HE UD 10. LA ESPAÑA DEL SIGLO XVIII.
1. LA POLÍTICA INTERIOR
Y EXTERIOR.
1.1. EL CAMBIO DE
DINASTÍA.
La guerra de
Sucesión de España (1702-1714).
1.2. FELIPE V
(1700-1746).
El reformismo
centralizador.
La agresiva
política exterior.
Los primeros
Pactos de Familia.
1.3. FERNANDO VI
(1746-1759).
El reformismo y
la neutralidad.
1.4. CARLOS III
(1759-1788).
El gobierno
ilustrado.
El motín de
Esquilache.
La política
exterior.
1.5. CARLOS IV
(1788-1808).
La crisis del
Antiguo Régimen español.
La política
exterior.
2. LA ECONOMÍA Y LA SOCIEDAD.
2.1. LA
POBLACIÓN.
El aumento de la población.
Una evolución desigual.
2.2. LA
ECONOMÍA.
La situación de partida h. 1700.
La evolución de la economía y las diferencias regionales.
La agricultura.
La propiedad agraria.
La situación social del campesinado.
Las tensiones en el mundo agrario.
La industria.
El comercio.
La crisis económica de fin de siglo.
2.3. LA
SOCIEDAD.
La nobleza.
El clero.
La burguesía.
El artesanado y el proletariado.
El campesinado.
2.4. LA MENTALIDAD SOCIAL.
La nueva mentalidad burguesa.
2.5. LAS REFORMAS.
El reformismo.
La centralización de la Administración.
La política religiosa y cultural.
La reforma de la Hacienda.
La reforma financiera.
La reforma de la industria.
La reforma del comercio.
Los primeros intentos de reforma agraria.
La teoría de la reforma agraria.
La difícil aplicación de la reforma agraria desde
1766.
APÉNDICE: LOS CAMBIOS EN
ESPAÑA.
El despegue de la burguesía española en el siglo
XVIII.
Las tierras
amortizadas en el siglo XVIII.
El reformismo
agrario de los ilustrados.
La legislación borbónica:
la alternativa reformista.
Las reformas de
Carlos IV-Godoy.
1, LA POLÍTICA INTERIOR Y EXTERIOR.
1.1. EL CAMBIO DE DINASTÍA.
Carlos II (1665-1700) dio frecuentes muestras de enajenación mental, además (afortunadamente) era impotente y no consiguió tener descendencia en sus dos matrimonios. Las casas reales europeas se disputaron la previsible sucesión de España y de su imperio. El país se dividió en dos bandos: uno favorable a la dinastía francesa de los Borbones (Felipe de Anjou) y otro a la austriaca de los Habsburgo (Carlos de Austria). Luis XIV maniobró en los últimos años para asegurarse la sucesión, devolviendo sus conquistas (Luxemburgo, Flandes, Cataluña) en la 3ª guerra (1689-1697), acabada con la Paz de Ryswick. Carlos II había preferido a Maximiliano de Baviera, aun a costa de ceder varios dominios a Francia y Austria, pero la muerte del candidato en 1699 le llevó a aceptar a Felipe como el mejor candidato para conservar la mayoría de los dominios reales.
A la muerte de Carlos II (1-XI-1700), se entronizó la nueva dinastía de los Borbones, con Felipe V, que no renunció a sus derechos a la corona francesa ni a las posesiones europeas que Luis XIV había pactado entregar a Austria.
Desde el primer momento se fue formando una amplia alianza, dirigida por Guillermo de Orange, rey de Gran Bretaña y estatúder de Holanda, con Austria, Portugal, Saboya, Prusia y Hannover para romper la amenaza de la hegemonía de una Francia y España unidas en una sola corona. Los Borbones sólo tuvieron el apoyo de Baviera.
La guerra de Sucesión de España (1702-1714).
Mapa de la Guerra de Sucesión de España.
Es la primera guerra europea de la era moderna, extendida a toda Europa y las colonias. Tras un primer año de preparación de las fuerzas militares, la guerra comenzó en 1702, con éxitos de Felipe en Italia, pero con derrotas en el mar. En 1704-1705 la situación empeoró para los Borbones, con el desembarco del pretendiente Carlos en la Península y la conquista de Gibraltar y Menorca por la flota anglo-holandesa.
En este momento, los países de la Corona de Aragón se pusieron del lado de Carlos (más respetuoso de las autonomías), mientras Castilla (procentralista) lo hacía a favor de Felipe.
Las derrotas francesas en los Países Bajos (Blenheim, Ramillies, Lille, Oudenarde, Malplaquet) e Italia se sucedieron hasta el final de la guerra y en 1710 Luis XIV estuvo a punto de rendirse. Pero en la Península, en cambio, los Borbones ganaron, tras varias vicisitudes (traición de parte de la nobleza, dos pérdidas de Madrid), las batallas de Almansa (1707), Brihuega y Villaviciosa (1710), lo que aseguró el dominio sobre España. La muerte en 1711 del emperador Leopoldo I hizo subir al trono a Carlos, lo que presentó el nuevo peligro de un Imperio universal de los Habsburgo como el de Carlos V. Felipe V renunció en 1712 a sus derechos sobre la corona francesa y ello facilitó el acuerdo final, en la Paz de Utrecht (1713).
Mapa del reparto del imperio español en Europa después de la Paz de Utrecht (1713).
España y su imperio americano y Filipinas quedaban en manos de Felipe de Borbón, pero cedía a Gran Bretaña las posesiones de Gibraltar y Menorca, amén de concesiones comerciales en América. Carlos de Austria conseguía la mayoría de los dominios europeos: Países Bajos, parte del Milanesado, Nápoles, Cerdeña. Saboya obtenía parte del Milanesado y Sicilia (que luego fue intercambiada por Cerdeña).
1.2. FELIPE V (1700-1746).
El reformismo centralizador.
El reinado de Felipe V se caracterizó en su política interior por el reformismo centralizador, con los ministros Patiño, Campillo y Ensenada. Se promulgaron numerosas medidas que se detallarán en otro apartado.
Los Borbones centralizaron el poder, imponiendo la unidad en las leyes e instituciones. Como castigo por haber apoyado a Carlos, en los Decretos de Nueva Planta (1715-1716) fueron suprimidos los fueros y las instituciones de la Corona de Aragón. Sólo quedaron los fueros del País Vasco y Navarra, por su lealtad a Felipe.
El territorio español fue dividido en 21 provincias, gobernadas por capitanes generales en las cuestiones militares y administrativas, con audiencias para la administración de justicia e intendentes para la recaudación de impuestos, mientras que los municipios fueran controlados por los corregidores.
La agresiva política exterior.
Tuvo tres principios fundamentales:
-Alianza con Francia.
-Oposición a Gran Bretaña (amenaza colonial y comercial, reivindicación de Gibraltar y Menorca).
-Recuperación de las antiguas posesiones italianas para poder entronizar a los hijos de Felipe V e Isabel Farnesio: Carlos y Felipe.
Al principio, Alberoni reconstruye la flota y promuve la ocupación de Cerdeña y Sicilia, que es respondida con una cuádruple alianza (Francia, Gran Bretaña, Holanda, Austria) y una guerra que España pierde (1718-1719). En la Paz de la Haya (1720), España devuelve las dos islas italianas, pero comienza la reivindicación sobre las posesiones italianas.
Los primeros Pactos de Familia.
Una línea continua de la política exterior española fue la alianza con los Borbones de Francia (Luis XV, Luis XVI), más luego los Borbones italianos del ducado de Parma (Felipe) y el reino de Nápoles o de las Dos Sicilias (Carlos). Se firmaron dos pactos: 1734 y 1743.
Como consecuencia, España participó en la guerra de Sucesión de Austria (1740-1748), al lado de Francia y Prusia, en contra de Austria y Gran Bretaña y los resultados fueron la conquista del reino de las Dos Sicilias (Nápoles y Sicilia) para Carlos (1738) y el ducado de Parma para Felipe (1748).
La alianza de los Borbones funcionó con eficacia durante el periodo 1700-1789, en oposición a Gran Bretaña, con alianzas cambiantes con las demás potencias europeas (Austria, Prusia, Holanda, Saboya).
1.3. FERNANDO VI (1746-1759).
El reformismo y la neutralidad.
El rey nombra a dos ministros, Ensenada y Carvajal, de ideas distintas, que mantienen un equilibrio en su política exterior mientras estimulan las reformas internas. El pro-francés Ensenada reforma la hacienda (catastro, simplificación impositiva): los ingresos aumentan un 54% de media y se financia un programa de construcción naval en los arsenales de Ferrol y Cartagena, que reforzó la Marina. En cambio, el pro-británico Carvajal dirige la política exterior, neutralista respecto a Gran Bretaña y Portugal. Tras la caída de Ensenada en 1754 y hasta 1759 se sigue una política antirreformista, mientras el rey vive en la locura tras la muerte de su esposa. Pero el régimen no sufre por ello, prueba de su estabilidad.
1.4. CARLOS III (1759-1788).
Carlos III era hijo de Felipe V. Desde 1735 era rey de Nápoles y cuando sucedió a su hermano Fernando VI en el trono de España, ya poseía una larga experiencia de gobierno ilustrado, con su excelente ministro Tanucci.
Carlos de Borbón (futuro Carlos III de España) fue el pretendiente aceptado al trono de Toscana, donde residió unos años, en espera de suceder al último Médici (Juan Gastón), con lo que hubiera reunido los Estados de Toscana y de Parma, Plasencia y Guastalla (de parte de su madre, Isabel Farnesio), pero en 1734 se le cedió el reino de Nápoles. Siempre se consideró legítimo heredero de Toscana, aunque esta fue cedida a un duque lorenés austriaco (Francisco Esteban de Lorena, que, como esposo de la emperatriz María Teresa, residiría siempre en Viena).
Carlos hizo de Nápoles una de las capitales culturales de Europa, con eventos como las excavaciones en Herculano y Pompeya, la creación de la fábrica (manufactura) de porcelana de Capodimonte (su esposa era María Amalia de Sajonia, nieta del fundador de la fábrica de Meissen), de la fábrica de tapices, del Laboratorio de Piedras Duras, del museo de Portici, la construcción de los palacios de Capodimonte y Caserta... Cuando se marcha a Madrid en 1759, para ser rey, se llevó la manufactura de porcelana de Capodimonte, incluyendo tres barcos con la pasta, y mandó destruir las instalaciones.
El gobierno ilustrado.
El rey llegó acompañado de varios ministros italianos, como Grimaldi y Esquilache, pero mantuvo a gran parte del gobierno anterior. Los ministros más importantes fueron Floridablanca, Campomanes y Aranda, quienes impulsaron las reformas políticas (sobre todo regalistas) y económicas, que en este reinado llegaron a su cenit.
El motín de Esquilache.
Motín de Esquilache (1766).
Este conflicto fue el punto culminante de los conflictos sociales en la España borbónica del XVIII, por lo que merece un análisis detallado.
El rey y su ministro decidieron transformar el aspecto de Madrid, que pasó de ser “la Corte más puerca del mundo” a convertirse en una ciudad limpia, bien iluminada de noche, con obras monumentales, hasta el punto de que Carlos III fue llamado “el mejor alcalde”.
Pero esto exigió cambiar ciertas costumbres incompatibles con la higiene más elemental. Se ordenó a todos los vecinos regar y barrer el espacio que rodeaba sus viviendas, después de retirar las basuras que habitualmente se amontonaban en medio de la calle. Después se pasó a exigir a los propietarios la pavimentación de las calles y la colocación de faroles. La gente empezó a enfadarse y no faltaron médicos que aseguraron que tanta higiene no servía para nada.
A continuación se inició una campaña de “seguridad ciudadana”. Se prohibió a los paisanos circular con armas y, para completar la campaña, el 10 de marzo de 1766, se pegó en las esquinas un bando que prohibía a los hombres el uso de capas largas y sombreros de ala ancha. Este era el traje típico de las clases populares de Madrid, pero también favorecía la circulación de “embozados” que cometían toda clase de tropelías bajo el anonimato de su atuendo. Se intentó hacer cumplir el bando por la fuerza, y en pocos días el ambiente de la capital se puso al rojo vivo.
Por fin, el domingo de Ramos (23-III-1766), se produjeron los primeros choques entre grupos de paisanos y la guardia valona del rey. Hubo algunos muertos y los alborotadores, tras asaltar la vivienda de Esquilache, se concentraron en tono amenazante ante el palacio real. Un fraile del convento de San Gil, muy popular, se avino a actuar de intermediario entre el rey y los revoltosos. El rey, en vez de aceptar el consejo de los militares de una dura represión, aceptó el 25 de marzo (se publicaron las disposiciones en la “Gaceta”): el destierro de Esquilache, la salida de Madrid de la guardia valona, la autorización para que cada uno pudiera vestir como quisiera y la rebaja del precio de los principales alimentos, especialmente del pan.
