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miércoles, 2 de mayo de 2012

El historiador británico Tony Judt (1948-2010).


El historiador británico Tony Judt (1948-2010).


[http://www.editorialtaurus.com/es/autor/tony-judt/]

Tony Judt (Londres, 1948-Nueva York, 2010), historiador británico, especialista en Europa Central, profesor de Historia Contemporánea de Europa en las universidades de Cambridge, Oxford, Berkeley  y Nueva York.
Hijo de padres judíos inmigrantes en Londres: su madre era rusa y su padre belga. Judt fue en su juventud proisraelí, vivió años en un kibbutz y participó en la Guerra de los Seis Días (1967) como intérprete del Ejército, antes de consagrarse a la carrera académica, culminando estudios de Historia en el King's College de Cambridge y en la École Normale Supérieure de París. Falleció por una enfermedad degenerativa.

Una entrevista a Judt.
La entrevista de Calvo a Judt, en  Tony Judt historiador. “Europa debe adaptar el Estado del bienestar a la inmigración”.  ”El País” (18-VI-2006), le permite pasar revista en su despacho de Nueva York a la historia de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. En su opinión, el viejo continente puede enseñar la forma de evitar errores como los cometidos en su suelo en el pasado y ofrecer al mundo un modelo de organización internacional:
‹‹“Creo que es algo terrible, pero Europa tiene que fijar límites a su expansión; en algún momento hay que decir: Europa llega hasta aquí”.
“La diferencia entre EE UU y Europa es que a EE UU vas individualmente, pero Europa te llega a tu país y, cuando eso ocurre, es maravilloso”.
“El desafío es mantener las grandes virtudes del Estado del bienestar al tiempo que se incorpora a los inmigrantes, sin provocar el ascenso de políticas antiinmigración”.
“Europa occidental no supo reaccionar a la caída del muro y complicó un proceso de integración política que debería haber sido más fácil”.
“Los intelectuales de Europa tienen una gran responsabilidad por no haber reflexionado sobre el comunismo, igual que ocurrió en los años treinta con el fascismo”.
En diciembre de 1989, cuando el historiador Tony Judt cambiaba de tren en la Westbahnhof de Viena, decidió escribir un libro. Volvía de Praga, donde Václav Havel y sus compañeros hacían la revolución de terciopelo, semanas después de la caída del muro de Berlín. “Una era acaba y otra empieza”, pensó. Quince años después, Judt (Londres, 58 años, profesor en Nueva York y director del Instituto Remarque) publica Postwar [Posguerra, Taurus, octubre de 2006], un gran retrato de los 60 años de reconstrucción de Europa desde 1945 que no ahorra incómodas realidades sobre la colaboración, la resistencia o la guerra fría: “La historia como desencanto de los mitos, como ruptura de ciertos recuerdos”. Esta Europa que ocupa “una privilegiada situación para ofrecer al mundo algún consejo modesto sobre cómo no repetir los errores que ella cometió” y que podría ser el modelo futuro de organización internacional: “Si los europeos no se suicidan políticamente, es decir, si mantienen la unidad política, el siglo XXI podría ser el siglo de Europa, un continente próspero y estable con un modelo único que combina las libertades occidentales con la cohesión social”, dice Judt en su despacho del Instituto Remarque, con ventanas que dan a Washington Square, corazón de la Universidad de Nueva York.
Pregunta. Ni la historia edulcorada ni la amnesia, propone usted al contar los últimos 60 años de Europa.
Respuesta. Hemos de tener cuidado, al librarnos de la autocomplacencia con la que se narraba la reconstrucción después de 1945, de no caer en otro tipo de autosatisfacción, la de decir: “Hay que ver, qué honrados somos”. El nuevo mito sería: como ya hemos dicho la verdad y sabemos cómo fue todo, no hace falta que volvamos sobre ello. Una trágica consecuencia de esto es que hoy, en Alemania, los jóvenes dicen: “Bueno, ya sabemos toda la verdad de lo que pasó; ¿podemos, por favor, dejarlo ya?”.
