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martes, 25 de septiembre de 2012

El siglo XVIII en Europa, España y EE UU. La crisis del Antiguo Régimen.

EL SIGLO XVIII EN EUROPA, ESPAÑA Y EE UU. LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN.

Índice.
Introducción y resumen.
El problema de la datación.

1. La población.
1.1. El incremento de la población.
1.2. Las diferencias entre la Europa Oriental y la Occidental.

2. La economía.
2.1. Un siglo XVIII de prosperidad.
2.2. Los sectores económicos.
2.3. El comercio colonial.
2.4. El modelo inglés: la economía industrial.
La agricultura.
La industria.
El comercio.
2.5. El modelo francés: la economía tradicional.
La agricultura.
La industria.
El comercio.

3. Sociedad estamental y desigual.
Los privilegiados.
Los no privilegiados.
El cambio social a lo largo del siglo XVIII.

4. Las ideas políticas: el pensamiento ilustrado.
El cambio en la mentalidad social: el individualismo burgués y la libertad política.
4.1. Que es la Ilustración.
4.2. Los filósofos de las Luces.
El pensamiento económico.
El pensamiento político.
4.3. La Enciclopedia.

5. Las monarquías europeas.
5. 1. La monarquía absoluta.
5.2. La progresiva limitación del poder del rey en Reino Unido.
5.3. El Despotismo Ilustrado.

6. La revolución norteamericana.
6.1. La rebelión.
6.2. La guerra de independencia (1776-1783).
6.3. La formación de los Estados Unidos.
6.4. El liberalismo norteamericano.

7. El siglo XVIII en España: la monarquía borbónica.
7.1. El cambio de dinastía.
La guerra de Sucesión de España (1702-1714).
7.2. Felipe V (1700-1746).
El reformismo centralizador.
La agresiva política exterior.
Los primeros Pactos de Familia.
7.3. Fernando VI (1746-1759).
El reformismo y la neutralidad.
7.4. Carlos III (1759-1788).
El gobierno ilustrado.
El motín de Esquilache.
La política exterior.
7.5. Carlos IV (1788-1808).
La crisis del Antiguo Régimen español.
La política exterior.
7.6. La población.
El aumento de la población.
Una evolución desigual.
7,7. La economía.
La situación de partida h. 1700.
La evolución de la economía y las diferencias regionales.
La agricultura.
La propiedad agraria.
La situación social del campesinado.
Las tensiones en el mundo agrario.
La industria.
El comercio.
La crisis económica de fin de siglo.
7.8. La sociedad.
La nobleza.
El clero.
La burguesía.
El artesanado y el proletariado.
El campesinado.
7.9. La mentalidad social.
La nueva mentalidad burguesa.
Los ilustrados españoles.
7.10. Las reformas.
El reformismo.
La centralización de la Administración.
La política religiosa y cultural.
La reforma de la Hacienda.
La reforma financiera.
La reforma de la industria.
La reforma del comercio.
La reforma agraria.
Los primeros intentos de reforma agraria.
La teoría de la reforma agraria.
La difícil aplicación de la reforma agraria desde 1766.

APÉNDICES: LOS CAMBIOS EN ESPAÑA. Textos para comentario en clase.
El despegue de la burguesía española en el siglo XVIII.
Las tierras amortizadas en el siglo XVIII.
El reformismo agrario de los ilustrados.
La legislación borbónica: la alternativa reformista.
Las reformas de Carlos IV y Godoy.
La recuperación económica española en el siglo XVIII.

Introducción y resumen.
El siglo XVIII fue un período de transición en Europa, en el que se mantenían los principales rasgos del Antiguo Régimen: la monarquía absoluta, la sociedad estamental y la economía señorial agraria.
Pero se abrían camino cambios importantes: el auge de la Ilustración en la cultura y las ideas políticas, el aumento del poder socio-económico de la burguesía, y el crecimiento demográfico y económico, sobre todo debido a la expansión comercial.



Gabriel Lemonnier. El salón de Madame Geoffrin (1812). Col. Louvre, París. Entre los personajes destacan Montesquieu, Diderot, D'Alembert, Voltaire y Rousseau. [https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Salon_de_Madame_Geoffrin.jpg]

A finales del siglo XVII la democracia parlamentaria ya se había establecido en Inglaterra, después de una Revolución, y a finales del siglo XVIII se añadieron los Estados Unidos de América, independizados de Inglaterra en 1783, y finalmente Francia, donde la revolución de 1789 inició un proceso que destruyó el Antiguo Régimen en toda Europa.
En España, el siglo XVIII fue un período de recuperación de la grave decadencia del siglo XVII, con una nueva dinastía, los absolutistas Borbones franceses, más autoritarios y centralistas que los Austria, y también aparecieron, pero más tardíos y débiles, los cambios que trastornaron Europa.

La demografía era estacionaria hasta el siglo XVIII, con una natalidad elevada, pero con una mortalidad también alta por las guerras, malas cosechas, hambres y epidemias. Había un equilibrio entre economía y población, y los excedentes eran apropiados en gran parte por los privilegiados.
La sociedad del Antiguo Régimen era estamental, con dos estamentos privilegiados: nobleza y clero, exentos de impuestos, con el dominio de la tierra y de los principales cargos públicos, con derechos feudales sobre los campesinos. Se distinguía entre la alta nobleza y la pequeña nobleza. La burguesía es la fuerza más importante del Tercer Estado, muy heterogéneo, compuesto por la burguesía comercial, profesionales, funcionarios, artesanos, tenderos, campesinos propietarios y el proletariado agrícola. La mayor parte eran campesinos, un 80% o más de la población, en una situación económica miserable porque la propiedad pertenecía a la nobleza y la Iglesia..
La economía era tradicional, basada en el cultivo, sobre todo de cereales porque el alimento básico era el pan, aunque en algunas zonas se cultivaban ya patatas y, además, en el sur había amplias zonas de vid y olivos. Se complementaba con la ganadería, la silvicultura, la pesca, una artesanía gremial de escaso rendimiento pero que era mucho más importante que la industria fabril, en la que destacaban los sectores textil y metalúrgicoLas manufacturas reales (Francia, España, Prusia) eran propiedad del Estado, para la producción de objetos de lujo. Crecía el comercio local e internacional, aunque el más rentable era el colonial con las posesiones europeas en otros continentes.
Como consecuencia de lo anterior, la reforma agraria fue el principal problema político, social y económico del siglo XVIII e incluso de la Edad Contemporánea en muchos países y en España, un país predominantemente rural hasta por lo menos 1960, por lo que exige un tratamiento específico.
Los conflictos internacionales entre los bloques liderados por Francia y Gran Bretaña dominaron todo el siglo XVIII. El triunfo final fue de Gran Bretaña gracias a su economía más moderna, al ser la cuna de la Revolución Industrial.
Como en todos los periodos históricos, las manifestaciones de la cultura estarán estrechamente relacionadas con la cultura del periodo anterior, con el marco histórico y con las novedades de la época.
Hay que distinguir dos ideologías políticas, ambas reformistas, pero muy distantes en el trasfondo político: el Despotismo Ilustrado (defensor de una monarquía reformista pero absolutista) fue dominante en el continente, mientras que el Parlamentarismo (defensor de la doctrina de la separación de poderes) era la alternativa británica, más pactista y conveniente para adaptarse a las reformas a largo plazo.
El Despotismo Ilustrado (que ponía un límite a las reformas en cuanto tocaban el absolutismo) estaba en contradicción con los principios profundos (la libertad individual y el triunfo de la razón) de la misma Ilustración, que era la ideología de la burguesía y la aristocracia cultivadas, y de la mayoría de los monarcas, por lo que las ideas políticas evolucionaron hasta legitimar la rebelión contra las monarquías del Antiguo Régimen, que sufrieron las consecuencias de la Revolución Francesa de 1789.

El problema de la datación.
Hay un evidente problema de datación para el siglo XVIII.
Desde un punto de vista cronológico se dataría entre 1700 y 1799, pero, desde un punto de vista histórico, gran parte de la historiografía data el siglo XVIII como el periodo comprendido entre dos grandes acontecimientos políticos, entre la Revolución inglesa de 1688, que lleva al poder a Guillermo III y establece la primera monarquía constitucional (parlamentaria) en la Gran Bretaña, y la Revolución francesa de 1789, que abre el camino para las revoluciones burguesas del siglo XIX. Muchos historiadores españoles lo inician en 1700 (muerte de Carlos II de España) y lo finalizan en 1808 (inicio de la Guerra de Independencia). Muchos historiadores franceses lo inician en 1715 (muerte de Luis XIV) y lo finalizan en su revolución de 1789. Algunos historiadores norteamericanos lo finalizan en 1783, año de la independencia de los Estados Unidos de América.
Desde el punto de vista literario, el Siglo de las Luces, de la Razón o del movimiento de la Ilustración se sitúa incluso en unos márgenes más estrechos, entre 1720 y 1770, una vez finalizada la edición de la Enciclopedia de Diderot, donde este, Voltaire, Rousseau y otros ilustrados dejan su impronta de búsqueda de la verdad y la libertad.


Mapa de Europa durante el siglo XVIII.

1. La población.
La demografía del Antiguo Régimen era estacionaria, con una natalidad elevada, pero con una mortalidad también alta por las guerras, malas cosechas, hambres y epidemias.

1.1. El incremento de la población.
Durante el siglo XVIII la población europea se recuperó de los grandes desastres provocados por las guerras, las hambrunas y las epidemias de la primera mitad del siglo XVII.
Hay una primera aunque moderada explosión demográfica porque, en comparación, el siglo XVIII fue un período de relativa paz, rota de vez en cuando por guerras que no afectaban tanto a la población civil, y las mejoras de la producción agrícola, y en la medicina y la higiene, favorecieron un aumento de la natalidad y una reducción de la mortalidad. Así, la población pasó de 100 millones de habitantes en 1650 a 120 millones en 1700, 187 millones en 1789 y 200 millones en 1800, y este crecimiento se repartió entre el campo y las ciudades.
No fue un aumento lineal. En la primera mitad del siglo el crecimiento fue lento, para aumentar desde 1750 y ser mayor incluso desde 1780, al mismo tiempo que la prosperidad económica.
Es una población predominantemente rural. La población urbana no llegaba al 50% no siquiera en los Países Bajos e Gran Bretaña. Pocas ciudades tenían más de 100.000 habitantes.
El aumento de población provocó un incremento de la demanda y un alza de los precios de los productos agrícolas, que posibilitaran más ganancias e inversiones de los propietarios, que así aumentaban la producción, en un ciclo virtuoso.

1.2. Las diferencias entre la Europa Oriental y la Occidental.
El mayor crecimiento se dio en la Europa Oriental y del Norte: Rusia pasó de 14 millones de habitantes a 36, hasta convertirse en el Estado más poblado, Suecia de 1,4 a 2,3, Noruega de 0,3 a 0,8. Pero las densidades eran todavía mucho menores que en la Occidental.
En la Occidental hubo notables diferencias: Alemania de 12 a 23, Austria-Hungría de 7,3 a 28, Gran Bretaña de 9,4 a 16, Francia pasó de 19 a 27, Italia de 13 a 18, España de 7 a 11, Portugal de 1,7 a 2,8, Bélgica de 1,7 a 3. Algunos países se estancaron relativamente: Polonia de 3 a 4, Holanda de 1,9 a 2,1, Dinamarca de 0,7 a 0,9.
Las causas de este crecimiento general en Europa son:
- En Europa Occidental el crecimiento vegetativo por el descenso de la tasa de mortalidad mientras que la tasa de natalidad se mantiene elevada. Habían desaparecido las grandes hambres y epidemias, junto a la disminución de las guerras totales, los progresos de la medicina, la mejora climática, el aumento de la producción agrícola, la mejora del transporte.
- En Europa Oriental el crecimiento vegetativo y migratorio porque si la tasa de mortalidad permanece elevada (30 a 40%.) la tasa de natalidad es aun más elevada (40 a 50%.), y se reciben inmigrantes de Europa Central y Occidental.

2. La economía.
2.1. Un siglo XVIII de prosperidad.
El siglo XVIII fue de prosperidad, aunque, como en la población, no hubo un aumento lineal. En la primera mitad del siglo el crecimiento fue lento, para aumentar desde 1750 y ser mayor incluso desde 1780, especialmente en Gran Bretaña. Un incentivo esencial de este cambio de tendencia parece ser un aumento persistente de los precios desde el periodo 1730-1740, coincidiendo con un aumento de la producción de metales preciosos (oro del Brasil, plata de México).
El Antiguo Régimen dominaba en casi toda Europa a comienzos del siglo XVIII, con sus rasgos de una monarquía absoluta, una sociedad estamental y una economía señorial agraria.
Hubo una convivencia entre dos modelos económicos, la economía tradicional del Antiguo Régimen y la economía industrial naciente, que se irá difundiendo a través de Europa hasta imperar en el siglo XIX en la mayor parte de Europa Occidental y Central. Podemos ejemplificar ambos modelos en Gran Bretaña y en Francia (que representaría al resto de Europa).

2.2. Los sectores económicos.
Las actividades del sector primario, y en especial la agricultura, eran las principales fuentes de riqueza. Era sobre todo una agricultura de subsistencia, con rotación trienal (barbecho el tercer año), de rendimientos bajos, dedicada al autoconsumo y los mercados locales o regionales.


El sistema trienal de cultivo y barbecho.

Periódicamente había crisis alimentarias, con falta de alimentos, alza de precios y hambre, que originaban a menudo graves revueltas en los pueblos y las ciudades.
La mayoría de las tierras de las grandes fincas eran propiedad de los señores de la nobleza y el clero. La mayoría de los habitantes eran campesinos pobres.


Producto de la Manufactura Real francesa de Sèvres.

Los Estados fomentaron las mejoras productivas, porque así tenían más ingresos fiscales y más población para competir en la carrera por el poder en Europa. Entre las principales medidas estaba la creación de manufacturas reales para producir objetos de lujo, fábricas de cañones o arsenales de buques, la creación de compañías comerciales con privilegios para comerciar con las colonias, y la construcción de carreteras, canales y puertos. Todo ello favoreció la artesanía, el comercio, sobre todo el colonial, y las finanzas, y consolidó el poder social y económico de la burguesía.

2.3. El comercio colonial.
Europa ya comerciaba con otros continentes mucho antes del siglo XVIII pero fue entonces cuando se incrementó extraordinariamente el comercio colonial.




Mapa del comercio colonial en el mundo del siglo XVIII.

Las grandes potencias marítimas eran Inglaterra, Francia, Holanda, España y Portugal, que intercambiaban sus productos manufacturados (armas o tejidos) por metales preciosos (oro y plata), especias (pimienta, canela, clavo), materias primas (algodón, café , azúcar, cacao, tabaco, maderas especiales o tintes) y esclavos.


El comercio más próspero fue el triangular entre Europa, África y América.

El mercader compraba primero las manufacturas en Europa, las transportaba a África, donde las cambiaba por esclavos, que llevaba a América donde los cambiaba por materias primas que llevaba finalmente a Europa, volviendo entonces a recomenzar el ciclo.
Las inmensas riquezas ganadas en este comercio triangular permitieron el ascenso social de muchos burgueses en Europa, pero el coste humano fue terrible: la destrucción en guerras de gran parte de las sociedades africanas, y su traslado forzoso en América, donde fueron sometidos a durísimas condiciones de trabajo en esclavitud, sobre todo en el Caribe, Brasil y el sur de los Estados Unidos.

2.4. El modelo inglés: la economía industrial.
Gran Bretaña vivía el inicio de la Revolución Industrial, gracias a sus capitales adquiridos con el comercio colonial e invertidos en todas las actividades (en especial la industria); la revolución agrícola; el aumento demográfico; el continuo progreso técnico de las fábricas; la extensión del mercado interno, europeo y colonial.

La agricultura.
En Gran Bretaña comienza la revolución agrícola del siglo XVIII, basada en dos puntos:
- Las nuevas relaciones de producción: expulsión de los pequeños campesinos y su reducción a jornaleros, y las enclosures o cerramientos de los campos (antes comunales) que impiden la entrada del ganado en los cultivos. Se crean grandes explotaciones agrarias, controladas por el señor o un arrendatario, con un uso intensivo del capital y una especialización para la comercialización de toda la producción.
- Los nuevos métodos y técnicas de cultivo: rotación de cultivos (más productiva que el barbecho), nuevas plantas, selección de semillas, estabulación y selección de ganado, maquinaria agrícola (arados de vertedera que aran más profundamente, segadoras), abonos (naturales y químicos), mejor almacenamiento y transporte, etc.
El rendimiento pasó de 7/1 en el siglo XVII a 10/1 en el siglo XVIII. El aumento de la producción de alimentos con precios más baratos y menor necesidad de mano de obra, libera cada año una gran cantidad de campesinos que acuden a las ciudades a encontrar empleo.

La industria.


Mapa de la Revolución Industrial británica hacia 1800.

En Gran Bretaña se inicia la Revolución Industrial desde c. 1750. El aumento de la demanda de la creciente población, las nuevas materias primas (algodón, hierro) y las nuevas fuentes de energía estimulan las industrias textil y siderúrgica. Hacia 1800 Gran Bretaña era el único país en que la producción industrial superaba a la agrícola.
La máquina de vapor de Watt (1769) permite transformar tanto la fabricación en serie como el transporte, desde su aplicación en 1776.
La industria textil, con la fabricación de tejidos de algodón (baratos, resistentes y bonitos) da el primer impulso. La demanda de tejidos de algodón importados de la India era tan grande que se planteó la posibilidad de fabricarlos en Gran Bretaña a precios competitivos, lo que se consiguió con las máquinas y la fuerza motriz del vapor. Las hiladoras mecánicas se desarrollaron: Hargreaves (1764), Arkwright (1769), con lo que se necesitó menos mano de obra y se produjo mucho más hilo y más barato. El telar mecánico de Cartwright (1785) multiplicó la producción de tejidos.
La siderurgia inglesa se benefició de la existencia de una demanda de hierro forjado de calidad para la maquinaria textil, las máquinas de vapor, el utillaje agrícola, etc. Las minas de carbón proveían de una fuente de energía barata y accesible, mediante un derivado refinado, el coke, que era utilizado en los altos hornos. Con la técnica del pudelaje de Cort (1784), en la que el coke no estaba en contacto con el hierro (lo que eliminaba el azufre y el carbón del hierro final), la siderurgia inglesa se puso en cabeza de Europa.
Otras industrias inglesas en expansión eran la mecánica, destilerías de alcohol, de armas, la construcción naval, la óptica.
Las relaciones de producción se basaban en tres sistemas:
- El viejo taller artesano, pero ya no sometido a la reglamentación gremial, y que estaba en rápida decadencia.
- El sistema doméstico (putting out): campesinos o proletarios urbanos que trabajaban en sus casas entregando su producción a los comerciantes, que a su vez les entregaban la materia prima, les pagaban el trabajo y comercializaban el producto. Había sido el sistema más eficiente en los siglos anteriores y se había asentado en gran parte de Europa.
- La empresa industrial capitalista moderna: basada en el predominio del capital, la abolición de la reglamentación gremial, los avances técnicos del maquinismo, la concentración en un solo lugar de las máquinas y de los trabajadores, la comercialización en el mercado interno y/o internacional. Por su mayor productividad y bajos precios pronto dominó la industria textil y siderúrgica. Los beneficios de este sistema eran muy superiores y permitía una constante reinversión, con una inmensa acumulación de capital en manos de la burguesía industrial.

El comercio.


Mapa del comercio colonial en el mundo del siglo XVIII.


El comercio más próspero fue el triangular entre Europa, África y América.

Gran Bretaña se erige en primera potencia comercial del mundo, exportadora de manufacturas e importadora de alimentos y materias primas. En 1750 exportaba a Europa más del triple que al resto del mundo, pero en 1798 ya exportaba a los otros continentes el doble que a Europa. En 1780 2/3 de las exportaciones eran de productos industriales.
El comercio colonial se expande vertiginosamente al abrirse nuevas rutas al Extremo Oriente, Australia... creando un gran mercado mundial. La más rentable era la ruta triangular, común con otros países europeos: Europa vende a África manufacturas (telas, armas) a cambio de esclavos, vendidos en América a cambio de productos coloniales (azúcar, algodón, metales...) que son vendidos en Europa.
El mercado interno aumenta gracias a la mejora del nivel de vida; los mejores transportes de las carreteras y canales (antes de la revolución del ferrocarril), los puertos marítimos; la producción agrícola e industrial orientada a la comercialización; la especialización y división social del trabajo (la gente debe comprar casi todo lo que necesita).
El desarrollo de la banca (la más poderosa del mundo), las compañías comerciales, los seguros marítimos y el papel moneda ayudaron al progreso comercial y financiero.

2.5. El modelo francés: la economía tradicional.
Francia, en cambio, pese a sus innegables avances económicos, continuaba anclada en la economía del Antiguo Régimen, que se precipitaba a finales del siglo XVIII a su crisis definitiva. Asimismo los otros países europeos: Holanda, España, Prusia, Toscana, Austria, etc., desarrollan su economía siguiendo la doctrina del liberalismo económico y del despotismo ilustrado y su agricultura, industria y comercio avanzan significativamente, aunque con manifiesto retraso respecto a Gran Bretaña. No es, pues, un problema de no-desarrollo, sino de menor desarrollo comparativo ante la potencia británica, más dinámica.



La agricultura.
La agricultura sigue siendo la actividad fundamental para la inmensa mayoría de la población. Se cultivan nuevas tierras, se introducen nuevos cultivos y técnicas, con ganado estabulado y abonos, roturaciones, regadíos..., mejoras impulsadas por las Sociedades Reales de Agricultura.