A partir del 1 de abril se produjeron algaradas y motines populares en más de veinte ciudades. Se reclamaba el abaratamiento del precio del pan. Era un síntoma de los efectos de la política liberalizadora de Carlos III y sus ministros, respecto al comercio de granos. Pero el régimen mantuvo las medidas liberalizadoras y estas acabaron por tener éxito.
La política exterior.
En la política exterior se firmó el Tercer Pacto de Familia (1761) con los Borbones, lo que cerró el periodo neutralista y se entró en conflicto con Gran Bretaña al final de la guerra de los Siete Años, sufriendo varias derrotas (Manila, La Habana ). En la Paz de París (1763) España pierde Florida, pero recibe de Francia en compensación la enorme Luisiana. En cambio, con la afortunada intervención (1779-1783) en la guerra de Independencia de EEUU se recuperan Florida y Menorca, pero no se consigue tomar Gibraltar.
1.5. CARLOS IV (1788-1808).
Carlos IV heredó de su padre el gobierno de Floridablanca, cada vez más reaccionario debido al estallido de la Revolución Francesa.
La crisis final del Antiguo Régimen español.
Godoy, un favorito de la reina, sustituyó a Floridablanca, comenzando la larga crisis que llevaría a 1808.
En este reinado la corrupción y la ineficacia administrativa fueron lacras crecientes. La Hacienda era crecientemente deficitaria. Hubo un progresivo abandono del esfuerzo ilustrado, patente desde antes de la muerte del rey Carlos III y agravado en la década de 1790, por la amenaza de la Revolución Francesa, que despertó la intolerancia y el fanatismo del clero y de las clases populares contra los ilustrados. Como resultado, los reformistas (Jovellanos) fueron represaliados y el sistema político y social se encaminó a una crisis total, en medio de la crisis económica iniciada en 1796.
La política exterior.
Las guerras con Francia (1793-1795), Portugal (1801-1803) y Gran Bretaña (1797-1801 y 1804-1808) llevaron al país a una situación económica lamentable, sobre todo en Cataluña.
En el primer momento España formó parte de la gran alianza antirrevolucionaria de las potencias europeas contra la Revolución Francesa (1793-1795). Fue una guerra muy popular al principio que terminó con un fracaso y una paz que concedía Santo Domingo a Francia.
El cambio de alianzas supuso la guerra contra Gran Bretaña, en dos periodos, 1797-1801 y 1804-1808. El tráfico americano fue gravemente afectado y en 1805 la flota franco-española fue aniquilada en Trafalgar.
La guerra con Portugal (1801-1803) fue poco importante aunque España se apoderó definitivamente de la plaza de Olivencia (Badajoz). Pero en 1807 la preparación de una nueva invasión de Portugal posibilitó la entrada de un ejército francés que provocaría el conflicto de 1808.
2. LA ESPAÑA DEL SIGLO XVIII: LA ECONOMÍA Y LA SOCIEDAD.
2.1. LA POBLACIÓN.
El aumento de la población.
La población aumentó vigorosamente: pasó de 7 millones en 1700 a 11 millones en 1800. Las causas del crecimiento fueron las mismas generales de Europa, pero hubo una diferencia: la natalidad (42%.) y mortalidad (38%.) fueron elevadas y el crecimiento vegetativo se debió más bien a la falta de graves epidemias.
Una evolución desigual.
Hubo una evolución desigual en el territorio y el tiempo:
- Creció más la periferia que el centro: Cataluña pasó de 0,4 a 1 millón de habitantes, Valencia de 400.000 a 900.000 habitantes, mientras que Aragón sólo aumentó de 480.000 a 650.000.
- Crecieron un poco más las ciudades que el campo: las urbes más beneficiadas fueron la capital administrativa, Madrid, y los núcleos comerciales: Barcelona, Cádiz, Valencia...
- El mayor crecimiento comenzó a partir de 1750: si el censo de 1768 daba 9.301.728 habitantes, el de 1787 daba 10.286.000, un millón más en sólo veinte años y este ritmo seguiría en los siguientes años, incluso durante la crisis del reinado de Carlos IV.
2.2. LA ECONOMÍA.
La situación de partida h. 1700.
Hacia 1700 la situación de la economía y de la población de Castilla era penosísima, por culpa de las guerras, las pestes, el hambre y la miseria del pueblo bajo. El centro del país acababa de vivir una década trágica pero también asomaban los gérmenes positivos de la estabilidad de la moneda. La periferia, en cambio, vivía una época de buen crecimiento. La crisis bélica interrumpió el proceso, pero se reanudó moderadamente desde 1715, creciendo nuevamente sobre todo la periferia.
La evolución de la economía y las diferencias regionales.
La evolución económica no fue lineal ni equilibrada.
Hubo cuatro grandes fases:
1) Entre 1680 y 1750 hubo una larga etapa de crecimiento lento, con signos más positivos en la periferia, mientras que el centro permanecía estancado.
2) Entre 1750 y 1770 hubo una etapa de fuerte crecimiento, un poco más intenso en el centro que en la periferia. España y su imperio colonial vivieron desde 1750, como toda Europa, una coyuntura claramente alcista, reflejada en el crecimiento de los precios agrícolas, la potenciación de la industria textil y el comercio ultramarino. Esta vez el crecimiento fue más homogéneo: incluso el centro peninsular crecía económica y demográficamente, gracias a las roturaciones y a los viñedos, y recuperó parte de su retraso. Mientras, la periferia se estancó durante un par de decenios, en una especie de crisis necesaria para digerir su anterior crecimiento, antes de reemprender con nuevos bríos su ascenso.
3) Entre 1770 y 1796 hubo una auténtica explosión económica, más intensa que en muchos países europeos, excepto Gran Bretaña (en la que la Revolución Industrial estaba lanzada). La periferia se benefició especialmente de las reformas y del comercio americano.
4) A partir de 1796 (y uniéndose en 1808 el desastre de la guerra de la Independencia y la pérdida de América) hubo una grave crisis económica, en el centro por las malas cosechas, en la periferia por la crisis comercial. Era la consecuencia de los problemas del Antiguo Régimen: la propiedad agraria tradicional, la guerra contra Gran Bretaña, la falta de libertades burguesas.
La agricultura.
El crecimiento de la demanda americana y del mercado interior benefició a la agricultura con un aumento sostenido de los precios desde 1750, lo que empujo la producción.
El principal aumento de la producción se debió a la roturación de tierras marginales, más que a la introducción de nuevos cultivos y técnicas.
Había acusadas diferencias regionales:
En el interior (Meseta, valles del Ebro y Guadalquivir), se mantuvo la agricultura tradicional: secano, barbecho, predominio del cereal (trigo, centeno), rendimientos bajos, amplias zonas incultas.
En las regiones periféricas (Cataluña, Valencia, Murcia, zona cantábrica), en cambio se modernizó la agricultura: se mejoraron los regadíos (el trigo de secano producía 4/1 y el de regadío catalán 15/1), se diversificaron los cultivos (patatas, maíz, alfalfa, nabos, arroz, algodón, lino, cáñamo, legumbres, frutales...), la vid y el olivo se dedicaron a la comercialización, se aumentó la ganadería complementaria.
La ganadería estabulada y la trashumante —y la exportación de lana— también aumentaron en un largo periodo entre 1700 y 1770: ‹‹Sin duda el siglo XVIII es el siglo de apogeo de la Mesta, y con él, de sus críticos más acerbos.›› [Fernández de Pinedo, en Tuñón. Historia de España Labor. 1980: vol. VII, p. 40.]
La propiedad agraria.
Durante el siglo XVIII no varió apreciablemente la estructura de la propiedad agraria. Al finalizar el Antiguo Régimen (h. 1800) aproximadamente entre el 80% y el 90% de la tierra era propiedad de las manos muertas (un 80% para Madoz, según datos no corroborados plenamente). Unos 4 millones de has pertenecían a bienes de Propios (de propiedad de los municipios), 10 millones al menos a los bienes comunales (de uso por los vecinos, pero sín título individual de propiedad) y unos 12 millones a bienes eclesiásticos. Otros 20 millones de has estaban amortizados en manos de mayorazgos y señoríos territoriales de la aristocracia. Puede hablarse así de un verdadero monopolio legal sobre la tierra.
Además, la Iglesia percibía en sus propiedades diezmos, primicias y muchos derechos propiamente señoriales. Los diezmos eran particularmente gravosos porque se cargaban sobre el producto bruto, con lo que en muchas tierras se quedaban hasta con la mitad del producto neto. Además desincentivaban las mejoras porque éstas requerían capital y el diezmo se constituía como un impuesto más gravoso cuanto mayor fuera el capital utilizado, de modo que podía ser más beneficioso no invertir nada para aligerar así la carga del diezmo. Era un freno radical a las inversiones productivas que necesitaban los campesinos para elevar su competitividad. El catastro de Ensenada (bastante fiable sobre la realidad de 1750-53, calculaba que la Iglesia poseía 1/7 de las tierras cultivables y producía 1/4 de la riqueza nacional.
La situación social del campesinado.
Los campesinos, el 80% de la población, se dividían en tres grupos: propietarios, arrendatarios y jornaleros. Su condición social era muy diferente según las regiones:
En Cataluña la situación era mucho mejor porque tanto propietarios como arrendatarios (en censo enfitéutico perpetuo) pagaban pocos derechos señoriales, el censo era estable (casi no aumentaban los pagos, con lo que la inflación disminuía el importe real) y la propiedad no estaba muy dividida (la institución del hereu).
En Andalucía, en el otro extremo, la situación era penosa, porque los latifundios señoriales y eclesiásticos dominaban la propiedad agraria y los campesinos eran sólo arrendatarios o jornaleros, con elevados derechos señoriales, siendo las mejores tierras trabajadas por los jornaleros y las más marginales dadas en arriendos de condiciones revisables a corto plazo.
En medio, las otras regiones tenían sus particularidades: la pequeña propiedad en la Meseta norte, los subarriendos gallegos, los contratos de hasta 1/3 de la cosecha en Valencia.
Las tensiones en el mundo agrario.
En el siglo XVIII los problemas y las tensiones fueron en incremento:
- La subida de los arrendamientos.
- La ocupación de tierras comunales por los grandes propietarios.
- La ocupación de tierras sin cultivar.
- Las disputas entre agricultores y ganaderos por las tierras incultas.
- La escasez de tierras en el mercado (por la existencia de mayorazgos y “manos muertas”).
- La subida de los precios agrícolas.
Por su parte, la emergente burguesía urbana necesitaba tierras, exigía tierras, para sí misma y para el campesinado. Sobre todo necesitaban los comerciantes tierras para sí mismos para diversificar sus inversiones y necesitaban los industriales que los campesinos tuvieran tierras para que así las rentas de éstos aumentasen y pudiesen comprar sus productos. Ningún burgués desdeñaba la posibilidad de convertirse en un hidalgo terrateniente y así progresar en la escala social al acceder al estamento de la nobleza, porque era un título honorífico que suponía la consagración de que se tenía un verdadero poder económico. Pero era algo nuevo que muy pocos deseasen abandonar sus negocios. Se percibía que el futuro de sus familias sólo podía asegurarse si se mantenían las lucrativas actividades comerciales e industriales y que las propiedades rurales era un elemento de seguridad y prestigio, no de progresivo enriquecimiento. Para demostrarlo a la vista de todos había demasiados nobles arruinados que buscaban emparentar con la burguesía. La tierra sería ahora un complemento apetecible, pero no el eje de las verdaderas fortunas. Pero, en todo caso, había un gravísimo obstáculo a superar antes de que los nuevos burgueses adquiriesen las tierras: la escasez de éstas por el fenómeno de los mayorazgos y de las “manos muertas”.
La industria.
La industria creció vigorosamente gracias al proteccionismo, el comercio indiano y el fomento de las manufacturas reales.
La hundida industria textil de Segovia, Guadalajara, Béjar, Palencia y de muchas ciudades castellanas recuperó parte de su posición, doblando su producción algunas.
Las manufacturas reales eran establecimientos estatales para la producción de tapices, porcelana, cristal, armas, paños de Guadalajara, estampados de Barcelona.
Las “fábricas de indianas” de Cataluña fueron los primeros establecimientos que siguieron el modelo inglés de fábrica capitalista, introduciendo el maquinismo en la industria textil.
El comercio.