P. Dedica su epílogo al Holocausto y a la necesidad de mantener vivos los horrores pasados, pero no de cualquier forma.
R. Hay que mantenerlos, pero como historia, porque si lo haces como memoria, siempre inventas una nueva capa de olvido. Porque recuerdas siempre alguna cosa, recuerdas lo que te es más cómodo, o lo que te es políticamente más útil... Por eso escribí el epílogo, porque quería acabar subrayando la importancia de la historia, especialmente en la época contemporánea, cuando es tan fácil pensar que con la memoria es suficiente.
P. ¿La memoria selectiva es necesaria a veces para la supervivencia?
R. Depende de si le respondo como historiador o como ciudadano. Como ciudadano, diría: ya sea sobre 1945 o 1989, hay que decir la verdad, hay que hacer todas las preguntas. Como historiador, le diría que en estas situaciones hay un modelo: en los primeros años después de una catástrofe, como la II Guerra Mundial, o una ocupación o una guerra civil, tiene que haber un tiempo de silencio político. Y luego, normalmente una generación después y con estabilidad política y económica, la gente empieza a decir: “Un momento, así no es como fue”, o “¿Estás seguro de que eso fue así?”, o “Hay cosas que tenemos que decir porque no las pudimos decir antes”... Esto es lo que pasó en Alemania en los años sesenta y setenta, pero no antes, porque era imposible.
P. Tras el silencio, ¿puede llegar a ser arriesgado que haya demasiados recuerdos?
R. Sí, demasiada memoria podría ser algo malo por contraproducente. Y si se insiste en sacar a la luz todo el dolor, todos los delitos, los compromisos y colaboraciones de la gente, o de sus padres, o cosas que muchos no quieren recordar, pueden pasar un par de cosas: primero, la gente va a decir: “Mi historia es la historia verdadera, no las de los demás”; segundo, va a ocurrir... Se lo diré con un ejemplo: cuando, en los años ochenta, empezó a debatirse abiertamente en Francia todo lo del Gobierno de Vichy, uno de los primeros en hablar fue Bruno Maigret, número dos entonces del Frente Nacional de Le Pen. Maigret dijo que se alegraba mucho y que había que contar toda la verdad de la magnitud de la colaboración, porque eso demostraría que Vichy era popular, que aquel Gobierno tenía respaldo... “Il faut le dire, hay que decirlo, después de 30 años de haberlo negado, y eso me legitima a mí, a Maigret”.
P. Un debate que no llegó al fondo hasta la muerte de Mitterrand, que había sido funcionario de aquel Gobierno...
R. Él representa todas las ironías y las complejidades. Si se multiplica eso por millones de franceses, es fácil ver por qué puede llegar a ser políticamente insostenible un proceso en el que se exige demasiado al recuerdo, a la memoria.
P. Es chocante leer en su libro que en Francia se sancionó a menos del 0,1% de los colaboracionistas de Vichy.
R. Mucha gente me dice: “Pero ¿es verdad eso?”. Porque existe la idea, primero, de que no hubo muchos colaboracionistas, y segundo, de que todos ellos habían sido castigados. Y en realidad fueron muy numerosos, y muy pocos fueron castigados; irónicamente, hubo más castigos en países como Noruega o Dinamarca, donde se dieron los índices más bajos de colaboracionismo. Cada país tiene su propia historia: Italia, en donde fue necesario construir el mito del antifascismo, porque había habido un país fascista durante 21 años; porque el único espacio que se le dejó en Europa fue el de una república alpina neutral: si no hubiera sido por la guerra fría, Occidente y, por distintas razones, los rusos, no lo hubieran admitido. El resultado ha sido que Austria fue uno de los últimos países en los que se pudo hablar públicamente de lo que había pasado.
P. “Habría sido imposible gobernar Alemania sin alemanes después de la guerra”. Por eso, en 1951, en Baviera, el 94% de los jueces y fiscales y el 77% de los funcionarios de Hacienda eran ex nazis. El 43% del cuerpo diplomático en Bonn eran antiguos miembros de las SS, y el 17%, de la Gestapo...