El sistema trienal de cultivo y barbecho.

Pero las relaciones de producción se mantienen invariables: domina una antieconómica servidumbre, que dificulta la aportación de mano de obra a la industria y un mayor avance técnico. Los nobles, ante el aumento de los precios agrícolas, presionan para que los campesinos les aumenten las rentas y ocupan tierras comunales y tierras incultas, pero invierten pocos capitales en las tierras. Los campesinos, por su parte, sufren esta presión señorial mientras que las tierras disponibles disminuyen por el aumento de la población.
Esta tensión social estalló en la Revolución Francesa, que convirtió al campesino en dueño único de sus tierras, no sujeto al pago de derechos al señor. Así apareció un nuevo modelo de propiedad agraria, muy distinto al inglés: pequeñas explotaciones de campesinos que se autoabastecen y destinan una pequeña parte de la cosecha a la comercialización.

La industria.
Las industrias textil y de lujo son muy importantes, pero la industrialización se atrasa respecto a Gran Bretaña.
Sobrevive en Francia el viejo taller artesano medieval, sometido a la reglamentación gremial, junto a las manufacturas reales fábricas de propiedad o protección estatal dedicadas a las industrias de lujo y especializadas en porcelana, seda, tapices y armas.


Producto de la Manufactura Real francesa de Sèvres.



Manufactura privada de cartas de juego, del siglo XVIII.

El comercio.
El comercio francés se beneficia de la gran dimensión de su mercado interno, con más de 25 millones de consumidores, de las exportaciones de lujo a Europa y del comercio colonial con las colonias del Caribe. Los puertos se expanden y enriquecen con el tráfico colonial y las compañías de comercio aumentan de número y tamaño, con lo que se produce una masiva acumulación de capitales en manos de la burguesía.

3. Sociedad estamental y desigual.
La sociedad del Antiguo Régimen era estamental, caracterizada por la desigualdad entre las dos grandes partes, la privilegiada, dividida a su vez en dos estamentos, la nobleza y el clero, y la parte o estamento no privilegiado, llamado Tercer Estado o Estado Llano, integrado por los grupos sociales populares de campesinos, artesanos, comerciantes, funcionarios o burgueses en general.



La pirámide social del Antiguo Régimen.

Los privilegiados.
Los dos estamentos privilegiados se llamaban así porque tenían privilegios (prius legis, primero ante la ley), o sea derechos legales superiores: estaban exentos de impuestos, monopolizaban los principales cargos públicos, una justicia propia y contaban con el dominio predominante de la tierra y derechos feudales sobre los campesinos. Se distinguía entre la alta nobleza y la pequeña nobleza.
La nobleza o aristocracia tenía la mayor parte de las tierras y vivía de las rentas de estas propiedades, y de los cargos públicos. Había diferentes niveles en la nobleza, desde la alta más rica e influyente en el poder, a la baja nobleza que podía sufrir para sobrevivir.
El clero tenía también muchas tierras y vivía de las rentas de su patrimonio, y del diezmo (la décima parte de los ingresos) pagado por los fieles. Estaba también dividido en niveles, desde el alto clero (a menudo los segundos hijos de los nobles) al bajo clero, que vivía en la pobreza. Tenía grandes responsabilidades sociales, porque mantenía viudas, huérfanos y pobres, y ayudaba cuando había hambrunas, actuando como una primitiva red de seguridad social, lo que explica que tuviera el apoyo de gran parte de la clases populares durante mucho tiempo cuando comenzó a perder sus prebendas.


Pirámide social.

Los no privilegiados.
El Tercer Estado (o estado popular o llano), era muy heterogéneo, compuesto de modo distinto en la ciudad o en el campo, de acuerdo con una división por la riqueza que derivaría en las clases sociales del siglo XIX (que liquidarían la división estamental). Comprendía la inmensa mayoría de la población, casi siempre más del 90% del total, y estaba dividido en muchos grupos y niveles.
En la ciudad lo integraban los burgueses industriales, comerciales y financieros (banqueros, cambistas), que era el grupo dominante dentro del estamento y fue el que aumentó más su poder en el siglo XVIII, aliado con la monarquía, a la que prestaba dinero para las guerras; los profesionales liberales, funcionarios y oficiales militares; los pequeños comerciantes o tenderos; los criados del servicio doméstico de las clases superiores; los artesanos divididos a su vez en maestros (los dueños de los talleres), oficiales y aprendices, más los obreros fabriles que constituían la parte inferior del proletariado urbano, junto a las gentes sin oficio.
En el campo laboraban los campesinos, el grupo social más numeroso (la media era de un 80% y en muchos países eran más del 90% de la población total), dividido a su vez en los campesinos propietarios (grandes o pequeños),  los arrendatarios/aparceros y los jornaleros (el proletariado agrícola) que vivían de la explotación de sus pequeñas propiedades y tierras arrendadas y del trabajo en los latifundios de los señores. Los campesinos soportaban la mayor parte de los impuestos y los derechos señoriales.

El cambio social a lo largo del siglo XVIII.
Pero el desarrollo económico agrietó el dominio de la nobleza y la Iglesia, gracias a: la expansión agraria, industrial, comercial y colonial; el proceso de urbanización y el aumento de la población; el ascenso de la burguesía; la redistribución de la riqueza entre nuevos grupos sociales; el desarrollo de la mentalidad capitalista.
Como consecuencia la nobleza entra en decadencia, en todos los sentidos (político, económico, social) y perderá su hegemonía mediante el reformismo inglés y la Revolución Francesa. En la segunda mitad del siglo XVIII la debilitada nobleza optó por una actitud de defensa agresiva para salvar su tradicional posición de dominio con lo que se hizo inevitable el enfrentamiento con la burguesía y el campesinado, que eran quienes financiaban con sus impuestos y transferencias de renta al Estado y a las clases privilegiadas. Las revoluciones de finales del XVIII y primera mitad del XIX liquidarán el Antiguo Régimen y darán paso a la hegemonía de la burguesía.
El Tercer Estado accede crecientemente al poder económico y político, sobre todo en Gran Bretaña. Será la nueva clase dominante, que accederá al poder político en Francia con la Revolución Francesa de 1789 y en Europa con las guerras napoleónicas. Aspira a la libertad (política y económica) y a la igualdad con los estamentos privilegiados, como señala Anes en El Antiguo Régimen: los Borbones
El Tercer Estado accede crecientemente al poder económico y político, sobre todo en Gran Bretaña. Será la nueva clase dominante, que accederá al poder político en Francia con la Revolución Francesa de 1789 y en Europa con las guerras napoleónicas. Aspira a la libertad (política y económica) y a la igualdad con los estamentos privilegiados, como señala Anes en El Antiguo Régimen: los Borbones
‹‹El siglo XVIII, en su conjunto, fue para Europa y para las economías con ella interdependientes, un siglo revolucionario. Las posibilidades creadoras del siglo supusieron en todas partes un paso decisivo para la superación del viejo orden estamental y para la organización de lo que podríamos llamar la sociedad burguesa (...). Los cambios económicos que tuvieron lugar en Francia durante el siglo XVIII permitieron la consolidación de una burguesía emprendedora que dirigió la actividad económica, el mercado de trabajo y la producción. La burguesía francesa creció en riqueza, en poder económico, en número y en civilización mientras la aristocracia acumulaba una riqueza y gastaba unas rentas que percibía pasivamente, en base a la persistencia de unos privilegios heredados del pasado. La burguesía francesa proliferó físicamente, en cuanto aumentó mucho el número de burgueses, pero, sobre todo, ganó terreno económicamente, en las ciudades en plena expansión, durante el siglo XVIII. Su toma de conciencia política y su gestión económica le permitieron ejercer sobre la sociedad en su conjunto la atracción de clase ascendente y victoriosa, con lo cual pudo unir a su causa a elementos tradicionales del Antiguo Régimen y, sobre todo, dirigir la acción del artesanado urbano y del campesinado para derrocar el antiguo régimen político, de forma revolucionaria, en 1789.››
En cambio, el campesinado no propietario y el proletariado urbano vivían en la miseria, que en este siglo no sólo se mantiene sino que se acrecienta, sobre todo por la revolución de los precios agrícolas, que aumenta el precio de los alimentos.

4. Las ideas políticas: el pensamiento ilustrado.
El cambio en la mentalidad social: el individualismo burgués y la libertad política.
En esta sociedad crecientemente burguesa, volcada hacia la búsqueda del beneficio económico y la verdad científica, el concepto moderno de hombre individual predomina sobre los conceptos tradicionales de familia, comunidad, estamento y nación, que pierden importancia relativa. 
Pero no debemos exagerar la importancia de este cambio: en el siglo XVIII también se asientan los nacionalismos actuales, aunque sea como reacción (irracional y mítica) a los ideales racionales, con la idea de que la nación es la suma de los ciudadanos individuales y tiene una identidad, unos derechos y una historia propias. En los siglos venideros se mantendrá la tensión entre las pulsiones individual y colectiva.
Se abre paso la idea de que la verdadera naturaleza del hombre, sea individual o colectivo, es la libertad, y por ello las ideas políticas de la Ilustración, con la limitación de la monarquía absoluta, abren una era de libertad. Rousseau escribe: ‹‹Un pueblo libre obedece, pero no sirve; tiene jefes, pero no amos; obedece a las leyes, pero no obedece más que a sus leyes; y es por la fuerza de las leyes, no de los hombres. (...) Instituyamos unos reglamentos de justicia y de paz, a lo cuales tengan todos la obligación de conformarse, que no eximan a nadie. Contrato social, deber y garantía de la nueva sociedad, fundamentalmente libre e igual.››

4.1.  Que es la Ilustración.
La Ilustración es un movimiento intelectual en Europa en el siglo XVIII, que criticó los principios del Antiguo Régimen.
Dos importantes precursores fueron los ingleses Locke y Newton. Locke criticó el absolutismo y defendió la división de poderes. Newton desarrolló el método científico deductivo, basado en la observación, el pensamiento de una hipótesis y la comprobación de ésta en los hechos.
La Ilustración defendía la razón como medio para entender el mundo, y rechazaba la tradición y la revelación como fuentes de conocimiento. La razón y el conocimiento ofrecían a la Humanidad el camino al progreso y sobre todo la felicidad, el objetivo último del ser humano, y por eso fomentaban la educación.
Propugnaban la tolerancia política y religiosa, y una moralidad racional, y criticaban el dogmatismo religioso y la creencia en la superioridad de unas religiones sobre otras.

4.2. Los filósofos de las Luces.
Los pensadores más destacados eran los franceses Montesquieu, Diderot, D'Alembert, Voltaire, Rousseau... Defendían la libertad y la igualdad para todos los ciudadanos, y por ello se opusieron a la sociedad estamental.


Los privilegiados cabalgan sobre los no privilegiados.

El pensamiento económico.
El pensamiento ilustrado defendía la fisiocracia y el liberalismo económico, en especial el derecho a la propiedad y la libertad de comercio e industria, y criticaba los obstáculos a la producción y el comercio que ponía el mercantilismo, la doctrina económica dominante en el siglo XVII, que consideraba la acumulación de metales preciosos como fuente principal de riqueza.


François Quesnay.

La fisiocracia francesa sostenía que la tierra era la principal fuente de riqueza, como dice François Quesnay, a máximo general du gouvernement économique de un Royaume Agricole (1767):
‹‹Que el soberano y la nación nunca pierdan de vista que la tierra es la única fuente de riquezas, y que es la agricultura quien las multiplica. Ya que el aumento de las riquezas asegura el de la población, los hombres y las riquezas hacen prosperar la agricultura, extienden el comercio, estimulan la industria, acrecientan y perpetúan las riquezas. De tan abundante manantial depende el logro de todas las partes de la administración del reino.››

El pensamiento político.
El pensamiento ilustrado se oponía al absolutismo y, con el ejemplo del régimen parlamentario inglés después de la Revolución inglesa de 1688, defendía el liberalismo: se deben garantizar los derechos y libertades individuales.

Los principales pensadores políticos son:


Montesquieu.

• Montesquieu, que propone la división de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, haciendo mención de la independencia del poder judicial.


Rousseau.

• Rousseau, que define el contrato social como el resultado de un pacto implícito entre todos los ciudadanos, defiende que el hombre, por naturaleza, es bueno, y que es el contacto con la sociedad lo que lo corrompe. Plantea la idea de la soberanía nacional, que reside en el pueblo, que la ejerce con el voto.


Voltaire.

• Voltaire, que defiende el parlamento para limitar el poder del rey, y un sistema fiscal en que también paguen los privilegiados.

 

4.3.  La Enciclopedia.
Diderot y D'Alembert pusieron en marcha el ambicioso proyecto de la Enciclopedia, una publicación que reuniera los principales conocimientos, fundamentada en la razón y en la observación de la naturaleza. Se empezó a publicar en 1751, y llegó al 35 volúmenes, con la participación de los más destacados intelectuales.



El libro fue prohibido y perseguido por muchos Estados absolutistas, pero difundió las ideas ilustradas por el mundo, ayudado por los salones y academias.
A finales del siglo XVII nos encontramos con una serie de transformaciones políticas en Gran Bretaña donde se limitan los poderes de la Monarquía absoluta de los Stuart.
Al mismo tiempo las ideas ilustradas promueven el reformismo del Despotismo Ilustrado.

5. Las monarquías europeas.
5. 1.  La monarquía absoluta.
En la mayoría de la Europa del Antiguo Régimen el rey tenía un poder casi absoluto, en algunos países sin límites legales (el caso de Rusia), pero en otros con limitaciones como respetar los derechos y costumbres históricos, o no aplicar impuestos no reconocidos por las antiguas instituciones representativas, como eran los Estados Generales en Francia y las Cortes en España. 

 

El rey francés Luis XIV, prototipo de rey absoluto.

Palacio de Versalles

El Palacio de Versalles, símbolo del poder absoluto de Luis XIV.

La monarquía absoluta era hereditaria y de derecho divino, porque se pensaba que su poder provenía directamente de Dios, de modo que rebelarse contra él era un pecado. El rey controlaba todas las instituciones del Estado, como la administración, la justicia o el ejército, y dirigía la política interior y exterior. Tenía a su servicio a los funcionarios de los consejos, los secretarios, y muchos pequeños burócratas para aplicar la sus órdenes.

5.2. La progresiva limitación del poder del rey en Reino Unido.
En el Reino Unido (también conocido como Gran Bretaña) de Inglaterra y Escocia ya desde el siglo XVII se avanza allá en el control parlamentario de las acciones del poder ejecutivo que nombra el rey.

Durante la Edad Media en Inglaterra el poder real estaba limitado por el Parlamento, dividido en dos cámaras: la de los Lores (nobles y clero) y la de los Comunes (burgueses). Los monarcas necesitaban la aprobación del Parlamento por los nuevos impuestos y declarar la guerra.

Durante los primeros decenios del siglo XVII la dinastía de los Stuart intentó gobernar sin el control del Parlamento y detener y ajusticiar sin trabas.
La revuelta de los burgueses y muchos de propietarios contra los abusos originó una guerra civil, que acabó con la ejecución del rey Carlos I en 1649 y la proclamación de la República para Cromwell.

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Ejecución de Carlos I en Londres en 1649.


Oliver Cromwell.

Cromwell transformó la república en una dictadura militar hasta su muerte en 1660, y fortaleció el poder militar y comercial del país, en pugna con España y Holanda.

El Parlamento inglés restableció en 1661 la monarquía en el hermano del rey anterior, Carlos II, que aceptó la limitación de su poder, y en 1679 firmó el habeas corpus, que garantizaba las libertades individuales e impedía las detenciones arbitrarias.
Su sucesor, el católico Jacobo II, intentó restablecer el absolutismo y el 1689 estalló una segunda revolución que acabó con la dinastía Stuart, y dio la corona al príncipe protestante holandés Guillermo III de Orange (casado con María, la hermana de los dos reyes anteriores), que juró la Declaración de Derechos (Bill of Rights), donde se limitaba aún más el poder del rey.


Durante el siglo XVIII, el Reino Unido , con la dinastía de los Hannover, se convirtió en el gran modelo para Europa de una Monarquía Parlamentaria, donde el rey tenía un poder limitado, con los poderes ejecutivo y legislativo separados, y la justicia era independiente del rey, mientras los ciudadanos tenían garantizadas las libertades individuales.

5.3. El Despotismo Ilustrado.



El rey Federico II de Prusia, prototipo de rey ilustrado y un famoso general.

Pese al ejemplo de los parlamentarismos inglés y holandés, la mayoría de los monarcas europeos el siglo XVIII mantenían un poder absoluto, pero las ideas de la Ilustración y la competencia para obtener más riqueza y población también influyeron en los monarcas, que desarrollaron entre 1760 y 1789 el llamado absolutismo o despotismo ilustrado, un sistema político que buscaba el bien del pueblo, pero sin su participaciones: Todo para el pueblo, pero sin el pueblo.
Así, durante gran parte de la segunda mitad del siglo XVIII, la Ilustración se alió con el absolutismo. Inspirados por los filósofos ilustrados y los fisiócratas, los monarcas absolutos como Federico II el Grande de Prusia, José II de Austria y Catalina II de Rusia, se modelaron a sí mismos en el ideal del rey filósofo e intentaron con distintos niveles de éxito utilizar el poder al servicio del bien común.
Entre las reformas estaban la racionalización de la administración, la reforma y extensión de la educación, una mayor libertad de empresa, la modernización de la agricultura, el desarrollo de las manufacturas y el comercio, la construcción de comunicaciones o la mejora de la higiene en las ciudades.
A pesar de su notable sinceridad, que transluce en su correspondencia privada y sus decretos, su mayor éxito fue radicalizar aún más el absolutismo. Bajo su mando, el particularismo político  de las naciones y las regiones de cada Estado continuó su retirada ante el avance de la uniformidad legal a través de los códigos de leyes y las regulaciones burocráticas. Un antecedente son los Decretos de Nueva Planta en España en 1715, que suprimieron las instituciones y la mayor parte de las leyes propias de Cataluña y Baleares.
Al mismo tiempo, hubo un resurgir aristocrático al socaire del despotismo ilustrado, pues los aristócratas debían servir al Estado en sus reformas. En resumen, bajo los monarcas absolutos ilustrados la centralización del poder se desarrolló rápidamente; y en un auténtico esfuerzo por mejorar el bienestar de sus súbditos, los déspotas ilustrados introdujeron aún más el poder del Estado en la existencia diaria.
En España, ya Felipe V y Fernando VI apoyaron sendas reformas, pero fue bajo Carlos III cuando más florecieron estas, así como las artes y las letras, gracias a políticos excelentes, como el conde de Aranda, el conde de Campomanes, Gaspar Melchor de Jovellanos y el conde de Floridablanca, amigos y seguidores de los ilustrados franceses y de los nuevos ideólogos ingleses.

Pero al final no era posible transformar la economía del Antiguo Régimen sin cambiar las estructuras sociales (la sociedad estamental) y políticas (el absolutismo monárquico), y los reyes reformistas se moderaron o renunciaron a su programa, sobre todo al surgir las grandes revoluciones liberales, la primera en Francia en 1789, y es que hacia finales del siglo XVIII la concentración de poder en manos del monarca comenzó a ser desafiada. La reacción europea al absolutismo se intensificó con el éxito de la guerra de la Independencia estadounidense y la creación de los Estados Unidos, un ejemplo que cristalizó en 1787 en la primera Constitución liberal escrita, y por el auge político, social y económico de la burguesía inglesa gracias a la consolidación de la Revolución industrial en la segunda mitad del siglo XVIII.
Esta transformación cristalizó por primera vez en Francia, en 1789, y desde allí se extendió por todo el continente durante el siglo siguiente. La era del despotismo ilustrado había acabado.

6. La revolución norteamericana.
6.1. La rebelión.
Los Estados Unidos fueron el primer país donde las colonias europeas lograron su emancipación y, al mismo tiempo, el primer Estado donde se aplicaban los principios del liberalismo político.
Todo empezó porque las trece colonias inglesas de la costa este de América del Norte, animadas por la evolución política hacia el liberalismo en Inglaterra y la difusión de las ideas ilustradas, se enfrentaron a la metrópoli en defensa de sus intereses y derechos. En especial se oponían a pagar tasas e impuestos, al monopolio comercial que los ingleses ejercían sobre su territorio, a la prohibición de la expansión hacia el interior (los británicos pretendían reservar el oeste de los Apalaches a los indígenas) y a su privación de de tener representación política en el Parlamento de Londres.


John Trumbull. La declaración de Independencia (1819). Col. del Congreso, Washington.