El comercio interior aumentó gracias a la libertad de comercio de granos, la supresión de las aduanas interiores (excepto en el País Vasco), el mejor nivel de vida, la mejora de la comunicaciones, el desarrollo de las compañías (los Cinco Gremios de Madrid) y la banca (aparecen las embrionarias primeras Cajas de Ahorros españolas). Las regiones costeras fueron las más beneficiadas, sobre todo Cataluña, con un intenso comercio europeo y americano.
Pero frenó su desarrollo la muy lenta integración en un único mercado nacional: las ciudades eran pocas y poco pobladas; las comunicaciones eran difíciles; el campesinado tenía un escaso poder adquisitivo y tampoco tenía un gran excedente agrario comercializable, mientras que los grandes propietarios sólo almacenaban y especulaban con su trigo (9/10 del total) sin comercializarlo;
El comercio con América creció con las reformas en la marina de 1713-1720 y la libertad de tráfico de 1779, aunque siempre chocó con una fuerte competencia europea y la oposición de los intereses criollos. Se centró en los puertos de Cádiz y desde finales de siglo se extendió a Barcelona, Málaga, Vigo... Consistía en la exportación de productos manufacturados españoles y europeos y la importación de oro y plata, azúcar, café, tabaco...
El comercio europeo consistía en la exportación de lana, vinos, aguardientes, frutos secos, productos americanos y la importación de productos manufacturados y algodón (de Malta). Era un comercio deficitario, pero se compensaba con el excedente americano.
La crisis económica de fin de siglo.
A partir de 1796 estalló una grave crisis económica en España, debido a una serie de causas/efectos:
- Varias malas cosechas desde 1794.
- Oleada de hambres y epidemias, por la consecuente falta de alimentos.
- La guerra casi permanente con Gran Bretaña desde 1796, que dificultó el tráfico americano, lo que sumió en la crisis a la industria y el comercio de las regiones costeras.
- Los gastos de las guerras con Francia (1793-1795) y Gran Bretaña (1796-1801 y 1802-1808), que hundieron la Hacienda y obligaron a aumentar los impuestos.
2.3. LA SOCIEDAD.
Esquema piramidal de la sociedad del Antiguo Régimen.
El triunfo de los Borbones en la guerra de Sucesión española fue el inicio del triunfo de las clases medias y de la baja nobleza contra la Iglesia y la aristocracia señorial. Las reformas fueron obra de una minoría, en lucha contra un amplio grupo reaccionario, defensor de sus privilegios, y contra una población que seguía las costumbres tradicionales.
Persistió la división estamental de la sociedad, pero con mucha mayor movilidad social entre las clases.
La nobleza.
La aristocracia se dividió en dos grupos: los nobles ilustrados, que no rechazaron dedicarse al comercio o la industria, y los tradicionales, que seguían anclados en la economía tradicional.
El clero.
El número relativo y el poder del clero se redujeron durante el siglo. Las causas fueron el regalismo de la monarquía, la crítica contra el atraso cultural achacado a la Iglesia, la mejora de la situación económica... Pero todavía mantenían un papel esencial en la estructura estamental del Antiguo Régimen y su influencia se evidenció en la crisis de 1808.
La burguesía.
Al principio, la burguesía era débil, sin cohesión de grupo ni conciencia de tal, sin organismos de presión (aparte de los Consulados del Mar de la periferia), y como clase social apenas duraba en los negocios una o dos generaciones, puesto que procuraba a los pocos dineros que podía recoger que sus descendientes accedieran a la hidalguía.
Pero en el siglo XVIII creció el número de burgueses que habían acumulado capitales en el comercio, la industria y las finanzas. Además hubo un aumento significativo de la ocupación en profesiones liberales: abogados, funcionarios, eclesiásticos, profesores, escritores... La burguesía afianzó su presencia hasta conseguir hacia su final una posición de incontestable dominio económico. Sus centros eran Madrid, Sevilla, Cádiz, Barcelona: ‹‹La burguesía se fue enriqueciendo notablemente durante la segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo, como es bien conocido, en las ciudades mercantiles y marítimas de la periferia. En las últimas décadas tiene poder económico, pero le falta el poder político, todavía detentado por los estamentos privilegiados de una sociedad encuadrada aún dentro de los módulos del Antiguo Régimen. Cuando éste caiga, la burguesía se hará con el poder político.›› [Tomás y Valiente. El marco político de la desamortización en España. 1971: 46-47.]
El artesanado y el proletariado.
Las clases populares de la ciudad estaban compuestas por un artesanado organizado en gremios y por un proletariado que trabajaba a sueldo o carecía de oficio.
El campesinado.
Ya hemos visto como se crearon dos grandes grupos sociales: una minoría de de campesinos acomodados que se habían beneficiado de los arrendamientos con bajas rentas de las fincas de la Iglesia y de la nobleza absentista, y una mayoría de campesinos con pequeñas propiedades o de jornaleros que vivían del trabajo en los latifundios.
2.4. LA MENTALIDAD SOCIAL.
La nueva mentalidad burguesa.
La pujante burguesía española durante el siglo XVIII construye su ideología crítica respecto a la nobleza, la Iglesia y sus privilegios, de modo que este avance ideológico es una herencia fundamental que explica la revolución liberal del siglo XIX, las Cortes de Cádiz, la desamortización.
2.5. LAS REFORMAS.
El reformismo.
La gran innovación de los Borbones fue un cambio ideológico en la concepción política del Imperio español: el interés de los reyes dejaría de ser la monarquía universal de los Habsburgo para centrarse en el reino de España. Las ambiciones de Isabel de Farnesio en Italia no serían ni la sombra de los sueños del pasado. Este cambio en los objetivos era un beneficio indudable para un país empobrecido y harto de aventuras excesivas. De este modo el primer reformismo borbónico tendió a la centralización, mientras que el fomento de la industria y del comercio era el centro de su política económica. Había que desarrollar las fuentes de riqueza si se quería mantener a España en el concierto de las grandes potencias.
Continuando la corriente de renovación que había nacido hacia 1680, el reformismo borbónico se inició con Felipe V y siguió con Fernando VI, pero es el reinado de Carlos III el momento más importante del reformismo español.
Desde el Despotismo Ilustrado se trenzaron unas acertadas medidas a corto plazo que aseguraron unas décadas más de supervivencia al Antiguo Régimen, aunque la intención del monarca parece que no fue potenciar a la burguesía y la producción sino en cuanto a que ello podía suponer una mejora de la Hacienda Pública y del poder real. El regalismo y la supremacía absoluta de la monarquía fueron el norte de la política y así puede comprenderse que España participara en guerras tan poco fructuosas como las de los Siete Años y de la Independencia de los Estados Unidos. Lo primordial, como en tiempos de los Austrias, eran los intereses dinásticos de la Corona , pero había una conciencia clara de cuáles eran las medidas más adecuadas para ello.
Para promover el reformismo, se crearon las Juntas de Comercio y las Sociedades Económicas de Amigos del País, que extendieron el espíritu ilustrado y establecieron una eficaz organización de los grupos de presión a favor de las reformas económicas.
El hispanista Lynch ha criticado el reformismo borbónico, porque a pesar de los innegables avances, el gasto público se orientó sobre todo al reforzamiento del ejército y la marina y la monarquía siguió apoyándose sobre todo en las clases privilegiadas y permitió el aumento de los mayorazgos.
La centralización de la Administración.
Las reformas administrativas, militares y económicas de los ministros Patiño, Campillo y Ensenada iniciaron la modernización de España, a través del Consejo de Castilla.
Fueron suprimidas la libertades y privilegios de las regiones periféricas, excepto de las leales Navarra y País Vasco.
Los Decretos de Nueva Planta de Valencia (1707), Aragón (1711), Mallorca (1715) y Cataluña (1716) suponían la pérdida de autonomía de los reinos de la Corona de Aragón.
Se creó un modelo único de administración territorial (excepto para Navarra y País Vasco), dividiendo el territorio en provincias (distintas de las actuales) dirigidas por un Capitán General y una Audiencia. Se creó la figura del intendente (1718) para la administración económica del ejército y de las provincias. Todo el poder se centralizó en Madrid, siendo los anteriores funcionarios sólo delegados del poder central.
La administración central se reformó, sustituyendo el poder de los consejos por los ministros. Durante el siglo se consolidaron los ministerios de Hacienda, Guerra, Marina, Justicia, Indias y Estado (Asuntos Exteriores). Sólo el Consejo de Castilla (que absorbió en 1707 al de Aragón) mantuvo su poder, como cuerpo consultivo del monarca, proponente de leyes y tribunal de justicia.
Sólo quedaron las Cortes de Castilla, cuya única función fue la jura del heredero.
La política religiosa y cultural.
El regalismo era la doctrina, propia del Despotismo Ilustrado, que defendía los derechos del rey a intervenir en los asuntos eclesiásticos. Se pretendía reducir el poder de la Iglesia , que esta mantenía gracias a su control de gran parte de la tierra, las parroquias y obispados, las escuelas y colegios, así como la influencia política de los antiguos “colegiales” de los jesuitas (como Ensenada).
En el reinado de Fernando VI se firma el Concordato (1753) con la Santa Sede , sobre bases regalistas: patronato regio (derecho de presentación de altos cargos eclesiásticos), supresión de las vacantes.
Carlos III impulsó el regalismo, con la expulsión de los jesuitas en 1767 (tomando como motivo su supuesta participación en el motín de Esquilache) y la limitación de la Inquisición, medidas que iniciaron la política anticlerical que se concretaría en el siglo XIX con la desamortización eclesiástica.
Se fomentaron asimismo la ciencia y la cultura: Academias, enseñanza superior (Reales Estudios de San Isidro), Sociedades Económicas de Amigos del País, viajes científicos a América.
La reforma de la Hacienda.
Las cargas fiscales mucho más moderadas en proporción a la riqueza real que las soportadas en el siglo anterior, gracias a que la política exterior fue menos belicosa y a que crecieron las remesas fiscales de América eran hasta llegar a un 1/4 de los ingresos de la Hacienda (aunque su interrupción en las guerras era por ello muy grave). Pero además la Hacienda se saneó mediante la reforma fiscal, que aumentó la recaudación, con un mejor equilibrio entre las clases productivas y ociosas. Los dos puntos básicos fueron:
- Fondo común de los impuestos, totalmente centralizado (excepto Navarra y País Vasco).
- Impuestos más modernos y equitativos, basados en el catastro que censaba todos los bienes y permitía gravar la riqueza rústica y urbana mediante un reparto equitativo (todos pagaban) y las rentas del trabajo (de esto estaban exentos los estamentos privilegiados). Este sistema se aplicó en la Corona de Aragón, con gran éxito, pero se fracasó en su aplicación en la Corona de Castilla, debido a la resistencia de los estamentos privilegiados a pagar por los bienes. Ensenada tuvo que dimitir en 1754 por la reacción popular a su catastro de 1750 y Carlos III tuvo que abandonar el proyecto en 1776 por lo mismo.
La reforma financiera.
La creación del Banco de San Carlos (1782) y de los vales reales, que fueron la primera moneda en papel de curso obligatorio, consolidaron la estabilidad monetaria.
La reforma de la industria.
En la primera mitad del siglo predominó una política mercantilista, con medidas intervencionistas y proteccionistas:
- Se promovieron manufacturas reales, pero fracasaron casi en su totalidad.
- La prohibición de importación de tejidos de seda y algodón de Asia (1717-1719), los aranceles fuertemente proteccionistas de la seda (1744) y la lana (1747).
En la segunda mitad del siglo, algunas medidas fueron inspiradas por la fisiocracia hacia la desreglamentación:
- La reglamentación liberal (sin trabas gremiales) de las fábricas de indianas (1767).
- En 1790 se concedió plena libertad de fabricación, para toda clase de oficios y productos, sin someterse a los reglamentos de los gremios, lo que benefició sobre todo a la industria textil catalana, pero también a los restantes sectores.
Pero subsistía el mercantilismo en el proteccionismo:
- El arancel (25%) de tejidos de algodón (1760)
- Prohibición de importación de tejidos de algodón (1769).
- Prohibición de importación de ferretería (1775).
La reforma del comercio.
Se acordó la supresión de las aduanas interiores (1717), excepto en el País Vasco y Navarra.
Se promovió un programa de mejora de los caminos y puertos, lo que favoreció la unidad del mercado.
Directamente relacionada con la reforma agraria es la medida de libertad del comercio y precio de los granos (1765).
Se fomentan, según el mismo modelo de los países nórdicos, las compañías privilegiadas de comercio, como la Compañía General y de Comercio de los Cinco Gremios Mayores de Madrid (1763), o se fusionan, como la Guipuzcoana y la de Filipinas (1785), al tiempo que se apoyan las instituciones privadas de crédito.