R. Se debió a un par de razones. Primero, no había suficiente gente cualificada que no fueran nazis, exactamente como ocurrió después del comunismo en Bulgaria, Rumania... Los únicos con títulos superiores, ingenieros o gestores habían tenido cargos en el partido comunista. Pero hubo otra razón: la decisión estratégica de norteamericanos y británicos de no castigar colectivamente, sino individualmente, porque en el derecho anglosajón cada delito es individual. El resultado es la paradoja de que todo aquel que no fue juzgado sintió que no era culpable. En los sesenta conocí a algunos alemanes que habían pertenecido al partido nazi con responsabilidades de nivel medio y hablaban de ello con toda naturalidad. Yo, un joven estudiante inglés, estaba horrorizado, pero ellos me decían: “Todo el mundo pertenecía al partido, ¿qué querías que hiciéramos?”. Si se hubiera querido reconstruir el país con heroicos resistentes, habría habido 10.000 personas en total.
P. Es estremecedor el capítulo En el torbellino, sobre los efectos de la guerra fría en Hungría, Polonia, Checoslovaquia... Y cómo los intelectuales europeos, sobre todo franceses, rechazan los testimonios de la represión. “Hay que elegir entre la Unión Soviética y el bloque anglosajón”, dijo Jean Paul Sartre.
R. Pasó con otros intelectuales -italianos, británicos-, pero fue especialmente fuerte en Francia. Tiene que ver con la humillación: la combinación de la catástrofe sin precedentes de 1940 en Francia -que es mucho más psicológica, aunque también militar- con lo humillante de la ocupación, y de haber sido liberados por norteamericanos y británicos. La ironía es que después de la guerra, París vuelve a ser la capital intelectual de Europa. ¿Por qué? Porque Berlín está muerta, porque el Este está bajo el comunismo, Gran Bretaña es marginal, España está bajo Franco, Italia está recuperándose de la Guerra Civil y del fascismo, América está aún muy lejos... Y los intelectuales del Este, los americanos, los españoles disidentes van a París, y hay esta ilusión que se cultiva entre los intelectuales parisienses -muy poderosos- de que Francia es, de nuevo, un país distinto, ni comunista ni angloamericano, una tercera vía. La consecuencia fue una absoluta ceguera sobre lo que pasaba en el Este. A eso hay que añadir esa idea de que las personas que saben, porque lo han visto o sufrido, son malos testigos por definición: si has experimentado el comunismo, ya no eres objetivo a la hora de hablar, porque lo has sufrido, porque eres una víctima. “No escuchéis a los que gritan socorro, porque no saben de lo que hablan”. En la medida en que eres víctima, no eres fiable.
P. ¿Hay alguna conexión entre esto y la corriente intelectual europea antiamericana?
R. El antiamericanismo era, en algunos países, más fuerte entre intelectuales y artistas que entre las masas. No fue sólo la humillación de la liberación o del Plan Marshall, sino la visión de América: todo lo que era intranquilizador sobre el futuro -la industrialización, la modernización, la velocidad, la pérdida de las certezas-, de alguna manera estaba simbolizado por América. No tenía que ver con la derecha o la izquierda; la extrema derecha fue muy antiamericana, porque creía que América eran los judíos y el cosmopolitismo y la amenaza a las identidades nacionales... y después de la guerra, lo fue la izquierda. No era tanto político como cultural, y se trataba del miedo al cambio. Aunque la guerra lo trastornó todo, muchos de los hábitos culturales de los años veinte estaban aún presentes en Europa en los años cuarenta y cincuenta, y uno era esta visión de América como un lugar extraño, ajeno.
P. El viejo orden concluye con Mijaíl Gorbachov, con la caída del muro. ¿Los que vivían al otro lado se imaginaban algo así?
R. Yo iba a Europa del Este en los ochenta con una organización dedicada a llevar ilegalmente libros a Checoslovaquia. Conocí a optimistas y pesimistas, pero nadie tenía expectativas de un cambio inmediato. Su gran esperanza era que Gorbachov ayudara a reformar a los comunistas en Hungría o que los comunistas polacos llegaran a algún acuerdo con Solidaridad.