El 4 de julio de 1776 representantes de las trece colonias reunidos en Filadelfia redactaron la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, el preámbulo y el contenido fueron escritos por Thomas Jefferson. Esta declaración expresaba los principios que impulsaban la revuelta de los colonos: el derecho de todos a la libertad ya la búsqueda de la felicidad, el deber de los gobernantes a respetar los derechos inalienables del pueblo, el derecho a la rebelión contra la tiranía y la división de poderes.
‹‹Consideramos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos derechos está el derecho a la vida, a la libertad ya la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que obtienen sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando ocurra que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla -o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, organizando sus poderes de la forma que a su juicio ofrezca las mayores posibilidades de lograr su seguridad y felicidad (...).
Esta ha sido la paciencia largamente demostrada por las colonias y esta es hoy la necesidad de que los obliga a modificar su antiguo sistema de gobierno (...).››
A esta Declaración de Independencia se añadió posteriormente la Declaración de los Derechos del Hombre redactada en Virginia (1776):
‹‹Todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos derechos inherentes a su persona (...). Todo poder reside en el pueblo y, por consiguiente, se deriva (...). El gobierno está y debe estar instituido para el beneficio, la protección y la seguridad comunes del pueblo, nación o comunidad (...). El poder legislativo y el poder ejecutivo del Estado deben separarse y distinguirse del judicial (...). Las elecciones de los miembros que actúan como representantes del pueblo en la asamblea deben ser libres (...). La religión (...) debe orientarse exclusivamente con la Razón y la convicción, no por la fuerza o la violencia y, por tanto, todos los hombres tienen el mismo derecho al ejercicio libre de su religión (...).››

6.2. La guerra de independencia (1776-1783).
La Guerra de Independencia de los Estados Unidos comenzó como una guerra entre el Reino de Gran Bretaña y las trece colonias británicas en América del Norte, y derivó en una guerra de alcance mundial de Gran Bretaña contra Francia, España y Holanda. La guerra contra la metrópoli fue larga (1775-1782) y se puede dividir en dos etapas:


La primera etapa (1.775 a 1777).
Inicialmente, las milicias de los rebeldes, dirigidos por George Washington, se enfrentaron con los británicos siguiendo una táctica de guerrillas. Las victorias rebeldes en Lexington (1775) y Saratoga (1777) impulsaron la insurrección, e hicieron que llegaran voluntarios liberales europeos, y que Francia, enemiga del Reino Unido en la lucha por la hegemonía europea, se decidiera a apoyar a los rebeldes. Lo mismo hizo España con apoyo financiero y una intervención militar en Misisipi y Florida, y el asedio de Gibraltar, porque le interesaba que el Reino Unido perdiera poder colonial en América, pero temía que la rebelión se contagiara a sus propias colonias.


Segunda etapa (desde 1778 hasta 1782).
Con la intervención francesa y española inició una nueva fase en la que el ejército británico se quedó ay instalado, sin abastecimientos. Tras la derrota inglesa en Yorktown en octubre de 1781, el Reino Unido aceptó la derrota, presionada por la intervención extranjera, la creciente mejora del ejército americano, el apoyo mayoritario de la población americana y los daños para su comercio.
La paz se acordó el Tratado de Versalles de 1783, por el que Reino Unido reconocía la independencia de los Estados Unidos de América, que convertían una modesta potencia de gran superficie con unos cuatro millones de habitantes blancos y muchos esclavos de origen africano.

6.3.  La formación de los Estados Unidos.
La guerra también fue una revolución liberal y después de la victoria los Estados Unidos establecieron un sistema político basado en la división de poderes y plasmado en una Constitución redactada por los padres fundadores (cincuenta delegados del Congreso) en 1787, que entraría en vigencia en 1789. El primer presidente fue el general George Washington.
Era la primera Constitución promulgada en el mundo que llevaba a la práctica los principios teóricos de soberanía nacional y separación de poderes.
Creaba un sistema político republicano federal, en la que el Gobierno federal se encargaba de los asuntos exteriores, la defensa, las finanzas y la moneda, y el comercio con el exterior o entre los Estados federales.
Las antiguas colonias se convirtieron Estados con autonomía para legislar en todos los demás asuntos, como la educación o los transportes.
Establecía la total separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial).
El presidente, elegido por sufragio universal masculino indirecto, controlaba el poder ejecutivo promulgando las leyes y ejerciendo el derecho de veto.
En el Congreso, un parlamento bicameral, los representantes en la Cámara de Representantes y el Senado serían elegidos por sufragio, y sobre ellos recaía el poder legislativo aprobando los impuestos y los presupuestos, llevando la iniciativa de las leyes y declarando la guerra y la paz .
El poder judicial estaba en manos de los tribunales independientes del poder político.
Además, se creaba el Tribunal Supremo, formado por seis miembros nombrados por el presidente, que debía velar por que las leyes y las actuaciones del gobierno no vulnerasen la Constitución.
La Constitución recogía los derechos básicos garantizados por el nuevo Estado: la libertad de expresión, reunión, asociación, prensa, religión, petición, a ser juzgado por un jurado, a la propiedad ya la libertad personal.

6.4.  El liberalismo americano.
Los Estados Unidos fueron el primer país donde se aplicaban los principios del liberalismo político, como hemos visto en la constitución.
La falta de grandes diferencias sociales daría lugar a una democracia muy igualitaria en la práctica, en la que la mayoría de la población comparte un buen nivel de vida. Pero los derechos políticos eran reconocidos sólo para los hombres de la minoría blanca, las mujeres no podían votar, la esclavitud se mantuvo, y los indios no fueron considerados ciudadanos.
A pesar de estas carencias, era un modelo más avanzado que cualquiera de la época y excitó la imaginación de los revolucionarios en todo el mundo.

7. El siglo XVIII en España: la monarquía borbónica.

7.1. La Guerra de Sucesión en España (1701-1714).
Carlos II (1665-1700), el último monarca hispánico de la casa de Austria, había dado frecuentes muestras de enajenación mental y además era impotente así que no consiguió tener descendencia en sus dos matrimonios. Las casas reales europeas se aprestaron a luchar para obtener el máximo beneficio de la sucesión de España y de su imperio.
Carlos II había preferido al principio a Maximiliano de Baviera, aun a costa de ceder varios dominios a Francia y Austria, pero la muerte del candidato en 1699 centró la sucesión en solo dos: el Archiduque Carlos de Habsburgo y Austria, hijo del emperador Leopoldo de Austria, y Felipe de Borbón, duque de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia.
Luis XIV maniobró en los últimos años para asegurarse la sucesión, devolviendo sus conquistas (Luxemburgo, Flandes, Cataluña) en la 3ª guerra (1689-1697), acabada con la Paz de Ryswick, y Carlos II se decidió por Felipe como el mejor para conservar la mayoría de los dominios reales, pero España se dividió en dos bandos: uno favorable al francés y otro al austriaco. Lo mismo ocurrió con la mayoría de las potencias europeas, que se pusieron en guardia ya que Francia o Austria podían sumar los territorios hispánicos y convertirse en la potencia suprema en Europa.


Felipe V (1708), retratado por Meléndez al inicio del reinado.

De inmediato tras la muerte de Carlos II (1-XI-1700), se entronizó a  Felipe V, comenzando la nueva dinastía de los Borbones, que no renunció a sus derechos a la corona francesa ni a las posesiones europeas que Luis XIV había pactado entregar a Austria.
El nuevo rey entró en Madrid en 1701 y posteriormente se hizo reconocer en los estados de la Corona de Aragón, y convocó Cortes en Cataluña, juró las Constituciones y fue proclamado Conde de Barcelona.
Empero se fue formando una amplia alianza antiborbónica, llamada Gran Alianza de La Haya, con las potencias partidarias del Archiduque Carlos, dirigida por Guillermo de Orange, rey de Gran Bretaña y estatúder de Holanda, con Austria, Portugal, Saboya, Prusia y Hannover para romper la amenaza de la hegemonía mundial de una Francia y España unidas en un único soberano, y declararon la guerra a los Borbones de Francia y España, que sólo tuvieron el apoyo de Baviera.

La guerra de Sucesión de España (1702-1714).


Mapa de la Guerra de Sucesión de España.

Es la primera guerra europea de la era moderna, extendida a toda Europa y las colonias. Tras un primer año de preparación de las fuerzas militares, la guerra comenzó en 1702, con éxitos de Felipe en Italia, pero con derrotas en el mar. En 1704-1705 la situación empeoró para los Borbones, con importantes victorias de los aliados en Italia, que fue ocupada en poco tiempo, y en las fronteras de Francia, aunque nunca pudieron invadirla, además del desembarco del pretendiente Carlos en la Península y la conquista de Gibraltar y Menorca por la flota anglo-holandesa.
En 1705 los países de la Corona de Aragón se pusieron del lado de Carlos (más respetuoso de las autonomías), mientras Castilla (procentralista) lo hacía a favor de Felipe.
Al principio parecía que la guerra se decantaba a favor de Carlos, por las derrotas francesas en Flandes (Blenheim, Ramillies, Lille, Oudenarde, Malplaquet) e Italia, que se sucedieron hasta el final de la guerra y en 1710 Luis XIV estuvo a punto de rendirse. 
En la Península los Borbones sufrieron varias vicisitudes, como la traición de una parte de la nobleza, dos conquistas austracistas de Madrid, pero ganaron las batallas de Almansa (1707), Brihuega y Villaviciosa (1710), lo que aseguró el dominio sobre la mayor parte de España, recuperando Valencia y Aragón, restando sólo Cataluña y Baleares en manos de Carlos.
La muerte en 1711 del emperador Leopoldo I hizo subir al trono a Carlos, lo que presentó el nuevo peligro de un Imperio universal de los Habsburgo como el de Carlos V. La guerra continuaba en Europa, hasta cansar a los dos bandos y Felipe V renunció en 1712 a sus derechos sobre la corona francesa y ello facilitó el acuerdo final, en la Paz de Utrecht (1713), que puso fin al conflicto internacional, con el reconocimiento de Felipe V como rey de España.
España, su imperio americano y Filipinas quedaban en manos de Felipe de Borbón, pero cedía a Gran Bretaña el enclave de Gibraltar y la isla de Menorca, amén de concesiones comerciales en América. Carlos de Austria conseguía la mayoría de los dominios europeos: Países Bajos, parte del Milanesado, Nápoles y Cerdeña. Saboya obtenía parte del Milanesado y Sicilia, que luego fue intercambiada por Cerdeña.

Finalmente los felipistas recuperaron Cataluña (Barcelona cayó el 11 de septiembre de 1714, día en que se conmemora la Diada) y Baleares (1715).


Mapa del reparto del imperio español en Europa después de la Paz de Utrecht (1713).

7.2. El absolutismo borbónico.

Felipe V (1700-1746) y sus sucesores, Fernando VI (1746-1759), Carlos III (1759-1788) y Carlos IV (1788-1808) establecieron en España el absolutismo francés, caracterizado por el autoritarismo y el centralismo.
Reformaron la administración, reduciendo el poder de los consejos y potenciando los secretarios, una especie de ministros que formaban el Gabinete. Las Cortes desaparecieron, excepto las castellanas, pero incluso éstas no eran convocadas con regularidad, por lo que el rey controlaba el poder legislativo.
7.2. Felipe V (1700-1746).
El reformismo centralizador.
El reinado de Felipe V se caracterizó en su política interior por el reformismo centralizador, con los ministros Patiño, Campillo y Ensenada. Se promulgaron numerosas medidas que se detallarán en otro apartado.



Los Borbones centralizaron el poder, imponiendo la unidad en las leyes e instituciones. Como castigo por haber apoyado a Carlos, en los Decretos de Nueva Planta (1715-1716) fueron suprimidos los fueros y las instituciones de la Corona de Aragón. Sólo quedaron los fueros del País Vasco y Navarra, por su lealtad a Felipe.

El territorio español fue dividido en 21 provincias, gobernadas por capitanes generales en las cuestiones militares y administrativas, con audiencias para la administración de justicia e intendentes para la recaudación de impuestos, mientras que los municipios fueran controlados por los corregidores.

La agresiva política exterior.
Tuvo tres principios fundamentales:
-Alianza con Francia.
-Oposición a Gran Bretaña (amenaza colonial y comercial, reivindicación de Gibraltar y Menorca).
-Recuperación de las antiguas posesiones italianas para poder entronizar a los hijos de Felipe V e Isabel Farnesio: Carlos y Felipe.
Al principio, Alberoni reconstruye la flota y promuve la ocupación de Cerdeña y Sicilia, que es respondida con una cuádruple alianza (Francia, Gran Bretaña, Holanda, Austria) y una guerra que España pierde (1718-1719). En la Paz de la Haya (1720), España devuelve las dos islas italianas, pero comienza la reivindicación sobre las posesiones italianas.

Los primeros Pactos de Familia.
Una línea continua de la política exterior española fue la alianza con los Borbones de Francia (Luis XV, Luis XVI), más luego los Borbones italianos del ducado de Parma (Felipe) y el reino de Nápoles o de las Dos Sicilias (Carlos). Se firmaron dos pactos: 1734 y 1743.
Como consecuencia, España participó en la guerra de Sucesión de Austria (1740-1748), al lado de Francia y Prusia, en contra de Austria y Gran Bretaña y los resultados fueron la conquista del reino de las Dos Sicilias (Nápoles y Sicilia) para Carlos (1738) y el ducado de Parma para Felipe (1748).
La alianza de los Borbones funcionó con eficacia durante el periodo 1700-1789, en oposición a Gran Bretaña, con alianzas cambiantes con las demás potencias europeas (Austria, Prusia, Holanda, Saboya).

7.3. Fernando VI (1746-1759).
El reformismo y la neutralidad.
El rey nombra a dos ministros, Ensenada y Carvajal, de ideas distintas, que mantienen un equilibrio en su política exterior mientras estimulan las reformas internas. El pro-francés Ensenada reforma la hacienda (catastro, simplificación impositiva): los ingresos aumentan un 54% de media y se financia un programa de construcción naval en los arsenales de Ferrol y Cartagena, que reforzó la Marina. En cambio, el pro-británico Carvajal dirige la política exterior, neutralista respecto a Gran Bretaña y Portugal. Tras la caída de Ensenada en 1754 y hasta 1759 se sigue una política antirreformista, mientras el rey vive en la locura tras la muerte de su esposa. Pero el régimen no sufre por ello, prueba de su estabilidad.

7.4. Carlos III (1759-1788).
Carlos III era hijo de Felipe V. Desde 1735 era rey de Nápoles y cuando sucedió a su hermano Fernando VI en el trono de España, ya poseía una larga experiencia de gobierno ilustrado, con su excelente ministro Tanucci.


Carlos de Borbón (futuro Carlos III de España) fue el pretendiente aceptado al trono de Toscana, donde residió unos años, en espera de suceder al último Médici (Juan Gastón), con lo que hubiera reunido los Estados de Toscana y de Parma, Plasencia y Guastalla (de parte de su madre, Isabel Farnesio), pero en 1734 se le cedió el reino de Nápoles. Siempre se consideró legítimo heredero de Toscana, aunque esta fue cedida a un duque lorenés austriaco (Francisco Esteban de Lorena, que, como esposo de la emperatriz María Teresa, residiría siempre en Viena).
Carlos hizo de Nápoles una de las capitales culturales de Europa, con eventos como las excavaciones en Herculano y Pompeya, la creación de la fábrica (manufactura) de porcelana de Capodimonte (su esposa era María Amalia de Sajonia, nieta del fundador de la fábrica de Meissen), de la fábrica de tapices, del Laboratorio de Piedras Duras, del museo de Portici, la construcción de los palacios de Capodimonte y Caserta... Cuando se marcha a Madrid en 1759, para ser rey, se llevó la manufactura de porcelana de Capodimonte, incluyendo tres barcos con la pasta, y mandó destruir las instalaciones.

El gobierno ilustrado.
El rey llegó acompañado de varios ministros italianos, como Grimaldi y Esquilache, pero mantuvo a gran parte del gobierno anterior. Los ministros más importantes fueron Floridablanca, Campomanes y Aranda, quienes impulsaron las reformas políticas (sobre todo regalistas) y económicas, que en este reinado llegaron a su cenit.
El rey Carlos III, un prototipo del Despotismo Ilustrado, tenía mucha experiencia de gobierno en su anterior reino de Dos Sicilias (Nápoles y Sicilia en Italia), y en España, aunque no quería renunciar a su poder absoluto ni cambiar la situación de privilegio de la nobleza, con la ayuda de los condes de Floridablanca y Aranda acometió muchas e importantes reformas, algunas muy centralistas:
-Imposición de la autoridad real sobre la Iglesia católica, y expulsión de los jesuitas (1767), porque se les consideraba enemigos del poder del Estado.
-Reforma de la educación con la creación de nuevas escuelas de enseñanza primaria, reforma de los estudios universitarios para hacerlos más científicos, e imposición del castellano como único idioma en la enseñanza.
-Crear una red de caminos reales, de estructura radial desde Madrid, así como canales y otras importantes obras públicas en la capital.
-Liberalizar el precio del trigo (1765), para favorecer la producción de cereales.
-Colonización de nuevas tierras (1787) en Sierra Morena, creando nuevos pueblos (fue la misión de Olavide).
-Limitar el poder de la Mesta, la organización de los ganaderos de ovejas que molestaban a los agricultores.
-Liberalizar el comercio con América para todos los puertos españoles (1778).
-Impulsar las Sociedades Económicas de Amigos del País, para promover la agricultura, la industria y el comercio.
-Declarar honestas todas las profesiones (1783).
-Medidas sociales como controlar la vestimenta de la gente, para hacerla más moderna y facilitar la vigilancia policial, pero esto provocó en 1766 el motín llamado de Esquilache, el ministro que impuso esta impopular reforma.
-Otras medidas sociales fueron prohibir la discriminación (1782) de los chuetas mallorquines, pero en cambio perseguir a los gitanos (1783), porque no se asentaban en ningún sitio.

El motín de Esquilache.


Motín de Esquilache (1766).

Este conflicto fue el punto culminante de los conflictos sociales en la España borbónica del XVIII, por lo que merece un análisis detallado.
El rey y su ministro decidieron transformar el aspecto de Madrid, que pasó de ser “la Corte más puerca del mundo” a convertirse en una ciudad limpia, bien iluminada de noche, con obras monumentales, hasta el punto de que Carlos III fue llamado “el mejor alcalde”.
Pero esto exigió cambiar ciertas costumbres incompatibles con la higiene más elemental. Se ordenó a todos los vecinos regar y barrer el espacio que rodeaba sus viviendas, después de retirar las basuras que habitualmente se amontonaban en medio de la calle. Después se pasó a exigir a los propietarios la pavimentación de las calles y la colocación de faroles. La gente empezó a enfadarse y no faltaron médicos que aseguraron que tanta higiene no servía para nada.
A continuación se inició una campaña de “seguridad ciudadana”. Se prohibió a los paisanos circular con armas y, para completar la campaña, el 10 de marzo de 1766, se pegó en las esquinas un bando que prohibía a los hombres el uso de capas largas y sombreros de ala ancha. Este era el traje típico de las clases populares de Madrid, pero también favorecía la circulación de “embozados” que cometían toda clase de tropelías bajo el anonimato de su atuendo. Se intentó hacer cumplir el bando por la fuerza, y en pocos días el ambiente de la capital se puso al rojo vivo.
Por fin, el domingo de Ramos (23-III-1766), se produjeron los primeros choques entre grupos de paisanos y la guardia valona del rey. Hubo algunos muertos y los alborotadores, tras asaltar la vivienda de Esquilache, se concentraron en tono amenazante ante el palacio real. Un fraile del convento de San Gil, muy popular, se avino a actuar de intermediario entre el rey y los revoltosos. El rey, en vez de aceptar el consejo de los militares de una dura represión, aceptó el 25 de marzo (se publicaron las disposiciones en la “Gaceta”): el destierro de Esquilache, la salida de Madrid de la guardia valona, la autorización para que cada uno pudiera vestir como quisiera y la rebaja del precio de los principales alimentos, especialmente del pan.
A partir del 1 de abril se produjeron algaradas y motines populares en más de veinte ciudades. Se reclamaba el abaratamiento del precio del pan. Era un síntoma de los efectos de la política liberalizadora de Carlos III y sus ministros, respecto al comercio de granos. Pero el régimen mantuvo las medidas liberalizadoras y estas acabaron por tener éxito.

La política exterior.
En la política exterior se firmó el Tercer Pacto de Familia (1761) con los Borbones, lo que cerró el periodo neutralista y se entró en conflicto con Gran Bretaña al final de la guerra de los Siete Años, sufriendo varias derrotas (Manila, La Habana). En la Paz de París (1763) España pierde Florida, pero recibe de Francia en compensación la enorme Luisiana. En cambio, con la afortunada intervención (1779-1783) en la guerra de Independencia de EEUU se recuperan Florida y Menorca, pero no se consigue tomar Gibraltar.

7.5. Carlos IV (1788-1808).
Carlos IV heredó de su padre el gobierno de Floridablanca, cada vez más reaccionario debido al estallido de la Revolución Francesa.

La crisis final del Antiguo Régimen español.
Godoy, un favorito de la reina, sustituyó a Floridablanca, comenzando la larga crisis que llevaría a 1808.
En este reinado la corrupción y la ineficacia administrativa fueron lacras crecientes. La Hacienda era crecientemente deficitaria. Hubo un progresivo abandono del esfuerzo ilustrado, patente desde antes de la muerte del rey Carlos III y agravado en la década de 1790, por la amenaza de la Revolución Francesa, que despertó la intolerancia y el fanatismo del clero y de las clases populares contra los ilustrados. Como resultado, los reformistas (Jovellanos) fueron represaliados y el sistema político y social se encaminó a una crisis total, en medio de la crisis económica iniciada en 1796.

La política exterior.
Las guerras con Francia (1793-1795), Portugal (1801-1803) y Gran Bretaña (1797-1801 y 1804-1808) llevaron al país a una situación económica lamentable, sobre todo en Cataluña.
En el primer momento España formó parte de la gran alianza antirrevolucionaria de las potencias europeas contra la Revolución Francesa (1793-1795). Fue una guerra muy popular al principio que terminó con un fracaso y una paz que concedía Santo Domingo a Francia.
El cambio de alianzas supuso la guerra contra Gran Bretaña, en dos periodos, 1797-1801 y 1804-1808. El tráfico americano fue gravemente afectado y en 1805 la flota franco-española fue aniquilada en Trafalgar.
La guerra con Portugal (1801-1803) fue poco importante aunque España se apoderó definitivamente de la plaza de Olivencia (Badajoz). Pero en 1807 la preparación de una nueva invasión de Portugal posibilitó la entrada de un ejército francés que provocaría el conflicto de 1808.