Entre 1765 y 1778 se concedió progresivamente la libertad de comercio con América. Se rompió así el monopolio andaluz y cualquier español, saliendo desde cualquier puerto de España, podía comerciar con las colonias. Esto repercutió en el auge de los puertos mediterráneos y cantábricos y, sorprendentemente, no perjudicó al comercio de Cádiz. La libertad comercial probaba su eficacia para el desarrollo.
LA REFORMA AGRARIA.
El alza de los precios agrícolas (en trigo, vino, aceite) empujo a la roturación de tierras y a la mejora de la productividad agraria, pero había un obstáculo muy grave: el problema agrario, que consistía en que había muchas tierras sin cultivar y muchos campesinos sin tierras, porque la nobleza, la Iglesia y los Ayuntamientos poseían la mayoría de las tierras (amortización o “manos muertas”).
El poder político, ante la magnitud de las tensiones agrarias, era consciente de la necesidad de profundas reformas, y se emprendieron varias realmente importantes, pero fracasó en solucionar el problema fundamental, la acaparación de la propiedad por los estamentos privilegiados, debido a que estos eran todavía demasiado poderosos.
Los primeros intentos de reforma agraria.
En los años finales del reinado de Felipe V, en 1737-1738, se decretó el reparto de las tierras baldías de los municipios (que se empleaban para pastos y leña), pero en muchos lugares no se cumplió.
En el reinado de Fernando VI, en 1747 se anularon tales medidas y se devolvieron a los concejos las tierras ya vendidas, debido a las pésimas consecuencias que tenía aquella medida para las haciendas municipales, carentes de alternativas de financiación.
En 1749 Ensenada inició la política de repoblación de pueblos y comarcas abandonados.
El 16 de marzo de 1751 se reguló la intervención en los bienes de los Pósitos, con la creación de la Superintendencia General de Pósitos. Era una medida de fomento que alcanzó resultados inmediatos: se pasó de 3.371 pósitos municipales en 1751 a 5.225 en 1773, y se sanearon muchos de ellos al sustraerlos a las prácticas más abusivas de las oligarquías locales. Pero la mala gestión del Consejo de Castilla y a fines de siglo el déficit fiscal llevó a la intervención de los caudales de dinero y los depósitos de granos de los pósitos, que perdieron así gran parte de su eficacia, para entrar en rápida decadencia (en 1850 su número había bajado a 3.410 y su importancia aun mucho más). Se hubiera necesitado un eficiente Pósito en cada municipio para atender a los necesarios créditos de cultivo (y no sólo los de siembra), pero estaban dominados por los agricultores acomodados, los cargos municipales y las clases privilegiadas, más interesados todos en dificultar el acceso a la propiedad de los pobres que de facilitarla.
Es en el reinado de Carlos III, cuando comienza el primer verdadero programa de reforma agraria.
Se intensifica la política de repoblación, sobre todo con el experimento dirigido por el intendente Olavide en Sierra Morena, donde se asientan colonos alemanes y flamencos en nuevos pueblos como La Carolina.
En 1760 se crea la Contaduría General de Propios y Arbitrios, bajo la competencia del Consejo de Castilla, para fiscalizar la administración de estos bienes, evitar que se usufructuasen por los terratenientes locales y para bajar los impuestos municipales.
La libertad de precio y de circulación del trigo (1765). En el pasado, cuando había habido una mala cosecha de cereales, se prohibía el aumento del precio del pan (la tasa), pero los ilustrados creían que era una medida irracional, pues si subía el precio del pan era porque había poco trigo al estar tasado, porque los agricultores tendían a cultivar otros productos, con lo que había desabastecimiento. Esta escasez sólo podía superarse si la gente se organizaba para producir más trigo. )Y qué mejor estímulo podía haber para aumentar la producción de una mercancía que el que esta se pagara bien? La nueva libertad tuvo al principio un efecto negativo porque coincidió en 1766 con una mala cosecha, lo que provocó los motines de la primavera de 1766 (el mayor fue el de Esquilache), pero fue beneficioso a largo plazo, pues los agricultores se dedicaron a producir más trigo y el precio bajó a niveles razonables, acabando con las periódicas hambrunas del pasado.
La teoría de la reforma agraria.
Además, el carácter dramático de la situación de 1766 obligó a plantear el problema de una auténtica reforma agraria, largamente planificado desde 1750 por el Consejo de Castilla y que continuó meditándose en los decenios siguientes, destacando los informes de Floridablanca, Campomanes y Jovellanos.
El conde de Floridablanca.
Floridablanca, en su Respuesta del fiscal en el Expediente de la provincia de Extremadura (1770), planteaba una propuesta moderada: entregar a los campesinos las tierras incultas, comunales, de propios (de los ayuntamiento pero arrendadas a particulares), baldíos y dehesas (de particulares).
Campomanes, en su Memorial ajustado (1771), planteaba una propuesta más ambiciosa: repartir las tierras anteriores entre las familias campesinas no propietarias, con fincas inalienables e indivisibles, junto con créditos estatales para comprar ganado y aperos; además, los contratos de arrendamiento debían reformarse para asemejarse a los censos enfitéuticos catalanes (perpetuos, con pagos estables)
Jovellanos, en su Informe de la Ley Agraria (1794), planteaba la reforma más ambiciosa y liberal: toda la tierra perteneciente a los mayorazgos (nobleza) y a las “manos muertas” (Iglesia y ayuntamientos) debía mercantilizarse, para que los inversores la hicieran producir.
Las ideas de estos reformistas ilustrados influirán decisivamente en la reforma agraria y la desamortización del siglo XIX e incluso de parte del siglo XX.
La difícil aplicación de la reforma agraria desde 1766.
Aranda y Campomanes inician desde 1766 la reforma con la medida más arriesgada del reparto de las tierras concejiles en arrendamiento (1766) entre los campesinos más necesitados de Extremadura de “todas las tierras labrantías propias de los pueblos y las baldías y concejiles”, medida que se hizo extensiva en los dos años siguientes a Andalucía, La Mancha y finalmente el resto del país. Pero la medida fracasó por la ausencia de créditos a los nuevos labradores para que invirtiesen en las tierras, por el incumplimiento en muchos lugares ante la oposición pasiva de los municipios y por el intento de las clases privilegiadas de beneficiarse clandestinamente: los arrendatarios pobres perdían casi siempre su lote al cabo de un año, al no poder cultivar debidamente la tierra, y entonces aparecían los especuladores para quedarse con la tierra.
Se recortan los privilegios de la Mesta para potenciar a la agricultura, mediante varios decretos (1779-1788), que autorizan a los propietarios a cercar sus fincas.
En 1785 se prohíbe aumentar el precio de los arrendamientos rústicos, lo que hubiera sido a largo plazo una reforma trascendente. Pero en 1803 se derogó la medida.
En el reinado de Carlos IV, en 1798, comenzó la desamortización eclesiástica al vender las propiedades de varias instituciones benéficas de la Iglesia. Era 1/6 de la propiedad eclesiástica en la Corona de Castilla y en compensación se pagaba una renta anual.
Eran medidas demasiado moderadas e insuficientes:
‹‹La política económica de los Borbones en el siglo XVIII, sobre todo, al calor de una época de paz que coincide con el reinado de Carlos III, si bien favoreció un crecimiento lineal de la economía, no fue capaz de provocar una transformación del sistema, porque mantuvo en vigor las suficientes trabas como para impedirle dar el salto y desarrollarse. (...) históricamente no se puede hacer la revolución industrial, sin antes hacer la revolución liberal. Para acceder a un capitalismo autogenerado las economías del Antiguo Régimen no tienen más vía que la de este doble proceso revolucionario.›› [Rodríguez Labandeira. 1982: 180-181, en Rodríguez Labandeira, José. La política económica de los Borbones, pp. 107-184, en Artola, M. La Economía española al final del Antiguo Régimen. Vol. IV. Instituciones.]
La cuestión esencial era la estructura de la propiedad agraria, dominada por las clases superiores del Antiguo Régimen, pero a fines del siglo XVIII esta estructura estaba en crisis, tanto en el terreno de las ideas, como por las necesidades de la Hacienda. Era sólo cuestión de tiempo que comenzara la desvinculación y la desamortización, al socaire de los tiempos renovadores que recorrían Europa. Y la puntilla llegó con las crisis bélicas.
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La nueva España de Felipe V. Documental de RTVE, Serie Memoria de España nº 16. [www.rtve.es/alacarta/videos/memoria-de-espana/]
Carlos III y sombras del reformismo. Documental de RTVE, Serie Memoria de España nº 17. [www.rtve.es/alacarta/videos/memoria-de-espana/]
A la sombra de la revolución. Documental de RTVE, Serie Memoria de España nº 18. [www.rtve.es/alacarta/videos/memoria-de-espana/] El reinado de Carlos IV y la Guerra de Independencia.
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APÉNDICE: LOS CAMBIOS EN ESPAÑA.
El
despegue de la burguesía española en el siglo XVIII.
En la
periferia española se daba a partir de 1680 un fenómeno de franca recuperación
de la economía, con una participación activa de la burguesía. Y esa expansión,
con algunos descansos, se mantuvo hasta el siglo XIX, cuando la rotunda crisis
de 1808 vino a replantearlo todo sobre bases nuevas.
En penoso
contraste, hacia 1700 la situación de la economía y de la población de Castilla
era penosísima, por culpa de las guerras, las pestes, el hambre y la miseria
del pueblo bajo. El centro del país acababa de vivir una década trágica [Lynch: XI.
345-354.]
pero también asomaban los gérmenes positivos de la estabilidad de la moneda. La
burguesía castellana era débil, sin cohesión de grupo ni conciencia de tal, sin
organismos de presión (aparte de los Consulados del Mar de la periferia), y
como clase social apenas duraba en los negocios una o dos generaciones, puesto
que procuraba a los pocos dineros que podía recoger que sus descendientes
accedieran a la hidalguía. Y sin embargo se puso casi unánimemente de parte de
la dinastía de los Borbones en la guerra de Sucesión, pues esperaba que el
reformismo borbónico cortara los privilegios excesivos. [Anes. 1975: 344.] Y lo cierto es que esa
burguesía, aliada con el campesinado y la pequeña nobleza y clero, consiguió
reunir la fuerza suficiente para sostener a Felipe V durante la guerra de
Sucesión. La España campesina y burguesa tenía aún una reserva de poder, como
los ministros franceses que llegaron a Madrid pudieron comprobar. Wallerstein
cita a Romero de Solís: «El triunfo de los Borbones en la guerra de Sucesión
española ·fue el triunfo de las clases medias y de la baja nobleza contra la
Iglesia y la aristocracia señorial.» [Wallerstein. 1980: II. 263.] Pese a lo que
hay de exageración a tal tesis (el bajo clero castellano apoyó masivamente a
Felipe V), el tiempo convalidó esta apreciación por sus efectos en la hegemonía
social española.
La gran
innovación de los Borbones para Fernández Albaladejo [Fernández Albaladejo.
1992: 353 y ss.] fue un cambio ideológico en la concepción política del Imperio
español: el interés de los reyes dejaría de ser la monarquía universal de los
Habsburgo para centrarse en el reino de España. Las ambiciones de Isabel de
Farnesio en Italia no serían ni la sombra de los sueños del pasado. Este cambio
en los objetivos era un beneficio indudable para un país empobrecido y harto de
aventuras excesivas. De este modo el primer reformismo borbónico puso al
fomento de la industria y al comercio en el centro de su política económica. [Herr.
1960: 101; Lynch. 1989: XII. 106-112.] Había que desarrollar las fuentes de
riqueza si se quería mantener a España en el concierto de las grandes
potencias.
Así, el
siglo XVIII dio a la burguesía castellana una oportunidad de rehacer su
posición, con frecuentes altibajos sin duda, pero con un progreso indudable a
largo plazo. El proteccionismo, el comercio indiano y el fomento de las
manufacturas reales permitieron que la hundida industria textil de Segovia,
Guadalajara, Béjar, Palencia y de muchas ciudades castellanas recuperase parte
de su posición de antaño, doblando incluso su producción algunas. Los diversos
grupos sociales de la burguesía recuperaron una situación estable, con unas
cargas fiscales mucho más moderadas en proporción a la riqueza real que las que
tuvo que soportar en el siglo anterior, gracias a que la política exterior fue
también menos belicosa y más racional y comedida. No hubo guerras en las
fronteras peninsulares y eso era ya un gran avance y en cuanto a las de Italia
fueron mucho menos gravosas que las de antaño. Las reformas de la
Administración, más eficaz y honesta, bastaban casi para corregir los peores
males del pasado. El comercio con América se benefició de las reformas en la
marina de 1713-20, aunque siempre chocó con una fuerte competencia europea y la
oposición de los intereses criollos [Walker, 1979]. Incluso la ganadería
trashumante se benefició y con ella los exportadores de lana, con un largo
periodo entre 1700 y 1770 en que la exportación lanera creció. «Sin duda el siglo
XVIII es el siglo de apogeo de la Mesta, y con él, de sus críticos más
acerbos.» [E. Fernández de Pinedo, en Tuñón. 1980: VII. 40.]
