaban a Madrid y Sevilla. En estas regiones mediterráneas, los niveles de producto por habitante eran los más elevados de la Península a mediados del siglo XVIII, y la distancia respecto de las regiones interiores y septentrionales se incrementó en la segunda mitad de la centuria.
Hacia 1750 la posición de España se había debilitado frente a Inglaterra y Francia; además, los diferentes modelos de crecimiento, durante la última centuria, habían aumentado notablemente las desigualdades económicas entre las diversas regiones españolas. Esa fragilidad del crecimiento y las crecientes desigualdades quizás estuvieron relacionadas con la incapacidad de implantar una fiscalidad más justa, promover una mayor integración de los mercados y facilitar un acceso más amplio y menos oneroso a la tierra. La segunda mitad del siglo XVII queda muy lejos. Sin embargo, los retos a los que se enfrentaban los habitantes de la España de entonces pueden sentirse como próximos cuando pensamos en los desafíos del presente: globalización, desigualdad, cambio climático, innovación técnica y políticas públicas.››
Como siempre, un placer encontrar estos temas tan bien estructurados. Aunque creo que hay un error: dice ud que Solimán II guerreó contra Carlos I. ¿No fue en realidad Solimán I 'el Magnífico'? Un saludo.
Como siempre, un placer encontrar estos temas tan bien estructurados. Aunque creo que hay un error: dice ud que Solimán II guerreó contra Carlos I. ¿No fue en realidad Solimán I 'el Magnífico'?
ResponderEliminarUn saludo.