7.6. La población.
El aumento de la población.
La población aumentó vigorosamente: pasó de 7 millones en 1700 a 11 millones en 1800. Las causas del crecimiento fueron las mismas generales de Europa, pero hubo una diferencia: la natalidad (42%.) y mortalidad (38%.) fueron elevadas y el crecimiento vegetativo se debió más bien a la falta de graves epidemias.

Una evolución desigual.
Hubo una evolución desigual en el territorio y el tiempo:
- Creció más la periferia que el centro: Cataluña pasó de 0,4 a 1 millón de habitantes, Valencia de 400.000 a 900.000 habitantes, mientras que Aragón sólo aumentó de 480.000 a 650.000.
- Crecieron un poco más las ciudades que el campo: las urbes más beneficiadas fueron la capital administrativa, Madrid,  y los núcleos comerciales: Barcelona, Cádiz, Valencia...
- El mayor crecimiento comenzó a partir de 1750: si el censo de 1768 daba 9.301.728 habitantes, el de 1787 daba 10.286.000, un millón más en sólo veinte años y este ritmo seguiría en los siguientes años, incluso durante la crisis del reinado de Carlos IV.

7.7. La economía.
A comienzos del siglo XVIII España era una sociedad rural, con una agricultura pobre, de técnicas antiguas y bajo rendimientos, con la mayoría de las tierras en manos de los privilegiados.
Durante el siglo fue evidente la mejora demográfica debido a la disminución de las guerras, las hambrunas y las epidemias que habían asolado el país en el siglo XVII, junto a la mejor alimentación e higiene, y este aumento de la población incentivó la economía, un proceso similar al del resto de Europa.
El campo produjo más por la introducción de nuevos cultivos (maíz, patata), la expansión de las tierras cultivadas y del regadío, y la mayor demanda de vino.
La industria progresó con la promoción de las manufacturas privadas, sobre todo las textiles en Cataluña y siderúrgicas en el País Vasco, la creación de manufacturas reales de vidrio, cerámica y tapices, y la protección aduanera contra las importaciones de productos extranjeros.
El comercio aumentó con la disminución de las trabas al comercio interior (la eliminación de las aduanas interiores y de la tasa al precio de los granos) y exterior con las colonias.
Pero continuaba el gran problema, la escasa demanda del pobre campesinado, que sólo podía resolver una reforma agraria que limitara la concentración de las tierras en manos de los privilegiados.

La situación de partida h. 1700.
Hacia 1700 la situación de la economía y de la población de Castilla era penosísima, por culpa de las guerras, las pestes, el hambre y la miseria del pueblo bajo. El centro del país acababa de vivir una década trágica pero también asomaban los gérmenes positivos de la estabilidad de la moneda. La periferia, en cambio, vivía una época de buen crecimiento. La crisis bélica interrumpió el proceso, pero se reanudó moderadamente desde 1715, creciendo nuevamente sobre todo la periferia.

La evolución de la economía y las diferencias regionales.
La evolución económica no fue lineal ni equilibrada.
Hubo cuatro grandes fases:
1) Entre 1680 y 1750 hubo una larga etapa de crecimiento lento, con signos más positivos en la periferia, mientras que el centro permanecía estancado.
2) Entre 1750 y 1770 hubo una etapa de fuerte crecimiento, un poco más intenso en el centro que en la periferia. España y su imperio colonial vivieron desde 1750, como toda Europa, una coyuntura claramente alcista, reflejada en el crecimiento de los precios agrícolas, la potenciación de la industria textil y el comercio ultramarino. Esta vez el crecimiento fue más homogéneo: incluso el centro peninsular crecía económica y demográficamente, gracias a las roturaciones y a los viñedos, y recuperó parte de su retraso. Mientras, la periferia se estancó durante un par de decenios, en una especie de crisis necesaria para digerir su anterior crecimiento, antes de reemprender con nuevos bríos su ascenso.
3) Entre 1770 y 1796 hubo una auténtica explosión económica, más intensa que en muchos países europeos, excepto Gran Bretaña (en la que la Revolución Industrial estaba lanzada). La periferia se benefició especialmente de las reformas y del comercio americano.
4) A partir de 1796 (y uniéndose en 1808 el desastre de la guerra de la Independencia y la pérdida de América) hubo una grave crisis económica, en el centro por las malas cosechas, en la periferia por la crisis comercial. Era la consecuencia de los problemas del Antiguo Régimen: la propiedad agraria tradicional, la guerra contra Gran Bretaña, la falta de libertades burguesas.

La agricultura.
El crecimiento de la demanda americana y del mercado interior benefició a la agricultura con un aumento sostenido de los precios desde 1750, lo que empujo la producción.
El principal aumento de la producción se debió a la roturación de tierras marginales, más que a la introducción de nuevos cultivos y técnicas.
Había acusadas diferencias regionales:
En el interior (Meseta, valles del Ebro y Guadalquivir), se mantuvo la agricultura tradicional: secano, barbecho, predominio del cereal (trigo, centeno), rendimientos bajos, amplias zonas incultas.
En las regiones periféricas (Cataluña, Valencia, Murcia, zona cantábrica), en cambio se modernizó la agricultura: se mejoraron los regadíos (el trigo de secano producía 4/1 y el de regadío catalán 15/1), se diversificaron los cultivos (patatas, maíz, alfalfa, nabos, arroz, algodón, lino, cáñamo, legumbres, frutales...), la vid y el olivo se dedicaron a la comercialización, se aumentó la ganadería complementaria.
La ganadería estabulada y la trashumante y la exportación de lana también aumentaron en un largo periodo entre 1700 y 1770: ‹‹Sin duda el siglo XVIII es el siglo de apogeo de la Mesta, y con él, de sus críticos más acerbos.›› [Fernández de Pinedo, en Tuñón. Historia de España Labor. 1980: vol. VII, p. 40.]

La propiedad agraria.
Durante el siglo XVIII no varió apreciablemente la estructura de la propiedad agraria. Al finalizar el Antiguo Régimen (h. 1800) aproximadamente entre el 80% y el 90% de la tierra era propiedad de las manos muertas (un 80% para Madoz, según datos no corroborados plenamente). Unos 4 millones de has pertenecían a bienes de Propios (de propiedad de los municipios), 10 millones al menos a los bienes comunales (de uso por los vecinos, pero sín título individual de propiedad) y unos 12 millones a bienes eclesiásticos. Otros 20 millones de has estaban amortizados en manos de mayorazgos y señoríos territoriales de la aristocracia. Puede hablarse así de un verdadero monopolio legal sobre la tierra.
Además, la Iglesia percibía en sus propiedades diezmos, primicias y muchos derechos propiamente señoriales. Los diezmos eran particularmente gravosos porque se cargaban sobre el producto bruto, con lo que en muchas tierras se quedaban hasta con la mitad del producto neto. Además desincentivaban las mejoras porque éstas requerían capital y el diezmo se constituía como un impuesto más gravoso cuanto mayor fuera el capital utilizado, de modo que podía ser más beneficioso no invertir nada para aligerar así la carga del diezmo. Era un freno radical a las inversiones productivas que necesitaban los campesinos para elevar su competitividad. El catastro de Ensenada (bastante fiable sobre la realidad de 1750-53, calculaba que la Iglesia poseía 1/7 de las tierras cultivables y producía 1/4 de la riqueza nacional.

La situación social del campesinado.
Los campesinos, el 80% de la población, se dividían en tres grupos: propietarios, arrendatarios y jornaleros. Su condición social era muy diferente según las regiones:
En Cataluña la situación era mucho mejor porque tanto propietarios como arrendatarios (en censo enfitéutico perpetuo) pagaban pocos derechos señoriales, el censo era estable (casi no aumentaban los pagos, con lo que la inflación disminuía el importe real) y la propiedad no estaba muy dividida (la institución del hereu).
En Andalucía, en el otro extremo, la situación era penosa, porque los latifundios señoriales y eclesiásticos dominaban la propiedad agraria y los campesinos eran sólo arrendatarios o jornaleros, con elevados derechos señoriales, siendo las mejores tierras trabajadas por los jornaleros y las más marginales dadas en arriendos de condiciones revisables a corto plazo.
En medio, las otras regiones tenían sus particularidades: la pequeña propiedad en la Meseta norte, los subarriendos gallegos, los contratos de hasta 1/3 de la cosecha en Valencia.

Las tensiones en el mundo agrario.
En el siglo XVIII los problemas y las tensiones fueron en incremento:
- La subida de los arrendamientos.
- La ocupación de tierras comunales por los grandes propietarios.
- La ocupación de tierras sin cultivar.
- Las disputas entre agricultores y ganaderos por las tierras incultas.
- La escasez de tierras en el mercado (por la existencia de mayorazgos y “manos muertas”).
- La subida de los precios agrícolas.
Por su parte, la emergente burguesía urbana necesitaba tierras, exigía tierras, para sí misma y para el campesinado. Sobre todo necesitaban los comerciantes tierras para sí mismos para diversificar sus inversiones y necesitaban los industriales que los campesinos tuvieran tierras para que así las rentas de éstos aumentasen y pudiesen comprar sus productos. Ningún burgués desdeñaba la posibilidad de convertirse en un hidalgo terrateniente y así progresar en la escala social al acceder al estamento de la nobleza, porque era un título honorífico que suponía la consagración de que se tenía un verdadero poder económico. Pero era algo nuevo que muy pocos deseasen abandonar sus negocios. Se percibía que el futuro de sus familias sólo podía asegurarse si se mantenían las lucrativas actividades comerciales e industriales y que las propiedades rurales era un elemento de seguridad y prestigio, no de progresivo enriquecimiento. Para demostrarlo a la vista de todos había demasiados nobles arruinados que buscaban emparentar con la burguesía. La tierra sería ahora un complemento apetecible, pero no el eje de las verdaderas fortunas. Pero, en todo caso, había un gravísimo obstáculo a superar antes de que los nuevos burgueses adquiriesen las tierras: la escasez de éstas por el fenómeno de los mayorazgos y de las “manos muertas”.

La industria.
La industria creció vigorosamente gracias al proteccionismo, el comercio indiano y el fomento de las manufacturas reales.
La hundida industria textil de Segovia, Guadalajara, Béjar, Palencia y de muchas ciudades castellanas recuperó parte de su posición, doblando su producción algunas.
Las manufacturas reales eran establecimientos estatales para la producción de tapices, porcelana, cristal, armas, paños de Guadalajara, estampados de Barcelona.
Las “fábricas de indianas” de Cataluña fueron los primeros establecimientos que siguieron el modelo inglés de fábrica capitalista, introduciendo el maquinismo en la industria textil.

El comercio.
El comercio interior aumentó gracias a la libertad de comercio de granos, la supresión de las aduanas interiores (excepto en el País Vasco), el mejor nivel de vida, la mejora de la comunicaciones, el desarrollo de las compañías (los Cinco Gremios de Madrid) y la banca (aparecen las embrionarias primeras Cajas de Ahorros españolas). Las regiones costeras fueron las más beneficiadas, sobre todo Cataluña, con un intenso comercio europeo y americano.
Pero frenó su desarrollo la muy lenta integración en un único mercado nacional: las ciudades eran pocas y poco pobladas; las comunicaciones eran difíciles; el campesinado tenía un escaso poder adquisitivo y tampoco tenía un gran excedente agrario comercializable, mientras que los grandes propietarios sólo almacenaban y especulaban con su trigo (9/10 del total) sin comercializarlo; 
El comercio con América creció con las reformas en la marina de 1713-1720 y la libertad de tráfico de 1779, aunque siempre chocó con una fuerte competencia europea y la oposición de los intereses criollos. Se centró en los puertos de Cádiz y desde finales de siglo se extendió a Barcelona, Málaga, Vigo... Consistía en la exportación de productos manufacturados españoles y europeos y la importación de oro y plata, azúcar, café, tabaco...
El comercio europeo consistía en la exportación de lana, vinos, aguardientes, frutos secos, productos americanos y la importación de productos manufacturados y algodón (de Malta). Era un comercio deficitario, pero se compensaba con el excedente americano.

La crisis económica de fin de siglo.
A partir de 1796 estalló una grave crisis económica en España, debido a una serie de causas/efectos:
- Varias malas cosechas desde 1794.
- Oleada de hambres y epidemias, por la consecuente falta de alimentos.
- La guerra casi permanente con Gran Bretaña desde 1796, que dificultó el tráfico americano, lo que sumió en la crisis a la industria y el comercio de las regiones costeras.
- Los gastos de las guerras con Francia (1793-1795) y Gran Bretaña (1796-1801 y 1802-1808), que hundieron la Hacienda y obligaron a aumentar los impuestos.

7.8. La sociedad.


Esquema piramidal de la sociedad del Antiguo Régimen.

El triunfo de los Borbones en la guerra de Sucesión española fue el inicio del triunfo de las clases medias y de la baja nobleza contra la Iglesia y la aristocracia señorial. Las reformas fueron obra de una minoría, en lucha contra un amplio grupo reaccionario, defensor de sus privilegios, y contra una población que seguía las costumbres tradicionales.
Persistió la división estamental de la sociedad, pero con mucha mayor movilidad social entre las clases.

La nobleza.
La aristocracia se dividió en dos grupos: los nobles ilustrados, que no rechazaron dedicarse al comercio o la industria, y los tradicionales, que seguían anclados en la economía tradicional.

El clero.
El número relativo y el poder del clero se redujeron durante el siglo. Las causas fueron el regalismo de la monarquía, la crítica contra el atraso cultural achacado a la Iglesia, la mejora de la situación económica... Pero todavía mantenían un papel esencial en la estructura estamental del Antiguo Régimen y su influencia se evidenció en la crisis de 1808.

La burguesía.
Al principio, la burguesía era débil, sin cohesión de grupo ni conciencia de tal, sin organismos de presión (aparte de los Consulados del Mar de la periferia), y como clase social apenas duraba en los negocios una o dos generaciones, puesto que procuraba a los pocos dineros que podía recoger que sus descendientes accedieran a la hidalguía.
Pero en el siglo XVIII creció el número de burgueses que habían acumulado capitales en el comercio, la industria y las finanzas. Además hubo un aumento significativo de la ocupación en profesiones liberales: abogados, funcionarios, eclesiásticos, profesores, escritores... La burguesía afianzó su presencia hasta conseguir hacia su final una posición de incontestable dominio económico. Sus centros eran Madrid, Sevilla, Cádiz, Barcelona: ‹‹La burguesía se fue enriqueciendo notablemente durante la segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo, como es bien conocido, en las ciudades mercantiles y marítimas de la periferia. En las últimas décadas tiene poder económico, pero le falta el poder político, todavía detentado por los estamentos privilegiados de una sociedad encuadrada aún dentro de los módulos del Antiguo Régimen. Cuando éste caiga, la burguesía se hará con el poder político.›› [Tomás y Valiente. El marco político de la desamortización en España1971: 46-47.]

El artesanado y el proletariado.
Las clases populares de la ciudad estaban compuestas por un artesanado organizado en gremios y por un proletariado que trabajaba a sueldo o carecía de oficio.

El campesinado.
Ya hemos visto como se crearon dos grandes grupos sociales: una minoría de de campesinos acomodados que se habían beneficiado de los arrendamientos con bajas rentas de las fincas de la Iglesia y de la nobleza absentista, y una mayoría de campesinos con pequeñas propiedades o de jornaleros que vivían del trabajo en los latifundios.

7.9. La mentalidad social.
La nueva mentalidad burguesa.
La pujante burguesía española durante el siglo XVIII construye su ideología crítica respecto a la nobleza, la Iglesia y sus privilegios, de modo que este avance ideológico es una herencia fundamental que explica la revolución liberal del siglo XIX, las Cortes de Cádiz, la desamortización.

Los ilustrados españoles.
En el siglo XVIII surgieron en España numerosos ilustrados, influidos por el pensamiento europeo y preocupados por los problemas del país, sobre todo por la pervivencia del Antiguo Régimen y sus obstáculos al progreso.


El conde de Floridablanca.

Entre los ilustrados destacan el marqués de la Ensenada, el conde de Campomanes, el conde de Floridablanca, el conde de Aranda, Pablo de Olavide y Gaspar Melchor de Jovellanos.
Estos reformadores ocuparon importantes cargos en la Corte, al servicio de los reyes, porque pensaban que sólo la monarquía, de acuerdo con las ideas del Despotismo Ilustrado, tenía suficiente poder para cambiar España, donde la burguesía era escasa y débil, y predominaban los sectores intelectuales conservadores en la nobleza y el clero.
Los ilustrados nunca tuvieron suficiente poder para imponer todas las reformas necesarias, pero avanzaron mucho, como se ve en el reinado de Carlos III.
7.10. Las reformas.
El reformismo.
La gran innovación de los Borbones fue un cambio ideológico en la concepción política del Imperio español: el interés de los reyes dejaría de ser la monarquía universal de los Habsburgo para centrarse en el reino de España. Las ambiciones de Isabel de Farnesio en Italia no serían ni la sombra de los sueños del pasado. Este cambio en los objetivos era un beneficio indudable para un país empobrecido y harto de aventuras excesivas. De este modo el primer reformismo borbónico tendió a la centralización, mientras que el fomento de la industria y del comercio era el centro de su política económica. Había que desarrollar las fuentes de riqueza si se quería mantener a España en el concierto de las grandes potencias.
Continuando la corriente de renovación que había nacido hacia 1680, el reformismo borbónico se inició con Felipe V y siguió con Fernando VI, pero es el reinado de Carlos III el momento más importante del reformismo español.
Desde el Despotismo Ilustrado se trenzaron unas acertadas medidas a corto plazo que aseguraron unas décadas más de supervivencia al Antiguo Régimen, aunque la intención del monarca parece que no fue potenciar a la burguesía y la producción sino en cuanto a que ello podía suponer una mejora de la Hacienda Pública y del poder real. El regalismo y la supremacía absoluta de la monarquía fueron el norte de la política y así puede comprenderse que España participara en guerras tan poco fructuosas como las de los Siete Años y de la Independencia de los Estados Unidos. Lo primordial, como en tiempos de los Austrias, eran los intereses dinásticos de la Corona, pero había una conciencia clara de cuáles eran las medidas más adecuadas para ello.
Para promover el reformismo, se crearon las Juntas de Comercio y las Sociedades Económicas de Amigos del País, que extendieron el espíritu ilustrado y establecieron una eficaz organización de los grupos de presión a favor de las reformas económicas.
El hispanista Lynch ha criticado el reformismo borbónico, porque a pesar de los innegables avances, el gasto público se orientó sobre todo al reforzamiento del ejército y la marina y la monarquía siguió apoyándose sobre todo en las clases privilegiadas y permitió el aumento de los mayorazgos.

La centralización de la Administración.
Las reformas administrativas, militares y económicas de los ministros Patiño, Campillo y Ensenada iniciaron la modernización de España, a través del Consejo de Castilla.
Fueron suprimidas la libertades y privilegios de las regiones periféricas, excepto de las leales Navarra y País Vasco.
Los Decretos de Nueva Planta de Valencia (1707), Aragón (1711), Mallorca (1715) y Cataluña (1716) suponían la pérdida de autonomía de los reinos de la Corona de Aragón.
Se creó un modelo único de administración territorial (excepto para Navarra y País Vasco), dividiendo el territorio en provincias (distintas de las actuales) dirigidas por un Capitán General y una Audiencia. Se creó la figura del intendente (1718) para la administración económica del ejército y de las provincias. Todo el poder se centralizó en Madrid, siendo los anteriores funcionarios sólo delegados del poder central.
La administración central se reformó, sustituyendo el poder de los consejos por los ministros. Durante el siglo se consolidaron los ministerios de Hacienda, Guerra, Marina, Justicia, Indias y Estado (Asuntos Exteriores). Sólo el Consejo de Castilla (que absorbió en 1707 al de Aragón) mantuvo su poder, como cuerpo consultivo del monarca, proponente de leyes y tribunal de justicia.
Sólo quedaron las Cortes de Castilla, cuya única función fue la jura del heredero.

La política religiosa y cultural.
El regalismo era la doctrina, propia del Despotismo Ilustrado, que defendía los derechos del rey a intervenir en los asuntos eclesiásticos. Se pretendía reducir el poder de la Iglesia, que esta mantenía gracias a su control de gran parte de la tierra, las parroquias y obispados, las escuelas y colegios, así como la influencia política de los antiguos “colegiales” de los jesuitas (como Ensenada).
En el reinado de Fernando VI se firma el Concordato (1753) con la Santa Sede, sobre bases regalistas: patronato regio (derecho de presentación de altos cargos eclesiásticos), supresión de las vacantes.
Carlos III impulsó el regalismo, con la expulsión de los jesuitas en 1767 (tomando como motivo su supuesta participación en el motín de Esquilache) y la limitación de la Inquisición, medidas que iniciaron la política anticlerical que se concretaría en el siglo XIX con la desamortización eclesiástica.
Se fomentaron asimismo la ciencia y la cultura: Academias, enseñanza superior (Reales Estudios de San Isidro), Sociedades Económicas de Amigos del País, viajes científicos a América.

La reforma de la Hacienda.
Las cargas fiscales mucho más moderadas en proporción a la riqueza real que las soportadas en el siglo anterior, gracias a que la política exterior fue menos belicosa y a que crecieron las remesas fiscales de América eran hasta llegar a un 1/4 de los ingresos de la Hacienda (aunque su interrupción en las guerras era por ello muy grave).           Pero además la Hacienda se saneó mediante la reforma fiscal, que aumentó la recaudación, con un mejor equilibrio entre las clases productivas y ociosas. Los dos puntos básicos fueron:
- Fondo común de los impuestos, totalmente centralizado (excepto Navarra y País Vasco).
- Impuestos más modernos y equitativos, basados en el catastro que censaba todos los bienes y permitía gravar la riqueza rústica y urbana mediante un reparto equitativo (todos pagaban) y las rentas del trabajo (de esto estaban exentos los estamentos privilegiados). Este sistema se aplicó en la Corona de Aragón, con gran éxito, pero se fracasó en su aplicación en la Corona de Castilla, debido a la resistencia de los estamentos privilegiados a pagar por los bienes. Ensenada tuvo que dimitir en 1754 por la reacción popular a su catastro de 1750 y Carlos III tuvo que abandonar el proyecto en 1776 por lo mismo.