Desde 1750
aproximadamente, la recuperación demográfica y la prosperidad económica se
extendieron con mayor fuerza por Europa. En España, desde 1770, en la periferia
este crecimiento fue otra vez mucho más acusado que en el centro. Los capitales
se invertían en las ciudades portuarias, con oportunidades mucho más rentables.
A finales del siglo XVIII los poderosos núcleos burgueses de Cádiz, Sevilla y
Madrid estaban en trance de convertirse en ciudades burguesas, dejando atrás
los tiempos en que la aristocracia lo era todo. Hombres de su tiempo como
Sebastián Martínez (el comerciante ilustrado que protegió a Goya) se
beneficiaron de la apertura económica que inspiró el equipo de Carlos III y
eran admirados por sus contemporáneos.
Pero este
desarrollo que, ahora sí, parecía paralelo al de la burguesía europea se ahogaría,
como veremos, en parte por la pérdida de las colonias americanas y la tremenda
crisis interior de 1808 y porque llegó demasiado tarde y demasiado débil. Si no
fue mayor este desarrollo se debió a que las reformas del Despotismo Ilustrado
fueron demasiado lentas, aunque se mantuvieron en el tiempo y sobre todo porque
no tocaron la estructura de los problemas, que eran la amortización de las
tierras agrícolas, en definitiva la supervivencia de las estructuras del
Antiguo Régimen.
Para conocer
la estratificación y la ideología de los grupos ciudadanos en esta época de
España interesa leer las aportaciones de Pere Molas [1985], que presenta la
burguesía española como insertada en la sociedad estamental y vinculada al
sistema de valores de los grupos nobiliarios. Los grupos más importantes de la
población urbana en esta España moderna son los de antes: 1) la oligarquía
seminobiliaria, 2) la burguesía mercantil y 3) el artesanado. Esta
clasificación no esconde las diversidades de riqueza dentro de cada grupo, que
se refleja en su división en finas capas, con clara conciencia cada una de su
status y las capas que se tocan con las adyacentes de cada grupo dan pie al
fenómeno del cambio de status, pues siguen siendo unos grupos con una cierta
movilidad de arriba a abajo, alimentando y renovando constantemente las filas
de las clases privilegiadas, ahora sólo con honores jurídicos.
Numerosos
historiadores, como Domínguez Ortiz, desde perspectivas políticas y
especialidades científicas muy distintas, comparten la tesis de que durante el
siglo XVIII la burguesía afianzó su presencia hasta conseguir hacia su final
una posición de incontestable dominio económico. Para Murillo [1972] la clase
media se amplía en este periodo al aumentar el número de abogados,
funcionarios, eclesiásticos, profesores, escritores y comerciantes y también
por la mayor especialización de sus actividades.
Casi todos
los historiadores políticos y constitucionalistas [Sánchez Agesta. 1974: 26-27.],
consideran que la pujante burguesía española es precisamente durante el siglo
XVIII que construye su ideología crítica respecto a la nobleza, la Iglesia y
sus privilegios, de modo que este avance ideológico es una herencia fundamental
que explica la revolución liberal del siglo XIX.
En la misma
línea, Tomás y Valiente defiende la tesis de una burguesía ya plenamente dominante
en lo económico a fines del siglo XVIII con la prueba de que era la única que
tenía la liquidez dineraria para comprar los vales reales y que estaría
interesada en que el Estado pagase los intereses y que los amortizase en su
momento, siguiendo las tesis de Vicens Vives y otros historiadores que no encuentran
otra explicación al fermento revolucionario de las Cortes de Cádiz. «La
burguesía se fue enriqueciendo notablemente durante la segunda mitad del siglo
XVIII, sobre todo, como es bien conocido, en las ciudades mercantiles y
marítimas de la periferia. En las últimas décadas tiene poder económico, pero
le falta el poder político, todavía detentado por los estamentos privilegiados
de una sociedad encuadrada aún dentro de los módulos del Antiguo Régimen.
Cuando éste caiga, la burguesía se hará con el poder político.» [Tomás y
Valiente. 1971: 46-47.]
Esta
burguesía emergente necesitaba tierras, exigía tierras, para sí misma y para el
campesinado. Sobre todo necesitaban los comerciantes tierras para sí mismos
para diversificar sus inversiones y necesitaban los industriales que los campesinos
tuvieran tierras para que así las rentas de éstos aumentasen y pudiesen comprar
sus productos. Nadie desdeñaba la posibilidad de convertirse en terrateniente y
así de progresar en la escala social y acceder al estamento de la nobleza,
porque era un título honorífico que suponía la consagración de que se tenía un
verdadero poder económico. Pero era algo nuevo que muy pocos deseasen abandonar
sus negocios. Se percibía que el futuro de sus familias sólo podía asegurarse
si se mantenían las lucrativas actividades comerciales e industriales y que el
seguro de las propiedades rurales era un elemento de seguridad y prestigio, no
de progresivo enriquecimiento. Para demostrarlo a la vista de todos había
demasiados nobles arruinados que buscaban emparentar con la burguesía. La
tierra sería a partir de ahora un complemento apetecible, pero no el eje de las
verdaderas fortunas. Pero, en todo caso, había un gravísimo obstáculo a superar
antes de que los nuevos burgueses adquiriesen las tierras: la escasez de éstas
por el fenómeno de las manos muertas.
El reformismo agrario de los
ilustrados.
Las críticas
a la amortización de la tierra se generalizaron en el siglo XVIII, cuando el
crecimiento demográfico y el aumento de los precios agrícolas (y en general de
las rentas procedentes de la tierra) por encima del índice general de precios
hicieron más evidente la necesidad de una reforma agraria que permitiese el
acceso a la propiedad de la tierra a los campesinos y diese oportunidad a la
burguesía de invertir en la agricultura. Gonzalo Anes [Anes. 1981:
43-70.] ha
estudiado las fluctuaciones de los precios del trigo, de la cebada y del aceite
en el periodo 1788-1808 y ha concluido que los precios llegaron a apreciarse
hasta un 400 % en las épocas de sequía, sobre todo en las áreas interiores
adonde no podían llegar los suministros marítimos. La sequía y no la inflación
por la emisión de los vales reales desde 1780 sería así el principal factor
explicativo de estas puntas de aumento de precios.
Cabe añadir dos
consideraciones: que los beneficios de la especulación de alimentos atraerían
la atención de la burguesía hacia la propiedad agraria y que aquella misma
especulación facilitó una acumulación de capital idéntica a la que supuso en
Cataluña la especulación con los alimentos durante las dos rebeliones catalanas
contra el poder central, la de 1640 y la de 1700. La burguesía periférica se
benefició así de la guerra y de las crisis de miseria, en un proceso
irreversible y natural de selección.
La
burguesía, de cuyo seno surgieron la mayoría de los tratadistas del periodo,
estaba imposibilitada de facto para comprar las tierras más apetecibles,
no así las marginales (que casi siempre estuvieron disponibles salvo las de
Propios y Comunes). Eran esas tierras de regadío de las riberas de los ríos y
las dedicadas a los trigales, olivares y viñedos más productivos las que la
burguesía deseaba y su acceso estaba vedado por la amortización. En los
contemporáneos la conciencia del problema se extendió más y más hasta llegar a
la conclusión lógica: esta institución debía desaparecer necesariamente, tanto
por lo que se refería a la vinculación en los mayorazgos de la aristocracia
como a la amortización en manos eclesiásticas y de los municipios (y sus
vecinos).
Pero en este periodo la
correlación de fuerzas sociales no permitía más que atacar a la última de
aquellas formas de propiedad, la de los bienes de Propios y Comunes, amén de
liberalizar un poco las restantes. ¿Cómo avanzar sin romper con el pacto tácito
con la monarquía, la nobleza y el clero? Esta duda mermaría cualquier
posibilidad de reforma profunda de la estructura del régimen.
Es
importante destacar que la aparición de la burguesía como una clase social
emergente explica el porqué de la intensificación del debate sobre la tierra.
Sin el apoyo de ésta clase social jamás se hubieran atrevido los ilustrados a
desencadenar su ofensiva ideológica. Ya desde principios de siglo y a lo largo
de éste, escritores tan emblemáticos como Mayans, Feijóo (su Teatro Crítico
Universal es una obra imprescindible), Patiño, Flórez, Burriel, Macanaz y
los economistas [Grice-Hutchinson. 1978: 219-230.] Ustáriz, Bernardo de
Ulloa, Miguel de Zavala (con su excelente Representación para el más seguro
aumento del real erario) iniciaron su ofensiva contra los males de la
sociedad española y, lógicamente, centraron muchas de sus críticas en la mala
explotación de la tierra, el principal recurso económico y donde laboraba la
inmensa mayoría de la población española. Sus aportaciones son puntuales y a
veces anecdóticas pero abren ya el camino para los planteamientos más rigurosos
de la segunda mitad del siglo. Destaca entre esas aportaciones que en el
Concordato de 1737 ya se estableciera que los nuevos bienes de las manos
muertas debieran pagar tributos como los del régimen común. Pero esta medida no
se realizó hasta el final del siglo por la cerrada oposición práctica de la
Iglesia. En suma, lo más destacable no fueron tanto los logros prácticos como
la creación de un movimiento ideológico progresista que favorecería las futuras
reformas.
Era un
planteamiento común en toda Europa, con unas causas también comunes. Hobsbawm
lo resume así: «El siglo XVIII no supuso, desde luego, un estancamiento
agrícola. Por el contrario, una gran era de expansión demográfica, de aumento
de urbanización, comercio y manufactura, impulsó y hasta exigió el desarrollo
agrario. La segunda mitad del siglo vio el principio del tremendo, y desde
entonces ininterrumpido, aumento de población, característico del mundo
moderno: entre 1755 y 1784, por ejemplo, la población rural del Brabante
(Bélgica) aumentó en un 44 por 100. Pero lo que originó numerosas campañas para
el progreso agrícola, lo que multiplicó las sociedades de labradores, los
informes gubernamentales y las publicaciones propagandísticas desde Rusia hasta
España, fue más que sus progresos, la cantidad de obstáculos que dificultaban
el avance agrario.» [Hobsbawm. 1964: 42-43.]
Maestre
(1976) y J. A. Maravall (1991) han estudiado los antecedentes españoles del
despotismo ilustrado, para comprender tanto la índole de las propuestas como
las causas de su fracaso final, cuando la crisis de la Revolución Francesa
apagó la luz del Despotismo Ilustrado. La caída de Jovellanos fue en ello muy
semejante a las persecuciones muy anteriores de las que habían sido víctimas
Mayans y Burriel. El Siglo de las Luces tenía sus particulares oscuridades.
Este
movimiento intelectual que pugnaba por superar los obstáculos se centraría
particularmente en el grupo de los economistas ilustrados asturianos [Anes. 1975:
400-408.], con figuras tan destacadas como Navia-Osorio, Campomanes, Jovellanos
y Flórez Estrada, que son el fruto lógico de una sociedad asturiana
particularmente equilibrada para la época [Anes Álvarez. 1988: 58-73.], entre
el campesinado, el artesanado y los señoríos, con moderadas tensiones por las
rentas agrarias y los foros, con una larga y pausada onda expansiva en la
población y la economía, aunque llegaría a 1800 con una saturación demográfica
y una patente falta de capitales. Pero extender su modelo a toda Castilla era
imposible.
El Expediente
de Ley Agraria [Anes. 1975: 400-408.] (redactado en 1766-1784) fue el ámbito
donde se manifestó más claramente el espíritu reformista de los ministros
ilustrados, que se apoyó en la amplia red de las Sociedades Económicas de
Amigos del País [Carande. 1989: 107-136.], pero que chocó con insuperables
dificultades internas y sobre todo externas para su realización, por el miedo
de los estamentos a perder su posición de privilegio. Opiniones muy
interesantes al respecto, desde planteamientos proclives a los reformistas, son
los de Anes [1981: 11-42, 95-138.], Lynch [1989: XII. 187-192.], Sarrailh [1954:
562-572.] y particularmente las de Domínguez Ortiz [Domínguez Ortiz. 1976:
402-453.] y en concreto sobre las clases privilegiadas del Régimen y su
pensamiento [Domínguez Ortiz. 1973.]. En suma, conocer este espíritu ilustrado
es esencial para comprender el origen de las ideas de los reformistas liberales
del siglo XIX.