P. ¿Cómo se explica ahora la catástrofe de los Balcanes?
R. Muchos en Occidente cayeron en la ilusión de que Yugoslavia era un lugar de compromiso; la izquierda podía creer que Tito había inventado, con éxito, un comunismo autónomo, y la derecha podía pensar que era un régimen comunista, pero occidental. Y todos tardaron mucho en enterarse de lo que pasaba; Tito -hablábamos de olvidar el pasado- había manejado muy bien la historia: la tragedia de la guerra, las masacres entre croatas y serbios... y caímos en el sueño de un Estado multicultural y multinacional. Luego, frente al problema de política exterior y al reto moral del enfrentamiento, no hubo capacidad de respuesta colectiva. El Ejército yugoslavo y los paramilitares serbios podrían haber sido derrotados por una división de soldados británicos. Pero nadie tuvo la voluntad política de hacerlo.
P. E intervinieron los norteamericanos...
R. Intervinieron en 1995, y lo que hicieron, insisto, es algo que británicos y franceses podrían haber hecho perfectamente. Desde el punto de vista bosnio o croata, fue doblemente catastrófico: primero, Europa no hace nada, y después, América tarda en llegar. No había una voz común europea que les dijera a los serbios que tenían que entregar a los criminales de guerra o que tenían que pactar. La historia que Europa se había contado a sí misma desde 1945 hasta 1989, la historia de una nueva Europa basada en la paz, la cooperación y las alianzas económicas, hacía muy difícil imaginar una guerra, un conflicto con limpieza étnica fascista. Por eso fue tan terrible.
P. ¿De qué cosas debe avergonzarse Europa?
R. Bueno, ya hemos hablado de una, Yugoslavia. Otra fue, durante mucho tiempo, el silencio sobre el pasado; si se hubiera parado el reloj en los años setenta, tendríamos mucho de lo que avergonzarnos. Otra más: la paradoja, muy embarazosa, de que Europa occidental se reconstruyó con gran éxito en parte porque Europa oriental no estaba presente. Los intelectuales europeos tienen una gran responsabilidad por no haber reflexionado correctamente sobre el comunismo, igual que fracasaron en los años treinta con el fascismo, con lo que la división entre Este y Oeste es más profunda de lo que tendría que ser. Diría que Europa occidental no supo reaccionar ni rápida ni entusiásticamente en 1989, y, como resultado, complicó durante un tiempo un proceso de integración política que debería haber sido más fácil.
P. ¿Y la lista de las cosas de las que pueden enorgullecerse los europeos?
R. ¡Oh, Dios mío! Un montón. Lo principal es que era impensable, en 1945, que las cosas fueran como fueron después. ¿Cuáles eran las perspectivas? Un probable retorno al fascismo en muchos países; porque era una respuesta obvia a las experiencias de la guerra, a las privaciones... Otra posibilidad era la implantación del comunismo en Italia, quizá en Francia, en Bélgica... Y nadie podía haber soñado que Europa iba a recuperarse en menos de 50 años; algo inimaginable al contemplar el grado de destrucción económica y moral de 1940 a 1945. Era muy difícil recuperar la idea de civilización europea. Que Europa sea lo que es hoy es asombroso. Segundo, Europa ha logrado algo que ningún otro grupo de países ha hecho: mantener las autonomías nacionales -el Estado español, el británico, el alemán-, dando al mismo tiempo auténtico poder de iniciativa a organismos supranacionales.
P. ¿Qué errores de fondo, de los que no se habla lo suficiente, está cometiendo Europa?
R. Creo que es un gran error que llevemos 25 años sin reflexionar en serio sobre las implicaciones de la inmigración ni sobre las sociedades multiculturales y multirreligiosas. El resultado es que políticos como Le Pen tienen mucho campo. Creo que es grave no haber reformado los sistemas educativos: tenemos grandes universidades con cientos de miles de estudiantes sin perspectivas de empleo y con títulos devaluados. Y debo decir que mi generación, la del baby boom, ha demostrado ser políticamente desastrosa: tenemos políticos de segunda o tercera categoría. Si se compara con la generación posterior a la guerra mundial -y lo mismo ocurre aquí, en EE UU-, la diferencia es evidente. No tenemos líderes políticos, en Europa o en Norteamérica, capaces de hablar de los desafíos actuales, y mucho menos de los futuros.