La reforma financiera.
La creación del Banco de San Carlos (1782) y de los vales reales, que fueron la primera moneda en papel de curso obligatorio, consolidaron la estabilidad monetaria.

La reforma de la industria.
En la primera mitad del siglo predominó una política mercantilista, con medidas intervencionistas y proteccionistas:
- Se promovieron manufacturas reales, pero fracasaron casi en su totalidad.
- La prohibición de importación de tejidos de seda y algodón de Asia (1717-1719), los aranceles fuertemente proteccionistas de la seda (1744) y la lana (1747).
En la segunda mitad del siglo, algunas medidas fueron inspiradas por la fisiocracia hacia la desreglamentación:
- La reglamentación liberal (sin trabas gremiales) de las fábricas de indianas (1767).
- En 1790 se concedió plena libertad de fabricación, para toda clase de oficios y productos, sin someterse a los reglamentos de los gremios, lo que benefició sobre todo a la industria textil catalana, pero también a los restantes sectores.
Pero subsistía el mercantilismo en el proteccionismo:
- El arancel (25%) de tejidos de algodón (1760)
- Prohibición de importación de tejidos de algodón (1769).
- Prohibición de importación de ferretería (1775).

La reforma del comercio.
Se acordó la supresión de las aduanas interiores (1717), excepto en el País Vasco y Navarra.
Se promovió un programa de mejora de los caminos y puertos, lo que favoreció la unidad del mercado.
Directamente relacionada con la reforma agraria es la medida de libertad del comercio y precio de los granos (1765).
Se fomentan, según el mismo modelo de los países nórdicos, las compañías privilegiadas de comercio, como la Compañía General y de Comercio de los Cinco Gremios Mayores de Madrid (1763), o se fusionan, como la Guipuzcoana y la de Filipinas (1785), al tiempo que se apoyan las instituciones privadas de crédito.
Entre 1765 y 1778 se concedió progresivamente la libertad de comercio con América. Se rompió así el monopolio andaluz y cualquier español, saliendo desde cualquier puerto de España, podía comerciar con las colonias. Esto repercutió en el auge de los puertos mediterráneos y cantábricos y, sorprendentemente, no perjudicó al comercio de Cádiz. La libertad comercial probaba su eficacia para el desarrollo.

LA REFORMA AGRARIA.
El alza de los precios agrícolas (en trigo, vino, aceite) empujo a la roturación de tierras y a la mejora de la productividad agraria, pero había un obstáculo muy grave: el problema agrario, que consistía en que había muchas tierras sin cultivar y muchos campesinos sin tierras, porque la nobleza, la Iglesia y los Ayuntamientos poseían la mayoría de las tierras (amortización o “manos muertas”).
El poder político, ante la magnitud de las tensiones agrarias, era consciente de la necesidad de profundas reformas, y se emprendieron varias realmente importantes, pero fracasó en solucionar el problema fundamental, la acaparación de la propiedad por los estamentos privilegiados, debido a que estos eran todavía demasiado poderosos.

Los primeros intentos de reforma agraria.
En los años finales del reinado de Felipe V, en 1737-1738, se decretó el reparto de las tierras baldías de los municipios (que se empleaban para pastos y leña), pero en muchos lugares no se cumplió.
En el reinado de Fernando VI, en 1747 se anularon tales medidas y se devolvieron a los concejos las tierras ya vendidas, debido a las pésimas consecuencias que tenía aquella medida para las haciendas municipales, carentes de alternativas de financiación.
En 1749 Ensenada inició la política de repoblación de pueblos y comarcas abandonados.
El 16 de marzo de 1751 se reguló la intervención en los bienes de los Pósitos, con la creación de la Superintendencia General de Pósitos. Era una medida de fomento que alcanzó resultados inmediatos: se pasó de 3.371 pósitos municipales en 1751 a 5.225 en 1773, y se sanearon muchos de ellos al sustraerlos a las prácticas más abusivas de las oligarquías locales. Pero la mala gestión del Consejo de Castilla y a fines de siglo el déficit fiscal llevó a la intervención de los caudales de dinero y los depósitos de granos de los pósitos, que perdieron así gran parte de su eficacia, para entrar en rápida decadencia (en 1850 su número había bajado a 3.410 y su importancia aun mucho más). Se hubiera necesitado un eficiente Pósito en cada municipio para atender a los necesarios créditos de cultivo (y no sólo los de siembra), pero estaban dominados por los agricultores acomodados, los cargos municipales y las clases privilegiadas, más interesados todos en dificultar el acceso a la propiedad de los pobres que de facilitarla.
Es en el reinado de Carlos III, cuando comienza el primer verdadero programa de reforma agraria.
Se intensifica la política de repoblación, sobre todo con el experimento dirigido por el intendente Olavide en Sierra Morena, donde se asientan colonos alemanes y flamencos en nuevos pueblos como La Carolina.
En 1760 se crea la Contaduría General de Propios y Arbitrios, bajo la competencia del Consejo de Castilla, para fiscalizar la administración de estos bienes, evitar que se usufructuasen por los terratenientes locales y para bajar los impuestos municipales.
La libertad de precio y de circulación del trigo (1765). En el pasado, cuando había habido una mala cosecha de cereales, se prohibía el aumento del precio del pan (la tasa), pero los ilustrados creían que era una medida irracional, pues si subía el precio del pan era porque había poco trigo al estar tasado, porque los agricultores tendían a cultivar otros productos, con lo que había desabastecimiento. Esta escasez sólo podía superarse si la gente se organizaba para producir más trigo. )Y qué mejor estímulo podía haber para aumentar la producción de una mercancía que el que esta se pagara bien? La nueva libertad tuvo al principio un efecto negativo porque coincidió en 1766 con una mala cosecha, lo que provocó los motines de la primavera de 1766 (el mayor fue el de Esquilache), pero fue beneficioso a largo plazo, pues los agricultores se dedicaron a producir más trigo y el precio bajó a niveles razonables, acabando con las periódicas hambrunas del pasado.

La teoría de la reforma agraria.
Además, el carácter dramático de la situación de 1766 obligó a plantear el problema de una auténtica reforma agraria, largamente planificado desde 1750 por el Consejo de Castilla y que continuó meditándose en los decenios siguientes, destacando los informes de Floridablanca, Campomanes y Jovellanos.


El conde de Floridablanca.

Floridablanca, en su Respuesta del fiscal en el Expediente de la provincia de Extremadura (1770), planteaba una propuesta moderada: entregar a los campesinos las tierras incultas, comunales, de propios (de los ayuntamiento pero arrendadas a particulares), baldíos y dehesas (de particulares).
Campomanes, en su Memorial ajustado (1771), planteaba una propuesta más ambiciosa: repartir las tierras anteriores entre las familias campesinas no propietarias, con fincas inalienables e indivisibles, junto con créditos estatales para comprar ganado y aperos; además, los contratos de arrendamiento debían reformarse para asemejarse a los censos enfitéuticos catalanes (perpetuos, con pagos estables)
Jovellanos, en su Informe de la Ley Agraria (1794), planteaba la reforma más ambiciosa y liberal: toda la tierra perteneciente a los mayorazgos (nobleza) y a las “manos muertas” (Iglesia y ayuntamientos) debía mercantilizarse, para que los inversores la hicieran producir.
Las ideas de estos reformistas ilustrados influirán decisivamente en la reforma agraria y la desamortización del siglo XIX e incluso de parte del siglo XX.

La difícil aplicación de la reforma agraria desde 1766.
Aranda y Campomanes inician desde 1766 la reforma con la medida más arriesgada del reparto de las tierras concejiles en arrendamiento (1766) entre los campesinos más necesitados de Extremadura de “todas las tierras labrantías propias de los pueblos y las baldías y concejiles”, medida que se hizo extensiva en los dos años siguientes a Andalucía, La Mancha y finalmente el resto del país. Pero la medida fracasó por la ausencia de créditos a los nuevos labradores para que invirtiesen en las tierras, por el incumplimiento en muchos lugares ante la oposición pasiva de los municipios y por el intento de las clases privilegiadas de beneficiarse clandestinamente: los arrendatarios pobres perdían casi siempre su lote al cabo de un año, al no poder cultivar debidamente la tierra, y entonces aparecían los especuladores para quedarse con la tierra.
Se recortan los privilegios de la Mesta para potenciar a la agricultura, mediante varios decretos (1779-1788), que autorizan a los propietarios a cercar sus fincas.
En 1785 se prohíbe aumentar el precio de los arrendamientos rústicos, lo que hubiera sido a largo plazo una reforma trascendente. Pero en 1803 se derogó la medida.
En el reinado de Carlos IV, en 1798, comenzó la desamortización eclesiástica al vender las propiedades de varias instituciones benéficas de la Iglesia. Era 1/6 de la propiedad eclesiástica en la Corona de Castilla y en compensación se pagaba una renta anual.
Eran medidas demasiado moderadas e insuficientes:
‹‹La política económica de los Borbones en el siglo XVIII, sobre todo, al calor de una época de paz que coincide con el reinado de Carlos III, si bien favoreció un crecimiento lineal de la economía, no fue capaz de provocar una transformación del sistema, porque mantuvo en vigor las suficientes trabas como para impedirle dar el salto y desarrollarse. (...) históricamente no se puede hacer la revolución industrial, sin antes hacer la revolución liberal. Para acceder a un capitalismo autogenerado las economías del Antiguo Régimen no tienen más vía que la de este doble proceso revolucionario.›› [Rodríguez Labandeira. 1982: 180-181, en Rodríguez Labandeira, José. La política económica de los Borbones, pp. 107-184, en Artola, M. La Economía española al final del Antiguo Régimen. Vol. IV. Instituciones.]
La cuestión esencial era la estructura de la propiedad agraria, dominada por las clases superiores del Antiguo Régimen, pero a fines del siglo XVIII esta estructura estaba en crisis, tanto en el terreno de las ideas, como por las necesidades de la Hacienda. Era sólo cuestión de tiempo que comenzara la desvinculación y la desamortización, al socaire de los tiempos renovadores que recorrían Europa. Y la puntilla llegó con las crisis bélicas.

FUENTES.
Internet.
[http://www.jotdown.es/2017/02/oliver-cromwell-iii-estafadores-puteros-borrachos-payasos/Rodríguez, E. J. Oliver Cromwell (III): estafadores, puteros, borrachos y payasos. “JotDown” (II-2017). 

Documentales / Vídeos. Europa.
Los alemanes - Federico II de Prusia y la emperatriz. 42 minutos. La lucha entre Federico II de Prusia y María Teresa de Austria.
Pedro el Grande. 49 minutos. El rey Pedro I de Rusia, el gran reformista.
Washington. Serie histórica de tres episodios de 120 minutos cada uno, sobre la vida de George Washington. 1. Súbdito leal. 2. Comandante rebelde. 3. Padre de la patria.

Libros de texto escolar.
García Sebastián, M.; Gatell Arimont, C. Ciències Socials, Geografia i Història. Cives 4. Vicens Vives. 2011: pp. 4-23.

Libros. General.
AA.VV. Historia del Mundo Moderno Cambridge. Sopena. Barcelona. 1980. 14 vols. Para las UD siguientes, hasta el siglo XX.
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Braudel, Fernand. Civilización material, economía y capitalismo. Siglos XV-XVIII. Alianza. Madrid. 1984 (1979 francés). 3 vols. I. Las estructuras de lo cotidiano. 547 pp. II. Los juegos del intercambio. 592 pp. III. El tiempo del mundo. 597 pp.
Braudel, F. La dinámica del capitalismo. Alianza. Madrid. 1985. 135 pp. Tres conferencias.
Davis, Ralph. La Europa Atlántica. Desde los descubrimientos hasta la industrialización. Siglo XXI. Madrid. 1976 (1973 inglés). 381 pp.
Diderot y D’Alembert (dirs.). Breve antología de las entradas más significativas del magno proyecto de la Enciclopedia que dirigieron Diderot y D'Alembert y que fue uno de los hitos de la Ilustración. Prólogo de Fernando Savater. Edición y traducción de Gonzalo Torné. Debate. Barcelona. 2017. 389 pp.
Englund, Peter. La batalla que conmocionó Europa: Poltava y el nacimiento del imperio ruso. Trad. Martin Simonson. Roca Editorial. Barcelona. 2012. 452 pp. Reseña/entrevista de Antón, Jacinto. La delgada línea azul de los suecos. “El País” (4-X-2012) 47. Peter Englund (Boden, 1957), historiador sueco, especialista en historia contemporánea y la I Guerra Mundial.
Godechot, Jacques. Las Revoluciones (1770-90). Nueva Clío 36. Labor. Barcelona. 1974. 375 pp. La primera es la estadounidense y le sigue la francesa.
Hesse, Helge. El comienzo de un mundo nuevo. Trad. de Isabel Hernández. Tusquets. 2023. 496 pp. Ensayo del historiador alemán Helge Hesse (Mettmann, 1963) sobre unos personajes clave del último cuarto del siglo XVIII: el capitán Cook, George Washington, Goethe, Mozart, Kant, el pintor David...
Ogg, David. Historia de Europa. La Europa del Antiguo Régimen, 1715-1783. Siglo XXI. Madrid. 1974 (1965 inglés). 393 pp.
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Pontón, Gonzalo. La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIIIPrólogo de Josep Fontana. Pasado & Presente. Barcelona. 2016. 850 pp. Un ensayo histórico, ganador del Premio Nacional de Ensayo,  con una historia alternativa del siglo XVIII que desmonta los mitos de igualdad, libertad y fraternidad de la Ilustración. Reseña de Martínez Shaw, Carlos. Explotación, incultura y desigualdad. “El País” Babelia 1.298 (8-X-2016). / Geli, Carles. Pontón. ‘Hoy sufrimos la misma desigualdad que en el XVIII’. “El País” (14-XI-2017). Sobre el tema véase: Trillas, Ariadna. L’enganyifa de la Il·lustració. “El País” Quadern 1.658 (8-XII-2016) 1-3. Diálogo en catalán del editor Gonzalo Portón y el periodista económico Andre Missé sobre el origen histórico de la desigualdad actual.
Rudé, George. Europa en el siglo XVIII. La aristocracia y el desafío burgués. Alianza. Madrid. 1978 (1972 inglés). 344 pp.
Wallerstein, Immanuel. El moderno sistema mundial. Siglo XXI. Madrid. 2 vols. Vol. II. El mercantilismo y la consolidación del la economía-mundo europea, 1600-1750. 1984 (1980 inglés). 524 pp. 

Artículos. General. Orden cronológico.
Altares, G. Últimas noticias sobe la bestia de Gevaudan. “El País” Semanal 2.079 (31-VII-2016). Una monstruosa criatura mató a decenas de personas en el pueblo de Gevaudan entre 1764 y 1767, convirtiéndose en un mito perdurable.
Llovet, J. ‘Marginalia’. L’‘Enciclopèdia’ de Diderot. “El País” Quadern 1.702 (23-XI-2017).
Olaya, V. G. Los 200 españoles que murieron por la independencia de Estados Unidos. “El País” (4-X-2021). Estaban entre los 1.000 prisioneros del bando estadounidense en la batalla de Long Island. Los británicos los recluyeron en barcos-prisión en la bahía Wallabout de Nueva York, en condiciones terribles, Del total de 20.000 que pasaron por ellos fallecieron unos 11.500.

ESPAÑA.



Documentales / Vídeos. España.
De los Austrias a los Borbones. Documental de RTVE, Serie Memoria de España nº 15. [www.rtve.es/alacarta/videos/memoria-de-espana/]
La nueva España de Felipe V. Documental de RTVE, Serie Memoria de España nº 16. [www.rtve.es/alacarta/videos/memoria-de-espana/]
Carlos III y sombras del reformismo. Documental de RTVE, Serie Memoria de España nº 17. [www.rtve.es/alacarta/videos/memoria-de-espana/]
A la sombra de la revolución. Documental de RTVE, Serie Memoria de España nº 18. [www.rtve.es/alacarta/videos/memoria-de-espana/] El reinado de Carlos IV y la Guerra de Independencia.

Exposiciones. España.
*<Carlos III, majestad y ornato en los escenarios del Rey Ilustrado>. Madrid. Palacio Real (5 diciembre 2016-30 marzo 2017). 131 obras de arte. Reseña de Fraguas, Rafael. El Palacio Real recuerda los pasos de su primer inquilino“El País” (6-XII-2016).

Libros. España.
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Alcoberro, Agustí. La ‘Nova Barcelona’ del Danubi (1735-1738). Rafael Dalmau Editor. Barcelona. 2011. 128 pp. Reseña de Santacana, Carles. Barcelona al Danubi, 1735. “El País” Quadern 1.427 (12-I-2012) 4. Sobre la aventura de los exiliados catalanes que se refugiaron en Viena después del triunfo de Felipe V en 1715, unos 800 supervivientes que en 1735 fundaron una colonia, ‘Nova Barcelona’, en el banato de Temesvar, en la cuenca del Danubio. Las limitaciones de los exiliados, la peste y una guerra contra los turcos hicieron fracasar el proyecto en 1738.
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Walker, Geoffrey J. Política española y comercio colonial 1700-1789. Ariel. Barcelona. 1979. 353 pp.

Artículos. España. Orden cronológico.
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Geli, Carles. El negocis de la guerra de 1714. “El País” Quadern 1.478 (4-IV-2012) 5. El sector austracista se basó en la burguesía comercial, muy beneficiada por las concesiones del aspirante Carlos III.
Fradera, Josep M. Siete llaves para el sepulcro de Felipe V. “El País” (17-XII-2013) 31. Un análisis de la política borbónica en Cataluña desde 1714.
Sánchez Corredera, Silverio. Gaspar Melchor de Jovellanos. Personaje histórico ¿o pensamiento vivo? “El Cultural” (25-XI-2011) 20-21. Reivindicación de la actualidad de Jovellanos, en la que destacan expertos en Jovellanos como Julio Somoza o José Miguel Caso.
Riaño, Peio H. Las inmobiliarias de lujo amenazan el último vestigio del mayor disparate de la Ilustración. “El País” (6-VII-2020). [https://elpais.com/espana/madrid/2020-07-05/las-inmobiliarias-de-lujo-amenazan-el-ultimo-vestigio-del-mayor-disparate-de-la-ilustracion.html] Los vecinos de la presa del Gasco y el Canal del Guadarrama, un proyecto de 1786 abandonado por una catástrofe en 1799, luchan por la conservación del sueño que quiso conectar Madrid con el océano Atlántico. La Comunidad de Madrid paraliza la declaración BIC ante los intereses inmobiliarios.
Olaya, V. G. El fuerte de los hombres libres. “El País” (3-VII-2020). España acogió desde 1687 en Florida a los esclavos negros fugados de la América inglesa, estableciendo a muchos en 1738 en el fuerte Mosé, cerca de San Agustín.

Felipe V.
Artículos.
Olaya, Vicente G. El intercambio de princesas que frustró la viruela. “El País” (2-I-2019).

Carlos III.
Libros.
Aguilar Piñal, Francisco. Madrid en tiempos del ‘mejor alcalde’. Arpegio. 2016. 4 vs. 426, 400, 472 y 560 pp. La capital de Carlos III.
Fernández, Roberto. Carlos III. Un monarca reformista. Espasa. 2016. 612 pp.
Gómez Urdáñez, José Luis. Víctimas del absolutismo. Prólogo de Carlos Martínez Shaw. Punto de Vista. 2020. 385 pp. Los abusos absolutistas durante el despotismo ilustrado español, en especial con Carlos III. Reseña de Elorza, Antonio. Las sombras de las Luces. “El País” Babelia 1.530 (20-III-2021).