Las diversas
propuestas de reforma agraria de los ilustrados pueden clasificarse en:
-La
colectivista del publicista Rafael Floranes, que no tocaba los bienes
municipales sino que, al contrario, los acrecía con los eclesiásticos, aunque
reformando su gestión y gravándolos con impuestos.
-La
individualista de Jovellanos, recogida en su Informe sobre la Ley Agraria
de 1793 para la Sociedad Económica Matritense [Anes. 1975: 405], inspirada en
la teoría económica de la fisiocracia y recogida por el liberalismo en el
siguiente siglo. Se debían privatizar en plena propiedad tanto los baldíos como
las ·tierras concejiles·, cercar las tierras, limitar los derechos de la Mesta,
sugiere la prohibición de nuevas amortizaciones, y otras medidas para buscar el
·interés individual·. La tesis central era que el excesivo proteccionismo
suponía al final una traba al desarrollo económico [Jovellanos. 1793: 191]. Su
texto fue considerado como canónico por los reformadores de la propiedad
agraria durante el siglo XIX, que lo citaron como autoridad indiscutida ya en
las Cortes de Cádiz, sin percatarse de su sentido utópico e irrealizable que
tanto debía a los arbitristas del pasado, como era manifiesto en el ilusorio
proyecto de enseñanza técnica de los campesinos mediante una que debían
difundir los clérigos. Para un estudio más detallado se puede consultar a
Gonzalo Anes [1981: 95-138, para el Informe, y 199-214, para el
proyecto de enseñanza mediante la Cartilla rural].
-Las
intermedias de Olavide, Floridablanca y Campomanes.
El Código
de agricultura de Olavide sólo pretendía, según Tomás y Valiente [1971:
16-20], desamortizar los bienes baldíos, excluyendo los de Propios, para una
finalidad productiva más que social: buscaba el reparto a precio alzado de los
lotes entre los vecinos que quisiesen y pudiesen producir (con alternativas
como la de que los propietarios ricos instalaran a braceros, o dando las
tierras con la forma de censos pagando 1/8 de los frutos), y constituyendo con
los ingresos una Caja Provincial. Contra la tesis de Tomás y Valiente se puede
aducir que Olavide quería iniciar el proceso con los baldíos para conocer los
problemas y resultados, para pasar luego a las otras formas de amortización, lo
que casaría mejor con su espíritu radicalmente reformista.
Floridablanca
en su Instrucción reservada estaba quejoso de que los bienes amortizados
no tributasen y de que estuviesen descuidados e improductivos en su mayoría y
su solución era impedir que se amortizasen más bienes y proceder a moderadas
medidas de reparto de los baldíos y Propios. Por su posición de poder consiguió
realizar gran parte de sus ideas.
Campomanes se
explaya en sus obras sobre la Ley Agraria (de la que fue principal impulsor) y
con su Tratado de regalía de amortización (1765), que figuraría en el
siglo XIX entre los libros prohibidos por la Inquisición y de los más
denostados por Menéndez Pelayo [1882: II, 433]. Sus propuestas de política
agraria eran: aumento de la superficie cultivable, fomento de la pequeña
propiedad mediante el reparto de bienes baldíos y comunales, desvinculación de
los mayorazgos y bienes eclesiásticos (aunque respetándoles a sus dueños la
propiedad), arrendamientos a largo término mediante censos enfitéuticos. De
hecho, sus opiniones influyeron decisivamente sobre los reformistas más
inteligentes del siglo XIX (como Florez Estrada).
Las escasas
medidas reformadoras del despotismo ilustrado borbónico se ajustaron al fin al
criterio individualista: división de tierras de aprovechamiento común en
parcelas a repartir entre los campesinos. Pero todas esas medidas tendrían
escaso alcance práctico porque obedecieron más a impulsos y necesidades del
momento que a un programa político de largo alcance que contara con apoyos
políticos capaces de superar las grandes resistencias y además no beneficiaron
a la generalidad del campesinado pues la mayoría de las tierras fueron
compradas por terratenientes, por los llamados poderosos. La burguesía
comprendió pronto la oportunidad que se le brindaba.
Y más aun,
no tocaron los bienes eclesiásticos, más allá de alguna puya teórica
(Jovellanos) o de los informes para limitar las nuevas amortizaciones
eclesiásticas, presentados por Francisco Carrasco y por Campomanes, o de las
críticas de Olavide y Floridablanca, recogidos por Tomás y Valiente [1971:
23-30], intentos que chocaron con una más viva e inmediata oposición. Mientras
que se creía poder disponer por vía legislativa de los bienes municipales y
comunales, en cambio, para los eclesiásticos se consideraba imprescindible la
negociación con la Santa Sede. Esta tesis ·ilustrada· sería la misma que la de
los ·moderados· a lo largo del siglo XIX.
En suma,
Tomás y Valiente [1971: 14] ha criticado con acierto a los ilustrados por su
talante más teórico que práctico, aunque olvidando en el calor de la diatriba
que no había en aquel momento un consenso social para una reforma profunda. Lo
cierto es que las críticas y propuestas de los ilustrados fueron el necesario
caldo de cultivo para las reformas de los decenios siguientes, así como que sus
primeras disposiciones legislativas, tan moderadas, fueron el banco de pruebas
para las que vendrían a continuación.
Las tierras amortizadas en el siglo XVIII.
Durante el
siglo XVIII la estructura de la propiedad amortizada apenas varió. Miles de
pueblos abandonados jalonaban los caminos cuando los viajeros extranjeros pasaban
sin ver un solo ser viviente en un día entero. Y sin embargo sus propietarios
no hacían nada para poblarlos porque los preferían vacíos y disponibles para la
ganadería lanar. Y esto incluso cuando la cabaña lanar había disminuido.
Casi todo el
daño de la amortización estaba ya hecho, por lo que las estadísticas que
poseemos sobre la situación cerca del 1800 son aceptables para el 1700, pero
nunca serán plenamente fiables, moviéndonos en un cierto margen de error. Al
finalizar el Antiguo Régimen aproximadamente entre el 80% y el 90% de la tierra
era propiedad de las manos muertas (un 80% para Madoz, según datos no
corroborados plenamente). Unos 4 millones de ha pertenecían a bienes de Propios
(de propiedad de los municipios), 10 millones al menos a los bienes comunales (de
uso por los vecinos, pero sin título individual de propiedad) y unos 12
millones a bienes eclesiásticos. Otros 20 millones de ha estaban amortizados en
manos de mayorazgos [para este tema el mejor trabajo es el de Clavero, 1974] y
señoríos territoriales de la aristocracia. Puede hablarse así de un verdadero
monopolio legal sobre la tierra. [E. Fernández de Pinedo, en Tuñón. 1980: VII.
55-59.]
Otras
fuentes de la época estiman hacia 1811 que de un total de 55 millones de
aranzadas cultivadas, se encontraban en manos vivas 17.599.900; en manos
muertas, 9.093.400; y, finalmente, en poder de los señores, un total de
28.306.700. [Moreno Alonso. 1989: 26.]
Finalmente
un autor tan mesurado como Domínguez Ortiz [1973: 337-358.] insiste tanto en la inmensa cuantía
de sus bienes como en el desequilibrio interno, con enormes variaciones en el
nivel de riqueza del clero de una región o de otra, incidiendo en que la
concentración de propiedades era especialmente intensa en León, Andalucía,
Castilla la Nueva y Extremadura. Además, la Iglesia percibía en sus propiedades
diezmos, primicias y muchos derechos propiamente señoriales. Los diezmos eran
particularmente gravosos porque se cargaban sobre el producto bruto, con lo que
en muchas tierras se quedaban hasta con la mitad del producto neto. Además
desincentivaban las mejoras porque éstas requerían capital y el diezmo se
constituía como un impuesto más gravoso cuanto mayor fuera el capital
utilizado, de modo que podía ser más beneficioso no invertir nada para aligerar
así la carga del diezmo. Era un freno radical a las inversiones productivas que
necesitaban los campesinos para elevar su competitividad.
El catastro
de Ensenada [Vilar. 1982: 63-92.] (bastante fiable sobre la realidad de 1750-53) calculaba
que la Iglesia poseía 1/7 de las tierras cultivables y producía 1/4 de la
riqueza nacional; no porque sus tierras fueran mejor cultivadas sino porque
eran las más fértiles. Ello sumaba unos recursos que le permitían sostener una
clase social numerosa e influyente de sacerdotes, frailes y monjas, así como
unas actividades no lucrativas de carácter social que el Estado embrionario de
la época no podía sufragar, tales como las educativas, sanitarias y de beneficencia.
En cuanto a
los bienes Propios y Comunes constituían la principal (y a veces casi única)
fuente de recursos de miles de municipios y de sus vecinos, de modo que estos
bosques, dehesas y prados, pero también trigales y viñedos dados en arriendo, eran
vitales para su autonomía económica y política. De su importancia en plena Edad
Moderna hay una indicación en Salomon [1964: 119-147.]. Era, pues, una situación de
claroscuro la de los bienes amortizados: por una parte cubrían grandes
necesidades financieras y sociales asegurando el bienestar de amplias capas de
la población, más por otra parte impedía el proceso de revolución agrícola que
se estaba dando en el norte de Europa, que se basaba en la propiedad individual
y en la circulación de esta propiedad, en la inversión y en el espíritu de
asunción de riesgo por parte de los propietarios.
La legislación borbónica: la
alternativa reformista.
El reinado
de Carlos III es considerado con razón como el momento más acertado del
reformismo español, patente desde principios del siglo XVIII y que venía a
profundizar en la corriente de renovación que había nacido hacia 1680. Desde el
Despotismo Ilustrado se trenzaron unas acertadas medidas a corto plazo que
aseguraron unas décadas más de supervivencia al Antiguo Régimen, aunque la
intención del monarca parece que no fue potenciar a la burguesía y la
producción sino en cuanto a que ello podía suponer una mejora de la Hacienda
Pública y del poder real. El regalismo y la supremacía absoluta de la monarquía
fueron el norte de la política y así puede comprenderse que España participara
en guerras tan poco fructuosas como las de los Siete Años y de la Independencia
de los Estados Unidos. Lo primordial, como en tiempos de los Austrias, eran los
intereses dinásticos de la Corona.
En todo
caso, ya en su época de rey en Nápoles (1734-59) la política de su ministro
Tanucci había favorecido a la burguesía porque era la mejor fuente fiscal del
Estado y ya en España (1759-88) siguió esta orientación, emprendida tímidamente
en el reinado de sus predecesores Felipe V y Fernando VI. Se sucedieron las
disposiciones de reforma tributaria y agraria, en perjuicio de los intereses de
la oligarquía nobiliaria y del clero. Había que cuidar la ·gallina de los
huevos de oro· y esta clara percepción fue una constante. Todos los súbditos
del reino, nobles, eclesiásticos o burgueses debían estar sometidos a los
impuestos, de modo que los privilegios fueran puramente honoríficos [Domínguez
Ortiz, 1988: 121]. La expulsión de los jesuitas en 1767 y la limitación de la
Inquisición iniciaron la política anticlerical que se concretaría en el siglo
XIX con la desamortización eclesiástica. España y su Imperio vivía al mismo
tiempo una coyuntura claramente alcista, al paso de toda Europa desde 1750,
reflejada en el crecimiento de los precios agrícolas, la potenciación de la
industria textil y el comercio ultramarino, mientras que la población aumentaba
vigorosamente: si el censo de 1768 daba 9.301.728 habitantes, el de 1787 daba
10.286.000, un millón más en sólo veinte años y este ritmo seguiría en los
siguientes años, incluso con el incompetente Carlos IV y su desafortunada
gestión.
Las reformas
que más nos interesan aquí son las que se refieren a la creación de una
burguesía agraria, con el acceso a la propiedad de los campesinos.
En el campo
legislativo las primeras medidas reformistas en la estructura de la propiedad
rural se habían producido en los años finales del reinado de Felipe V, cuando
en 1737-38 se decretó el reparto de las tierras baldías, pero ya en 1747 se
anularon tales medidas y se devolvieron a los concejos las tierras ya vendidas.
La monarquía se ganaba así por unos años el favor del pequeño campesinado
[Sarrailh, 1954: 569], que se había quejado de las pésimas consecuencias que
tenía aquella medida para las haciendas municipales.
En el
reinado de Fernando VI, caracterizado por el pacifismo y la elección de
excelentes ministros reformistas, se da el 16 de marzo de 1751 la intervención
en los bienes de los Pósitos, con la creación de la Superintendencia General de
Pósitos. Era una medida de fomento que alcanzó resultados inmediatos: se pasó
de 3.371 pósitos municipales en 1751 a 5.225 en 1773, y se sanearon muchos de
ellos al sustraerlos a las prácticas más abusivas de las oligarquías locales.