P. ¿Cuáles son esos retos?
R. Hablaré de dos. El Estado del bienestar fue un gran éxito europeo. La combinación de prosperidad y seguridad se dio mejor en países pequeños y ricos como Holanda, Suecia o Dinamarca. Ahí es donde la presencia de comunidades muy distintas -por el color de la piel, la religión, el idioma- es más difícil de asumir. El reto, para todos, es mantener las grandes virtudes del Estado del bienestar al tiempo que se incorpora a los inmigrantes, sin provocar el ascenso de políticas antiinmigración que capten al electorado de la derecha o de la izquierda. Es decir, Europa debe adaptar el Estado del bienestar a la inmigración, rediseñar el Estado de bienestar sin hacer el juego al multiculturalismo extremo ni al nacionalismo, para reconstruirlo en sociedades mezcladas para las que no estaba pensado.
P. ¿Y el segundo?
R. El segundo sería fijar límites a la expansión de Europa, la única zona del mundo, con Israel, que no define sus fronteras. Es un conflicto, porque si defines las fronteras, vas a tener un problema con la gente que se queda fuera; pero si no las defines, vas a tener el problema en casa, porque el electorado, de España, de Francia o de donde sea, te va a decir: “Un momento, ¿vamos a pagar dinero a los turcos, a los bielorrusos, a los ucranios, y ellos van a venir aquí y van a ocupar nuestros empleos?”. Yo no tengo respuestas, y sé por experiencia -en Turquía, en Macedonia, en otros lugares- que lo mejor que tiene Europa es la promesa de que va a llegar hasta ti. La diferencia entre EE UU y Europa es ésa: EE UU es un sueño, el estilo de vida americano, pero tienes que ir allí, es un sueño individual, privado: te metes en un barco, en un avión, y vas a América, y prosperas y eres libre, etcétera. Pero Europa... tú estás donde estás, y Europa te llega. Estás en Macedonia, en Serbia, en Turquía, en Ucrania... y Europa llega: te haces europeo donde vives, es algo maravilloso. Pero tiene que haber un límite.
P. ¿Dónde está ese límite?
R. Hay que pensarlo y decidirlo, y entiendo que es algo terrible, porque los países que se queden fuera probablemente no tendrán posibilidades de convertirse en democracias estables, con lo que, aparte de lo que eso supone, nos estamos creando malos vecinos. Pero en algún momento hay que decir: Europa llega hasta aquí.››

Fuentes.
Internet.
[http://es.wikipedia.org/wiki/Tony_Judt]
Libros.
Judt, Tony. Postguerra. Una historia de Europa desde 1945. Trad. de Jesús Cuéllar y Victoria E. Gordo del Rey. Taurus. Madrid. 2006 (2005 inglés). 920 pp. Círculo de Lectores. Barcelona. 2007. 1.212 pp. 4 bloques: 1 (1945-1953), 2 (1954-1970), 3 (1971-1989), 4 (1989-2006). El libro de referencia más actualizado y brillante. Reseña y entrevista de José Andrés Rojo a Judt. Tony Judt / Historiador. “La complicidad entre Europa y Estados Unidos ha sido temporal”. “El País” (27-X-2006) 54.
Judt, Tony. Pasado imperfecto. Taurus. Madrid.  2007. 434 pp.
Judt, Tony. Sobre el olvidado siglo XX. Taurus. Madrid. 2008. 489 pp.
Judt, Tony. Algo va mal. Taurus. Madrid. 2010. 220 pp. Alerta sobre problemas de la sociedad actual, en especial el egoísmo social que rompe con el modelo socialdemócrata que desarrolló Europa  desde 1945 y dio a su población un nivel de vida y justicia sin parangón en su historia.
Judt, Tony; Snyder, Timothy. Pensar el siglo XX. Taurus. Madrid. 2012. Fragmento Viviendo en la era del miedo. “El País” Domingo (13-V-2012) 9. / Constenla, Tereixa. Tony Judt dicta su epílogo al siglo XX. “El País” (21-V-2012) 48.

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