APÉNDICES: LOS CAMBIOS EN ESPAÑA. Textos para comentario en clase.
Apéndice: El despegue de la burguesía española en el siglo XVIII.
En la periferia española se daba a partir de 1680 un fenómeno de franca recuperación de la economía, con una participación activa de la burguesía. Y esa expansión, con algunos descansos, se mantuvo hasta el siglo XIX, cuando la rotunda crisis de 1808 vino a replantearlo todo sobre bases nuevas.
En penoso contraste, hacia 1700 la situación de la economía y de la población de Castilla era penosísima, por culpa de las guerras, las pestes, el hambre y la miseria del pueblo bajo. El centro del país acababa de vivir una década trágica [Lynch: XI. 345-354.] pero también asomaban los gérmenes positivos de la estabilidad de la moneda. La burguesía castellana era débil, sin cohesión de grupo ni conciencia de tal, sin organismos de presión (aparte de los Consulados del Mar de la periferia), y como clase social apenas duraba en los negocios una o dos generaciones, puesto que procuraba a los pocos dineros que podía recoger que sus descendientes accedieran a la hidalguía. Y sin embargo se puso casi unánimemente de parte de la dinastía de los Borbones en la guerra de Sucesión, pues esperaba que el reformismo borbónico cortara los privilegios excesivos. [Anes. 1975: 344.] Y lo cierto es que esa burguesía, aliada con el campesinado y la pequeña nobleza y clero, consiguió reunir la fuerza suficiente para sostener a Felipe V durante la guerra de Sucesión. La España campesina y burguesa tenía aún una reserva de poder, como los ministros franceses que llegaron a Madrid pudieron comprobar. Wallerstein cita a Romero de Solís: «El triunfo de los Borbones en la guerra de Sucesión española ·fue el triunfo de las clases medias y de la baja nobleza contra la Iglesia y la aristocracia señorial.» [Wallerstein. 1980: II. 263.] Pese a lo que hay de exageración a tal tesis (el bajo clero castellano apoyó masivamente a Felipe V), el tiempo convalidó esta apreciación por sus efectos en la hegemonía social española.
La gran innovación de los Borbones para Fernández Albaladejo [Fernández Albaladejo. 1992: 353 y ss.] fue un cambio ideológico en la concepción política del Imperio español: el interés de los reyes dejaría de ser la monarquía universal de los Habsburgo para centrarse en el reino de España. Las ambiciones de Isabel de Farnesio en Italia no serían ni la sombra de los sueños del pasado. Este cambio en los objetivos era un beneficio indudable para un país empobrecido y harto de aventuras excesivas. De este modo el primer reformismo borbónico puso al fomento de la industria y al comercio en el centro de su política económica. [Herr. 1960: 101; Lynch. 1989: XII. 106-112.] Había que desarrollar las fuentes de riqueza si se quería mantener a España en el concierto de las grandes potencias.
Así, el siglo XVIII dio a la burguesía castellana una oportunidad de rehacer su posición, con frecuentes altibajos sin duda, pero con un progreso indudable a largo plazo. El proteccionismo, el comercio indiano y el fomento de las manufacturas reales permitieron que la hundida industria textil de Segovia, Guadalajara, Béjar, Palencia y de muchas ciudades castellanas recuperase parte de su posición de antaño, doblando incluso su producción algunas. Los diversos grupos sociales de la burguesía recuperaron una situación estable, con unas cargas fiscales mucho más moderadas en proporción a la riqueza real que las que tuvo que soportar en el siglo anterior, gracias a que la política exterior fue también menos belicosa y más racional y comedida. No hubo guerras en las fronteras peninsulares y eso era ya un gran avance y en cuanto a las de Italia fueron mucho menos gravosas que las de antaño. Las reformas de la Administración, más eficaz y honesta, bastaban casi para corregir los peores males del pasado. El comercio con América se benefició de las reformas en la marina de 1713-20, aunque siempre chocó con una fuerte competencia europea y la oposición de los intereses criollos [Walker, 1979]. Incluso la ganadería trashumante se benefició y con ella los exportadores de lana, con un largo periodo entre 1700 y 1770 en que la exportación lanera creció. «Sin duda el siglo XVIII es el siglo de apogeo de la Mesta, y con él, de sus críticos más acerbos.» [E. Fernández de Pinedo, en Tuñón. 1980: VII. 40.]
Desde 1750 aproximadamente, la recuperación demográfica y la prosperidad económica se extendieron con mayor fuerza por Europa. En España, desde 1770, en la periferia este crecimiento fue otra vez mucho más acusado que en el centro. Los capitales se invertían en las ciudades portuarias, con oportunidades mucho más rentables. A finales del siglo XVIII los poderosos núcleos burgueses de Cádiz, Sevilla y Madrid estaban en trance de convertirse en ciudades burguesas, dejando atrás los tiempos en que la aristocracia lo era todo. Hombres de su tiempo como Sebastián Martínez (el comerciante ilustrado que protegió a Goya) se beneficiaron de la apertura económica que inspiró el equipo de Carlos III y eran admirados por sus contemporáneos.
Pero este desarrollo que, ahora sí, parecía paralelo al de la burguesía europea se ahogaría, como veremos, en parte por la pérdida de las colonias americanas y la tremenda crisis interior de 1808 y porque llegó demasiado tarde y demasiado débil. Si no fue mayor este desarrollo se debió a que las reformas del Despotismo Ilustrado fueron demasiado lentas, aunque se mantuvieron en el tiempo y sobre todo porque no tocaron la estructura de los problemas, que eran la amortización de las tierras agrícolas, en definitiva la supervivencia de las estructuras del Antiguo Régimen.
Para conocer la estratificación y la ideología de los grupos ciudadanos en esta época de España interesa leer las aportaciones de Pere Molas [1985], que presenta la burguesía española como insertada en la sociedad estamental y vinculada al sistema de valores de los grupos nobiliarios. Los grupos más importantes de la población urbana en esta España moderna son los de antes: 1) la oligarquía seminobiliaria, 2) la burguesía mercantil y 3) el artesanado. Esta clasificación no esconde las diversidades de riqueza dentro de cada grupo, que se refleja en su división en finas capas, con clara conciencia cada una de su status y las capas que se tocan con las adyacentes de cada grupo dan pie al fenómeno del cambio de status, pues siguen siendo unos grupos con una cierta movilidad de arriba a abajo, alimentando y renovando constantemente las filas de las clases privilegiadas, ahora sólo con honores jurídicos.
Numerosos historiadores, como Domínguez Ortiz, desde perspectivas políticas y especialidades científicas muy distintas, comparten la tesis de que durante el siglo XVIII la burguesía afianzó su presencia hasta conseguir hacia su final una posición de incontestable dominio económico. Para Murillo [1972] la clase media se amplía en este periodo al aumentar el número de abogados, funcionarios, eclesiásticos, profesores, escritores y comerciantes y también por la mayor especialización de sus actividades.
Casi todos los historiadores políticos y constitucionalistas [Sánchez Agesta. 1974: 26-27.], consideran que la pujante burguesía española es precisamente durante el siglo XVIII que construye su ideología crítica respecto a la nobleza, la Iglesia y sus privilegios, de modo que este avance ideológico es una herencia fundamental que explica la revolución liberal del siglo XIX.
En la misma línea, Tomás y Valiente defiende la tesis de una burguesía ya plenamente dominante en lo económico a fines del siglo XVIII con la prueba de que era la única que tenía la liquidez dineraria para comprar los vales reales y que estaría interesada en que el Estado pagase los intereses y que los amortizase en su momento, siguiendo las tesis de Vicens Vives y otros historiadores que no encuentran otra explicación al fermento revolucionario de las Cortes de Cádiz. «La burguesía se fue enriqueciendo notablemente durante la segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo, como es bien conocido, en las ciudades mercantiles y marítimas de la periferia. En las últimas décadas tiene poder económico, pero le falta el poder político, todavía detentado por los estamentos privilegiados de una sociedad encuadrada aún dentro de los módulos del Antiguo Régimen. Cuando éste caiga, la burguesía se hará con el poder político.» [Tomás y Valiente. 1971: 46-47.]
Esta burguesía emergente necesitaba tierras, exigía tierras, para sí misma y para el campesinado. Sobre todo necesitaban los comerciantes tierras para sí mismos para diversificar sus inversiones y necesitaban los industriales que los campesinos tuvieran tierras para que así las rentas de éstos aumentasen y pudiesen comprar sus productos. Nadie desdeñaba la posibilidad de convertirse en terrateniente y así de progresar en la escala social y acceder al estamento de la nobleza, porque era un título honorífico que suponía la consagración de que se tenía un verdadero poder económico. Pero era algo nuevo que muy pocos deseasen abandonar sus negocios. Se percibía que el futuro de sus familias sólo podía asegurarse si se mantenían las lucrativas actividades comerciales e industriales y que el seguro de las propiedades rurales era un elemento de seguridad y prestigio, no de progresivo enriquecimiento. Para demostrarlo a la vista de todos había demasiados nobles arruinados que buscaban emparentar con la burguesía. La tierra sería a partir de ahora un complemento apetecible, pero no el eje de las verdaderas fortunas. Pero, en todo caso, había un gravísimo obstáculo a superar antes de que los nuevos burgueses adquiriesen las tierras: la escasez de éstas por el fenómeno de las manos muertas.

Apéndice: El reformismo agrario de los ilustrados.
Las críticas a la amortización de la tierra se generalizaron en el siglo XVIII, cuando el crecimiento demográfico y el aumento de los precios agrícolas (y en general de las rentas procedentes de la tierra) por encima del índice general de precios hicieron más evidente la necesidad de una reforma agraria que permitiese el acceso a la propiedad de la tierra a los campesinos y diese oportunidad a la burguesía de invertir en la agricultura. Gonzalo Anes [Anes. 1981: 43-70.] ha estudiado las fluctuaciones de los precios del trigo, de la cebada y del aceite en el periodo 1788-1808 y ha concluido que los precios llegaron a apreciarse hasta un 400 % en las épocas de sequía, sobre todo en las áreas interiores adonde no podían llegar los suministros marítimos. La sequía y no la inflación por la emisión de los vales reales desde 1780 sería así el principal factor explicativo de estas puntas de aumento de precios.
Cabe añadir dos consideraciones: que los beneficios de la especulación de alimentos atraerían la atención de la burguesía hacia la propiedad agraria y que aquella misma especulación facilitó una acumulación de capital idéntica a la que supuso en Cataluña la especulación con los alimentos durante las dos rebeliones catalanas contra el poder central, la de 1640 y la de 1700. La burguesía periférica se benefició así de la guerra y de las crisis de miseria, en un proceso irreversible y natural de selección.
La burguesía, de cuyo seno surgieron la mayoría de los tratadistas del periodo, estaba imposibilitada de facto para comprar las tierras más apetecibles, no así las marginales (que casi siempre estuvieron disponibles salvo las de Propios y Comunes). Eran esas tierras de regadío de las riberas de los ríos y las dedicadas a los trigales, olivares y viñedos más productivos las que la burguesía deseaba y su acceso estaba vedado por la amortización. En los contemporáneos la conciencia del problema se extendió más y más hasta llegar a la conclusión lógica: esta institución debía desaparecer necesariamente, tanto por lo que se refería a la vinculación en los mayorazgos de la aristocracia como a la amortización en manos eclesiásticas y de los municipios (y sus vecinos).
Pero en este periodo la correlación de fuerzas sociales no permitía más que atacar a la última de aquellas formas de propiedad, la de los bienes de Propios y Comunes, amén de liberalizar un poco las restantes. ¿Cómo avanzar sin romper con el pacto tácito con la monarquía, la nobleza y el clero? Esta duda mermaría cualquier posibilidad de reforma profunda de la estructura del régimen.
Es importante destacar que la aparición de la burguesía como una clase social emergente explica el porqué de la intensificación del debate sobre la tierra. Sin el apoyo de ésta clase social jamás se hubieran atrevido los ilustrados a desencadenar su ofensiva ideológica. Ya desde principios de siglo y a lo largo de éste, escritores tan emblemáticos como Mayans, Feijóo (su Teatro Crítico Universal es una obra imprescindible), Patiño, Flórez, Burriel, Macanaz y los economistas [Grice-Hutchinson. 1978: 219-230.] Ustáriz, Bernardo de Ulloa, Miguel de Zavala (con su excelente Representación para el más seguro aumento del real erario) iniciaron su ofensiva contra los males de la sociedad española y, lógicamente, centraron muchas de sus críticas en la mala explotación de la tierra, el principal recurso económico y donde laboraba la inmensa mayoría de la población española. Sus aportaciones son puntuales y a veces anecdóticas pero abren ya el camino para los planteamientos más rigurosos de la segunda mitad del siglo. Destaca entre esas aportaciones que en el Concordato de 1737 ya se estableciera que los nuevos bienes de las manos muertas debieran pagar tributos como los del régimen común. Pero esta medida no se realizó hasta el final del siglo por la cerrada oposición práctica de la Iglesia. En suma, lo más destacable no fueron tanto los logros prácticos como la creación de un movimiento ideológico progresista que favorecería las futuras reformas.
Era un planteamiento común en toda Europa, con unas causas también comunes. Hobsbawm lo resume así: «El siglo XVIII no supuso, desde luego, un estancamiento agrícola. Por el contrario, una gran era de expansión demográfica, de aumento de urbanización, comercio y manufactura, impulsó y hasta exigió el desarrollo agrario. La segunda mitad del siglo vio el principio del tremendo, y desde entonces ininterrumpido, aumento de población, característico del mundo moderno: entre 1755 y 1784, por ejemplo, la población rural del Brabante (Bélgica) aumentó en un 44 por 100. Pero lo que originó numerosas campañas para el progreso agrícola, lo que multiplicó las sociedades de labradores, los informes gubernamentales y las publicaciones propagandísticas desde Rusia hasta España, fue más que sus progresos, la cantidad de obstáculos que dificultaban el avance agrario.» [Hobsbawm. 1964: 42-43.]
Maestre (1976) y J. A. Maravall (1991) han estudiado los antecedentes españoles del despotismo ilustrado, para comprender tanto la índole de las propuestas como las causas de su fracaso final, cuando la crisis de la Revolución Francesa apagó la luz del Despotismo Ilustrado. La caída de Jovellanos fue en ello muy semejante a las persecuciones muy anteriores de las que habían sido víctimas Mayans y Burriel. El Siglo de las Luces tenía sus particulares oscuridades.
Este movimiento intelectual que pugnaba por superar los obstáculos se centraría particularmente en el grupo de los economistas ilustrados asturianos [Anes. 1975: 400-408.], con figuras tan destacadas como Navia-Osorio, Campomanes, Jovellanos y Flórez Estrada, que son el fruto lógico de una sociedad asturiana particularmente equilibrada para la época [Anes Álvarez. 1988: 58-73.], entre el campesinado, el artesanado y los señoríos, con moderadas tensiones por las rentas agrarias y los foros, con una larga y pausada onda expansiva en la población y la economía, aunque llegaría a 1800 con una saturación demográfica y una patente falta de capitales. Pero extender su modelo a toda Castilla era imposible.
El Expediente de Ley Agraria [Anes. 1975: 400-408.] (redactado en 1766-1784) fue el ámbito donde se manifestó más claramente el espíritu reformista de los ministros ilustrados, que se apoyó en la amplia red de las Sociedades Económicas de Amigos del País [Carande. 1989: 107-136.], pero que chocó con insuperables dificultades internas y sobre todo externas para su realización, por el miedo de los estamentos a perder su posición de privilegio. Opiniones muy interesantes al respecto, desde planteamientos proclives a los reformistas, son los de Anes [1981: 11-42, 95-138.], Lynch [1989: XII. 187-192.], Sarrailh [1954: 562-572.] y particularmente las de Domínguez Ortiz [Domínguez Ortiz. 1976: 402-453.] y en concreto sobre las clases privilegiadas del Régimen y su pensamiento [Domínguez Ortiz. 1973.]. En suma, conocer este espíritu ilustrado es esencial para comprender el origen de las ideas de los reformistas liberales del siglo XIX.
Las diversas propuestas de reforma agraria de los ilustrados pueden clasificarse en:
-La colectivista del publicista Rafael Floranes, que no tocaba los bienes municipales sino que, al contrario, los acrecía con los eclesiásticos, aunque reformando su gestión y gravándolos con impuestos.
-La individualista de Jovellanos, recogida en su Informe sobre la Ley Agraria de 1793 para la Sociedad Económica Matritense [Anes. 1975: 405], inspirada en la teoría económica de la fisiocracia y recogida por el liberalismo en el siguiente siglo. Se debían privatizar en plena propiedad tanto los baldíos como las ·tierras concejiles·, cercar las tierras, limitar los derechos de la Mesta, sugiere la prohibición de nuevas amortizaciones, y otras medidas para buscar el ·interés individual·. La tesis central era que el excesivo proteccionismo suponía al final una traba al desarrollo económico [Jovellanos. 1793: 191]. Su texto fue considerado como canónico por los reformadores de la propiedad agraria durante el siglo XIX, que lo citaron como autoridad indiscutida ya en las Cortes de Cádiz, sin percatarse de su sentido utópico e irrealizable que tanto debía a los arbitristas del pasado, como era manifiesto en el ilusorio proyecto de enseñanza técnica de los campesinos mediante una que debían difundir los clérigos. Para un estudio más detallado se puede consultar a Gonzalo Anes [1981: 95-138, para el Informe, y 199-214, para el proyecto de enseñanza mediante la Cartilla rural].
-Las intermedias de Olavide, Floridablanca y Campomanes.
El Código de agricultura de Olavide sólo pretendía, según Tomás y Valiente [1971: 16-20], desamortizar los bienes baldíos, excluyendo los de Propios, para una finalidad productiva más que social: buscaba el reparto a precio alzado de los lotes entre los vecinos que quisiesen y pudiesen producir (con alternativas como la de que los propietarios ricos instalaran a braceros, o dando las tierras con la forma de censos pagando 1/8 de los frutos), y constituyendo con los ingresos una Caja Provincial. Contra la tesis de Tomás y Valiente se puede aducir que Olavide quería iniciar el proceso con los baldíos para conocer los problemas y resultados, para pasar luego a las otras formas de amortización, lo que casaría mejor con su espíritu radicalmente reformista.
Floridablanca en su Instrucción reservada estaba quejoso de que los bienes amortizados no tributasen y de que estuviesen descuidados e improductivos en su mayoría y su solución era impedir que se amortizasen más bienes y proceder a moderadas medidas de reparto de los baldíos y Propios. Por su posición de poder consiguió realizar gran parte de sus ideas.
Campomanes se explaya en sus obras sobre la Ley Agraria (de la que fue principal impulsor) y con su Tratado de regalía de amortización (1765), que figuraría en el siglo XIX entre los libros prohibidos por la Inquisición y de los más denostados por Menéndez Pelayo [1882: II, 433]. Sus propuestas de política agraria eran: aumento de la superficie cultivable, fomento de la pequeña propiedad mediante el reparto de bienes baldíos y comunales, desvinculación de los mayorazgos y bienes eclesiásticos (aunque respetándoles a sus dueños la propiedad), arrendamientos a largo término mediante censos enfitéuticos. De hecho, sus opiniones influyeron decisivamente sobre los reformistas más inteligentes del siglo XIX (como Florez Estrada).
Las escasas medidas reformadoras del despotismo ilustrado borbónico se ajustaron al fin al criterio individualista: división de tierras de aprovechamiento común en parcelas a repartir entre los campesinos. Pero todas esas medidas tendrían escaso alcance práctico porque obedecieron más a impulsos y necesidades del momento que a un programa político de largo alcance que contara con apoyos políticos capaces de superar las grandes resistencias y además no beneficiaron a la generalidad del campesinado pues la mayoría de las tierras fueron compradas por terratenientes, por los llamados poderosos. La burguesía comprendió pronto la oportunidad que se le brindaba.
Y más aun, no tocaron los bienes eclesiásticos, más allá de alguna puya teórica (Jovellanos) o de los informes para limitar las nuevas amortizaciones eclesiásticas, presentados por Francisco Carrasco y por Campomanes, o de las críticas de Olavide y Floridablanca, recogidos por Tomás y Valiente [1971: 23-30], intentos que chocaron con una más viva e inmediata oposición. Mientras que se creía poder disponer por vía legislativa de los bienes municipales y comunales, en cambio, para los eclesiásticos se consideraba imprescindible la negociación con la Santa Sede. Esta tesis ·ilustrada· sería la misma que la de los ·moderados· a lo largo del siglo XIX.
En suma, Tomás y Valiente [1971: 14] ha criticado con acierto a los ilustrados por su talante más teórico que práctico, aunque olvidando en el calor de la diatriba que no había en aquel momento un consenso social para una reforma profunda. Lo cierto es que las críticas y propuestas de los ilustrados fueron el necesario caldo de cultivo para las reformas de los decenios siguientes, así como que sus primeras disposiciones legislativas, tan moderadas, fueron el banco de pruebas para las que vendrían a continuación. 

Apéndice: Las tierras amortizadas en el siglo XVIII.
Durante el siglo XVIII la estructura de la propiedad amortizada apenas varió. Miles de pueblos abandonados jalonaban los caminos cuando los viajeros extranjeros pasaban sin ver un solo ser viviente en un día entero. Y sin embargo sus propietarios no hacían nada para poblarlos porque los preferían vacíos y disponibles para la ganadería lanar. Y esto incluso cuando la cabaña lanar había disminuido.
Casi todo el daño de la amortización estaba ya hecho, por lo que las estadísticas que poseemos sobre la situación cerca del 1800 son aceptables para el 1700, pero nunca serán plenamente fiables, moviéndonos en un cierto margen de error. Al finalizar el Antiguo Régimen aproximadamente entre el 80% y el 90% de la tierra era propiedad de las manos muertas (un 80% para Madoz, según datos no corroborados plenamente). Unos 4 millones de ha pertenecían a bienes de Propios (de propiedad de los municipios), 10 millones al menos a los bienes comunales (de uso por los vecinos, pero sin título individual de propiedad) y unos 12 millones a bienes eclesiásticos. Otros 20 millones de ha estaban amortizados en manos de mayorazgos [para este tema el mejor trabajo es el de Clavero, 1974] y señoríos territoriales de la aristocracia. Puede hablarse así de un verdadero monopolio legal sobre la tierra. [E. Fernández de Pinedo, en Tuñón. 1980: VII. 55-59.]
Otras fuentes de la época estiman hacia 1811 que de un total de 55 millones de aranzadas cultivadas, se encontraban en manos vivas 17.599.900; en manos muertas, 9.093.400; y, finalmente, en poder de los señores, un total de 28.306.700. [Moreno Alonso. 1989: 26.]
Finalmente un autor tan mesurado como Domínguez Ortiz [1973: 337-358.] insiste tanto en la inmensa cuantía de sus bienes como en el desequilibrio interno, con enormes variaciones en el nivel de riqueza del clero de una región o de otra, incidiendo en que la concentración de propiedades era especialmente intensa en León, Andalucía, Castilla la Nueva y Extremadura. Además, la Iglesia percibía en sus propiedades diezmos, primicias y muchos derechos propiamente señoriales. Los diezmos eran particularmente gravosos porque se cargaban sobre el producto bruto, con lo que en muchas tierras se quedaban hasta con la mitad del producto neto. Además desincentivaban las mejoras porque éstas requerían capital y el diezmo se constituía como un impuesto más gravoso cuanto mayor fuera el capital utilizado, de modo que podía ser más beneficioso no invertir nada para aligerar así la carga del diezmo. Era un freno radical a las inversiones productivas que necesitaban los campesinos para elevar su competitividad.
El catastro de Ensenada [Vilar. 1982: 63-92.] (bastante fiable sobre la realidad de 1750-53) calculaba que la Iglesia poseía 1/7 de las tierras cultivables y producía 1/4 de la riqueza nacional; no porque sus tierras fueran mejor cultivadas sino porque eran las más fértiles. Ello sumaba unos recursos que le permitían sostener una clase social numerosa e influyente de sacerdotes, frailes y monjas, así como unas actividades no lucrativas de carácter social que el Estado embrionario de la época no podía sufragar, tales como las educativas, sanitarias y de beneficencia.
En cuanto a los bienes Propios y Comunes constituían la principal (y a veces casi única) fuente de recursos de miles de municipios y de sus vecinos, de modo que estos bosques, dehesas y prados, pero también trigales y viñedos dados en arriendo, eran vitales para su autonomía económica y política. De su importancia en plena Edad Moderna hay una indicación en Salomon [1964: 119-147.]. Era, pues, una situación de claroscuro la de los bienes amortizados: por una parte cubrían grandes necesidades financieras y sociales asegurando el bienestar de amplias capas de la población, más por otra parte impedía el proceso de revolución agrícola que se estaba dando en el norte de Europa, que se basaba en la propiedad individual y en la circulación de esta propiedad, en la inversión y en el espíritu de asunción de riesgo por parte de los propietarios.