Pero la mala gestión del Consejo de Castilla y a fines de siglo el déficit
fiscal llevó a la intervención de los caudales de dinero y los depósitos de
granos de los pósitos, que perdieron así gran parte de su eficacia, para entrar
en rápida decadencia (en 1850 su número había bajado a 3.410 y su importancia
aun mucho más). Se hubiera necesitado un eficiente Pósito en cada municipio
para atender a los necesarios créditos de cultivo (y no sólo los de siembra),
pero estaban dominados por los agricultores acomodados, los cargos municipales
y las clases privilegiadas, más interesados todos en dificultar el acceso a la
propiedad de los pobres que de facilitarla. Hacía falta un cambio político y un
control mucho más eficaz para cambiar el destino de los fondos de los pósitos.
Para un mejor conocimiento del tema de los pósitos en la España del siglo XVIII
puede consultarse a Concepción de Castro [1987: 95-113] y a G. Anes [1981:
71-94], que considera que los pósitos sólo fueron utilizados por la sociedad
estamental para protegerse de las graves crisis de abastecimientos, privándolas
de una utilidad más ambiciosa.
En 1760, ya
con Carlos III en el trono, y siguiendo la mentada política reformista ya
ensayada en Nápoles, se crea la Contaduría General de Propios y Arbitrios, bajo
la competencia del Consejo de Castilla, para fiscalizar la administración de
tales bienes, evitar que se usufructuasen por los terratenientes locales y para
bajar los impuestos municipales. Tal medida podría interpretarse como
contradictoria con el fin último de la desamortización, pero era un intento de
mejorar la gestión de los municipios y ponía, en todo caso, a los Propios bajo
el control de la Administración real, el primer paso para nuevas y más audaces
medidas.
En 1766
Carlos III (por influencia de Aranda y Campomanes) se inicia la más decidida
política hasta la fecha para la reforma agraria [Anes, 1975: 408-414]. Desde
este año se suceden las medidas para favorecer la división de los latifundios y
regular los arrendamientos rústicos, recortar los privilegios de la Mesta para
potenciar a la agricultura, fomentar las colonizaciones como la de Sierra
Morena, aunque nunca lograron colmar los vacíos rurales (en el censo de 1797
había aún 932 localidades rurales desiertas, especialmente en La Mancha).
En ese mismo
año de 1766 se dispuso que se repartieran en arrendamiento entre los campesinos
más necesitados de Extremadura ·todas las tierras labrantías propias de los
pueblos y las baldías y concejiles·, medida que se hizo extensiva en los dos
años siguientes a Andalucía, La Mancha y el resto del país. Si el pensamiento
ilustrado había preparado el terreno, los acicates concretos fueron el hambre y
los disturbios de 1766 (el motín de Esquilache fue sólo el más destacado de una
serie de revueltas por el hambre, que Vilar nos ilumina en su sentido social
[1982: 93-140]). La motivación social de la reforma era esencial en este
momento y el reparto a los braceros, que además dejaba en manos de las
haciendas municipales las rentas de los arriendos, hubiese sido un camino
adecuado para una positiva reforma agraria, mas la ausencia de créditos a los
nuevos labradores para que invirtiesen en estas tierras abocó la reforma al
fracaso, además de que no se cumplió completamente más que en unos pocos sitios
por la oposición pasiva de los municipios y el intento de las clases
privilegiadas de beneficiarse clandestinamente [Artola, 1878: 130-131], por lo
que en la provisión de 25 de mayo de 1770 se dio marcha atrás, reconociendo y respetando
los intereses espúreos. Asimismo y fue el segundo factor negativo, los
arrendatarios pobres perdían casi siempre su lote al cabo de un año, al no
poder cultivar debidamente la tierra y entonces aparecían los especuladores
para quedarse con la tierra. En definitiva, resultó la reforma en un
distanciamiento aún mayor entre el proletariado rural y los terratenientes
[Sánchez Salazar, 1982: 189-258]. Pero a cambio, los burgueses residentes en
las ciudades del Sur accedieron a esas propiedades.
La burguesía
alcanzó ahora a comprender que sus intereses de clase estaban en oposición con
los del campesinado pobre y que más le valía aliarse con el poder establecido y
llegar a un pacto tácito con las clases privilegiadas. Este pacto, según muchos
autores, se perpetuaría durante el siglo XIX, más mi opinión es que sólo unas
capas concretas de la nobleza y la burguesía actuaron al unísono. Fueron las
más conscientes de que venían nuevos tiempos, de que las actividades económicas
del pasado (y las formas jurídicas que las protegían y regulaban) estaban
condenadas a desaparecer y así se creó un conglomerado propietarios de nuevo
cuño (o reconvertidos al capitalismo agrario) de tres grupos sociales:
aristócratas ilustrados (que no rechazaron dedicarse al comercio incluso); de
burgueses que habían acumulado capitales en el comercio, la industria y las
finanzas, y de campesinos acomodados que se habían beneficiado de los
arrendamientos con bajas rentas de las fincas de la Iglesia y de la nobleza
absentista. Era esta unión de grupos sociales la transposición al campo del
patriciado urbano barcelonés que estudió Amelang.
Como vemos,
fueron reformas agrarias que se quedaron a medio camino, que tendieron a
suturar las heridas del sistema antes que a cambiarlo. Y al final del reinado
el impulso se había perdido. Miguel Artola [1982: XI y ss.] y Julián Marías
[1963] han incidido sobre este progresivo abandono del esfuerzo ilustrado,
patente desde antes de la muerte del rey Carlos III y agravado en la década
siguiente. Para Rodríguez Labandeira, coincidiendo con nuestras propias
opiniones: ·La política económica de los Borbones en el siglo XVIII, sobre
todo, al calor de una época de paz que coincide con el reinado de Carlos III,
si bien favoreció un crecimiento lineal de la economía, no fue capaz de
provocar una transformación del sistema, porque mantuvo en vigor las
suficientes trabas como para impedirle dar el salto y desarrollarse.
(...) históricamente no se puede hacer la revolución industrial, sin
antes hacer la revolución liberal. Para acceder a un capitalismo
autogenerado las economías del Antiguo Régimen no tienen más vía que la de
este doble proceso revolucionario.» [Rodríguez Labandeira. 1982: 180-181.]
Carr [1966:
52-54] ha señalado que a fines del siglo XVIII el régimen antiguo de propiedad
estaba en crisis, tanto en el terreno de las ideas, como por las necesidades de
la Hacienda. Era sólo cuestión de tiempo que comenzara la desvinculación y la
desamortización, al socaire de los tiempos renovadores que recorrían Europa. Y
la puntilla llegó con las crisis bélicas.
Llega Carr a
considerar con cierta exageración a la reforma agraria de Carlos III como ·el
ensayo de reforma agraria más notable hasta los días de la II República· [1966:
77], pero al principio del siglo XIX sólo unas pocas regiones (Cataluña sobre
todo) tenían una clase media agraria dominante. De esa burguesía agraria (y no
de la burguesía mercantil) saldrían precisamente las sucesivas oleadas de
burgueses industriales que hicieron la fortuna de la Cataluña contemporánea y
esta constatación nos hace lamentar con mayor razón que el modelo catalán no
pudiera extenderse al resto del país.
Más éxito a
corto plazo tuvieron las medidas que suprimieron las aduanas interiores y liberaron
el comercio de granos, junto a las inversiones en la mejora de los caminos y
puertos, antes preteridas durante siglos, por lo que supusieron de creación de
un mercado único en España, por primera vez desde la unión de las Coronas con
los Reyes Católicos.
Las reformas
hacendísticas mejoraron sin duda las recaudaciones y acercaron el sistema
financiero al modelo de los países europeos de capitalismo más avanzado. La
creación del Banco de San Carlos (1782) y de los vales reales, la primera
moneda en papel de curso obligatorio, eran pasos necesarios para consolidar una
burguesía financiera.
La creación
de las Juntas de Comercio y de las Sociedades Económicas de Amigos del País
extendió el espíritu de los nuevos tiempos y establecieron una mínima organización
de los grupos de presión a favor de las reformas económicas. Si las
manufacturas reales fracasaron casi en su totalidad, más pronto o más tarde,
las fábricas textiles catalanas y el resto de manufacturas industriales de
capital privado se beneficiaron de variadas medidas de fomento y se expandieron
triunfalmente [Anes, 1975: 203-217]. En cuanto al fomento de la ciencia y de la
investigación se percibe la influencia que tiene para el desarrollo económico
de una gran potencia [ver para la Inglaterra del XVII a Merton, 1970] y se toma
el modelo francés, más cercano, como un medio de desarrollo material del país,
creándose los mecanismos institucionales más relevantes de la ciencia española,
consiguiendo resultados más que estimables [Sellés y otros, 1987]. Se fomentan,
según el mismo modelo de los países nórdicos, más compañías privilegiadas de
comercio, como la Compañía General y de Comercio de los Cinco Gremios Mayores
de Madrid (1763), o se fusionan, como la Guipuzcoana y la de Filipinas (1785),
al tiempo que se apoyan las instituciones privadas de crédito [E. Fernández de
Pinedo, en Tuñón, 1980, VII: 145-159]. Una burguesía industrial, comercial y
financiera con negocios de dimensión a escala europea surgía de este clima.
Y la medida
más célebre, la libertad de comercio con América, establecida en 1778,
largamente reivindicada por los catalanes y cantábricos durante el siglo XVIII
en consonancia con su creciente conciencia de poder. Rompió el monopolio
andaluz y espoleó aún más la prosperidad de toda la periferia española. Esta
liberalización del comercio indiano no perjudicó a ninguna región, ni siquiera
la andaluza, de lo que muy pronto se sorprendieron los comerciantes e intereses
gaditanos y esta fue la mejor prueba de que la libertad de comercio e industria,
así como de enajenación de la propiedad rústica, era a la postre la mejor vía
para el desarrollo económico.
Una parte
importante de la burguesía al final del Antiguo Régimen en España estaba
compuesta al igual que un siglo antes por profesiones liberales, muchos con
títulos universitarios: teólogos, pero sobre todo juristas y médicos. Los
letrados eran omnipresentes en la burocracia, que continuaba su hipertrofia ya
iniciada en el siglo XVII, en una verdadera empleomanía. Macanaz escribe en
1740: «Hay cien empleados donde bastarían cuarenta... si trabajaran bien, y a
los demás podría dedicárseles a otro trabajo provechoso». Mayans escribe en
1753 que estos funcionarios eran una multitud de zánganos [Trevor Davies, 1969:
106]. Los médicos abundaban por doquier, ciudad o campo, de modo que el censo
de 1797 nos da 4.346 médicos y 9.272 cirujanos y suponía una de las figuras
clave de la vida social del Antiguo Régimen [Domínguez Ortiz, 1973: 2149-257].
Pero junto a
estos burgueses con pasión por ser rentistas y casi siempre poco productivos,
había poderosos núcleos de industriosos empresarios. Los comerciantes que
constituían la burguesía mercantil era ya un fenómeno real que comenzaba a
diversificarse. Los fabricantes catalanes de tejidos de algodón [Molas, 1985:
238-246] alcanzaron un auge formidable y su presencia en la sociedad de la
época fue un antecedente de su dominio sin rival en el siglo XIX. En los
principales focos capitalistas, muchos hombres de empresa se especializaban en
los servicios financieros (el ejemplo de Italia en el Renacimiento era
paradigmático, cuatro siglos después). La riqueza de matices de nuestra
burguesía se correspondía ya con la de los países más avanzados, aunque su
número y su importancia fueran aún mucho menores. Así, cuando en Francia,
Soboul, el historiador de la Revolución, analiza las diversas capas de la
burguesía al final del Antiguo Régimen, su modelo se corresponde también al
español: rentistas, profesiones liberales, gran burguesía de negocios
(financieros, comerciantes, manufactureros) y pequeña burguesía de tenderos y
artesanos. Lo más importante no era, pues, su composición sino su dinamismo, su
conciencia de que las empresas de riesgo eran el motor de la riqueza a largo
plazo, una ola de optimismo había cambiado las conciencias de estos grupos y se
difundía por amplias capas de la población, que pugnaban por entrar por el
mérito y el trabajo en esta burguesía, en una clase social en la que el dinero
era suficiente distinción. Y aun así incluso esta barrera fue rota.