Apéndice: La legislación borbónica: la alternativa reformista.
El reinado de Carlos III es considerado con razón como el momento más acertado del reformismo español, patente desde principios del siglo XVIII y que venía a profundizar en la corriente de renovación que había nacido hacia 1680. Desde el Despotismo Ilustrado se trenzaron unas acertadas medidas a corto plazo que aseguraron unas décadas más de supervivencia al Antiguo Régimen, aunque la intención del monarca parece que no fue potenciar a la burguesía y la producción sino en cuanto a que ello podía suponer una mejora de la Hacienda Pública y del poder real. El regalismo y la supremacía absoluta de la monarquía fueron el norte de la política y así puede comprenderse que España participara en guerras tan poco fructuosas como las de los Siete Años y de la Independencia de los Estados Unidos. Lo primordial, como en tiempos de los Austrias, eran los intereses dinásticos de la Corona.
En todo caso, ya en su época de rey en Nápoles (1734-59) la política de su ministro Tanucci había favorecido a la burguesía porque era la mejor fuente fiscal del Estado y ya en España (1759-88) siguió esta orientación, emprendida tímidamente en el reinado de sus predecesores Felipe V y Fernando VI. Se sucedieron las disposiciones de reforma tributaria y agraria, en perjuicio de los intereses de la oligarquía nobiliaria y del clero. Había que cuidar la ·gallina de los huevos de oro· y esta clara percepción fue una constante. Todos los súbditos del reino, nobles, eclesiásticos o burgueses debían estar sometidos a los impuestos, de modo que los privilegios fueran puramente honoríficos [Domínguez Ortiz, 1988: 121]. La expulsión de los jesuitas en 1767 y la limitación de la Inquisición iniciaron la política anticlerical que se concretaría en el siglo XIX con la desamortización eclesiástica. España y su Imperio vivía al mismo tiempo una coyuntura claramente alcista, al paso de toda Europa desde 1750, reflejada en el crecimiento de los precios agrícolas, la potenciación de la industria textil y el comercio ultramarino, mientras que la población aumentaba vigorosamente: si el censo de 1768 daba 9.301.728 habitantes, el de 1787 daba 10.286.000, un millón más en sólo veinte años y este ritmo seguiría en los siguientes años, incluso con el incompetente Carlos IV y su desafortunada gestión.
Las reformas que más nos interesan aquí son las que se refieren a la creación de una burguesía agraria, con el acceso a la propiedad de los campesinos.
En el campo legislativo las primeras medidas reformistas en la estructura de la propiedad rural se habían producido en los años finales del reinado de Felipe V, cuando en 1737-38 se decretó el reparto de las tierras baldías, pero ya en 1747 se anularon tales medidas y se devolvieron a los concejos las tierras ya vendidas. La monarquía se ganaba así por unos años el favor del pequeño campesinado [Sarrailh, 1954: 569], que se había quejado de las pésimas consecuencias que tenía aquella medida para las haciendas municipales.
En el reinado de Fernando VI, caracterizado por el pacifismo y la elección de excelentes ministros reformistas, se da el 16 de marzo de 1751 la intervención en los bienes de los Pósitos, con la creación de la Superintendencia General de Pósitos. Era una medida de fomento que alcanzó resultados inmediatos: se pasó de 3.371 pósitos municipales en 1751 a 5.225 en 1773, y se sanearon muchos de ellos al sustraerlos a las prácticas más abusivas de las oligarquías locales. Pero la mala gestión del Consejo de Castilla y a fines de siglo el déficit fiscal llevó a la intervención de los caudales de dinero y los depósitos de granos de los pósitos, que perdieron así gran parte de su eficacia, para entrar en rápida decadencia (en 1850 su número había bajado a 3.410 y su importancia aun mucho más). Se hubiera necesitado un eficiente Pósito en cada municipio para atender a los necesarios créditos de cultivo (y no sólo los de siembra), pero estaban dominados por los agricultores acomodados, los cargos municipales y las clases privilegiadas, más interesados todos en dificultar el acceso a la propiedad de los pobres que de facilitarla. Hacía falta un cambio político y un control mucho más eficaz para cambiar el destino de los fondos de los pósitos. Para un mejor conocimiento del tema de los pósitos en la España del siglo XVIII puede consultarse a Concepción de Castro [1987: 95-113] y a G. Anes [1981: 71-94], que considera que los pósitos sólo fueron utilizados por la sociedad estamental para protegerse de las graves crisis de abastecimientos, privándolas de una utilidad más ambiciosa.
En 1760, ya con Carlos III en el trono, y siguiendo la mentada política reformista ya ensayada en Nápoles, se crea la Contaduría General de Propios y Arbitrios, bajo la competencia del Consejo de Castilla, para fiscalizar la administración de tales bienes, evitar que se usufructuasen por los terratenientes locales y para bajar los impuestos municipales. Tal medida podría interpretarse como contradictoria con el fin último de la desamortización, pero era un intento de mejorar la gestión de los municipios y ponía, en todo caso, a los Propios bajo el control de la Administración real, el primer paso para nuevas y más audaces medidas.
En 1766 Carlos III (por influencia de Aranda y Campomanes) se inicia la más decidida política hasta la fecha para la reforma agraria [Anes, 1975: 408-414]. Desde este año se suceden las medidas para favorecer la división de los latifundios y regular los arrendamientos rústicos, recortar los privilegios de la Mesta para potenciar a la agricultura, fomentar las colonizaciones como la de Sierra Morena, aunque nunca lograron colmar los vacíos rurales (en el censo de 1797 había aún 932 localidades rurales desiertas, especialmente en La Mancha).
En ese mismo año de 1766 se dispuso que se repartieran en arrendamiento entre los campesinos más necesitados de Extremadura ·todas las tierras labrantías propias de los pueblos y las baldías y concejiles·, medida que se hizo extensiva en los dos años siguientes a Andalucía, La Mancha y el resto del país. Si el pensamiento ilustrado había preparado el terreno, los acicates concretos fueron el hambre y los disturbios de 1766 (el motín de Esquilache fue sólo el más destacado de una serie de revueltas por el hambre, que Vilar nos ilumina en su sentido social [1982: 93-140]). La motivación social de la reforma era esencial en este momento y el reparto a los braceros, que además dejaba en manos de las haciendas municipales las rentas de los arriendos, hubiese sido un camino adecuado para una positiva reforma agraria, mas la ausencia de créditos a los nuevos labradores para que invirtiesen en estas tierras abocó la reforma al fracaso, además de que no se cumplió completamente más que en unos pocos sitios por la oposición pasiva de los municipios y el intento de las clases privilegiadas de beneficiarse clandestinamente [Artola, 1878: 130-131], por lo que en la provisión de 25 de mayo de 1770 se dio marcha atrás, reconociendo y respetando los intereses espúreos. Asimismo y fue el segundo factor negativo, los arrendatarios pobres perdían casi siempre su lote al cabo de un año, al no poder cultivar debidamente la tierra y entonces aparecían los especuladores para quedarse con la tierra. En definitiva, resultó la reforma en un distanciamiento aún mayor entre el proletariado rural y los terratenientes [Sánchez Salazar, 1982: 189-258]. Pero a cambio, los burgueses residentes en las ciudades del Sur accedieron a esas propiedades.
La burguesía alcanzó ahora a comprender que sus intereses de clase estaban en oposición con los del campesinado pobre y que más le valía aliarse con el poder establecido y llegar a un pacto tácito con las clases privilegiadas. Este pacto, según muchos autores, se perpetuaría durante el siglo XIX, más mi opinión es que sólo unas capas concretas de la nobleza y la burguesía actuaron al unísono. Fueron las más conscientes de que venían nuevos tiempos, de que las actividades económicas del pasado (y las formas jurídicas que las protegían y regulaban) estaban condenadas a desaparecer y así se creó un conglomerado propietarios de nuevo cuño (o reconvertidos al capitalismo agrario) de tres grupos sociales: aristócratas ilustrados (que no rechazaron dedicarse al comercio incluso); de burgueses que habían acumulado capitales en el comercio, la industria y las finanzas, y de campesinos acomodados que se habían beneficiado de los arrendamientos con bajas rentas de las fincas de la Iglesia y de la nobleza absentista. Era esta unión de grupos sociales la transposición al campo del patriciado urbano barcelonés que estudió Amelang.
Como vemos, fueron reformas agrarias que se quedaron a medio camino, que tendieron a suturar las heridas del sistema antes que a cambiarlo. Y al final del reinado el impulso se había perdido. Miguel Artola [1982: XI y ss.] y Julián Marías [1963] han incidido sobre este progresivo abandono del esfuerzo ilustrado, patente desde antes de la muerte del rey Carlos III y agravado en la década siguiente. Para Rodríguez Labandeira, coincidiendo con nuestras propias opiniones: ·La política económica de los Borbones en el siglo XVIII, sobre todo, al calor de una época de paz que coincide con el reinado de Carlos III, si bien favoreció un crecimiento lineal de la economía, no fue capaz de provocar una transformación del sistema, porque mantuvo en vigor las suficientes trabas como para impedirle dar el salto y desarrollarse. (...) históricamente no se puede hacer la revolución industrial, sin antes hacer la revolución liberal. Para acceder a un capitalismo autogenerado las economías del Antiguo Régimen no tienen más vía que la de este doble proceso revolucionario.» [Rodríguez Labandeira. 1982: 180-181.]
Carr [1966: 52-54] ha señalado que a fines del siglo XVIII el régimen antiguo de propiedad estaba en crisis, tanto en el terreno de las ideas, como por las necesidades de la Hacienda. Era sólo cuestión de tiempo que comenzara la desvinculación y la desamortización, al socaire de los tiempos renovadores que recorrían Europa. Y la puntilla llegó con las crisis bélicas.
Llega Carr a considerar con cierta exageración a la reforma agraria de Carlos III como ·el ensayo de reforma agraria más notable hasta los días de la II República· [1966: 77], pero al principio del siglo XIX sólo unas pocas regiones (Cataluña sobre todo) tenían una clase media agraria dominante. De esa burguesía agraria (y no de la burguesía mercantil) saldrían precisamente las sucesivas oleadas de burgueses industriales que hicieron la fortuna de la Cataluña contemporánea y esta constatación nos hace lamentar con mayor razón que el modelo catalán no pudiera extenderse al resto del país.
Más éxito a corto plazo tuvieron las medidas que suprimieron las aduanas interiores y liberaron el comercio de granos, junto a las inversiones en la mejora de los caminos y puertos, antes preteridas durante siglos, por lo que supusieron de creación de un mercado único en España, por primera vez desde la unión de las Coronas con los Reyes Católicos.
Las reformas hacendísticas mejoraron sin duda las recaudaciones y acercaron el sistema financiero al modelo de los países europeos de capitalismo más avanzado. La creación del Banco de San Carlos (1782) y de los vales reales, la primera moneda en papel de curso obligatorio, eran pasos necesarios para consolidar una burguesía financiera.
La creación de las Juntas de Comercio y de las Sociedades Económicas de Amigos del País extendió el espíritu de los nuevos tiempos y establecieron una mínima organización de los grupos de presión a favor de las reformas económicas. Si las manufacturas reales fracasaron casi en su totalidad, más pronto o más tarde, las fábricas textiles catalanas y el resto de manufacturas industriales de capital privado se beneficiaron de variadas medidas de fomento y se expandieron triunfalmente [Anes, 1975: 203-217]. En cuanto al fomento de la ciencia y de la investigación se percibe la influencia que tiene para el desarrollo económico de una gran potencia [ver para la Inglaterra del XVII a Merton, 1970] y se toma el modelo francés, más cercano, como un medio de desarrollo material del país, creándose los mecanismos institucionales más relevantes de la ciencia española, consiguiendo resultados más que estimables [Sellés y otros, 1987]. Se fomentan, según el mismo modelo de los países nórdicos, más compañías privilegiadas de comercio, como la Compañía General y de Comercio de los Cinco Gremios Mayores de Madrid (1763), o se fusionan, como la Guipuzcoana y la de Filipinas (1785), al tiempo que se apoyan las instituciones privadas de crédito [E. Fernández de Pinedo, en Tuñón, 1980, VII: 145-159]. Una burguesía industrial, comercial y financiera con negocios de dimensión a escala europea surgía de este clima.
Y la medida más célebre, la libertad de comercio con América, establecida en 1778, largamente reivindicada por los catalanes y cantábricos durante el siglo XVIII en consonancia con su creciente conciencia de poder. Rompió el monopolio andaluz y espoleó aún más la prosperidad de toda la periferia española. Esta liberalización del comercio indiano no perjudicó a ninguna región, ni siquiera la andaluza, de lo que muy pronto se sorprendieron los comerciantes e intereses gaditanos y esta fue la mejor prueba de que la libertad de comercio e industria, así como de enajenación de la propiedad rústica, era a la postre la mejor vía para el desarrollo económico.
Una parte importante de la burguesía al final del Antiguo Régimen en España estaba compuesta al igual que un siglo antes por profesiones liberales, muchos con títulos universitarios: teólogos, pero sobre todo juristas y médicos. Los letrados eran omnipresentes en la burocracia, que continuaba su hipertrofia ya iniciada en el siglo XVII, en una verdadera empleomanía. Macanaz escribe en 1740: «Hay cien empleados donde bastarían cuarenta... si trabajaran bien, y a los demás podría dedicárseles a otro trabajo provechoso». Mayans escribe en 1753 que estos funcionarios eran una multitud de zánganos [Trevor Davies, 1969: 106]. Los médicos abundaban por doquier, ciudad o campo, de modo que el censo de 1797 nos da 4.346 médicos y 9.272 cirujanos y suponía una de las figuras clave de la vida social del Antiguo Régimen [Domínguez Ortiz, 1973: 2149-257].
Pero junto a estos burgueses con pasión por ser rentistas y casi siempre poco productivos, había poderosos núcleos de industriosos empresarios. Los comerciantes que constituían la burguesía mercantil era ya un fenómeno real que comenzaba a diversificarse. Los fabricantes catalanes de tejidos de algodón [Molas, 1985: 238-246] alcanzaron un auge formidable y su presencia en la sociedad de la época fue un antecedente de su dominio sin rival en el siglo XIX. En los principales focos capitalistas, muchos hombres de empresa se especializaban en los servicios financieros (el ejemplo de Italia en el Renacimiento era paradigmático, cuatro siglos después). La riqueza de matices de nuestra burguesía se correspondía ya con la de los países más avanzados, aunque su número y su importancia fueran aún mucho menores. Así, cuando en Francia, Soboul, el historiador de la Revolución, analiza las diversas capas de la burguesía al final del Antiguo Régimen, su modelo se corresponde también al español: rentistas, profesiones liberales, gran burguesía de negocios (financieros, comerciantes, manufactureros) y pequeña burguesía de tenderos y artesanos. Lo más importante no era, pues, su composición sino su dinamismo, su conciencia de que las empresas de riesgo eran el motor de la riqueza a largo plazo, una ola de optimismo había cambiado las conciencias de estos grupos y se difundía por amplias capas de la población, que pugnaban por entrar por el mérito y el trabajo en esta burguesía, en una clase social en la que el dinero era suficiente distinción. Y aun así incluso esta barrera fue rota.
Molas [1985: 234-237] nos presenta el caso de los comerciantes y fabricantes (muchos eran las dos cosas a la vez) de Valencia ennoblecidos al amparo de la real cédula de 1783, que posibilitaba el ennoblecimiento de quien pudiera demostrar la existencia de tres generaciones familiares dedicadas al ejercicio del comercio o de la industria. Esta norma suponía una solución parcial al cierre del camino de las compras de tierras. Ahora no haría falta ésto para ascender en la escala de los honores aunque el prestigio fuese mayor si se unían el honor y la tierra.
Este clima de apertura y de movilidad social era ciertamente general en Europa. Hobsbawm [1964: 45] sostiene que todos los gobiernos occidentales que hacia 1780 aspiraban a una política racional se dedicaban a fomentar el progreso económico. Y como este venía sólo de la libertad de empresa necesariamente se seguía la libertad política como conclusión. Los que avanzaron por estos dos caminos al mismo tiempo pudieron triunfar. Los otros fracasaron.
La burguesía vivió años de euforia y revelación. Por primera vez la burguesía aparecía como una clase verdaderamente poderosa, capaz de construir el Estado a su conveniencia y acceder al poder, al menos compartido con las clases privilegiadas. Muchos medianos propietarios catalanes aprovecharon el cultivo de viñedos y el alto precio del vino para acumular capitales e invertirlos en el comercio y las nuevas industrias. Los maestros de los gremios artesanales proliferaron hasta ser proporcionalmente muy superiores a los oficiales y aprendices según el censo de 1797 [Anes, 1975: 201], con lo que significaba de movilidad social y de base para el futuro desarrollo industrial. Durante unos pocos años España vivió un auténtico boom· industrial, comercial y financiero, mientras la marina mercante crecía. El régimen señorial y el feudalismo se desfondaban a ojos vista [Godechot y otros, 1971] por toda Europa, y la España borbónica seguía el mismo camino, tarde y mal, pero claramente. Los comerciantes ingleses temieron en este periodo el ·resurgimiento de una gran potencia dormida, pero ya era muy tarde para salvar el retraso relativo de tantos años.

Apéndice: Las reformas de Carlos IV y Godoy.
Pensamos hoy que si hubiera habido a finales del XVIII unas décadas de paz en Europa se habría conseguido con casi toda seguridad consolidar ese desarrollo en España y ponerse a la altura de las grandes potencias. Pero desde 1789 la Revolución Francesa sonó en toda Europa y ensordeció en España. La política de Carlos IV y sus ministros no podría ser más desdichada para la burguesía. Las guerras, la deuda pública, la ruptura del comercio americano, fueron las consecuencias de una política exterior al servicio de los intereses de la monarquía y de las verdaderas clases dominantes al final del Antiguo Régimen, la aristocracia y el clero. En estos largos e intermitentes años de crisis, fue cuando la burguesía tomó conciencia poco a poco de que si quería acrecentar o incluso mantener su prosperidad entonces debía cambiar la naturaleza del Régimen. Ese intento comenzaría con las Cortes de Cádiz. Pero esa es ya otra historia.
Las guerras con Francia (1793-1795), Portugal (1801-1803) e Inglaterra (1797-1801 y 1804-1808) llevaron al país a una situación lamentable, sobre todo en la región donde mayor era la prosperidad anteriormente. ·La guerra contra el ejército francés significó para Cataluña una época demográfica y económicamente catastrófica· [C. Martínez Shaw, en Fernández, 1985: 129]. La guerra del Francés de 1793-94 fue una vuelta al pasado y un adelanto del penoso futuro, según Vilar [1982]. Y la interrupción del comercio americano durante la mayor parte del periodo siguiente no ayudó a restañar las profundas heridas.
El ingente importe de los gastos bélicos y la falta de un sistema contributivo en Castilla semejante al del catastro catalán, mucho más justo y eficaz, acrecentaron la Deuda pública durante la época de gobierno de Godoy hasta el colapso financiero del régimen. Artola [1982: 321-459], siguiendo la línea investigadora de Hamilton [1947] sobre la relación guerra-Deuda, ha estudiado minuciosamente la quiebra de la Hacienda del Antiguo Régimen, comenzando con la guerra de Independencia de los Estados Unidos, de modo que los presupuestos entre 1793 y 1806 se nutrieron en un tercio de los empréstitos públicos [Fontana, 1978: 71]. Era la misma guerra que provocó el colapso financiero del régimen borbónico en Francia. La diferencia entre los casos español y francés estribaba solamente en que la Deuda Pública francesa, que había pagado conflictos bélicos de enorme envergadura, era ya muy superior a la española y su hundimiento se adelantó por ello.
De acuerdo con Josep Fontana [1983: 13-21 y 53-82], puede cuestionarse incluso si el sistema absolutista hubiera aguantado mucho más allá de 1808 aunque no se hubiese producido la invasión napoleónica, pues es en este año la deuda pública ascendía ya a 7.000 millones de reales, según Canga Argüelles. Los intereses se comían la totalidad de los ingresos de la Corona [Artola, 1982: 329]. Muchos contemporáneos estimaron con acierto que el derrumbe de los ejércitos españoles estaba directamente relacionado con la intrínseca debilidad financiera del régimen, por la cual no había unas fuerzas armadas a la altura del reto, ni una administración que pudiera sobrevivir a la invasión. El impacto de la percepción de esta debilidad en la burguesía no puede minusvalorarse, porque tomó clara conciencia de que este Estado casi putrefacto no podía defender eficazmente sus intereses.
En este contexto de apremiantes necesidades financieras es como deben verse las desamortizaciones del periodo 1794-1808, abriendo una pauta que se repetiría a lo largo del siglo XIX, cuando siempre primaría la urgencia de conseguir fondos sobre cualquier consideración social de más largo alcance. En contra de esta interpretación se hallan las tesis más conservadoras de Antequera o de Menéndez Pelayo [1882: II, 465], que consideraban, como en el resto de las desamortizaciones que el motivo fundamental era la incapacidad en unos casos y, sobre todo, una concepción jansenista o regalista de las relaciones Estado-Iglesia, que estos autores rechazaban porque llevaría a la Patria hacia el ateísmo, la desvertebración social y la ruptura. Una interpretación que estará latente en muchos de los prohombres conservadores y en sus decisiones políticas.
Tomás y Valiente (1971: 38 y ss.] estudia la relación de disposiciones legislativas que desde 1794 gravaron los bienes municipales y eclesiásticos con impuestos destinados a pagar los intereses de la deuda. Se abría paso así una doctrina político-jurídica de intervencionismo, que fundamentaría los pasos siguientes cuando se dio el detonante para un salto cualitativo: la crisis bélica y fiscal de 1798.
En los meses de febrero a septiembre de 1798 una serie de normas constituyen la llamada desamortización de Godoy. Primero (21 de febrero) las ventas de las fincas urbanas de los municipios. Segundo (26 de febrero) la creación de una Caja de Amortización de la deuda, engrosada con los fondos de las ventas de los bienes. Y por último (25 de septiembre) tres reales órdenes sumamente importantes, pues suponen el principio de la desamortización decimonónica, basada en la apropiación por el Estado de bienes inmuebles vinculados a ·manos muertas·, su venta pública en subasta, la asignación del importe a la amortización de la deuda y la compensación a los desposeídos con un interés anual. En estas reales órdenes se intervenían los bienes de los seis Colegios Mayores, de los jesuitas expulsados (que no recibieron interés alguno) y, sobre todas, la que dispuso la venta de bienes de hospitales, hospicios, casas de misericordia, cofradías, memorias, casas pías y patronatos de legos. En su consideración se justifica en la neutralización del déficit de la Hacienda Pública, pero lo cierto es que, a pesar de que las ventas siguieron un buen ritmo, los resultados finales fueron muy magros porque las necesidades bélicas siguieron creciendo y comiéndose los ingresos. Siguió en 1805 un permiso concedido por la Santa Sede para desamortizar bienes eclesiásticos por un valor de hasta 6'4 millones de reales de renta.
Poco después y ante los crecientes apuros de la Hacienda española y por el temor a que la monarquía se desmoronase como ya lo había hecho la francesa por causas tan similares, la Santa Sede autorizó por un breve de 12 de diciembre de 1806 (aplicado en España el 21 de febrero de 1807), la venta del ·séptimo eclesiástico·, o sea, la facultad de enajenar: ·la séptima parte de los predios pertenecientes a las iglesias, monasterios, conventos, comunidades, fundaciones y otras cualesquiera personas eclesiásticas, incluso los bienes de las cuatro Órdenes Militares y la de San Juan de Jerusalén·. A cambio se compensaba esta venta con una renta del 3 por ciento para los expropiados. Una importantísima medida desde el punto de vista político y jurídico puesto que la Iglesia venía a reconocer la posibilidad de dedicar sus bienes a satisfacer las necesidades del Estado, aunque fuese al principio bajo la figura jurídica de una ·gracia concedida·. Pero la complejidad jurídica del procedimiento de tal enajenación era extraordinaria: inventario, deslindamiento, tasación, etc., con el resultado de que apenas se habían vendido algunos bienes cuando Fernando VII suspendió la medida en sus primeras semanas de gobierno en 1808.
Para la mayoría de los estudiosos todas las anteriores medidas tuvieron escaso alcance práctico, pero parece más razonable señalar que faltan estudios locales y regionales sobre su incidencia. Así, parece confirmado que el arrendamiento y venta de bienes de Propios y baldíos fue muy importante en regiones del Sur, sobre todo en Extremadura (donde en plena guerra se seguían vendiendo bienes, pero sólo a un octavo de su valor) y Andalucía, mientras que en las demás regiones fue muy menguada.
El primer autor moderno que ha hecho una estimación de las ventas del periodo anterior a 1808 ha sido Herr [1974: 49], elevando su valor a unos 1.600 millones de reales. Pero sus defensores han tendido a ignorar que ya Canga Argüelles en 1811 hacía una estimación, muy cercana, de 1.653 millones, por lo que Herr simplemente ha convalidado un dato ya conocido. Si esta cantidad fuera cierta la desamortización de Godoy afectó a la mitad de los bienes de la posterior desamortización de Mendizábal por lo que habría que revalorizar su importancia.
En todo caso sí es cierto que no beneficiaron en demasía al campesinado, pues muchas de las tierras desamortizadas fueron adquiridas por grandes terratenientes y la emergente burguesía agraria de carácter absentista, residente en las ciudades y que buscaba su seguridad en un momento en que el comercio y la industria estaban casi colapsados. Pero sí fue más positivo que supusieran otro corte ideológico profundo en las conciencias de los gobernantes y del pueblo, preparando cada iniciativa y en progresiva acumulación a la sociedad para los más drásticos y obligados cambios de las décadas siguientes.
En definitiva, la situación antes de la guerra de la Independencia no podía ser peor para afrontar los inmensos gastos y el corte poblacional que conllevó. Hacia 1808 España estaba ante una disyuntiva fundamental en casi todos sus sectores económicos y ello afectaba profundamente a la sociedad y al régimen institucional.
Martínez Shaw [en Fernández, 1985: 129] nos refiere las consecuencias para la burguesía catalana: ·la guerra de 1808-1814 fue la ocasión para un relevo generacional en las filas de la burguesía. Definitivamente desaparecen del primer plano los hombres que han dirigido la economía catalana en la segunda mitad del siglo XVIII: desinteresados del negocio en época tan incierta y sin capacidad para acomodarse a las nuevas exigencias de los tiempos, desvían sus inversiones a la tierra y, amparados en un título de nobleza o en una posición social reconocida, disfrutan de los bienes adquiridos sin correr las aventuras de la primera hora. Su lugar es ocupado por una nueva generación que ha ascendido en la etapa anterior, que se ha vinculado directamente con el proceso productivo, que trae consigo nuevos modos empresariales y que sabe reconocer los signos del cambio en ciernes. Ellos serán los protagonistas de la nueva etapa: capitalismo industrial, mercado interior, liberalismo político, proteccionismo económico.
Por extensión estas mismas palabras pueden decirse de los otros núcleos de una burguesía atrevida y ambiciosa y nos muestran la tensión entre riesgo y seguridad, entre mirar al mañana y al pasado de la burguesía de la Edad Moderna. El Antiguo Régimen subsistiría aún bajo mucho disfraces [Mayer, 1981] pero ahora las reglas del juego iban a ser muy distintas. La burguesía estaba en puertas de vivir su gran siglo.

Apéndice: La recuperación económica española en el siglo XVIII.

Jover, Gabriel. Las grandes recuperaciones de la economía española / 2. Respuestas preindustriales. “El País” Negocios 1.893 (27-II-2022). [https://elpais.com/economia/negocios/2022-02-28/respuestas-preindustriales-a-la-crisis-del-siglo-xvii.html] La economía se recuperó tras la crisis del siglo XVII (cuyas causas el autor explica al inicio), de una manera desigual entre el interior y la periferia, por las grandes diferencias de los regímenes señoriales y de propiedad de la tierra, y de las condiciones medioambientales.

‹‹La crisis del siglo XVII tuvo un carácter general y disruptivo en la historia europea y española. En primer lugar, como sugirió el historiador Eric Hobsbawm, la crisis fue global, pues afectó al conjunto de Estados del continente europeo y a sus incipientes imperios, así como a las relaciones entre todos esos territorios. En segundo lugar, porque de ella emergieron las primeras naciones capitalistas (Inglaterra y Holanda) que incorporaron formas más intensivas de crecimiento. Y, por último, porque fue durante esa etapa cuando España perdió posiciones respecto de las nuevas economías nacionales atlánticas. La crisis en el escenario global del imperio español estaba íntimamente relacionada con otra de carácter interior, en un imperio, como escribió García Sanz, donde “no se ponía el sol… ni el hambre”. En este artículo nos centraremos en los conflictos que condicionaron las salidas de la llamada crisis del siglo XVII en los territorios peninsulares de la Monarquía Hispánica, aunque para comprender su dinámica primero sea necesario repasar las causas de aquella.

En el ámbito interior, la crisis del siglo XVII tuvo sus orígenes en los conflictos que generaba el crecimiento extensivo característico de las sociedades preindustriales. Tras una larga etapa de expansión, las potencialidades de desarrollo en los distintos sectores económicos y regiones se fueron agotando, fruto de factores diversos. Por una parte, el descenso de los rendimientos agrícolas, el cierre de la frontera de tierras y la reducción de las reservas de pastos y forestas, y el aumento de las rentas sobre la tierra estrechaban la capacidad de inversión del sector agrícola, y también limitaban el aumento de la oferta de alimentos y materias primeras para las poblaciones urbanas.

Por otra parte, el incremento de la fiscalidad aumentaba los costes de las manufacturas castellanas y dificultaba la innovación y la capacidad exportadora del sector. A finales de la centuria diversos choques externos colapsaron el sistema. Por un lado, los fenómenos climáticos adversos (sequías e inundaciones de 1591, 1604-1606 y 1630) provocaron graves crisis agrícolas y encarecieron el precio de las subsistencias; por otro lado, el nuevo ciclo pandémico (1592-1602, y, más tarde, 1630 y 1647-1654) contribuyó a reducir la población, y, finalmente, la intensificación de los conflictos bélicos (la guerra de Flandes, la Armada Invencible y, después, la guerra de los Treinta Años) multiplicaron los impuestos y cerraron algunos mercados a las exportaciones. En el primer tercio del siglo XVII, las reservas de que disponían la Monarquía, los gobiernos locales y las economías familiares para hacer frente al pago de rentas e impuestos se habían agotado, como reconocían los arbitristas en sus acerados y acertados diagnósticos.

Impacto demográfico.

La evolución de los bautismos en las diversas áreas geográficas peninsulares constituye el indicador más fiable del citado dispar deterioro económico de la población en dichas zonas. En la España interior (las dos Castillas, La Rioja, Extremadura y Aragón), durante la primera mitad del siglo XVII, se produjo un agudo descenso de la población rural y, más aún, de la urbana; en estas regiones, la recuperación posterior fue extremadamente lenta, no recobrándose los niveles demográficos de 1580 hasta mediados del siglo XVIII. Andalucía occidental registró un menor descenso de la población, recuperando los máximos demográficos de finales del siglo XVI en la segunda mitad del Seiscientos; ahora bien, en dicha región el incremento de la población fue bastante exiguo en la primera mitad del siglo XVIII.

En la España septentrional (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y Navarra), la intensidad de la crisis fue menor y la recuperación más precoz y rápida en el siglo XVII, aunque también aquí el crecimiento se ralentizó durante la primera mitad del Setecientos. El Levante mediterráneo (Cataluña, País Valenciano y Murcia), donde las densidades demográficas de partida eran menores, y donde la expulsión de los moriscos contribuyó al declive demográfico de algunas zonas (valencianas especialmente), la depresión fue menos intensa y más breve que en el resto de las regiones; además, la segunda mitad del siglo XVII ya fue una etapa de rápida recuperación demográfica y económica, la cual dio paso a un vigoroso crecimiento en la primera mitad del siglo XVIII.

A mediados del Seiscientos, la recuperación de una crisis tan profunda y desigual dependía de la capacidad de los agentes económicos y de las instituciones de incentivar, o no, cambios que estimulasen la reactivación económica y generasen nuevas sendas de crecimiento. Pero esas iniciativas afrontaban poderosas inercias institucionales, privilegios sociales y económicos y desiguales dotaciones de recursos naturales. Veamos cuáles fueron los factores sociales, institucionales y ambientales que explican las dispares respuestas al impacto de la crisis en los dos niveles en que actuaban las principales fuerzas socioeconómicas: por arriba, las políticas fiscal y comercial de la Monarquía, y, por abajo, los agentes sociales en el ámbito económico regional.

La política imperial de los Austrias exigía una continua y voluminosa movilización de recursos para sostener las guerras en defensa de sus dominios europeos. Durante la primera mitad del siglo XVII, la Monarquía estuvo atrapada entre el descenso de los ingresos fiscales, derivado de la depresión económica, el retroceso de las remesas americanas y el aumento del gasto provocado por los incesantes conflictos bélicos. Y la aristocracia y la Iglesia, sus pilares sociales, atravesaron una crisis financiera generada por el descenso de sus rentas patrimoniales.

El Gobierno y la aristocracia intentaron incrementar la presión fiscal y la renta, respectivamente, y tuvieron que recurrir al endeudamiento. Pero ambas vías, en aquella coyuntura depresiva, ahogaron las potencialidades del crecimiento y tensionaron la débil estructura institucional de la Monarquía (guerras de Portugal y Cataluña en 1640). Las derrotas militares frente a sus competidores, Inglaterra, Holanda y Francia, y la firma de los tratados de paz (en 1649 con Holanda, en 1659 con Francia y en 1667 y 1670 con Inglaterra) reflejaron la creciente debilidad política y financiera de la Monarquía Hispánica.

Los primeros intentos de reforma de las finanzas, en el último tercio del siglo XVII, implicaron la moderación de la presión fiscal y la reducción del tipo de interés de juros y censos, lo que alivió la situación financiera de los deudores. Por otra parte, los intentos de centralización del poder, a finales del Seiscientos, un paso importante hacia un modelo de Estado patrimonial, basado en el pacto y trato entre el monarca y los distintos estamentos e instituciones del Reino (nobleza, ciudades, jurisdicciones), impidieron crear un contrapoder constitucional y favorecieron la heterogeneidad en la toma de decisiones políticas. Tras la guerra de Sucesión y el cambio de dinastía, el ánimo reformador borbónico fue en parte cercenado por las presiones de la aristocracia y los cuerpos intermedios que defendieron sus privilegios fiscales y jurisdiccionales. Esas resistencias entorpecieron dos de los mayores empeños reformistas: la imposición de un sistema fiscal único que gravase a los súbditos según su nivel de renta (Catastro de Ensenada, 1754) y una efectiva integración del mercado interior eliminando todas las aduanas interiores.

Por último, la creciente debilidad de la Monarquía limitó la capacidad de proteger los mercados coloniales e interior en beneficio de la economía nacional, como habían hecho sus competidores (Gran Bretaña y Francia). Bajo esta compleja arquitectura institucional (imperio, poder regio, aristocracia, Iglesia) se articularon las salidas de la crisis de las diferentes regiones de la Monarquía. Para comprender las consiguientes disparidades de sus trayectorias cabe tomar en consideración, en cada territorio, las dotaciones de recursos naturales, las disputas sobre los derechos de propiedad y el acceso a la tierra entre los distintos grupos sociales, y los diferentes entramados fiscales que se afianzaron tras las reformas de 1714.

A mediados del siglo XVII, la Corona de Castilla presentaba un cuadro con intensos claroscuros. La zona septentrional (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y Navarra) había sufrido menos el alza de la presión fiscal y, en ella, la crisis económica había sido más liviana que en otras regiones. Hacia 1650 partía de unas relativamente elevadas densidades demográficas (25 habitantes/km2). Sus condiciones naturales (abundancia de precipitaciones y pastos) y el predomino de pequeñas y medianas explotaciones campesinas, asociadas a las tierras comunales, propiciaron una creciente intensificación del cultivo con la incorporación del maíz (y, más tarde, la patata) y otros cereales, y el aumento de la carga ganadera, básicamente vacuna. Esta intensificación sustentó el incremento de la producción agraria. Sin embargo, el crecimiento demográfico rural y la subsiguiente fragmentación de las explotaciones condujeron a un aumento del peso relativo del autoconsumo familiar en detrimento de la comercialización. Además, el escaso desarrollo urbano limitó los procesos de especialización productiva; entre estos solo destacaron las ferrerías vasco-navarras, y la industria linera y el subsector pesquero gallegos. La respuesta a la presión relativamente intensa de la población sobre la tierra fue una precoz emigración estacional y definitiva.

La meseta norte había padecido los efectos devastadores de la crisis económica y demográfica. La recuperación fue muy lenta. La mayor parte de sus ciudades manufactureras se había hundido bajo la presión fiscal, el descenso de la demanda y los privilegios comerciales que habían obtenido los mercaderes franceses e ingleses. En Madrid, la corte concentraba gran parte de la demanda de productos manufacturados de gama media y alta, y actuaba como centro que atraía recursos y población, pero sus efectos dinamizadores sobre la agricultura y la industria castellana fueron débiles. Las explotaciones campesinas seguían sometidas a una elevada presión fiscal sobre la comercialización de sus productos, y la enajenación de comunales y realengos favorecía la concentración de la propiedad en manos de los privilegiados. El control del poder local por parte de estos actuó como freno a la extensión y a la diversificación del cultivo, procesos que, sin embargo, se abrirían paso en la segunda mitad del siglo XVIII.

En Extremadura y Andalucía occidental, el peso del latifundio y las restricciones sobre el acceso a la tierra limitaban de otra manera el desarrollo agrario. La especialización oleícola, cerealista o ganadera que incentivaban los mercados urbanos del sur (Sevilla y Cádiz) y la exportación hacia América y el Atlántico no tuvo los mismos efectos que en otras regiones, ya que la gestión agraria de la aristocracia terrateniente imponía un modelo que situaba la producción muy lejos de su horizonte potencial: un uso marcadamente extensivo de la tierra generaba una demanda de trabajo muy concentrada en ciertas labores estacionales (siega) y deprimía los salarios de la mano de obra jornalera. Por ello, el producto por habitante siguió siendo relativamente bajo hacia 1750, y los procesos de especialización no adquirieron la profundidad que alcanzaron en el litoral mediterráneo.

Pujanza mediterránea.

El rápido crecimiento y la especialización económica que caracterizó al área mediterránea fue fruto de la combinación de diferentes factores. Por una parte, esta tenía algunas ventajas de partida: unas densidades demográficas bajas (entre 11 y 17 habitantes/km2), una frontera de tierras relativamente abierta, una sólida tradición manufacturera y comercial, y la pervivencia de importantes infraestructuras de regadío en las zonas húmedas del litoral; y, por otra, también alguna desventaja, unas condiciones agroclimáticas (clima seco y precipitaciones escasas y concentradas estacionalmente) poco propicias a la introducción de los nuevos cultivos, como el maíz. El crecimiento se asentó sobre un sistema de tenencias familiares o intermedias (campesinado acomodado) que habían afianzado sus derechos de propiedad frente a la nobleza tras la crisis bajomedieval; y, sobre modalidades contractuales que facilitaban el acceso a la tierra y la permanencia de colonos y arrendatarios en el usufructo de las parcelas que explotaban. La intensificación del cultivo y la especialización agraria encontraron sus oportunidades en la asociación de los cultivos leñosos (olivos, vides, avellanos, almendros, etcétera) con los cereales y las legumbres de secano, y también, donde era posible, en la reutilización y ampliación de los viejos sistemas de regadío para el cultivo de moreras, barrilla y arroz). Además, algunos de los nuevos cultivos escaparon del diezmo y la implantación de la nueva fiscalidad única (tallas, catastro…) pronto se volvió más liviana que en otras regiones, contribuyendo así a ampliar el margen de ganancia de los campesinos.

Esos cambios en el mundo rural favorecieron una mejora en la distribución de la renta e impulsaron los procesos de especialización agrícola. A la vez, se desarrolló una malla comercial intermedia que finalizaba en las ciudades costeras (Málaga, Barcelona, Alicante, Alcoy, Valencia). Estas villas y urbes, a su vez, creaban impulsos hacia fuera, hacia los mercados internacionales (exportación de vino, seda, aguardiente, etcétera), y hacia dentro, organizando distritos industriales. Las manufacturas catalanas y valencianas se beneficiaron de la eliminación de las aduanas interiores, creando redes comerciales que atravesaban Aragón y llegaban a Madrid y Sevilla. En estas regiones mediterráneas, los niveles de producto por habitante eran los más elevados de la Península a mediados del siglo XVIII, y la distancia respecto de las regiones interiores y septentrionales se incrementó en la segunda mitad de la centuria.

Hacia 1750 la posición de España se había debilitado frente a Inglaterra y Francia; además, los diferentes modelos de crecimiento, durante la última centuria, habían aumentado notablemente las desigualdades económicas entre las diversas regiones españolas. Esa fragilidad del crecimiento y las crecientes desigualdades quizás estuvieron relacionadas con la incapacidad de implantar una fiscalidad más justa, promover una mayor integración de los mercados y facilitar un acceso más amplio y menos oneroso a la tierra. La segunda mitad del siglo XVII queda muy lejos. Sin embargo, los retos a los que se enfrentaban los habitantes de la España de entonces pueden sentirse como próximos cuando pensamos en los desafíos del presente: globalización, desigualdad, cambio climático, innovación técnica y políticas públicas.››