Molas [1985:
234-237] nos presenta el caso de los comerciantes y fabricantes (muchos eran
las dos cosas a la vez) de Valencia ennoblecidos al amparo de la real cédula de
1783, que posibilitaba el ennoblecimiento de quien pudiera demostrar la
existencia de tres generaciones familiares dedicadas al ejercicio del comercio
o de la industria. Esta norma suponía una solución parcial al cierre del camino
de las compras de tierras. Ahora no haría falta ésto para ascender en la escala
de los honores aunque el prestigio fuese mayor si se unían el honor y la
tierra.
Este clima
de apertura y de movilidad social era ciertamente general en Europa. Hobsbawm
[1964: 45] sostiene que todos los gobiernos occidentales que hacia 1780
aspiraban a una política racional se dedicaban a fomentar el progreso
económico. Y como este venía sólo de la libertad de empresa necesariamente se
seguía la libertad política como conclusión. Los que avanzaron por estos dos
caminos al mismo tiempo pudieron triunfar. Los otros fracasaron.
La burguesía
vivió años de euforia y revelación. Por primera vez la burguesía aparecía como
una clase verdaderamente poderosa, capaz de construir el Estado a su
conveniencia y acceder al poder, al menos compartido con las clases privilegiadas.
Muchos medianos propietarios catalanes aprovecharon el cultivo de viñedos y el
alto precio del vino para acumular capitales e invertirlos en el comercio y las
nuevas industrias. Los maestros de los gremios artesanales proliferaron hasta
ser proporcionalmente muy superiores a los oficiales y aprendices según el
censo de 1797 [Anes, 1975: 201], con lo que significaba de movilidad social y
de base para el futuro desarrollo industrial. Durante unos pocos años España
vivió un auténtico boom· industrial, comercial y financiero, mientras la
marina mercante crecía. El régimen señorial y el feudalismo se desfondaban a
ojos vista [Godechot y otros, 1971] por toda Europa, y la España borbónica
seguía el mismo camino, tarde y mal, pero claramente. Los comerciantes ingleses
temieron en este periodo el ·resurgimiento de una gran potencia dormida, pero
ya era muy tarde para salvar el retraso relativo de tantos años.
Las reformas de Carlos
IV-Godoy.
Pensamos hoy
que si hubiera habido a finales del XVIII unas décadas de paz en Europa se
habría conseguido con casi toda seguridad consolidar ese desarrollo en España y
ponerse a la altura de las grandes potencias. Pero desde 1789 la Revolución Francesa
sonó en toda Europa y ensordeció en España. La política de Carlos IV y sus
ministros no podría ser más desdichada para la burguesía. Las guerras, la deuda
pública, la ruptura del comercio americano, fueron las consecuencias de una
política exterior al servicio de los intereses de la monarquía y de las verdaderas
clases dominantes al final del Antiguo Régimen, la aristocracia y el clero. En
estos largos e intermitentes años de crisis, fue cuando la burguesía tomó
conciencia poco a poco de que si quería acrecentar o incluso mantener su
prosperidad entonces debía cambiar la naturaleza del Régimen. Ese intento
comenzaría con las Cortes de Cádiz. Pero esa es ya otra historia.
Las guerras
con Francia (1793-1795), Portugal (1801-1803) e Inglaterra (1797-1801 y 1804-1808)
llevaron al país a una situación lamentable, sobre todo en la región donde
mayor era la prosperidad anteriormente. ·La guerra contra el ejército francés
significó para Cataluña una época demográfica y económicamente catastrófica·
[C. Martínez Shaw, en Fernández, 1985: 129]. La guerra del Francés de 1793-94 fue
una vuelta al pasado y un adelanto del penoso futuro, según Vilar [1982]. Y la
interrupción del comercio americano durante la mayor parte del periodo
siguiente no ayudó a restañar las profundas heridas.
El ingente
importe de los gastos bélicos y la falta de un sistema contributivo en Castilla
semejante al del catastro catalán, mucho más justo y eficaz, acrecentaron la
Deuda pública durante la época de gobierno de Godoy hasta el colapso financiero
del régimen. Artola [1982: 321-459], siguiendo la línea investigadora de
Hamilton [1947] sobre la relación guerra-Deuda, ha estudiado minuciosamente la
quiebra de la Hacienda del Antiguo Régimen, comenzando con la guerra de
Independencia de los Estados Unidos, de modo que los presupuestos entre 1793 y
1806 se nutrieron en un tercio de los empréstitos públicos [Fontana, 1978: 71].
Era la misma guerra que provocó el colapso financiero del régimen borbónico en
Francia. La diferencia entre los casos español y francés estribaba solamente en
que la Deuda Pública francesa, que había pagado conflictos bélicos de enorme
envergadura, era ya muy superior a la española y su hundimiento se adelantó por
ello.
De acuerdo
con Josep Fontana [1983: 13-21 y 53-82], puede cuestionarse incluso si el
sistema absolutista hubiera aguantado mucho más allá de 1808 aunque no se hubiese
producido la invasión napoleónica, pues es en este año la deuda pública
ascendía ya a 7.000 millones de reales, según Canga Argüelles. Los intereses se
comían la totalidad de los ingresos de la Corona [Artola, 1982: 329]. Muchos
contemporáneos estimaron con acierto que el derrumbe de los ejércitos españoles
estaba directamente relacionado con la intrínseca debilidad financiera del
régimen, por la cual no había unas fuerzas armadas a la altura del reto, ni una
administración que pudiera sobrevivir a la invasión. El impacto de la
percepción de esta debilidad en la burguesía no puede minusvalorarse, porque
tomó clara conciencia de que este Estado casi putrefacto no podía defender
eficazmente sus intereses.
En este
contexto de apremiantes necesidades financieras es como deben verse las
desamortizaciones del periodo 1794-1808, abriendo una pauta que se repetiría a
lo largo del siglo XIX, cuando siempre primaría la urgencia de conseguir fondos
sobre cualquier consideración social de más largo alcance. En contra de esta
interpretación se hallan las tesis más conservadoras de Antequera o de Menéndez
Pelayo [1882: II, 465], que consideraban, como en el resto de las
desamortizaciones que el motivo fundamental era la incapacidad en unos casos y,
sobre todo, una concepción jansenista o regalista de las relaciones
Estado-Iglesia, que estos autores rechazaban porque llevaría a la Patria hacia
el ateísmo, la desvertebración social y la ruptura. Una interpretación que
estará latente en muchos de los prohombres conservadores y en sus decisiones
políticas.
Tomás y
Valiente (1971: 38 y ss.] estudia la relación de disposiciones legislativas que
desde 1794 gravaron los bienes municipales y eclesiásticos con impuestos
destinados a pagar los intereses de la deuda. Se abría paso así una doctrina
político-jurídica de intervencionismo, que fundamentaría los pasos siguientes
cuando se dio el detonante para un salto cualitativo: la crisis bélica y fiscal
de 1798.
En los meses
de febrero a septiembre de 1798 una serie de normas constituyen la llamada
desamortización de Godoy. Primero (21 de febrero) las ventas de las fincas
urbanas de los municipios. Segundo (26 de febrero) la creación de una Caja de
Amortización de la deuda, engrosada con los fondos de las ventas de los bienes.
Y por último (25 de septiembre) tres reales órdenes sumamente importantes, pues
suponen el principio de la desamortización decimonónica, basada en la
apropiación por el Estado de bienes inmuebles vinculados a ·manos muertas·, su
venta pública en subasta, la asignación del importe a la amortización de la
deuda y la compensación a los desposeídos con un interés anual. En estas reales
órdenes se intervenían los bienes de los seis Colegios Mayores, de los jesuitas
expulsados (que no recibieron interés alguno) y, sobre todas, la que dispuso la
venta de bienes de hospitales, hospicios, casas de misericordia, cofradías,
memorias, casas pías y patronatos de legos. En su consideración se justifica en
la neutralización del déficit de la Hacienda Pública, pero lo cierto es que, a
pesar de que las ventas siguieron un buen ritmo, los resultados finales fueron
muy magros porque las necesidades bélicas siguieron creciendo y comiéndose los
ingresos. Siguió en 1805 un permiso concedido por la Santa Sede para
desamortizar bienes eclesiásticos por un valor de hasta 6'4 millones de reales
de renta.
Poco después
y ante los crecientes apuros de la Hacienda española y por el temor a que la
monarquía se desmoronase como ya lo había hecho la francesa por causas tan
similares, la Santa Sede autorizó por un breve de 12 de diciembre de 1806
(aplicado en España el 21 de febrero de 1807), la venta del ·séptimo
eclesiástico·, o sea, la facultad de enajenar: ·la séptima parte de los predios
pertenecientes a las iglesias, monasterios, conventos, comunidades, fundaciones
y otras cualesquiera personas eclesiásticas, incluso los bienes de las cuatro Órdenes
Militares y la de San Juan de Jerusalén·. A cambio se compensaba esta venta con
una renta del 3 por ciento para los expropiados. Una importantísima medida
desde el punto de vista político y jurídico puesto que la Iglesia venía a
reconocer la posibilidad de dedicar sus bienes a satisfacer las necesidades del
Estado, aunque fuese al principio bajo la figura jurídica de una ·gracia
concedida·. Pero la complejidad jurídica del procedimiento de tal enajenación
era extraordinaria: inventario, deslindamiento, tasación, etc., con el
resultado de que apenas se habían vendido algunos bienes cuando Fernando VII
suspendió la medida en sus primeras semanas de gobierno en 1808.
Para la
mayoría de los estudiosos todas las anteriores medidas tuvieron escaso alcance
práctico, pero parece más razonable señalar que faltan estudios locales y
regionales sobre su incidencia. Así, parece confirmado que el arrendamiento y
venta de bienes de Propios y baldíos fue muy importante en regiones del Sur,
sobre todo en Extremadura (donde en plena guerra se seguían vendiendo bienes,
pero sólo a un octavo de su valor) y Andalucía, mientras que en las demás
regiones fue muy menguada.
El primer
autor moderno que ha hecho una estimación de las ventas del periodo anterior a
1808 ha sido Herr [1974: 49], elevando su valor a unos 1.600 millones de
reales. Pero sus defensores han tendido a ignorar que ya Canga Argüelles en
1811 hacía una estimación, muy cercana, de 1.653 millones, por lo que Herr
simplemente ha convalidado un dato ya conocido. Si esta cantidad fuera cierta
la desamortización de Godoy afectó a la mitad de los bienes de la posterior
desamortización de Mendizábal por lo que habría que revalorizar su importancia.
En todo caso
sí es cierto que no beneficiaron en demasía al campesinado, pues muchas de las
tierras desamortizadas fueron adquiridas por grandes terratenientes y la
emergente burguesía agraria de carácter absentista, residente en las ciudades y
que buscaba su seguridad en un momento en que el comercio y la industria
estaban casi colapsados. Pero sí fue más positivo que supusieran otro corte
ideológico profundo en las conciencias de los gobernantes y del pueblo,
preparando cada iniciativa y en progresiva acumulación a la sociedad para los
más drásticos y obligados cambios de las décadas siguientes.
En
definitiva, la situación antes de la guerra de la Independencia no podía ser
peor para afrontar los inmensos gastos y el corte poblacional que conllevó.
Hacia 1808 España estaba ante una disyuntiva fundamental en casi todos sus
sectores económicos y ello afectaba profundamente a la sociedad y al régimen
institucional.
Martínez
Shaw [en Fernández, 1985: 129] nos refiere las consecuencias para la burguesía
catalana: ·la guerra de 1808-1814 fue la ocasión para un relevo generacional en
las filas de la burguesía. Definitivamente desaparecen del primer plano los
hombres que han dirigido la economía catalana en la segunda mitad del siglo
XVIII: desinteresados del negocio en época tan incierta y sin capacidad para
acomodarse a las nuevas exigencias de los tiempos, desvían sus inversiones a la
tierra y, amparados en un título de nobleza o en una posición social
reconocida, disfrutan de los bienes adquiridos sin correr las aventuras de la
primera hora. Su lugar es ocupado por una nueva generación que ha ascendido en
la etapa anterior, que se ha vinculado directamente con el proceso productivo,
que trae consigo nuevos modos empresariales y que sabe reconocer los signos del
cambio en ciernes. Ellos serán los protagonistas de la nueva etapa: capitalismo
industrial, mercado interior, liberalismo político, proteccionismo económico.
Por
extensión estas mismas palabras pueden decirse de los otros núcleos de una
burguesía atrevida y ambiciosa y nos muestran la tensión entre riesgo y
seguridad, entre mirar al mañana y al pasado de la burguesía de la Edad Moderna. El
Antiguo Régimen subsistiría aún bajo mucho disfraces [Mayer, 1981] pero ahora
las reglas del juego iban a ser muy distintas. La burguesía estaba en puertas
de vivir su gran siglo.
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